Tormenta en abril
Por Nikki Rivers
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Cuando se encontraron a solas en el coche que debía llevarlos a Chicago, empezaron a saltar chispas entre ellos... ¿Sería amor, o quizás después de aquel viaje todo volvería a la normalidad?
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Tormenta en abril - Nikki Rivers
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Sharon Edwin
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Tormenta en abril, n.º 1293 - abril 2015
Título original: A Snowball’s Chance
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6356-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
Sunny Morgan se ajustó el ala del sombrero de gasa y suspiró, con una sonrisa satisfecha, arrellanándose en el asiento del avión. La vida era dulce, a pesar de que tuviera que viajar con aquel sombrero puesto desde San Francisco hasta Chicago. La tía-abuela Tilly, por parte de su padre, lo había confeccionado especialmente para la boda del día siguiente. Midiendo un metro setenta y ocho, y calzando un número treinta y nueve, Sunny estaba acostumbrada a destacar. Sin embargo nunca se había sentido tan llamativa como con aquel sombrero de boda de tía Tilly. No eran de extrañar los silbidos y las bocas abiertas. Era imposible no reaccionar ante una mujer como tía Tilly, el cabeza de familia del matriarcado de los Morgan en California, en medio del aeropuerto, con un sombrero con el que hubiera podido ir a tomar el té con Scarlett O’Hara.
El transbordo entre avión y avión, atravesando el aeropuerto de Minneapolis, había sido toda una prueba de paciencia. Cada vez que alguien tropezaba de tanto mirarla con la boca abierta, Sunny sonreía y se repetía en silencio que solo llevaba puesto el rocambolesco sombrero, salpicado de lilas de seda, porque la maleta iba llena de… cosas maravillosas.
Hubiera podido soportar una mirada o dos, en justo castigo por la rana de flores estilo Art Deco que había comprado en una subasta pública, por diez dólares, en San Francisco. En la misma caja de trastos viejos, había también un mechero de mesa muy prometedor. No obstante, aquello no eran sino menudencias. El mejor de sus descubrimientos sería un éxito. De hecho, salir de viaje en busca de objetos Art Deco para saciar la obsesiva fijación de Cordelia Gordon y, de paso, visitar a la tía-abuela Tilly, había sido como disfrutar de unas vacaciones pagadas. Sunny había gozado inmensamente con las cenas de tía Tilly, a base de roast beef en salsa con montañas de puré de patata, de sus donuts rellenos, y de las maravillosas vistas desde la terraza de la casa, en Pacific Heights. ¿Quién había oído hablar de los kilos de más? Además, había encontrado muchísimas cosas espléndidas que mostrar en el escaparate de A Sunny Touch, el estudio de diseño de interiores que regentaba en la zona de River North, en Chicago. ¿Qué más se podía pedir?
Engordar, por supuesto, pensó mientras se tiraba del sencillo vestido negro. Sunny era alta, pero estaba lejos de ser delgada. Sus curvas eran las de una mujer de otros tiempos, y eran directamente responsables, recordó tratando de estirar los estrujados dedos de los pies, de la desastrosa elección de los zapatos. «Cuanto más altos sean los tacones, más delgada parecerás y te sentirás», se repetía Sunny mentalmente mientras soñaba con descalzarse en cuanto recogiera el coche, en el aparcamiento del aeropuerto de O’Hare, en Chicago.
Sunny alzó el ala del sombrero para mirar la hora. Las dos en punto. Aterrizarían en el aeropuerto de O’Hare en una hora. Tenía tiempo de sobra de recoger el coche, llevar la caja de Cordelia que había facturado en el aeropuerto de Minneapolis hasta Lake Forest, y dirigirse al centro de Chicago para el ensayo de boda de las siete en punto de aquella tarde. Tras el ensayo, se celebraría una cena en el restaurante vegetariano favorito de sus padres, en Wrigleyville. Wrigleyville era el barrio de Chicago donde habían vivido siempre, sobre una tienda de flores propiedad de la familia. Sunny bostezó, dejó que el ala del sombrero le tapara los ojos y se quedó dormida, antes incluso de que el avión despegara.
Rory Temple miró impaciente el reloj. Hubieran debido despegar ya, pero aún estaban parados, esperando la autorización.
—¿Qué nos retiene? —le preguntó a la azafata que contaba cabezas una vez más, caminando por el pasillo.
—Está nevando en Chicago, señor —contestó la azafata inclinándose hacia él—. Estamos esperando a conocer el pronóstico del tiempo, antes de despegar.
—¡Vaya!, estupendo —musitó Rory—. ¿Será largo el retraso?
—Deje que le pregunte al piloto y vuelvo a comentárselo, señor.
Rory observó a la azafata dirigirse a la cabina. Era atractiva, pero él apenas se dio cuenta. Su mente estaba en Chicago. En el plazo de dos horas, firmaría un contrato de negocios cumpliendo por fin una promesa hecha hacía mucho tiempo a una persona muy especial. Una persona, una mujer, que no había vivido lo suficiente como para ser testigo de ese momento. Y, tras la reunión de negocios, tenía que ofrecer una conferencia de prensa televisada anunciando la firma de ese contrato.
—Bueno, Molly —murmuró para sí mismo—, siempre dije que lo único que evitaría que cumpliera mi promesa sería un acto divino. Y una tormenta de nieve a finales de abril, desde luego, puede considerarse voluntad de Dios.
—Despegaremos de un momento a otro, señor Temple —anunció la azafata acercándose.
Rory dio las gracias y sacó el móvil para marcar el número de su oficina en Chicago. Su secretaria, Agnes, contestó inmediatamente.
—¿Todo resuelto?
—Sí, jefe. Por quinta vez en el día de hoy, y no sé cuántas veces más esta semana, todo resuelto.
Rory apretó los labios dispuesto a contestar, ante tanta insolencia. Pero, como siempre con su secretaria, calló. Agnes era una de las pocas personas que podían tomarle el pelo a Rory Temple.
—Me alegro de resultarte tan divertido.
—Y yo. Todos necesitamos reír, de vez en cuando. Sobre todo reírnos de nosotros mismos.
—Bien, me alegraré de reírme como una hiena, en cuanto firme el contrato de compra y lo haga público.
—Pagaría por verlo —contestó Agnes—. ¿Dónde estás?
—Sigo en el aeropuerto de Minneapolis. Según parece, el retraso se debe a las condiciones meteorológicas del aeropuerto de O’Hare.
—¿En serio?
Entonces fue Rory quien se echó a reír. Agnes, tan eficiente, leal y seria, probablemente ni siquiera se hubiera dado cuenta de que estaba nevando en Chicago.
—Mira por la ventana.
—¿Pero cuándo demonios ha comenzado a nevar? —preguntó Agnes tras una breve pausa.
—Eso es lo que me gusta de ti, Agnes. Ni la lluvia, ni la nieve, ni la oscuridad de la noche…
—Creo que me confundes con un servicio de correos.
—Por fin despegamos —contestó Rory riendo—. Te veré dentro de una hora. Llévate las notas sobre la conferencia de prensa al aeropuerto de O’Hare para que pueda echarles un vistazo en la limusina. Y…
—Y comprueba de nuevo los índices, antes del cierre de la bolsa —terminó Agnes por él.
—Cuidado, Agnes, nadie es irreemplazable.
—¿Quieres apostar? —preguntó la secretaria antes de colgar.
Rory desconectó el móvil y se abrochó el cinturón de seguridad. Agnes tenía razón, nadie podía sustituirla. Tenía la cualidad que Rory estimaba más en una mujer: sentido práctico.
La abuela de Rory, Molly Temple, también había sido una mujer práctica. Siempre hacía cuanto era necesario. Por ejemplo, trabajar en una fábrica de hilos para mantener a Rory cuando su padre, viudo, lo abandonó. Además lo hacía sin quejarse, sin lamentarse, con sentido del humor. Rory jamás había conocido a una mujer tan valiosa como Molly Temple. A menos, por supuesto, que contara a Agnes. De no haber tenido su secretaria casi sesenta años, Rory la habría secuestrado. Rory Temple, a sus treinta y cinco años, propietario de un imperio financiero, era uno de los solteros más codiciados del Medio Oeste. Y aunque no le faltaran atenciones femeninas, lo más probable era que siguiera siéndolo durante mucho tiempo.
Rory miró por la ventana. El avión llegaba al final de la pista y despegaba. A menos que ahí fuera hubiera una mujer que combinara los rasgos de Molly Temple y Agnes Johnson, y le produjera además la misma emoción que le producía poner su nombre a otro edificio, Rory Temple permanecería soltero.
El avión se ladeó y sacudió de pronto, y Sunny se despertó sobresaltada.
—¿Qué ocurre? —preguntó en voz alta, olvidando por un momento dónde estaba.
Al mirar a su alrededor y darse cuenta, se ruborizó. Al menos el asiento de al lado estaba vacío. Había dormido como un tronco.
Miró el reloj. Las cuatro en punto. Era imposible porque, de ser así, eso significaba que llevaba horas durmiendo. Dos, para ser exactos. ¡Vaya siesta! El único problema era que, supuestamente, el avión debía haber aterrizado en O’Hare hacía una hora. Sunny miró a su alrededor y vio a la azafata salir de la cabina del piloto.
—Disculpe…
—¿Sí?
—¿Qué hora tiene?
—Las cuatro pasadas.
—Eso no es posible —alegó Sunny—, deberíamos haber llegado a Chicago hace una hora.
—Señorita, no debe usted haber oído el anuncio del piloto —contestó la azafata extrañada—. Hemos sido desviados de nuestro rumbo a causa de una tormenta de nieve.
—¿Qué? Disculpe, debo haberla oído mal —continuó Sunny—. ¿Ha dicho que nieva?
—Es más que nevar, me temo. El aeropuerto de O’Hare está cerrado debido a una fuerte tormenta.
—Bueno, ¿y dónde vamos a aterrizar?
—En Escanaba, Michigan. Dentro de unos minutos. Y ahora, si me disculpa, hay un caballero allí que desea hacerme una pregunta.
—¡Pero… pero…! ¡No podemos aterrizar en Michigan! —exclamó Sunny mientras desaparecía la azafata, poniéndose en pie para seguirla—. ¿A qué distancia está Escanaba de Chicago?
—Según me han asegurado está a unas seis horas en coche. Y ahora, por favor, ¿quiere usted…? —¡seis horas! Entonces llegaría a Chicago hacia la medianoche. Demasiado tarde para asistir al ensayo y a la cena—. Señorita, por favor, ¿querría usted volver a su asiento y abrocharse el cinturón de seguridad?
—¡Ah, sí, claro!
Sunny se dirigió hacia su asiento distraída, pensando en las seis horas de camino en coche. Perderse la cena no sería para tanto. Sin duda, su madre habría organizado el menú a base de tofu y arroz. Personalmente, Sunny habría preferido una hamburguesa con queso. Y además, ¿qué necesidad había de ensayar la ceremonia? Era perfectamente capaz de caminar hacia el altar llevando las flores sin tomar lecciones. Lo importante era no perderse la ceremonia de la boda, que se celebraría al día siguiente, a mediodía. Había esperado ese momento toda su vida, desde que era pequeña. Y ningún obstáculo le impediría asistir. El avión volvió a sacudirse debido a las turbulencias, y Sunny se mordió el labio inferior sin querer.
—¡Ouch! —exclamó alzando la mano para pellizcárselo.
Sunny miró por la ventana, buscando vestigios de la nieve. El aterrizaje no sería fácil. De pronto recordó. ¿Aterrizaje turbulento, con dos platos de porcelana Cowan Pottery Jazz Age a bordo, comprados en una subasta pública de San Francisco? De inmediato se puso el sombrero, se desabrochó el cinturón y se levantó del asiento. Se dirigió hacia la azafata mientras el avión se sacudía y ladeaba con las turbulencias. No era tarea fácil, con aquellos tacones.
—Disculpe —dijo