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Venezuela independiente: una nación a través del discurso (1808-1830)
Venezuela independiente: una nación a través del discurso (1808-1830)
Venezuela independiente: una nación a través del discurso (1808-1830)
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Venezuela independiente: una nación a través del discurso (1808-1830)

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Primer país hispanoamericano en declarar su independencia en 1811, Venezuela ilustra la dificultad que tuvieran las élites criollas para integrar, en la práctica, a la totalidad de los miembros de la nación en la república. "En la América hispana, sin duda más que en otras partes, es necesario hacer una distinción entre la nación como ideal y la nación en tanto comunidad realmente existente. En este trabajo, Véronique Hébrard se dedica a explicar esta diferencia y sus consecuencias. En la medida en que la nación se planteó primero como una referencia en el discurso de sus actores, esta obra pionera se ocupa, naturalmente, del análisis de este discurso. Por primera vez en un trabajo de esta importancia, la nación deja de ser un postulado para convertirse en un problema y, por ende, en un objeto de investigación. Objeto tanto más pertinente por ser Venezuela, primer país en proclamarse independiente, uno de los que más ha destacado los mitos, los próceres y el culto nacionales, habiendo vivido además un eclipse en su nación, cuando formó parte durante diez años de aquella efímera nación que fue la Gran Colombia." (François-Xavier Guerra)
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2014
ISBN9783954870011
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    Venezuela independiente - Véronique Hébrard

    467.

    Primera parte

    El acceso de una comunidad antigua al rango de nación civilizada (1810-1811)

    Capítulo 1

    El movimiento lealista en los pueblos: esbozo de una nueva comunidad política

    Partiendo de este marco previo, nos parece posible aprehender los perfiles de la comunidad que a partir de entonces asumía teóricamente la soberanía, la cual, a su vez, debía redefinirse. Efectivamente, su representación política requería circunscribir su territorio y sus miembros. Para ello, conviene dar cuenta de la jornada del 19 de abril de 1810, significante en sí misma del contexto en el cual se disparó este proceso, así corno de las contradicciones en las que los actores se vieron atrapados.

    Tras el anuncio de la ocupación de Andalucía por las tropas napoleónicas, de la disolución de la Junta Central Suprema y de la formación de un Consejo de Regencia; en respuesta a su reconocimiento por parte de las provincias americanas; así como por presión de un grupo de «jóvenes criollos»¹, en la noche del 18 al 19 de abril de 1810 el alcalde de segunda elección Martín Tovar Ponte y el regidor Nicolás Anzola juzgaron oportuno reunir al Ayuntamiento de Caracas a fin de examinar las noticias llegadas de la Península. José de las Llamozas, en su calidad de vicepresidente, convocó una sesión extraordinaria del Ayuntamiento para el 19 de abril, con la presencia del capitán general Vicente Emparan, a quien se propuso que instaurara un gobierno provisional para velar por la seguridad de la provincia. Pero éste se rehusó, pues reconocía al Consejo de Regencia que, según él, representaba el único gobierno legítimo. A partir de ahí, bajo la presión de una minoría², los miembros del Ayuntamiento optaron por el rechazo a todo compromiso con Emparan y pidieron que fuera depuesto. Tras esta decisión, se creó un poder político inédito en el seno mismo del Ayuntamiento. Comprendía a cinco miembros exteriores al Cabildo, a saber: «diputados»³ del clero (el canónigo José Cortés de Madariaga, el presbítero Francisco José de Ribas), del pueblo (Juan Germán Roscio, José Félix Sosa), y del cuerpo de pardos (José Félix Ribas), todos los cuales participarán en el gobierno provisional formado el 25 de abril.

    Tras esta primera fase, se dio lo que podemos considerar como el origen del proceso de legitimación de la Junta. Efectivamente, según el relato oficial de los acontecimientos, el propio Emparan habría decidido encomendarse a la decisión de la muchedumbre concentrada frente al Ayuntamiento, dirigiéndose a ella desde el balcón del edificio, según una escenificación de lo más teatral. Recordemos al respecto lo que José Gil Fortoul relataba acerca de los acontecimientos, con palabras muy significativas, a principios del siglo XX: «Emparán, sintiéndose perdido, sale al balcón y pregunta al pueblo amotinado en la plaza si está contento de su gobierno. A su espalda, Madariaga hace signos negativos, y al punto el Dr. D. Santiago Villareal grita desde la plaza; «¡No, no!»; grito que la muchedumbre repite en coro. Emparán exclama: «¡Pues yo tampoco quiero mando!» La revolución había triunfado»⁴.

    A través de este relato sobre la creación de la Junta, reconocemos parte de los elementos esenciales que permiten delimitar mejor el mecanismo de legitimación tal como se estaba instaurando en aquel entonces, y planteado ante todo en términos de confianza. Además, la creación de la Junta se había dado en el marco del Cabildo, disponiendo así de una tácita legitimidad puesto que se insertaba en el marco de una institución legal. De hecho, aparentemente Emparan aceptó presentar su renuncia —un tanto forzada, desde luego— sin mayor resistencia. El poder sucesor explotó esta situación ventajosamente, como garantía adicional de su legitimidad: no era fruto de un abuso de autoridad. Además, en este proceso de legitimación se dio un segundo factor determinante: la reacción de la muchedumbre, ante la cual el nuevo poder se esforzó en hacer comprender su iniciativa.

    En este sentido, durante la jornada del 19 de abril surgieron sucesivamente diferentes actores que permitirían en adelante aprehender ese pueblo al cual se hacía tanta referencia. Primero, la iniciativa fue sólo de los miembros del Ayuntamiento quienes, al ver la situación en España, decidieron reunirse en sesión extraordinaria el 19 de abril. Los vecinos, el pueblo en el sentido noble del término, desde los mantuanos hasta los artesanos y tenderos, no participaron en esta primera etapa. Para ello, hubiera sido necesario proceder a crear la Junta en el marco de un Cabildo abierto. Fue la «parte sana del pueblo» la que dio origen a esta revolución. Una vez cumplida este condición previa, y tácitamente aceptado por parte del capitán general Emparan el principio de un cambio de gobierno, se produjo la interpelación del pueblo reunido en la plaza, «amotinado», (para retomar el término utilizado por José Gil Fortoul). A partir de entonces, la renuncia pública de Emparan impulsó un proceso revolucionario recurriendo al apoyo de un pueblo-masa, físicamente presente y algo manipulado puesto que el motivo de esta presencia no era el acontecimiento del cual este mismo pueblo era el actor legitimador, sino la celebración del Jueves Santo. A esta presencia física del pueblo correspondía, en negativo, la partida de Emparan hacia España el 20 de abril, simbolizando la desaparición —también física— del representante de la autoridad de la Corona, sustituida por el pueblo y sus representantes. Por último, una tercera fase marcada por la presencia —oficial, esta vez— de vecinos que hasta entonces no habían participado activamente a la creación de la Junta. Esta oficialización de su posible participación se dio mediante la auto-proclamación de los diputados por parte de los miembros de la Junta. Gracias a la inclusión de estos «representantes», el Cabildo pudo proclamarse oficialmente como Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII, conforme al derecho natural de los pueblos y fundamentándose en el principio de la soberanía del pueblo. El texto encargado de anunciar la formación de un gobierno provisorio muestra este mecanismo, presentado desde la base hasta la cima, contrariamente a las realidades de aquella jornada:

    Tales han sido los principios que han dirigido la conducta de los vecinos de Caracas el día 19 de Abril en que por un impulso uniforme y simultáneo se oyó gritar a todos por un gobierno que velase sobre su seguridad y tranquilidad: formarse éste, cesar el antiguo, consolidarse el nuevo en veinticuatro horas, sin haberse notado más que una opinión, ni haber habido no sólo partidos o facciones, sino ni aun aquella licencia que adquiere la multitud para cometer toda clase de desórdenes al abrigo del bien general que dirige a la parte sana e ilustrada⁵.

    Enseguida después de celebrarse la creación de la Junta y de formarse el gobierno provisional, se planteó el problema del enunciado de esta situación inédita; de hecho, la transformación en curso, tanto a nivel de las ideas como de la coyuntura política, complicó cualquier intento satisfactorio de definición. Efectivamente, en este contexto se daba el surgimiento de términos y conceptos nuevos, con sus aferentes imperativos de definición a fin de que resultaran comprensibles para aquellos a quienes iban dirigidos. Los actores políticos recurrían a imágenes y símbolos con el fin de contrarrestar esa indefinición conceptual, lo cual es característico de esos procesos donde el afán de convencer resulta más necesario que nunca. Así, tal como lo recalca muy justamente B. Baczko, constatamos que en un período tan delicado «todo poder debe imponerse no sólo como poderoso sino también como legítimo. Ahora bien, en la legitimación de un poder, las circunstancias y los acontecimientos que lo generaron cuentan tanto como el imaginario que generan y del cual se rodea el poder establecido»⁶. Por consiguiente, la Junta de Caracas se vio confrontada con la necesidad de legitimarse para paliar el vacío jurídico en el que estaba envuelta su creación, y de responder —simbólicamente— a las solicitudes de la comunidad política a la que pretendía representar mientras su existencia no fuera ratificada por elecciones en todo el conjunto del territorio. Así, el reglamento electoral publicado a tal fin en junio de 1810 recuerda en su introducción este carácter restringido de la representatividad de la Junta de Caracas. Justificado por las circunstancias, no lograría mantenerse sin afectar la legitimidad de la cual se prevalecía la Junta. Para merecer su título de Junta Suprema de las Provincias de Venezuela, éstas debían estar oficialmente representadas.

    1. Un proceso de legitimación fundado en la soberanía del pueblo

    El recurso al principio de la soberanía se confirmó tan pronto como el proyecto de organización de una Junta quedó aceptado y ratificado por la aclamación del pueblo concentrado en la plaza. No obstante, primero se dio prioridad a la definición no tanto del pueblo mismo, sino más bien de las nociones correlativas y del modo en que éste quedaría representado. Ciertamente, el pueblo estaba presente en el objeto y los términos de muchos debates, pero la polisemia del término poco contribuía a la clarificación del concepto. Enseguida después de los primeros momentos de celebración que legitimaban una iniciativa venida «de arriba», el término «pueblo» quedó asociado a las nociones de soberanía y voluntad general. Sin embargo, antes que fundar su legitimidad en la soberanía del pueblo, fue en nombre de la confianza tácitamente otorgada por éste que la Junta pudo aspirar a asumir la organización de un gobierno provisional. Asimismo, como en un juego de espejo, el impulso del 19 de abril fue imputado a la pérdida de confianza respecto al poder de la metrópoli y a las autoridades que lo representaban en América. «El tono que últimamente se habían arrogado en Caracas, las vejaciones sufridas no sólo por el Ayuntamiento, más aún por el Tribunal de la Real Audiencia, sus repetidos atentados contra las leyes, y la desconfianza general con que eran miradas, hacían urgente su deposición»⁷.

    a) ¿Quién es este pueblo soberano y súbdito del rey?

    En mayo, el autor anónimo de un artículo sobre los peligros de división⁸ reflexionaba acerca del espíritu de facción y enseguida advertía a sus lectores contra los argumentos de quienes trataban de apartar al pueblo del orden y la virtud; pero reconocía la necesidad de que, en ciertas circunstancias, ese mismo pueblo recobrara sus derechos con el fin de mejorar su constitución y de oponerse a los abusos que, según sus propias palabras, «siempre pesan sobre el mayor número»⁹. El pueblo fue declarado soberano y, por ende, todo gobierno, cualquiera fuera su forma, obtenía del pueblo su derecho a ejercer el poder. Por lo demás, se declaró roto el pacto que unía los pueblos del reino y su monarca (en tanto cabeza del cuerpo político de la Monarquía) en cuanto la Junta Central Suprema elegida en 1808 contravino al derecho al autorizar, sin consulta previa, la formación de la Regencia. Se planteó así inmediatamente una doble referencia a la noción de soberanía como principio legitimador. Por una parte, se concebía al pueblo soberano en tanto masa de población; por otra parte, se invocaba la soberanía de los pueblos del reino. Por consiguiente, éstos remitían a entidades territoriales, tal como lo define F.-X. Guerra cuando indica que «el otro significado, común a todas las lenguas latinas, es la que sirve para designar, sobre todo en plural, a las comunidades políticas estructuradas y completas del Antiguo Régimen. Los pueblos de España se refieren a las comunidades que formaban la Monarquía hispánica: principalmente los reinos, pero también las provincias o las villas principales»¹⁰. Por añadidura, la Junta Central Suprema española contravino doblemente a este pacto recíproco. Contrariamente a los términos del contrato según los cuales había jurado dedicarse a la felicidad y la salvaguardia de la Patria, privilegió sus particulares intereses, y el pueblo mayoritario fue despojado de sus derechos por una minoría de individuos. Por otra parte, en vez de permitir a los pueblos¹¹ que recuperaran sus privilegios perdidos, entregó el poder a un cuerpo «pervertido», la Regencia. Así pues, el pueblo se reapropió de sus derechos ante todo por fidelidad a antiguos principios inscritos en las Leyes Fundamentales de la Monarquía —reiteradas en el Juramento de Aragón—, y por la persona del rey. Pero lo hizo también en virtud de la actitud adoptada, en España, por las ciudades que estaban en guerra contra el invasor francés y contra los que, entre sus propios dirigentes, habían abusado del rey y reducido el país a la esclavitud. La Península seguía siendo el modelo que favorecía la expresión de las provincias y, más allá, el de las capitales, el de los pueblos. Por consiguiente, los pueblos de las provincias de Venezuela «sólo tratan de mirar por su seguridad, y de hacer lo que todos los pueblos de España han puesto en práctica, esto es, formar un gobierno interino durante la ausencia del Monarca»¹². Los hombres que habían decidido formar la Junta de Caracas no se planteaban disparar un proceso de separación política sino, por lo contrario, hacer que el cuerpo político quedara preservado, así fuera por iniciativa de cada una de sus partes, en referencia al derecho del pueblo soberano del que emana todo poder¹³, tal como se enuncia en esta definición del papel del gobierno establecido por la Junta de Caracas: «[Ejerce] los derechos de la Soberanía que por el mismo hecho han recaído en el Pueblo, conforme a los mismos principios de la sabía Constitución primitiva de la España y a las máximas que ha enseñado y publicado en innumerables papeles la Junta Suprema extinguida»¹⁴.

    En este sentido, la sumisión a la autoridad de la Junta de Caracas era de la misma naturaleza que la autoridad que se debía al rey, siendo ambos la expresión de la voluntad general de los pueblos. En agosto de 1810, en un texto que definía las relaciones entre el rey y sus súbditos, se recordaba que: «[El Monarca] como executor de la voluntad general del Pueblo, está sujeto a las leyes, y debe reconocer que no hay cosa más digna de alabanza en esta línea que el vivir subordinado a la majestad de ellas»¹⁵.

    Pero el pueblo, aunque soberano en ausencia del rey (del soberano), seguía siendo súbdito de éste: todavía confiaba en él y ejerció sus derechos para evitar que el trono vacío cayera en manos de hombres pervertidos. Durante el tiempo que duró este retorno a las fuentes de la soberanía, el pueblo fue UNO, a imagen y semejanza del rey al que había sustituido provisionalmente. Representa al cuerpo de vasallos. Así, en un texto dirigido a los habitantes de Venezuela, los miembros de la Junta insisten en este aspecto de la unicidad del pueblo, ligada al afecto por quien se hallaba a la cabeza del Reino y que, en última instancia, seguía siendo Fernando VII: «… conoced que todos los vasallos del amado Fernando no pueden formar sino un mismo pueblo ligado por los intereses comunes de un rey y una patria; tiene en sí todos los elementos que los convidan a un gobierno general…»¹⁶

    El hecho de rehusarse a esta fidelidad significaría romper la unicidad del reino y la exclusión del cuerpo de vasallos, «degradarse a la clase de ignorantes estúpidos» y «haber perdido el sentido común»¹⁷. Esta calidad de vasallos (y no de súbditos) confería una identidad fundada en la relación al rey; y las cualidades que él procuraba otorgaban a cada pueblo una dignidad propia; así, los habitantes de Caracas se consideraban como los primeros y más dignos súbditos de Fernando VII. Pero, al mismo tiempo, esta cualidad adquiría en tales circunstancias una dimensión continental, pues el pacto había sido roto tras la creación de la regencia. Ciertamente, habían actuado en tanto súbditos del rey, pero también en tanto americanos y hombres libres. Los nuevos detentadores de la soberanía se reapropiaban así del estatus de súbditos.

    El reconocimiento, por parte de las demás provincias de la Capitanía General, del proceso inaugurado en Caracas creó una dinámica en el «cuerpo» de vasallos y, finalmente, una metamorfosis corporal. Así, se decía que los habitantes de Trujillo, con su adhesión, pusieron en movimiento sus «miembros dormidos». Aún más ampliamente, cuando Caracas denunciaba a los miembros de la regencia, se dirigía a «los Pueblos del continente Americano que no (habían) renunciado a su dignidad política y al honroso carácter de vasallos de Fernando VII…»¹⁸

    Partiendo de esto, el pueblo surgía como una figura-enlace entre el rey y los nuevos detentadores del poder; por su intermedio, esta «regencia» se hizo posible (en la teoría si no en los hechos), y por su voluntad se constituyó la Junta. Aunque se trataba de una acción meramente ficticia (pues la Junta se creó posteriormente), su creación, fruto de un compromiso político, era anterior a las manifestaciones callejeras, a las aclamaciones —según la expresión más comúnmente utilizada—, a los votos —según una expresión más ambigua— del pueblo de Caracas (de la ciudad-capital) por la salida del capitán general y la celebración de la creación de la Junta y del gobierno provisorio. Sus miembros se encomendaron entonces a esa legitimidad de facto, fundada en la autoridad de un cuerpo abstracto que permitía dirigirse a las provincias de Venezuela en su conjunto, en virtud de la autoridad que les había sido otorgada por «este pueblo patriótico e ilustrado»¹⁹. Más allá de esto, fue la ciudad de Caracas la que adquirió esta autoridad que le daba derecho a prevalerse de la calidad de depositario de la legitimidad ante el resto del país: «Habitantes de Venezuela, éste es el voto de Caracas. Todas sus primeras autoridades lo han reconocido solemnemente, aceptando y jurando la obediencia debida a las decisiones del Pueblo. Nosotros en cumplimiento del sagrado deber que éste nos ha impuesto, lo ponemos en vuestra noticia…»²⁰

    A partir de la voluntad, del voto emitido por el pueblo presente en la plaza de la ciudad-capital el 19 de abril, también se instauró toda una cadena de representación. Esto queda claramente en evidencia en el fragmento de esta proclama, pues el Ayuntamiento —representante del pueblo— y Caracas —en tanto ciudad-capital y sede del nuevo gobierno— adquirieron en virtud de tal título el derecho de dirigirse a todas las demás provincias y a sus habitantes, pero sobre todo en nombre de la soberanía de ese pueblo que los ha aclamado. Los habitantes de Venezuela, así como —implícitamente— las autoridades que a ejemplo de Caracas se constituyeron en Junta de gobierno, debían someterse a la autoridad de la Junta de Caracas en virtud del juramento de obediencia que sus miembros hicieron ante el pueblo soberano. Partiendo de esta estructura piramidal de obediencia y representación, Caracas jugó un papel de interfaz entre el pueblo de la ciudad y los habitantes del territorio de la Capitanía General en su totalidad. A partir de entonces, la «Revolución de Caracas» se convirtió en la de Venezuela, así como todas las acciones emprendidas por los nuevos detentadores del poder. De ahí en adelante, al hablar de o a nombre de Caracas, se estará hablando implícitamente de Venezuela, o por lo menos de las ciudades más fieles a la obra acometida. El paralelo que en esa oportunidad estableció Blanco White entre la Revolución de Caracas y la Revolución francesa, daba fe de ese proceso de transferencia. Efectivamente, tras haber recordado que la de Caracas no fue producto de «un movimiento tumultuoso y pasajero», declaraba: «Si vieramos empezar aquella Revolución proclamando principios exagerados de libertad, teorías impracticables de igualdad como las de la Revolución francesa, desconfiaríamos de las rectas intenciones de los promovedores, y creeríamos el movimiento efecto de un partido, y no del convencimiento práctico de todo el pueblo sobre la necesidad de una mudanza política»²¹.

    El pueblo, así definido y ubicado en el origen de este proceso, debía ser obedecido como un monarca de derecho divino (en tanto soberano «colectivo») y, como tal, su adhesión era supuesta —antes que real— y, a ejemplo del pueblo de Caracas, aderezada de virtudes y poderes que se mantenían en estado de virtualidad y que eran, también, deseados más que constatados. Al integrar así al pueblo en el proceso emprendido, se establecía una continuidad entre esos dos polos de la sociedad que eran el pueblo real y las élites que habían asumido el poder. Por ende, gracias a la elección quedaba efectivamente asociado a la iniciativa del Ayuntamiento, de los «diputados del pueblo» que debían tener en su seno «voz y voto en todos los negocios»²².

    b) El pueblo, una entidad geográfica: el pueblo-ciudad

    Desde el principio, Caracas remite al concepto de pueblo-ciudad, en su significación administrativa y en tanto reunión de sus habitantes, de los cuales son voceros sus órganos de gobierno. Fue el pueblo de Caracas, primera entidad, quien tomó la iniciativa de romper con los hombres de la Regencia. En virtud de mecanismos idénticos a los expuestos anteriormente, fue a nombre del carácter soberano del pueblo de Caracas que se tomó la decisión de formar una Junta. Y fue a partir de la expresión de la voluntad de este pueblo que se hizo posible extender, desde el punto de vista tanto geográfico como político, el movimiento así iniciado. Ante la violación de principios y leyes, sólo la unanimidad del pueblo de Caracas permitía resguardarse del despotismo de las autoridades peninsulares: «… es precisamente lo más justo, lo más necesario, y lo que ha hecho con más dignidad el Pueblo de Caracas…»²³

    Estamos realmente en presencia de un pueblo actuante que creaba la historia, o mejor dicho, que hacía historia, tal como se menciona en esta cita. Pero siempre se trataba de un pueblo en singular, aunque nunca singularizado cuando se planteaba su papel legitimador. En este sentido, se hablaba o bien de «Caracas», o bien del «pueblo de Caracas», o bien de «esta capital». Entró en la Historia en calidad de tal, dotado de cualidades particulares. Creó la historia, la impulsó; fue el primero que decidió constituir una Junta independiente y soberana.

    Caracas no solamente proclamó «a la faz del universo cuya censura no temía»²⁴ su voluntad de arrogarse el título de nuevo imperio (por defecto) — tan fuerte era su convicción de que su gobierno había tomado «los caminos de la obscuridad»²⁵—, sino que afirmó retrospectivamente, en noviembre: «Nos parece ver en el movimiento de Caracas los primeros pasos»²⁶ de la liberación del continente. En cambio, cuando se tomó en cuenta la acción política propiamente dicha, hubo grupos bien caracterizados, incluso personas con funciones precisas, que se desmarcaron del pueblo.

    Primero, el gobierno. Era él quien decidía las opciones políticas, pero también pretendía ser la expresión de la voluntad del pueblo unánime. En calidad de tal, deseaba mostrarse digno de las tareas que le habían sido confiadas por el pueblo de la capital. Pese a todo, esta distinción marcaba una distancia entre el pueblo en su sentido genérico, y aquel gobierno que declaraba mantener con él «relaciones paternales». Sólo emergían del pueblo las personas presentes en el seno del gobierno, o que participaban en el proceso político con su mente esclarecida. Y esta distinción/oposición se dio desde abril de 1810, tal como lo demuestra esta observación publicada en la Gazeta de Caracas:

    Todo llevó el carácter de la beneficencia y la generosidad el dia 19 de Abril, y si en las calles no se oyó una sóla voz que no fuese súplica sumisa, pretensión justa, recompensa debida, vivas y aclamaciones; tampoco amaneció el dia 20 sin que de la Sala Capitular saliesen decretos muy propios de un Gobierno paternal y dignos de un Pueblo acreedor de tal gobierno…²⁷

    Dos momentos, pues, simbolizados por dos días y que indicaban desde el principio la existencia de relaciones ambiguas entre el pueblo de Caracas, declarado como soberano, y el gobierno, que lo representaba en virtud de la acogida unánime que aquél le había dado a éste. De hecho, es a los vecinos de la capital a quienes hay que atribuir el haber devuelto a la provincia su dignidad política; vecinos en el sentido de quien no sólo vive en la ciudad sino que además ha obtenido sus derechos propios de vecindad y participa como tal en su organización. Así, aunque los pueblos apoyaban a la Junta, ésta estaba dirigida por «las luces de los sabios»²⁸. En este sentido, el gobierno podía declarar y demostrar a España que Caracas, por su acción, daba fe de la existencia de una alternativa posible al naufragio político de España en el continente americano²⁹. Y, más aún, era capaz de dar su apoyo a sus compatriotas europeos: «… hubo un Pueblo en América que, atento a vuestros males, previó su término con una imparcialidad patriótica…»³⁰

    Esta particular capacidad se basaba además en la teoría de la legitimación del poder, en virtud de la cual un poder no podía considerarse como tiránico o ilegítimo si provenía de grandes familias (y así volvían las élites que constituían el segundo grupo desmarcado de los demás habitantes). Este poder no estaba vinculado a un suelo determinado, muy por lo contrario: «… toda autoridad, toda Potencia, o potestad lexítima, sigue constantemente los pasos de los Pueblos, los acompaña perpetuamente, emigrando con la mayor y más sana parte de ellos…»³¹

    Tenemos dos contra-ejemplos que ilustran bien esta distinción. En el código electoral, al mencionar los acontecimientos políticos que se habían producido en la Península, Juan Germán Roscio señalaba:

    … no se ha visto en la serie de ocurrencias memorables que han señalado la lucha de la España contra su bárbaro enemigo³², sino un contraste palpable entre el […] Pueblo y las autoridades que le acaudillaban, en que al paso que multiplicaba el uno los sacrificios y las heroicidades, todo quanto se observaba por parte de las otras parecía subordinarse al designio principal de eternizar el poder en sus manos, grangeándose el aura³³.

    También estaba el caso de Coro, pues su fidelidad a la Regencia española amenazaba directamente la unidad de la provincia, deseada por Caracas. Se trataba entonces de «los esfuerzos de un Xefe ambicioso que abusa de la voluntad de un Pueblo sencillo pero fiel y generoso»³⁴. La acusación resulta aún más grave cuando se traduce en términos de representación: «La ciudad de Coro aparece entre las demás de Venezuela, aislada y separada de los intereses generales contra el voto sincero y unánime de sus vecinos»³⁵.

    Así pues, había realmente dos niveles de aprehensión: el pueblo sencillo y engañado, y los vecinos despojados de sus intereses expresados unánimemente. No obstante, en esta primera etapa de la conformación de un poder autónomo, el rasgo dominante seguía siendo la unidad del pueblo de Caracas (y luego de los pueblos que se adhirieron a su iniciativa). Su «parte sana» sólo se diferenciaba en la medida en que guiaba a este pueblo en sus opciones. Pero no existía conflicto, pues el resto del pueblo estaba considerado como naturalmente bueno y dispuesto a escoger lo que mejor podía salvaguardar al monarca demostrándole así su fidelidad³⁶. Además, aunque tácito y formal, su acuerdo se hacía necesario ya que las nuevas autoridades sólo tenían una legitimidad de facto, teóricamente basada en la soberanía del pueblo. Por esta razón, el ardiente patriotismo de los vecinos también formaba parte de los atributos del pueblo de Caracas en su globalidad. Por ello, también podía ser calificado de pueblo patriótico, esclarecido, leal y generoso. Pero el movimiento popular quedó relegado en cuanto el poder se dirigió a las élites provinciales, y ya no a los habitantes en su conjunto³⁷.

    Estaban los que tomaban en sus manos las riendas del poder, y los que por tácita aprobación, de tipo afectivo, apoyaban las acciones de los hombres esclarecidos, sin participar en ellas. La exhortación a la unión, no sólo de las demás ciudades de provincias sino de toda América, formaba parte de esta misma lógica, y también se expresó inicialmente en términos de confianza y fidelidad, puesto que la proclama del 27 de abril instaba a que sus «amigos» confiaran en las sinceras intenciones de los miembros de la Junta de Caracas, y agregaba: «… apresuraos a reunir vuestros sentimientos y vuestros afectos con los del pueblo de esta capital»³⁸.

    Caracas se convirtió en el núcleo federador, en el polo de atracción hacia el que debía converger los intereses comunes. Por cierto, si Caracas había dado origen a este movimiento se debía a sus cualidades naturales, y además a su posición geográfica privilegiada que le permitió ser la primera informada de los acontecimientos de España. Era su deber reaccionar, para ella misma y en nombre de los demás pueblos de la provincia. Así, la exhortación a la unión ratificó una decisión unilateral dictada por las circunstancias, y también producto de una voluntad política: «… instruido del mal estado de la guerra en España por los últimos buques españoles llegados a nuestras costas, deliberó constituir una Soberanía provisional en esta capital, por ella y los demás Pueblos de esta Provincia que se le unan con su acostumbrada fidelidad al Señor Don Fernando Séptimo»³⁹.

    Más aún, en el transcurso de los meses, la Junta aportó con su conducta «pruebas incontextables de sus intenciones benéficas, de su propensión a dexar satisfechos a los que […] aspiraban al premio de sus servicios, y de conciliar por las vías de la dulzura la paz, la unión y la tranquilidad permanente que debía reinar entre todos los habitantes de esta capital y demás pueblos de la Provincia»⁴⁰.

    Semejante aspiración confirmaba a la vez la oscilación entre la definición del pueblo como entidad geográfica y administrativa, y la definición que remitía a los habitantes, o a la definición del pueblo soberano, figura aún más abstracta pero cuán necesaria. Así pues, se hizo una exhortación a los pueblos, pero ésta enseguida quedó limitada a un entendimiento más restringido entre Cabildos y vecinos, detentadores de la autoridad. El pueblo encarnaba ante todo la entidad administrativa y sus representantes; el pueblo en tanto comunidad de individuos era una figura tutelar que avalaba con sus aclamaciones lo bien fundado de los compromisos políticos. Semejante juego lingüístico⁴¹ permitía considerar en su justo valor esta aparente contradicción constatada en la proclamación de la Junta de Caracas. Efectivamente, en dos textos⁴² publicados cuando se constituyó, ciertamente se hablaba del deseo de conformarse a la voluntad general, pero en el primer texto se trataba del pueblo, y en el segundo, de los pueblos. Ahora bien, este segundo texto, publicado en La Gazeta de Caracas, estaba destinado a ser leído por la mayoría. Caracas absorbía en su acto a la provincia en su conjunto, suponiendo que contaba con la fidelidad de ciudades y pueblos.

    2. Del principio de participación: ¿el pueblo o los pueblos?

    Hemos visto que el concepto de pueblo es ambivalente, por las acepciones lingüísticas y los componentes humanos que su polisemia autoriza. Y cuando lo que se plantea es proceder a su representación política, se refiere a la entidad territorial como interlocutor privilegiado. Efectivamente, la exhortación a movilizarse para las elecciones iba dirigida ante todo a los pueblos de Venezuela, comunidades políticas heredadas de la Monarquía. La representación política se elaboraba por ende a partir de estos pueblos, cuyos pactos con el monarca se habían declarado rotos tan pronto como Fernando VII había renunciado al poder en beneficio de una autoridad ilegítima. Al mismo tiempo, cuando se anunciaron públicamente las elecciones, salió a la luz la desconfianza hacia el pueblo real, mucho más difícil de aprehender y controlar en sus reacciones que ese otro pueblo de acentos universalistas, proclamado como soberano, de quien dependía la legitimidad política pero que era imposible encarnar.

    Sin embargo, el recurso a las urnas se planteó enseguida como una necesidad y, al mismo tiempo, como un orgullo para Caracas, que demostraría con esto su afán de conformarse a la voluntad general y de laborar por el bien de todos; los miembros de la Junta aportaban así la prueba de su capacidad para llevar a buen término un proceso político emprendido bajo el auspicio de la razón. La Junta de Caracas, órgano provisional y restringido constituido el 25 de abril de 1810, tenía que recurrir a la consulta con las provincias en su conjunto para poder instaurar un Congreso constituyente representativo. Esta necesidad de legitimación resultaba imperativa para los dirigentes no sólo en lo interior, tal como acabamos de ver, sino también respecto de la Regencia. En un texto dirigido a la Junta, José de las Llamozas y Martín Tovar Ponte comentaban lo fácilmente que pudo la Regencia rehusarse a reconocer la Junta de Caracas, la cual no tenía más legitimidad que el apoyo tácito del pueblo: «Es muy fácil equivocar el sentido de nuestros procedimientos y dar a una conmoción producida solamente por la lealtad y por el sentimiento de nuestros derechos, el carácter de una insurrección antinacional. Pero apelamos a la voz de la razón y de la justicia: apelamos al voto de los otros pueblos…»⁴³.

    La utilización del verbo «apelar», que en español conserva una acepción jurídica, demuestra la necesidad de la ratificación por medio de las urnas. El equívoco en torno a la palabra «voto» se hace entonces imposible, pues está utilizado conjuntamente con la voz de la razón, la cual remite al acto reflexivo de las elecciones en oposición a las reacciones espontáneas de la muchedumbre del 19 de abril. El juicio emitido acerca de las elecciones de junio muestra la distinción así establecida entre la aclamación y el voto. «Quatro meses sólo han pasado desde que (Venezuela) resolvió existir por sí, hasta que ha constituido una representación nacional, legítima, general, y qual conviene a un Pueblo libre e ilustrado»⁴⁴.

    Cada término remite aquí a una dimensión que rebasaba enseguida el estrecho marco de la ciudad y la provincia; el acto electivo adquiría de inmediato un carácter nacional. Al mismo tiempo, el pueblo se convertía en pueblo-nación, aunque conservara en esta fase un carácter abstracto y genérico, carente de toda reivindicación «nacional», que lo opondría a España en términos de identidad, pues el carácter nacional conferido a la representación debe entenderse aquí en el sentido de comunidad auto-gobernada. Eran las provincias las llamadas a asegurar, con este acto, su representación en el Congreso. La unidad debía realizarse a partir de éstas, y también de las ciudades y los pueblos, tal como quedaba precisado en la exhortación a los habitantes de Venezuela que acompañaba el código electoral.

    Veía la Junta que antes de la reunión de los diputados provinciales sólo incluía la representación del pueblo de la capital, y que aún después de admitidos en su seno los de Cumaná, Barcelona y Margarita, quedaban sin voz alguna representativa las ciudades y los pueblos del interior, tanto de ésta como de las otras provincias; veía que la proporción en que se hallaba el número de los delegados de Caracas con los del resto de la Capitanía General no se arreglaba, como lo exige la naturaleza de tales delegaciones, al número de los comitentes⁴⁵.

    La concepción del espacio territorial por aglomeración de las provincias y los pueblos antes que —incluso en vez de— por aglomeración de los individuos que las componían, resulta sumamente explícita. Los diputados eran «provinciales-nacionales» pero también representantes del pueblo, a ejemplo de los de Caracas a los cuales debían unirse. Esta complejidad aparece en filigrana en el título que Juan Germán Roscio le puso a su alocución: al dirigirse a los habitantes de Caracas, de alguna manera hacía la síntesis entre la dimensión espacial y la dimensión humana de la representación. Los habitantes de Venezuela, dotados de las mismas características y cualidades que las del pueblo de Caracas que hasta entonces los representaba, remiten a la imagen de unidad y unanimidad de éste para la creación de la Junta. Los intereses en juego en la convocatoria a elecciones se ubicaban a ese nivel. Si se concretaba la unidad, entonces la representación «nacional» adquiría una realidad política; por ende, quedaba legitimada.

    Gracias a la unidad recuperada, era posible pasar a otra etapa, y lo que se planteaba ahora era, para unos, rematar la revolución del 19 de abril, y para otros, más modestamente, completar la obra emprendida. Además, se confirmaba ese deslizamiento de la iniciativa que se había producido al concluir esta consulta: del pueblo, se pasaba a la Junta y sus representantes. El proceso perdió su carácter emocional y «popular» y se hizo político y racional. ¿Cuál era entonces el puesto del pueblo durante esta fase-bisagra de la instauración del Congreso que, al fin y al cabo, había recibido corno misión la de elaborar, según los propios términos de sus miembros, un plan de administración y de gobierno conforme a la voluntad general de «esos pueblos»? Efectivamente, la representatividad de la Junta de Caracas seguía siendo limitada ya que sólo habían sido contactados los pueblos principales para que se adhirieran al movimiento de Caracas. Para ello, se enviaron emisarios a Cumaná, Barcelona, Barinas y Maracaibo⁴⁶. Excepto Maracaibo, Coro y Guayana, todas las provincias siguieron el ejemplo que Caracas dio y formaron Juntas de gobierno⁴⁷. Pero en el seno mismo de la Junta de Caracas, además de los delegados de la ciudad, sólo figuraron —hasta las elecciones de noviembre— los «diputados» designados por las Juntas de Cumaná, Barcelona y Margarita. A esos diferentes grados de representación territorial, desde el pueblo hasta la provincia, se agregaron las modalidades de participación de la propia población, y conviene entonces determinar quién estaría autorizado a participar en las elecciones. Se instalaban las bases de la ciudadanía. ¿A qué «pueblo» se dirigieron las élites el 19 de abril, en cuya base asentaron su legitimidad y que, al mismo tiempo, se reveló enseguida como una entidad abstracta, temible y, por ende, peligrosa para la continuación de la obra emprendida?

    Ahora bien, es precisamente la referencia a los pueblos lo que introduce el cambio. Efectivamente, llama la atención el surgimiento inmediato de un doble lenguaje, según se tratara de los pueblos o del pueblo, de los habitantes de las provincias. Se pasaba así de la noción de soberanía del pueblo a la de representación de los pueblos. La noción de representación seguía asociada a éstos cuando había que anunciar la realización de elecciones y explicar su significación. Más precisamente, eran los pueblos de Venezuela los llamados a expresarse. En todo caso, tal fue el objetivo asignado a la consulta por el reglamento electoral publicado en la Gazeta de Caracas, que indicaba en su editorial: «… sale de la prensa el Reglamento anunciado para la Representación legítima y universal de todos los Pueblos de la Confederación de Venezuela»⁴⁸.

    La opción de una Confederación demuestra la prevalencia de la representación de las provincias, que eran la condición misma de su existencia. Fue en virtud de este principio que los diputados de Barinas respondieron favorablemente a la exhortación de Caracas:

    … manifestarán los Diputados de Barinas de un modo claro y metódico la conducta leal, sincera y patriótica de los barineses, que no se opondrán jamás a la concentración de la autoridad para la alta representación de los pueblos de Venezuela, sin perjuicio de los particulares de cada Provincia ni de la concurrencia a las Cortes Generales de la nación entera, siempre que se convoquen con aquella justicia y equidad de que es acreedora la América que forma la mayor parte de los Dominios del deseado y perseguido Rey de España⁴⁹.

    Se trata pues de representar a los pueblos de Venezuela, entendiéndose éstos como entidad intermedia entre ellos y la gran nación española, una parte del conjunto americano, o sea el equivalente de un reino. La legitimidad del gobierno sólo era válida en la medida en que no perseguía otro fin que, aparte de garantizar sus derechos y la preservación del respeto al poder que le fue conferido por el pueblo soberano, garantizaba ante todo los derechos del rey. Se esgrimía este argumento con el objetivo principal de obtener la adhesión de los pueblos rebeldes, tales como Coro, a través de la voz de los Cabildos del departamento. «… adherid a los sanos principios que ha pronunciado Caracas! Trasmitidle vuestros sufragios con la dignidad y franqueza que convienen a los Pueblos virtuosos: ella no tiene más pretensión que la de uniros, constituyendo por el voto general un Gobierno legítimo, representante y conservador de los derechos de nuestro augusto Soberano…»⁵⁰

    Detrás de la exhortación a la unión de las provincias se asomaba el temor de que lo que triunfara fuera, en vez de la ansiada legitimidad, la legitimación de la existencia de una voluntad general venezolana y, por ende, la invalidación de las tesis que habían dado lugar a la creación de la Junta.

    … la tierna inquietud de esta Junta Suprema por la suerte de las Provincias que temporalmente se han sometido a su dirección, le obliga a repetir que sin una favorable predisposición por parte de toda la comunidad, sin un ardiente deseo del bien general, sin moderación, sin desinterés y, en una palabra, sin espíritu público, de nada servirán las mejores disposiciones, y que quanto más francos y libres sean los reglamentos que gobiernan a un Pueblo son tantos más necesarios el patriotismo y la

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