¡Perro!
Por Mike Robbins
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Bazza es un profesor de universidad de
mediana edad de trato fácil al que le gusta la
marihuana, el porno, la cerveza y las pelirrojas.
Cuando adopta un perro de un refugio no nota
nada raro en el animal. Entonces, un monje
himalayo les hace una visita y este percibe
algo extraño.
¡Perro! es una intensa historia de amor y
pérdida, de pecado, de redención y de
excrementos de perro. No volverás a ver a tu
mascota de la misma forma.
Mike Robbins
Mike Robbins is a sought-after motivational speaker and leader of personal development workshops and coaching programs for individuals, groups, and organizations throughout North America. He is the author of the bestselling book Focus on the Good Stuff and has been featured on ABC News, the Oprah and Friends radio network, Forbes, and many others.
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¡Perro! - Mike Robbins
manuscrito.
El reloj dio las once.
—Tómate otra —dijo el dueño del perro.
—Sí, ¿por qué no? —respondió su invitado, Richard, un vecino que vivía dos casas más allá.
El perro seguía tumbado en el mismo sitio en el que había estado casi toda la tarde, entre el círculo de sofás y sillones y la puerta del pasillo, debajo de la estantería de libros, la cual desprendía ese típico olorcillo a papel viejo. Estaba tumbado boca abajo, con las patas cruzadas y el hocico apoyado encima de estas. A ratos abría los ojos brevemente y miraba a su dueño y al invitado; pestañeaba, levantaba el hocico, bostezaba, y, acto seguido, bajaba la cabeza. «Cómo me gustaría que ese viejo idiota se deshiciera de él, así podría ir al jardín a cagar. Dios mío, necesito cagar y después dormir. A lo mejor debería rascar la puerta».
—Tiene buen aspecto, Bazza —dijo Richard.
—Sí, se le ve bien —respondió Bazza. Era alto y corpulento, aunque su imponente físico empezaba a envejecer. Su pelo cano, un poco escaso en la parte superior, estaba recogido en una coleta; y llevaba puesta una chaqueta vaquera azul algo desteñida.
Abrió una botella de Bombardier y la puso encima de la mesilla que había junto a Richard, un hombre más pequeño de unos treinta años; cuya sencilla vestimenta, vaqueros y camiseta, contrastaba con la cuidadosa manera en la que cruzaba las piernas y juntaba las manos.
—Se le ve bien —repitió Bazza—. Ya lleva unas cuantas semanas conmigo y no parece que esté mal. Está claro que ha sido adiestrado.
—¿El refugio sabía mucho sobre él?
—Poco, en realidad. Lo habían tenido durante un par de meses. Ya sabes que no hay mucha demanda de estos perros viejos.
—Entonces me alegro de que lo acogieras —dijo Richard.
«Por el amor de Dios, no alimentes el maldito ego de mi dueño. Ya es malo de por sí; sobre todo desde que se empezó a tirar a esa pelirroja de posgrado, la del tatuaje, se cree que vuelve a ser un treintañero, como ella».
—¿Y sabían por qué estaba en el refugio?
—Ha tenido por lo menos dos dueños antes que yo —dijo Bazza—. Se ve que no le gustan los niños.
«Bueno, que sepas que a ti tampoco te hubieran gustado esos niños. Unos cabrones. Uno de ellos solía tirarme de la cola y el otro me ofrecía galletas y luego me las quitaba en el último momento. No lo hacían cuando sus padres estaban presentes, por supuesto. En fin, todo lo que hice fue darle un buen mordisco en el culo a uno de esos mocosos, nada más. Estaba gritando porque no quería comerse las verduras, así que me acerqué sigilosamente a su silla y le mordí el culo por el hueco del respaldo, y se armó un escándalo tremendo, fue como una bomba en la calle; bueno, no tanto como eso, no es gracioso, las bombas no son graciosas. Bombas. No».
El perro aulló ligeramente.
—Habrá sido una pesadilla —dijo Bazza—. Al parecer los perros también las tienen, como nosotros.
El perro lo miró y se lamió el hocico, luego volvió a apoyarlo sobre las patas.
—¿De qué raza crees que es? —preguntó Richard.
—No sé. Creo que es una especie de rough collie. ¿Tienes que dar clases la próxima semana? En Filosofía estamos a punto de terminar.
—Todavía queda una semana en mi facultad. Estoy dando el módulo de Introducción a la política a los de primer curso.
—¿Son un buen grupo este año?
—En realidad no. Parece que no entienden la inevitabilidad del análisis marxista. Estoy tratando de demostrar que no hay otro método.
El perro gruñó.
—Me parece que quiere salir —dijo Bazza.
—En realidad debería estar tumbado frente al fuego —dijo Richard—. Eso es lo que suelen hacen los perros viejos.
—El fuego no está encendido —dijo Bazza—. Aunque podría acurrucarse frente a la chimenea. Es de estilo eduardiano, creo. La encontré en el patio de un albañil.
—Sí, parece auténtica —dijo Richard—. A lo mejor es igual de antigua que la casa.
«Papá tenía una chimenea y supongo que yo también me habría acurrucado delante, al igual que Prince. En realidad no puedo culparlo, papá nunca lo secaba después de haber estado bajo la lluvia, no me extraña que las articulaciones le dolieran, porque le dolían mucho. Mi hermana y yo estábamos muy tristes, pero papá dijo que tenía que hacerlo, así que cogió la escopeta del señor Cooper, la que cogía para matar cuervos en invierno, y lo llevó a la parte de atrás de la casa, al huerto, y oímos un ruido fuerte y un aullido, y le disparó otra vez para asegurarse de que estuviera muerto. Mi hermana lloraba sin parar, aunque no podía escuchar los disparos, claro, pero yo no lloré, porque los chicos no lloran, así que a mi hermana le dieron cuajada de limón y a mí no. Papá no nos quiso decir dónde lo había enterrado, dijo que era en un lugar bonito y tranquilo y que nos teníamos que acostumbrar a la muerte porque es parte de la vida, y luego dijo que creía que iba a haber mucho de eso en un par de años, teniendo en cuenta lo que había pasado la última vez. Es curioso, hacía tiempo que no pensaba en eso. Sí, había una chimenea y a veces papá traía leña que robaba del refugio de zorros que había encima de Ten-Acre, pero eso no le hacía gracia al señor Cooper. Y un día el hermano de mamá se pasó por nuestra casa con el camión y nos dijo que la anciana Berry había muerto y que podíamos quedarnos con su bolsa semanal hasta que alguien fuera a la carbonería y cancelara su pedido. Así que después de eso tuvimos carbón y, por las tardes, mamá se levantaba de vez en cuando para mover las brasas con el atizador y mi hermana y yo usábamos el tenedor para chimenea».
—¿Y tú? —preguntó Richard.
—Ya he terminado por este semestre —le dijo Bazza.
«¿Y qué es un semestre? Lo que nosotros teníamos era años académicos».
—El monje ese va a venir a visitarte, ¿no? —dijo Richard—. ¿Qué demonios vas a hacer con un monje en casa? ¿Levantarte temprano y rezar con él?
—Oh por favor, no —respondió Bazza—. No es ese tipo de monje. Se llama Tshering y vive en un monasterio en algún lugar del Garhwal himalayo. Viene para dirigir escuelas de verano en el campus.
—¿Sobre qué? —preguntó Richard—. ¿Sobre cómo hacer té con manteca de yak?
—No, no —replicó Bazza—. Bueno, creo que no. Me parece que se va a impartir cursos de atención plena.
—Qué bien —dijo Richard—. Es genial que muchos de nosotros hayamos progresado y hayamos aprendido a abrirnos.
—Lo sé —dijo Bazza—. Estoy muy orgulloso de ser parte de todo esto.
«Cretinos pretenciosos. Espero que ese tal Tshering resulte ser un alcohólico al que le vayan las pelirrojas. A lo mejor la ilumina».
—Es bueno ser parte del progreso —dijo Richard—, y de deshacerse de esos estúpidos ingleses reservados que había cuando éramos jóvenes.
«Hombrecillo condescendiente. Cómo demonios sabes quiénes fuimos o cómo pensábamos o qué sentíamos».
—El perro te está mirando —dijo Bazza.
—¿Por qué lo hace? —dijo Richard. Se inclinó hacia el perro y se puso a chasquear la lengua de forma alentadora—. ¿Sabes una cosa? A veces pienso que los perros entienden todo lo que decimos.
Bazza se rió.
—A lo mejor es un alma vieja —dijo—. Después de todo, no sabemos lo que los perros son en realidad, ¿verdad? A lo mejor son seres que están en camino a la iluminación.
—¡Ja! Tal vez sea