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Nunca he sido la musa de nadie
Nunca he sido la musa de nadie
Nunca he sido la musa de nadie
Libro electrónico215 páginas3 horas

Nunca he sido la musa de nadie

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Aporofobia, creo que ésa es la idea central que vertebra las acciones en el presente libro. Con otras palabras, el odio a los mendigos, quizá porque nos recuerdan de manera cotidiana que no nos hallamos en el mejor mundo de todos los posibles. Nos encontramos así con una sucesión de indigentes, en ocasiones con delirios paranoides, uno de los cuales, Miguel Ejido, aparece muerto en circunstancias extrañas. Los otros dos protagonistas son Ciriaco Medina, un conductor de autobuses prejubilado, aficionado a las cuestiones detectivescas y desubicado de su entorno vital, y Mercedes, una camarera, Licenciada en Filología, que a sus cincuenta y algo años nunca ha sido la musa de nadie. Por lo tanto, hay una muerte que investigar, pero no se trata de una novela policial al uso, sino que las insatisfacciones personales y el inframundo social tejen el entramado en que discurren los episodios de esta obra. Pero disponemos aún de otro protagonista: la propia ciudad y su laberinto de calles, pues, según ha destacado Lola Clavero en el prólogo, uno se siente expulsado cuando empieza a comprender los enigmas urbanos. Espero ahora que esta narración sea de su agrado.
EL AUTOR
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 ene 2018
ISBN9788494821936
Nunca he sido la musa de nadie

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    Nunca he sido la musa de nadie - Francisco Javier Rodríguez Barranco

    AUTOR

    PRÓLOGO

    La ciudad como síntoma

    Ciriaco es un hermano de alma de los antihéroes que alumbró la novela del siglo XX; comparte con ellos la angustia y el estupor de vivir en una sociedad disparatada; en un espacio y un tiempo que no le pertenecen, más aún cuando le sorprende la llegada de otro siglo todavía más inestable que el propio siglo XX, el siglo XXI, donde se encuentra como un elefante en una cacharrería.

    Asiste ajeno, por ejemplo, a la invasión de las nuevas tecnologías, ordenadores y móviles, que exigen la comunicación constante y urgente entre los seres humanos, no obstante, cada vez menos comunicados, y amenazan con distraerle de su eterno estado contemplativo. Su reino no es de este mundo, ni siquiera de esa ciudad que, como símbolo del cambio global, advierte de una amenazante transformación con sus obras interminables y el consecuente peligro que corren los críticos, los inadaptados, todos aquellos que no admitan el imperio de su nuevo Régimen que aplasta con sus intereses económicos pedestres el aliento lírico que se desperdiga como modo de rebeldía en grafitis por la ciudad.

    Ciriaco Medina ha sido un lobo estepario como el Harry Haller de Hermann Hesse y también el mismo Holden Caulfield de El guardián entre el centeno, un observador melancólico que creía poder refugiarse en su propia acedia, pero ahora sabe que como Josef K. podría ser la víctima propiciatoria de El proceso. La sociedad quiere personas normales y él es culpable de ser diferente. Esa diferencia es ya suficiente materia de peso para la condena.

    Y el aviso de su propio final, su particular «hoja roja» llegará con la muerte súbita e inexplicable de su único amigo, Miguel Ejido, un indigente con presuntos delirios paranoides que barrunta una desgracia y unos ejecutores; «ellos».

    Nadie lo cree y, sin embargo, Ciriaco sí, porque «ellos» tal vez no tienen un rostro y, no obstante, son la representación del poder que no tiene nombre y, pese a todo, infalible y sin dejar nunca huellas.

    Ciriaco, como Miguel, también es un desertor del sistema. Durante muchos años, renunciando a sus sueños de juventud, ha conducido un autobús de la EMT sin mayores horizontes que un recorrido diario que le lleva de regreso indefectiblemente al punto de partida. Como para Leopold Bloom su travesía no fue más que perderse en el laberinto interior y circular de su ciudad, pero la prejubilación lo aparta de la obediente rutina y lo empuja a desempolvar su curiosidad soterrada para desentrañar los misterios que la ciudad esconde y ha pasado a ser un ciudadano incómodo, porque ha dado ese paso riesgoso con el que nos convertimos en El extranjero al atrevernos a mirar desde fuera y a saber más de lo que se permite.

    Estudiante tardío de criminología e inspector pseudo-oficial, vive su pseudo oficio sin pasión ni placer pues ya por la fatalidad de su fecha natalicia que conlleva su propio nombre ha nacido para el dolor. Ciriaco, bautizado como uno de los Mártires de Málaga y educado bajo las premisas judeocristianas, huye de la felicidad y cualquier momento de gozo lo hace sentir culpable. Busca aficiones rutinarias y solitarias como el coleccionismo de sellos y huye de cualquier festejo para organizarse excursiones a lugares anodinos que le permitan penar sin compañía, sin contemplaciones voluptuosas de la naturaleza y, en cierto modo, gozar con su poética del fracaso y se regodea en el fango críptico de sus consabidas sentencias: «Me considero un fraude de mí mismo», «Sólo me reconozco en mis errores».

    Como contrapunto a Ciriaco, encontraremos el elemento positivo; Mercedes. Su vida está marcada también por el fracaso, aunque su fracaso se debe a causas externas. Ha sido víctima del maltrato machista de su padre y de su novio, pero conserva la esperanza como ese último bien que queda en el fondo de la caja de Pandora.

    Mercedes necesita desesperadamente el afecto y no le importa mendigarlo, ya sea en los brazos de un novio hortera y adúltero –Darío– o en la ilusión de que Ciriaco la perciba por fin como mujer. Incluso procura buscar las circunstancias propicias para internarse en un hospital con tal de recibir las atenciones y el cariño que tanto le faltan.

    Pero Mercedes, fuera de ese ámbito, está condenada a la indiferencia. Su novio, Darío, le hace el amor sin mirarla a los ojos y nunca la escucha cuando le habla y su amigo Ciriaco es incapaz de recordar su nombre y la llama indefectiblemente María Mercedes. Es consciente de no ser la musa de nadie, pero sabe que la alegría viene en momentos pequeñitos y con eso se va conformando.

    En una estructura circular, la novela comienza con una cena entre Ciriaco y Mercedes y vuelve a ella al final de las páginas. Entre otras cosas, la situación servirá para refrendar la tesis de la imposibilidad de la pareja, que Javier Rodríguez Barranco ya había aventurado en su libro de relatos Los brazos de Venus.

    Los personajes protagonistas de esta cena, que es el marco de la trama narrativa, cada cual en la burbuja de su propio fracaso existencial, en vez de dialogar sobreponen monólogos; monólogos explícitos y también interiores. Ciriaco sufre por lo que nunca hizo y por lo que cree que nunca más podrá hacer y Mercedes, aunque dolida por un pasado de agravios, aún cifra su esperanza en la compañía que pueden hacerse dos soledades reunidas –la suya y la de Ciriaco– y se desespera por el poco talento que tiene su amigo para vivir el presente.

    Pero el círculo, que podría cerrarse al final con la frustración inevitable, huye de la perfección como huye de la muerte y emplaza el desenlace a la ilusión de un futuro, cuando Ciriaco se decide por fin a emprender una aventura. Esta odisea significa la negación de una felicidad cómoda, pero resignada con Mercedes, aunque también la definitiva ruptura con su biografía circular en la ciudad que como una planta carnívora amenaza con engullirlo.

    Ciriaco comprende que esa ciudad, con cuyo nombre viene marcado hasta el apellido (Medina), ya no es la suya y lo expulsa, como a otros marginales, cuando empieza a comprender sus enigmas.

    Su investigación en torno a la muerte de Miguel Ejido, el mendigo visionario, le hará sumergirse en una inquietante realidad paralela, la mendicidad; un submundo que también trató Juan Manuel de Prada en una novela muy reveladora para mí, La vida invisible, pero que Barranco con la mirada de Ciriaco, su alter ego, en mi opinión, aborda desde una perspectiva nueva, conforme a la temperatura de unos tiempos crueles, donde campa la aporofobia; el odio abierto a quien afea un sistema de supuesto progreso.

    Ciriaco encontrará en esta incursión valleinclanesca, un inventario de criaturas preciosas que combinan la lucidez con el delirio. Asuntos muy compatibles si se deduce que una cosa es consecuencia de la otra. Entre todos ellos se nos destaca el nombre de Eulogio Fajardo con su discurso bien hablado como su nombre indica, pese a que la fragilidad de su memoria cambie de nombre a los lugares y a las personas. Se trata de un mendigo que pide limosna a la puerta del cine Alameda, pero, sobre todo, pregunta la hora. Su obsesión por el paso del tiempo adquiere los tintes del memorable tempvs fvgit horaciano también en el tono epistolar de sus misivas a Fabiano, que son, en mi opinión, uno de los fragmentos más poéticos y valiosos de esta novela. Quien sea admirador de la ínclita novela Juegos de la edad tardía, de Luis Landero, encontrará ahí un encanto irresistible, si bien en ellos impera el clasicismo en el mejor sentido de la palabra –aunque, ciertamente, no encuentro que en los clásicos pueda haber otro sentido si no es el mejor.

    Resulta significativo que los demás mendigos interrogados por Ciriaco no tengan nombre, aunque sean reconocibles en la geografía cotidiana de nuestra ciudad malagueña. Criaturas con genio muy vivaz e ideas originales en materias de inventos, donde siempre hemos sido notables. Nuestra ciudad es la de muchos Picassos puestos del revés.

    Hay fronteras poco precisas entre el genio y el majarón, precisamente porque ambas cualidades son fruto de lo mismo.

    En plan Unamuno, habría que preguntarse, si antes que mundializar Málaga, no habría que malagueñizar el mundo.

    Ciriaco se lo ha propuesto y, aunque se vaya por un tiempo, volverá para reintentarlo.

    Esta novela de Barranco nos anticipa el mejor de los sabores; el sabor de la esperanza.

    LOLA CLAVERO

    NUNCA HE SIDO LA MUSA DE NADIE

    Nunca he sido la musa de nadie, y mira que las monjas me lo dejaron bien clarito en el colegio: «Pero qué boba eres. Anda que como no espabiles». Debía ser una monja de Salamanca porque allí dicen «boba» y no «tonta». Bueno, sí, he tenido mis historias, unas fracasaron antes, otras después. En algunas incluso llegue a ilusionarme, pero cuando hago balance, que si quieres arroz, Catalina. Hombre, digo mujer, o mujeres y hombres, o quienquiera que lea esta historia, yo intenté jugar la baza de la belleza interior, porque la belleza exterior ya sabemos de qué va: demasiado previsible. Y entonces apelé a la fórmula leucocitaria, el Gamma-GT, el ácido úrico, etcétera, pero nada: idéntico éxito que si hubiera planteado un debate sobre la filmografía de Abbas Kiarostami. Porque a mí, he de reconocerlo, me gustan los hospitales, qué se le va a hacer. De hecho, me gusta mucho estar hospitalizada y recuerdo con especial emoción cada vez que he pasado por esa experiencia. Claro, si te vas a morir y lo sabes, yo comprendo que no sea plato de gusto que te ingresen. Pero, salvo en esa circunstancia extrema, ¿qué más se puede pedir? Te cuidan, te dan los buenos días, te alimentan, te asean, te dicen: «¿Cómo te encuentras hoy, Mercedes?», que eso de llamarte por tu nombre de pila se lleva mucho en los hospitales: una delicadeza más. Y seguro que esas cosas forman parte de sus obligaciones, pero a mí me da igual, que tampoco hay que ser perfeccionistas ni andarnos con tiquismiquis sobre la ternura. Puede que hasta forme parte del programa oficial de las oposiciones para Enfermería: Tema 5: Cómo se saluda a los pacientes; dividido en subtemas en función del tipo de dolencia. Aunque mejor no hablar de oposiciones, que lo mío con las de secundaria para Lengua Castellana y Literatura raya en el pluscuampatetismo. Corramos un tupido velo. Tampoco ayudó mucho para labrarme un porvenir esa etapa vivida junto a Darío, en aquel momento en su punto más álgido. De traca. Y es que en los hospitales tú tan sólo tienes que quedarte ahí tumbada pensando en tus cosas o directamente sin pensar en nada: el nirvana en sábanas blancas. Pero quizá no era la estrategia correcta. Quizá la belleza interior va de otras cosas. No sé. Yo cada día me entero menos de qué va la película, aunque sea de Kiarostami, del que ya he sugerido mi devoción. Que yo no digo que la ilusión de mi vida es que me llame un pintor para posar en pelotas, que tampoco me hubiera importado. Depende del pintor. Pero otra cosita, sí. Otra cosita no me hubiera importado: escuchar el lago Ontario por la noche, si mi pareja hubiera sido canadiense; recorrer Europa en una autocaravana Volkswagen de los años setenta, si me hubiera enrrollado con un hippy; buscar cristales desgastados de botella en la playa de la Caleta, en Cádiz, si me hubiera pegado un achuchón, un señor achuchón de los de toma pan y moja, con un gaditano. Los sueños incumplidos de juventud, ya se sabe. Pero no, ésa no ha sido mi vida. Mucho mejor en los hospitales. Qué se le va a hacer. En los hospitales sí se siente una importante y no tiene nada más que apretar un botón para que no tarde en aparecer alguien con aspecto de gran preocupación acerca de tus constantes vitales. Un día me lo preguntaron en un bar de copas como parte de una estrategia neoligativa o, al menos, novedosa para mí: «Perdona, ¿tú has sido alguna vez la musa de alguien?». Igual ésa es la fórmula actual para romper el hielo en las discotecas. Un enigma. Lo cierto es que en aquella ocasión me faltó tiempo para mandar a hacer puñetas al neodonjuanillo en cuestión. Ahora me acuerdo y lo lamento, más que nada por la curiosidad de saber hasta dónde podía haber llegado ese conato de no sé qué. Aunque hay ciertas cosas que no se preguntan a las tantas de la madrugada sin comprobar antes si se pisa terreno firme. Sin comprobar antes el nivel etílico de tu candidata a filetazo, vaya, siendo así que yo aquella noche, por alguna razón que escapa a mi memoria, estaba aún en mis cinco sentidos, a pesar de la hora, muy próxima ya al amanecer. En los hospitales no hacen falta musas y tampoco he visto que hoy día, que hay escuelas para casi todo y páginas de amor y amistad a tutiplén, existan academias para musas. Para modelos sí, pero entonces te tienes que pasar el día caminando de la manera más antinatural posible, que no es el caso. Para azafatas de congresos también, pero entonces te tienes que pasar las horas muertas repartiendo a pie firme folletitos en los colorinches más estrambóticos como reclamo para los diferentes eventos, que no es la idea. Para estudiantes de Químicas, ni que decir tiene, pero entonces corres el riesgo de sintetizar el alma humana y es mucho mejor dejarlo en el misterio. Con todo y con eso, si a Penélope Cruz le dieron un Oscar, aunque no fuera nada más que a la Mejor actriz de reparto, ¿no podría aspirar yo también a algo, joé? A algo, no sé, a algo. Justicia distributiva, en pocas palabras. La típica justicia distributiva todavía por distribuirse, dicho sea de paso. Porque debajo de las calles no están las playas. A mí que no me vengan con monsergas. Debajo de las calles no hay nada, ni siquiera vida. Quizá algunas células hipermegaprimitivas en estado pre-evolutivo, pero nada más, salvo que tu pisito esté en una ciudad subterránea, o que te busques un partidito en el Metro de Málaga. El medio metro, que ya son ganas de tener y no tener, pero dejaron las calles hechas un asquito, que para eso no se anduvieron con chiquitas. Y eso de sentirse sola en una ciudad que no conoces es hasta decoroso. Romántico. Sin embargo, sentirte sola en una ciudad que es la tuya de siempre, como que no goza de ningún halo de grandeza. Habrá que buscar el lado bueno de alguna manera, pero musa, musa, lo que se dice musa, qué va: yo nunca he sido la musa de nadie. Y no sé si algún día lo seré.

    ************

    Ciriaco apareció para la cena, no esperaba menos, por otro lado, pero nunca se me olvidará la tarde, tarde-noche realmente, que me dieron el mayor plantón de mi vida para una velada también en mi casa. Me escuché enteritos los CD de Buena Vista Social Club, los grandes éxitos de Marvin Gaye y una selección de blue grass esperando al interfecto, que además apagó el móvil, no fuera a ser que lo localizara y le pudiera preguntar. Luego, cuando tuvo a bien ponerse en contacto conmigo, resultó que el buen señor no estaba preparado para algo serio. Qué se le va a hacer. La próxima vez la compra la hacemos a medias. O le pido los datos de la tarjeta de crédito.

    —El tema con Karen fue diferente.

    Compartió Ciriaco conmigo tras el lengüetazo de vino que precedía al segundo plato.

    —Si es que pudiera hablarse propiamente de algo parecido a un tema con Karen —continuó—, porque realmente se quedó en los prolegómenos. Además por esa época, bastante próxima, por cierto, no era Karen quien realmente me gustaba, sino otra, u otras.

    Un vino excelente, si se me permite la intromisión.

    —Casi seguro que otras. Aunque Karen y yo estábamos ahí en ese que si sí, que si no, que uno nunca sabe cómo puede acabar. En todo caso, eligió una de las maneras más inelegantes que conozco para deshacerse de mí. Karen, cuyo exmarido comía con el pecho desnudo en verano y yo me lo imagino aliñando la ensalada con sudor y eructitos.

    Nada menos que del Somontano y comprado expresamente por Ciriaco en una vinoteca de mucho postín.

    —Quizá las infidelidades de Karen proceden de ahí. Karen, cuyo nombre recuerda a la Karenina, pero cuyos adulterios no tienen nada que ver con la estela romántica de la heroína de Tolstoi, ni con la de Flaubert, sino que habría que buscar un vínculo mucho más freudiano. Karen, que leía el futuro en los posos del café, y el caso es que acierta bastante: quizá ahí leyó el final de lo, digamos, nuestro.

    Nada, hombre, tú a lo tuyo, pensé. Sigue, sigue con las

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