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Cielo de octubre (Rocket Boys)
Cielo de octubre (Rocket Boys)
Cielo de octubre (Rocket Boys)
Libro electrónico564 páginas8 horas

Cielo de octubre (Rocket Boys)

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Las memorias best seller que inspiraron la película Cielo de Octubre, Rocket Boys es una autobiografía poderosa y una historia luminosa de la vida en la década de 1960, del amor de una madre y del temor de un padre, de un grupo de jóvenes que soñaban con lanzar cohetes al espacio… y de hacer realidad los sueños.

Así comienza la maravillosamente entretenida y extraordinaria autobiografía de la vida de «Sonny» Homer Hickam, Jr. en Coalwood, Virginia Occidental, un pueblo miserable donde lo único que importaba era la minería de carbón y el fútbol americano. El segundo hijo introspectivo del superintendente de la mina y de una madre decidida a alcanzar una vida mejor para su hijo, Sonny se unió a un grupo de inadaptados para quienes el futuro parecía incierto.

Pero en 1957, luego de haber visto el satélite soviético Sputnik cruzar el cielo de los Apalaches, Sonny y sus amigos adolescentes tomaron el futuro en sus manos, cambiando sus vidas y su ciudad para siempre. Recordando una carrera distinguida en la NASA que hizo realidad los sueños de su niñez, Hickam relata la historia de su juventud, llevando a los lectores a la vida de aquel pueblo minero y las de los muchachos que encarnaron sus tensiones y sus sueños. Con la ayuda —y en ocasiones los obstáculos— de los habitantes de Coalwood, los jóvenes aprendieron no solo a convertir escombros de minería en cohetes que surcaban los cielos, sino que encontraron esperanza en una ciudad en la que el progreso pasaba desapercibido.

Una autobiografía única, Cielo de octubre es a la vez una crónica inspiradora de triunfo y una historia luminosa del amor de una madre, los temores de un padre y la vida de un joven. Con la sencilla gracia de un narrador por naturaleza, Homer Hickam capta a la perfección un momento en el cual un pueblo agonizante, una familia dividida y una banda de adolescents soñadores se atrevieron a mirar más allá de sus diferencias y a fijar sus objetivos en las estrellas... y vieron un futuro que la nación estaba apenas empezando a imaginar.

A story of romance and loss and a keen portrait of life at an extraordinary point in American history, Rocket Boys is a chronicle of triumph.

One of the most beloved bestsellers in recent years, Rocket Boys is a uniquely American memoir. A powerful, luminous story of coming of age at the end of the 1950s, it is the story of a mother's love and a father's fears, of growing up and getting out. With the grace of a natural storyteller, Homer Hickam looks back after a distinguished NASA career to tell his own true story of growing up in a dying coal town and of how, against the odds, he made his dreams of launching rockets into outer space come true. A story of romance and loss and a keen portrait of life at an extraordinary point in American history, Rocket Boys is a chronicle of triumph.

IdiomaEspañol
EditorialHarperCollins
Fecha de lanzamiento26 sept 2017
ISBN9780718074043
Autor

Homer Hickam

Homer Hickam (also known as Homer H. Hickam, Jr.) is the bestselling and award-winning author of many books, including the #1 New York Times memoir Rocket Boys, which was adapted into the popular film October Sky. A writer since grade school, he is also a Vietnam veteran, a former coal miner, a scuba instructor, an avid amateur paleontologist, and a retired engineer. He lives in Alabama and the Virgin Islands.

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    Cielo de octubre (Rocket Boys) - Homer Hickam

    1

    COALWOOD

    NO FUE HASTA QUE empecé a construir y lanzar cohetes que descubrí que en mi pueblo se libraba una guerra por cada niño y que mis padres estaban enzarzados en una batalla sin derramamiento de sangre para decidir cómo íbamos a vivir nuestras vidas mi hermano y yo. Que, si una chica te rompe el corazón, otra, con mejores intenciones y menos virtud, puede arreglártelo en la misma noche. Y, finalmente, que la disminución de entalpía en un conducto convergente puede transformarse en energía cinética a propulsión si se añade un conducto divergente. Cada uno de mis amigos descubrió sus propias verdades construyendo cohetes, pero estas fueron las mías.

    Crecí en Virginia Occidental, en Coalwood, un pueblecito construido encima de un yacimiento con el solo propósito de extraer sus millones de toneladas de carbón bituminoso. En 1957, cuando cumplí los catorce y empecé a construir cohetes, había casi dos mil personas viviendo en el pueblo. Mi padre, Homer Hickam, era el capataz de la mina, y nuestra casa estaba a unos cientos de metros de la bocamina, un pozo vertical de doscientos cuarenta metros de profundidad. Desde la ventana de mi dormitorio podía ver la torre negra de acero que se alzaba por encima de la entrada y seguir las idas y venidas de los hombres que trabajaban en la mina.

    Unos raíles conducían hasta otro pozo que se utilizaba para sacar el carbón, y encima se encontraba la estructura para subirlo, cribarlo y descargarlo, llamada «cargadero». Cada día entre semana y, en los buenos tiempos, incluso los sábados, veía pasar los vagones ennegrecidos, desfilando por debajo del cargadero para ir recibiendo sus masivos cargamentos, y observaba cómo se los llevaban las locomotoras, tirando pesadamente de ellos entre bocanadas de humo y vapor. A lo largo de todo el día, el incesante repiqueteo de los pistones retumbaba por los estrechos valles y nuestro pueblo se sacudía con los chirridos del acero de las locomotoras a medida que ganaban velocidad. De los vagones abiertos se alzaban nubes de carbonilla que, omnipresente, se colaba por las rendijas de las ventanas y por los resquicios de las puertas. Cada mañana de mi infancia, al levantarme, veía alzarse un polvillo negro y brillante que se desprendía, flotando, de mis sábanas. Y, por la noche, al quitarme los zapatos, tenía los calcetines tiznados de carbón.

    Como todas las de Coalwood, nuestra casa pertenecía a la compañía minera. Te cobraban una pequeña cantidad por el alquiler, que se restaba automáticamente del salario de cada minero. Algunas de las casas eran minúsculas, de un solo piso y una o dos habitaciones. Otras, amplias y de dos pisos, se habían construido inicialmente como pensiones para los mineros solteros durante los prósperos años veinte, pero durante la Gran Depresión de la década siguiente se dividieron en viviendas familiares. Cada cinco años la compañía pintaba todas las casas de Coalwood de un mismo blanco, que pronto se teñía del gris del carbón que traía el aire. En primavera las familias solíamos limpiar a conciencia el exterior de nuestra casa, armados con cepillos y mangueras.

    Cada casa de Coalwood tenía su correspondiente patio vallado y, como el nuestro era mayor que el de los demás, mi madre plantó una rosaleda. Llenaba sacos de tierra de la montaña y los llevaba al hombro hasta el patio, donde abonaba, regaba y podaba cada rosal con esmero. Todos sus esfuerzos daban su fruto en primavera y verano: las magníficas flores, rojas como la sangre, además de delicados capullos rosados y amarillos, se rebelaban contra el verde oscuro de los cerrados bosques de alrededor y se alzaban, desafiantes, ante la lúgubre mina, entre negruzca y grisácea, que estaba a poca distancia del pueblo.

    Nuestra casa estaba en la esquina donde la carretera estatal giraba hacia la mina, al este. Otra carretera, asfaltada por la empresa, trazaba el recorrido inverso hasta el centro del pueblo. Main Street, la calle principal, estaba en un valle tan angosto que había algunos tramos donde cualquier chico con un buen brazo podía lanzar una piedra desde un lado y llegar al otro. Cada mañana de los tres años anteriores al instituto me subí a la bici con una bolsa de lona blanca al hombro y repartí el periódico, el Bluefield Daily Telegraph, por todo el valle, hasta dejar atrás la escuela de Coalwood y las hileras de casas que seguían un pequeño arroyo; mi recorrido terminaba en las laderas de las montañas de delante. A un kilómetro y medio de Main Street había una gran hondonada en las montañas, donde se encontraban dos riachuelos. Allí estaban las oficinas y la iglesia de la compañía, el hotel Club House, también de la compañía, el edificio de correos (donde, además, pasaban consulta el doctor y el dentista de la compañía) y, finalmente, la tienda principal de la compañía, a la que todos llamábamos «la tienda grande». En una colina más alta estaba una mansión con torreones donde vivía el capataz general de la compañía, a quien los propietarios, desde Ohio, habían enviado para que supervisara sus posesiones. Hacia el oeste, Main Street pasaba entre dos montañas donde se apiñaban las casas de los mineros de Middletown y Frog Level. Dos cruces más adelante, en las hondonadas de las montañas, se encontraban los asentamientos de la gente de color, Mudhole y Snakeroot. Allí terminaba el asfalto y empezaban los caminos polvorientos y llenos de baches.

    En la entrada de Mudhole había una minúscula iglesia de madera a cargo del reverendo Little Richard. El apodo, Little, le venía por su parecido con el cantante de soul. En Mudhole no había nadie suscrito al periódico, pero siempre que me sobraba uno lo dejaba ahí, en la iglesia, y con el paso de los años el reverendo Richard y yo acabamos haciéndonos amigos. Me encantaba cuando el reverendo encontraba un momento para salir al porche de la iglesia y contarme rápidamente una historia de la Biblia. Lo escuchaba sin bajar de la bicicleta, fascinado por su voz profunda y resonante. Me gustó especialmente la descripción que me hizo un día de Daniel en el foso de los leones. Mientras imitaba, con los ojos como platos, el asombro de los captores de Daniel al descubrir a su prisionero paseándose por el foso y con el brazo encima de un león enorme, yo me reía a carcajada limpia.

    —Vaya con este Daniel, cómo conocía al Señor —terminó el reverendo, con una sonrisa, mientras yo seguía riendo—. Y por eso era tan valiente. Y tú, ¿qué, Sonny? ¿Tú conoces al Señor?

    Tuve que reconocer que yo no estaba muy seguro de que fuera así, pero el reverendo dijo que no pasaba nada.

    —Dios cuida de los locos y de los borrachos —dijo con una sonrisa enorme que dejaba al descubierto su diente de oro—, así que me imagino que también cuidará de ti, Sonny Hickam.

    A partir de entonces, cuando me metía en líos, pensaba a menudo en el reverendo Richard, en su percepción del sentido del humor de Dios y en su cariño divino por los atolondrados como yo. Estas reflexiones no me hicieron tan valiente como el bueno de Daniel, pero al menos me daban la esperanza de que el Señor me ayudaría a apañármelas un poco.

    La iglesia de la compañía, donde asistíamos la mayoría de los blancos del pueblo, estaba en una pequeña colina cubierta de hierba. A finales de los años cincuenta, acabó a cargo de un empleado de la compañía, el reverendo Josiah Lanier, que resultó ser metodista. La denominación del predicador que contrataba la compañía pasaba a ser automáticamente la de todos los parroquianos. Antes de convertirnos en metodistas recuerdo haber sido bautistas y, durante un año, algo parecido a pentecostales. El predicador pentecostal asustaba a las mujeres con las amenazas de fuego, azufre y muerte que lanzaba desde el púlpito. Cuando se le acabó el contrato, el reverendo Lanier pasó a ocupar su lugar.

    Yo me sentía orgulloso de vivir en Coalwood. Según los libros de historia de Virginia Occidental, nadie había vivido en los valles y colinas del condado de McDowell antes de que llegáramos nosotros para extraer el carbón. Las tribus cheroquis cazaban en la zona de vez en cuando hasta principios del siglo XIX, pero el terreno les parecía demasiado árido y duro. En una ocasión, cuando tenía ocho años, encontré una punta de flecha de piedra incrustada en el tocón de un roble viejo, en la montaña que había detrás de casa. Mi madre me dijo que algún ciervo se debía haber librado de una buena hace mucho tiempo. El hallazgo me inspiró de tal manera que me inventé una tribu india, los coalicanos, y convencí a mis compañeros de juegos —Roy Lee, O’Dell, Tony y Sherman— de que habían existido de verdad. Bajo mis instrucciones nos pintarrajeamos la cara con jugo de bayas y nos pusimos plumas de pollo en el pelo. Durante varios días nuestra pequeña tribu de salvajes se dedicó a asaltar y masacrar todo Coalwood. Rodeamos el Club House y, con arcos de abedul y flechas invisibles, apuntábamos a los mineros solteros que vivían ahí y que volvían de trabajar. Siguiéndonos la corriente, algunos se desplomaban y se retorcían de forma bastante creíble sobre el impoluto césped del hotel. Cuando les tendimos una emboscada a los mineros en la puerta del cargadero, los que empezaban su turno se metieron en el papel e hicieron ver que abrían fuego contra nosotros entre gritos. Mi padre observó el incidente desde su oficina en el cargadero y salió a poner orden. Aunque los coalicanos lograron dispersarse por las colinas, a la hora de cenar el cabecilla de la tribu recibió la advertencia de que la mina era para trabajar, no para jugar.

    Nuestro asalto en la montaña a algunos chicos mayores que jugaban a vaqueros —entre los que estaba mi hermano, Jim— desató una cruenta batalla imaginaria hasta que Tony, que se había subido a un árbol para ver mejor el combate, pisó una rama podrida y se rompió el brazo al dar contra el suelo. Orquesté la construcción de una camilla con ramas y cargamos al gran guerrero hasta su casa. El médico de la compañía, el doctor Lassiter, fue hasta la casa de Tony en su antiguo Packard y entró. Cuando nos vio, todavía cubiertos de plumajes y pinturas de guerra, el doctor se presentó como «el gran curandero». Compuso el brazo de Tony y se lo enyesó. Todavía recuerdo lo que le escribí en el yeso: «Tony, la próxima vez, búscate un árbol mejor». El padre de Tony, un italiano, murió en la mina ese mismo año, así que su madre y él se fueron y nunca supimos nada más de ellos. No me pareció raro: en cada familia de Coalwood había que haber un padre que trabajara para la compañía. La empresa y Coalwood eran uno, lo mismo.

    Todo lo que sé sobre la historia de Coalwood y los primeros años de relación de mis padres lo oí en la cocina, tras retirar los platos de la cena. Cuando la mesa estaba limpia, mamá se preparaba una taza de café y papá se tomaba un vaso de leche y, si no estaban discutiendo por una cosa u otra, charlaban del pueblo y su gente, de qué pasaba en la mina o de qué se había dicho en la última reunión del Club de Mujeres. Y, a veces, también contaban historias sobre cómo eran las cosas antes. Mi hermano Jim acababa por aburrirse y pedía permiso para levantarse, pero yo siempre me quedaba, fascinado por los relatos.

    El señor George L. Carter, fundador de Coalwood, llegó a lomos de una mula en 1887. Aunque parecía que no hubiera más que bosque, tras cavar un poco, encontró una de las vetas de carbón bituminoso más ricas del mundo. Intentando que la fortuna le sonriera, el señor Carter compró el terreno a los propietarios, ausentes, y empezó a construir una mina. También construyó casas, escuelas, iglesias, una tienda de la compañía, una panadería y un almacén de hielo. Contrató a un médico y a un dentista para que ofrecieran sus servicios a los mineros y sus familias de forma gratuita. Con el paso de los años, su empresa prosperó y el señor Carter mandó que se pusieran aceras y que se asfaltaran las calles, y puso un vallado alrededor del pueblo para que las vacas no camparan a sus anchas por el pueblo. El señor Carter quería que sus mineros tuvieran una vivienda digna, pero, a cambio, exigía que su desempeño en el trabajo también lo fuera. Al fin y al cabo, en Coalwood, por encima de todo, se trabajaba: un trabajo agotador, duro, sucio e incluso mortal.

    El hijo del señor Carter volvió a casa tras la Primera Guerra Mundial acompañado por su comandante, un graduado de la Universidad de Stanford llamado William Laird que se desenvolvía de forma brillante tanto en la vida social como en la ingeniería y a quien todos en el pueblo llamaban, con el mayor respeto y deferencia, el Capitán. El Capitán, un hombre grande y efusivo de casi dos metros, vio en Coalwood la oportunidad de poner sus ideas en práctica, un lugar donde la empresa podría traer paz, prosperidad y tranquilidad a sus ciudadanos. Desde el momento en que el señor Carter lo contrató y lo puso al mando del funcionamiento de la mina, el Capitán empezó a incorporar los avances tecnológicos más modernos: hizo que se abrieran pozos de ventilación y, en cuanto resultó práctico hacerlo, sustituyó las mulas que acarreaban el carbón de la mina hasta la superficie por motores eléctricos. Más adelante, el Capitán acabó con toda la excavación manual y trajo unas máquinas enormes, llamadas minadores continuos, para arrancar el carbón de las vetas. El Capitán llevó las ideas del señor Carter sobre la vivienda un poco más allá: proveyó a todos los mineros de Coalwood de una casa con lavabo equipado, una estufa marca Warm Morning en la sala de estar y una carbonera que corría a cargo de la empresa y, para que todos tuviéramos agua corriente, canalizó el agua cristalina de un lago antiguo a trescientos metros de profundidad. Hizo construir parques en ambos extremos del pueblo y fundó varias asociaciones: los Boy Scouts y las Girl Scouts para niños y adolescentes, y el Club de Mujeres. Reabasteció la biblioteca de la escuela de Coalwood con remesas de libros y mandó construir un patio para la escuela y un campo de fútbol americano. Como las montañas interferían con la recepción de los canales de televisión, en 1954 erigió una antena en una cima y ofreció, de forma gratuita, uno de los primeros sistemas de televisión por cable de Estados Unidos.

    Aunque no todo era perfecto y siempre había tensiones entre los mineros y la empresa —principalmente por los salarios—, Coalwood no sufrió, durante mucho tiempo, gran parte de la violencia, la pobreza y el dolor en los que se vieron sumidos otros pueblos del sur de Virginia Occidental. Todavía me acuerdo de cuando, sentado a oscuras en las escaleras, escuchaba a mi abuelo paterno —al que llamaba Poppy— contarle a mi padre, en el salón, los sangrientos enfrentamientos que hubo en Mingo, un condado no muy lejos del nuestro. Poppy trabajó allí un tiempo hasta que estalló una guerra entre los mineros del sindicato y los «detectives» de la empresa. Docenas de personas fueron asesinadas y los heridos se contaban por centenares tras las batallas campales con metralletas, pistolas y rifles. Para alejarse de la violencia, Poppy se fue con su familia al condado de Harlan, en Kentucky, pero se trasladaron al condado de McDowell cuando allí también empezó a caldearse el ambiente, y allí acabó trabajando en la mina de Gary. Aunque supuso una mejora, en Gary también había huelgas, cierres y algún que otro descalabro.

    En 1934, cuando tenía veintidós años, mi padre se presentó para trabajar como minero en la empresa del señor Carter, atraído porque había oído decir que en Coalwood se podía vivir con dignidad. Casi de inmediato el Capitán vio algo en ese chico flacucho y hambriento que venía de Gary, quizá un diamante en bruto, y lo convirtió en su protegido. Pasados un par de años, el Capitán ascendió a papá a encargado de la sección y le enseñó a dirigir a los hombres y a llevar la mina y a ventilarla, además de transmitirle la visión que tenía para el pueblo.

    Tras convertirse en encargado, papá convenció a mi abuelo de que dejara la mina de Gary y se trasladara a Coalwood, donde no había sindicatos y uno podía trabajar en paz. También le escribió a una compañera del instituto de Gary que se había ido a vivir sola a Florida, Elsie Lavender, intentando convencerla para que volviera a Virginia Occidental y se casara con él. Ella se negó. Siempre que alguien contaba esta historia, mamá lo interrumpía y contaba que la siguiente carta que recibió era del Capitán, quien le decía lo mucho que papá la amaba y la necesitaba, y que dejara de ser tan tozuda, ahí metida entre sus palmeras de Florida, y que hiciera el favor de ir a Coalwood a casarse con el muchacho. Ella aceptó visitar Coalwood y, en un cine en Welch, cuando papá le volvió a pedir que se casara con él, ella respondió que aceptaría si papá tenía un envoltorio de tabaco de mascar Brown Mule en el bolsillo. Como resultó que tenía uno, mamá accedió a casarse con él. Yo creo que es una decisión que lamentó a menudo, pero que no habría cambiado.

    Poppy trabajó en la mina de Coalwood hasta 1943, cuando una vagoneta de la mina fuera de control le amputó ambas piernas a la altura de la cadera. Pasó el resto de su vida en una silla. Mi madre decía que, tras el accidente, Poppy estaba sumido en un dolor físico constante. Para no pensar en ello, se leyó casi todos los libros de la biblioteca del condado, en Welch. Mamá decía que, cuando ella y papá iban a visitarle, al abuelo le dolían tanto las heridas que a duras penas podía hablar, y papá pasaba días y días atormentándose. Finalmente, un médico le recetó paregórico y Poppy pudo estar algo más tranquilo, siempre que no le faltara su dosis. Papá se encargó de que Poppy tuviese todo el paregórico que quisiera. Mamá dijo que, tras empezar a medicarse, Poppy dejó de leer por completo.

    Como se dedicaba en cuerpo y alma al Capitán y a la empresa, a duras penas vi a mi padre durante mi infancia. Siempre estaba o bien en la mina, o bien durmiendo antes de ir, o bien descansando después de volver. En 1950, cuando tenía treinta y dos años, le diagnosticaron cáncer de colon. En esos tiempos estaba haciendo doble turno, dirigiendo una sección hacia las entrañas de la mina para traspasar un enorme bloque de roca. El Capitán estaba convencido de que, tras la densa arenisca, había una enorme veta de carbón por descubrir. Y, para mi padre, nada era más importante que atravesar el obstáculo y demostrar que el Capitán tenía razón. Tras pasar meses y meses ignorando los sanguinolentos síntomas de su cáncer, papá acabó desmayándose en la mina. Sus hombres tuvieron que sacarlo en brazos. Fue el Capitán, y no mi madre, quien lo acompañó en la ambulancia camino al hospital en Welch. Los médicos no tenían demasiadas esperanzas de que sobreviviera. Mientras mamá se quedó en la sala de espera de la clínica Stevens, al Capitán le dejaron presenciar la operación. Tras perder gran parte del intestino, papá dejó a todo el mundo asombrado al volver al trabajo en solo un mes. Otro mes más tarde, cubiertos de polvo y sudor, él y su sección atravesaron la masa rocosa y encontraron un carbón negrísimo, blando y puro como nunca antes se había visto. No hubo celebración. Papá llegó a casa, se duchó y limpió a conciencia, y durmió durante dos días seguidos. Después se levantó y volvió al trabajo.

    En algunas ocasiones sí que estábamos todos juntos, en familia. Cuando era pequeño, las tardes de los sábados estaban reservadas para ir a Welch, la capital del condado, separada de Coalwood por unos once kilómetros y una montaña. Welch era un bullicioso pueblecito comercial a la orilla del río Tug Fork, y sus calles empinadas estaban abarrotadas de mineros que iban a comprar con sus familias. Las mujeres iban de tienda en tienda con los niños en brazos o tomados de la mano mientras que los hombres, a menudo ataviados todavía con los monos y cascos de la mina, se quedaban rezagados para hablar del trabajo y de la liga de fútbol americano del instituto con sus compañeros. Mientras mamá y papá iban de compras, Jim y yo nos quedábamos en el cine Pocahontas para ver películas de vaqueros y series de aventura con cientos de niños más, también hijos de mineros. Jim nunca hablaba con nadie, pero yo sí, siempre, y averiguaba de dónde venía el niño o la niña que se sentaba a mi lado. Siempre me resultaba muy emocionante conocer a alguien de sitios lejanos y exóticos como Keystone o Iaeger, pueblos mineros del otro lado del condado. Tras ir hasta Welch, ver la serie y una sesión doble de cine y pasear con mis padres por todo el pueblo hasta que mamá terminara de comprar, yo acababa agotado. Casi siempre me quedaba profundamente dormido en el viaje de vuelta a casa, en el asiento trasero del coche. Cuando volvíamos a Coalwood, papá me aupaba y me llevaba a la cama. A veces yo hacía ver que estaba dormido, aunque no fuera verdad, solo para notar el roce de sus manos.

    Los cambios de turno en Coalwood eran acontecimientos diarios de gran importancia. Antes de que empezara cada turno, los mineros que iban a trabajar salían de sus casas y se dirigían al cargadero. Los que ya terminaban el turno, cubiertos de sudor y de carbonilla, formaban otra procesión en dirección opuesta. De lunes a viernes las colas se iban formando y juntando en los cruces hasta que las calles se llenaban de cientos de mineros. Con sus monos y cascos, me recordaban a los soldados marchando al frente que había visto en los noticiarios.

    Como todo el mundo en Coalwood, yo vivía al ritmo que marcaban los turnos. Por la mañana me despertaban el ruido de pasos y el golpeteo de las fiambreras que venían de la calle cuando el turno de día empezaba a trabajar. Cenaba después de que papá supervisara la entrada del turno de la tarde en el pozo, y me iba a dormir acompañado por el repiqueteo de los martillos sobre el acero y el siseo de los soldadores del pequeño taller del cargadero durante el turno nocturno, al que llamábamos «turno del búho». A veces, cuando todavía estábamos en primaria y nos cansábamos de explorar la montaña, de jugar a balón prisionero en las antiguas cocheras o al béisbol en el patio de detrás de mi casa, hacíamos ver que éramos mineros y nos uníamos a los hombres en su marcha hasta el cargadero. Nos quedábamos a un lado y veíamos cómo se colocaban las linternas y reunían sus herramientas hasta que sonaba el timbre, el aviso para entrar en el ascensor. Después de que se los tragara la tierra, reinaba un silencio fantasmagórico. Era inquietante, así que volvíamos encantados a nuestros juegos, gritando y alborotando un poco más de lo necesario para romper el hechizo del cargadero.

    Coalwood estaba rodeado de bosques y de montañas salpicados de cuevas, riscos, pozos de gas, torres de incendios y minas abandonadas esperando a que todos los niños y niñas de Coalwood los descubriésemos una y otra vez. Aunque nuestras madres nos lo tenían prohibido, también jugábamos en las vías del ferrocarril. De vez en cuando a alguien se le ocurría la idea de poner un penique en las vías y hacer que las vagonetas le pasaran por encima hasta dejarlo bien plano, y todos hacíamos lo mismo hasta que agotábamos nuestras escasas existencias. Aguantándonos la risa, poníamos los peniques aplastados sobre el mostrador para comprar caramelos en la tienda de la empresa. El dependiente, que ya había visto esta treta varias veces a lo largo de los años, solía aceptar nuestro pago sin comentarios. Posiblemente, en algún rincón de las oficinas de la empresa había un montón de peniques planos que se habían ido acumulando durante décadas.

    Nos encantaba subir por el puente de la escuela de Coalwood y escuchar con satisfacción el ruido de las botellas de refresco al estamparse contra las vagonetas vacías que iban hacia el cargadero. Cuando los vagones de carbón iban llenos y quedaban parados bajo el puente, algunos de los chicos más atrevidos se dejaban caer dentro, donde quedaban enterrados hasta la cintura en el carbón suelto. Yo lo intenté una vez y a duras penas pude escaparme cuando, de repente, el tren empezó a ponerse en marcha en dirección a Ohio. Luché para abrirme paso entre el carbón y bajé por la escalerilla exterior del vagón; salté como si me fuera la vida en ello y me despellejé las manos, las rodillas y los codos con montones de carbón que había a lo largo de la vía. Mi madre no tuvo la menor compasión de mí y me arrancó hasta el último rastro de tizne frotando vigorosamente con un cepillo rígido y una pastilla de jabón. Sentí la piel en carne viva durante toda la semana siguiente.

    Cuando no estaba jugando fuera, me pasaba horas y horas sumido en mis libros. Me encantaba leer, posiblemente debido a la peculiar forma de enseñar que tuvieron conmigo las maestras de la escuela de Coalwood, conocidas como «Las Seis Grandes» porque eran las maestras del primer al sexto curso. Durante años, estas seis maestras habían visto pasar generación tras generación de estudiantes de Coalwood por sus clases. Aunque el señor Likens, el director, dirigía la escuela de secundaria de Coalwood con mano firme, las Seis Grandes llevaban las riendas en los cursos anteriores. Parecía importarles mucho que yo leyese. Al llegar a segundo ya me conocía al dedillo Tom Sawyer y La cabaña del Tío Tom, y podía comentarlas en profundidad. No me dejaron leer Huckleberry Finn hasta tercero, y lo reservaron hasta entonces con tanto misterio que me parecía que en él hubiera los secretos mejor guardados de la vida. Cuando finalmente me permitieron leerlo, yo sabía muy bien que no me encontraba ante un simple relato de un chico que va en balsa por un río, sino de la historia eterna de la mismísima América, con todas nuestras glorias y vergüenzas.

    En el vestíbulo de la escuela había estanterías llenas con las colecciones de libros de Tom Swift, The Bobbsey Twins, The Hardy Boys y Nancy Drew, y cualquier estudiante podía llevárselos prestados. Los devoré, disfrutando de cada aventura que me presentaban. Cuando estaba en cuarto, empecé a subir a la biblioteca de secundaria para leerme la serie Black Stallion. Allí también descubrí a Julio Verne. Me enamoré de sus libros, no solo por las increíbles aventuras que contaban, sino porque estaban repletos de científicos e ingenieros que consideraban la adquisición de conocimiento como el objetivo más importante de la humanidad. Después de leer todos los libros de Verne de la biblioteca me convertí en un lector avidísimo de escritores de ciencia ficción moderna como Heinlein, Asimov, van Vogt, Clarke y Bradbury, y estaba siempre a la espera de nuevos ejemplares. Me gustaban todos, excepto cuando tendían más hacia la fantasía: no me interesaban en lo más mínimo los héroes que podían leer mentes, traspasar paredes o hacer magia. Los que me atraían eran los protagonistas valientes y que sabían mucho más que sus adversarios. Cuando las Seis Grandes vieron mi ficha de la biblioteca y descubrieron que me estaba atiborrando de aventuras y ciencia ficción, me recetaron las dosis apropiadas de Steinbeck, Faulkner y F. Scott Fitzgerald. Durante toda la escuela primaria tuve la sensación de estar leyendo de dos en dos: un libro para mí y otro para mis maestros.

    A pesar de todo el conocimiento y el deleite que me proporcionaron estas lecturas de mi niñez, nunca llegué a imaginarme a mí mismo saliendo de Coalwood. Casi todos los chicos mayores del pueblo se habían alistado en el ejército o habían ido a trabajar a la mina. Yo no tenía ni idea de lo que el futuro podía tener preparado para mí. Lo único que sí sabía con certeza era que mi madre no quería verme trabajar en la mina. Una vez, cuando papá le entregó el cheque con su salario, oí cómo mamá le decía:

    —Ganes lo que ganes, Homer, nunca será suficiente.

    —Bueno, nos da un techo bajo el que vivir —repuso él.

    Mamá miró el cheque, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo del delantal.

    —Si tuviera que vivir debajo de un árbol para que dejaras de trabajar en ese agujero, lo haría —respondió.

    Cuando el señor Carter vendió la compañía, esta pasó a llamarse Olga Coal Company. Mamá siempre la llamaba «la señorita Olga». Si alguien le preguntaba dónde estaba papá, ella solía responder que estaba «con la señorita Olga», como si fuera su amante.

    La familia de mamá no compartía su aversión por la minería. Sus cuatro hermanos, Robert, Ken, Charlie y Joe, eran mineros y su hermana, Mary, también estaba casada con uno. A pesar del horrible accidente de su padre, los dos hermanos de mi padre también eran mineros; Clarence estaba en la mina de Caretta, al otro lado de la montaña, y Emmett iba trabajando por minas de todo el país. La hermana de papá, Bonnie, se casó con un minero de Coalwood y vivían al otro lado del arroyo, cerca de los talleres de las máquinas. Pero el hecho de que toda su familia y la familia de su marido fueran mineros no impresionaba a mamá en lo más mínimo. Ella tenía su propia opinión, que quizá se había formado debido a su naturaleza independiente o por su capacidad de ver las cosas como eran realmente y no como los demás —incluida ella misma— querrían que fueran.

    Por las mañanas, antes de empezar su ritual batalla contra el polvo, casi siempre encontraba a mi madre con una taza de café sentada a la mesa de la cocina, delante del mural inacabado de una costa. Mamá llevaba trabajando en esa pintura desde que papá pasó a encargarse de la mina y nos trasladamos a la casa del Capitán. Para otoño de 1957 ya había pintado la arena, las conchas, gran parte del cielo y un par de gaviotas. También había algunos trazos que insinuaban una palmera. Era como si se estuviera pintando otra realidad para sí misma, distinta. Desde el lugar donde se sentaba a la mesa, podía ver sus rosas y los comederos para pájaros a través de la ventana panorámica que le habían instalado los carpinteros de la compañía. Siguiendo las indicaciones de mamá, la ventana estaba orientada de modo que no se viera ni un atisbo de la mina.

    Yo sabía, ya desde bien pequeño, que mi madre era muy distinta de casi todas las demás personas de Coalwood. Cuando yo tenía unos tres años, fuimos un día a visitar a Poppy en su pequeña casita de Warriormine Hollow y me sentó en su regazo. Yo me asusté, porque en realidad no había ningún regazo donde sentarme, solo una sábana blanca arrugada donde debería haber unas piernas. Me revolví, atrapado entre sus gruesos brazos mientras mamá lo observaba, nerviosa.

    —Es igualito a Homer —farfulló Poppy, desdentado, mirando a mi madre mientras yo me rebullía.

    Luego lo repitió más fuerte para que mi padre lo oyera desde el otro lado de la habitación.

    —Homer, es idéntico a ti.

    Mamá me arrancó de los brazos de Poppy, angustiada, y me agarré con fuerza a su hombro, con el corazón desbocado por un terror que no sabía de dónde venía. Me llevó en brazos al porche delantero, acariciándome el pelo y consolándome.

    —No, no eres como él —susurró, arrullándome suavemente para que solo lo oyéramos ella y yo—. No eres como él.

    Papá abrió violentamente la puerta mosquitera y salió al porche, dispuesto a discutir con ella. Mamá le dio la espalda y vi que los ojos de mi padre, normalmente de un azul acerado, se desdibujaban por las lágrimas. Enterré la cara en el cuello de mamá mientras ella seguía acunándome y abrazándome, sin dejar de repetir su suave letanía.

    No eres como él. No eres como él.

    Durante toda mi infancia siguió cantándome esto en una manera u otra. Solo cuando llegué al instituto y empecé a construir mis cohetes entendí finalmente el porqué.

    2

    SPUTNIK

    YO TENÍA ONCE años cuando el Capitán se jubiló y mi padre tomó su puesto. La casa del Capitán, un gran edificio de madera que parecía un granero y que era el más cercano al cargadero de Coalwood, pasó a ser nuestro hogar. Me gustaba porque era la primera vez que no tenía que compartir habitación con Jim, quien jamás mostró el menor indicio de que yo le cayera bien o de querer tenerme cerca. Desde que tengo memoria, mi hermano nunca escondió que me culpaba por la sempiterna tensión entre nuestros padres. Y puede que su acusación tuviera algo de cierta. Lo que mamá me había contado era que papá quería una hija y que, cuando yo llegué, estaba tan decepcionado y lo dijo tan claramente que ella se vengó poniéndome su nombre: Homer Hadley Hickam, Júnior. Si ese fue el incidente que desencadenó todas las demás discusiones siguientes, eso yo ya no lo sé. Lo que sí que sabía era que el disgusto de ambos me dejó con un nombre bien pesado. Por suerte, casi de inmediato mi madre empezó a llamarme «Sunny», risueño, porque decía que yo era un niño muy alegre. Los demás siguieron su ejemplo, aunque mi profesor de primero cambió la forma de escribirlo a «Sonny», más masculino.

    El señor McDuff, el carpintero de la mina, me hizo un escritorio y unas estanterías para mi nueva habitación, que llené de libros de ciencia ficción y maquetas de aviones. Podía pasarme horas y horas solo, felizmente encerrado en mi habitación.

    En otoño de 1957, tras nueve años de clases en la escuela de Coalwood, pasé al otro lado de las montañas para ir al Big Creek, el instituto del distrito, donde estuve desde décimo curso hasta doceavo. El instituto me gustó desde el principio, a pesar de tener que levantarme a las seis y media de la mañana para no perder el autobús. Los demás niños venían de todos los pueblecitos del distrito y empecé a trabar un montón de nuevas amistades, aunque mi pandilla seguían siendo mis compañeros de Coalwood: Roy Lee, Sherman y O’Dell.

    Se podría decir que hubo dos fases bien diferenciadas en mi vida en Virginia Occidental: todo lo que pasó antes del 5 de octubre de 1957 y todo lo que pasó después. Esa mañana de sábado, mi madre me levantó temprano y me dijo que bajara a escuchar la radio.

    —¿Qué pasa? —murmuré bajo la cálida colcha.

    Debido a lo alto que se encontraba en las montañas, Coalwood era un lugar húmedo y frío, incluso a principios de otoño, y nada me habría gustado más que quedarme en la cama un par de horas más, por lo menos.

    —Baja y escucha esto —respondió, apremiante.

    Levanté un poco la sábana y la miré. Con solo ver cómo fruncía el ceño con preocupación entendí que más me valía hacer lo que me mandaba, y rápido.

    Me vestí en un santiamén y bajé a la cocina, donde me esperaban una taza de chocolate caliente y una tostada con mantequilla. Por la mañana solo nos llegaba una emisora de radio, la WELC de Welch. Lo que solía oírse en la WELC a esas horas tan tempranas eran canciones dedicadas a chicos del instituto. Jim, un año mayor que yo y toda una estrella del fútbol americano, solía recibir varias dedicatorias al día de sus admiradoras. Pero, en vez de rock and roll, lo que emitía la radio era un pitido rítmico e incesante. Pip, pip, pip. Después el locutor explicó que el sonido provenía de algo llamado Sputnik. Era ruso y estaba en el espacio. Mamá levantó los ojos de la radio y me miró.

    —¿Esto qué es, Sonny?

    Yo sabía exactamente lo que era. Todos los libros de ciencia ficción y las revistas de papá que había leído a lo largo de los años me permitieron darle una buena respuesta.

    —Es un satélite espacial —le expliqué—. Nosotros también teníamos que lanzar uno este año. ¡No me puedo creer que los rusos lo hayan conseguido antes!

    Me miró por encima del borde de su taza de café.

    —¿Y qué hace?

    —Está en órbita alrededor del mundo. Es como la Luna, pero más cerca. Lleva aparejos científicos y mide cosas como el frío o el calor que hace en el espacio. Bueno, al menos es lo que el nuestro iba a hacer.

    —¿Pasará volando por encima de América?

    No estaba seguro.

    —Me imagino que sí —respondí.

    Mamá sacudió la cabeza.

    —Pues si nos pasa por encima, tu padre se pondrá hecho una fiera.

    Yo sabía que mamá tenía razón. Mi padre, el republicano más empedernido que jamás hubiera puesto un pie en Virginia Occidental, detestaba a los comunistas rusos, aunque debe decirse que quizá no tanto como a ciertos políticos norteamericanos. Para papá, Franklin Delano Roosevelt era el anticristo, Harry Truman era el viceanticristo y el presidente del sindicato de mineros, John L. Lewis, era el mismísimo Lucero. Papá enumeraba todas sus deficiencias como seres humanos cada vez que mi tío Ken, el hermano de mamá, venía a hacernos una visita. El tío Ken era un demócrata implacable, como su padre, y decía que mi abuelo habría votado a Dandy, nuestro perro, antes que votar por un republicano. Papá respondía que él haría lo mismo antes que elegir a un demócrata en su papeleta. Dandy era un político muy popular en nuestra casa.

    Los anuncios radiofónicos sobre el Sputnik se sucedieron durante todo el sábado. Con cada noticia el locutor parecía más exaltado y preocupado. Se comentaba que quizá el satélite llevaba cámaras para observar a Estados Unidos, y oí cómo el presentador de las noticias se preguntaba en voz alta si acaso el Sputnik no llevaría una bomba atómica a bordo. Aquel día papá tenía que trabajar toda la jornada, así que no llegué a oír su opinión sobre lo que estaba pasando. Cuando llegó a casa yo ya estaba en la cama, y el domingo ya se había ido a la mina antes de que saliera el sol. Según mamá, al parecer había algún tipo de problema con uno de los minadores continuos. Le había caído una roca enorme encima o algo así. En la iglesia, el reverendo Lanier no hizo ningún comentario sobre los rusos o el Sputnik en el sermón, y después del servicio la gente charlaba del equipo de fútbol americano y de cómo llevaban toda la temporada sin perder. Parecía que, al menos en Coalwood, el Sputnik no acababa de calar.

    Para cuando llegó el lunes por la mañana, en la radio no se hablaba de otra cosa que no fuera el Sputnik. Johnny Villani no paraba de reproducir el pitido, una y otra vez, y se dirigía directamente a los estudiantes «de todo el condado de McDowell» para advertirnos que más nos valía estudiar más «para atrapar a esos rusos». Parecía pensar que, si nos ponía el rock and roll de siempre, acabaríamos aún más rezagados detrás de los soviéticos. Mientras escuchaba el pitido, me imaginaba a los niños rusos de instituto levantando el Sputnik y poniéndolo encima de un cohete enorme y reluciente. Envidioso, me preguntaba cómo habían llegado a ser tan listos.

    —Me parece que te quedan cinco minutos para perder el bus —señaló mamá, interrumpiendo mis ensoñaciones.

    Me tragué el chocolate a toda prisa y corrí escaleras arriba cuando Jim estaba ya bajando. Como era de esperar, Jim no tenía ni un cabello fuera de sitio, con un rizo oxigenado impecable en el frente: el resultado de pasarse una hora acicalándose con esmero ante el espejo del botiquín del único cuarto de baño de la casa. Llevaba la chaqueta de fútbol verdiblanca con su inicial encima de una camisa abotonada rosa y negra con el cuello alzado y unos chinos de pinza con hebilla detrás; todo esto combinado con unos lustrosos mocasines y calcetines rosa. Jim era el chico mejor vestido de la escuela. Una vez, cuando a mamá le llegaron las facturas de mi hermano de las tiendas de ropa de Welch, exclamó que Jim debía ser el hijo perdido de los Rockefeller, que se lo habían dejado en Coalwood por error. Yo era todo lo contrario. Llevaba una camisa de franela a cuadros, el mismo par de pantalones de algodón que me había puesto toda la semana pasada y unos zapatos de piel raídos, los mismos con los que había jugado el día anterior en el arroyo de detrás de casa. Jim y yo no nos dirigimos la palabra cuando nos cruzamos por las escaleras. Tampoco teníamos nada que decirnos. Años más tarde yo solía comentar que me habían criado como a un hijo único, y a mi hermano también.

    Esto tampoco quiere decir que la relación entre Jim y yo fuera nula. Yo no recordaba un día en el que no nos hubiéramos peleado. Aunque yo era más menudo, también era más escurridizo, y llevábamos tanto tiempo enfrentados que ya me conocía todos sus ataques a la perfección. Sabía que, mientras esquivara sus puñetazos, no me podría matar. Para otoño de 1957, Jim y yo llevábamos unos dos meses de incómoda tregua debido a lo asustados que nos había dejado nuestra última pelea. Todo empezó cuando Jim encontró mi bicicleta sobre la suya en el patio de detrás. El soporte que la aguantaba en pie se había cerrado —porque seguramente yo no lo había dejado abierto del todo— y mi bici había acabado cayéndose encima de la suya, con lo que ambas terminaron en el suelo. Furioso, Jim recogió mi bici y la tiró en el arroyo. Mamá estaba comprando en Welch y papá estaba en la mina. Yo estaba tumbado en la cama y sumido

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