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Traducción, identidad y nacionalismo en Latinoamérica
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Libro electrónico392 páginas4 horas

Traducción, identidad y nacionalismo en Latinoamérica

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Al convertirse en lengua oficial, primero de las colonias españolas en América y luego de muchas naciones latinoamericanas, el español permitió que éstas se comunicaran sin recurrir a la traducción. Sin embargo, bajo esta aparente armonía y homogeneidad quedó oculta una ingente efervescencia lingüística que incluyó tanto a las lenguas indígenas en contacto con el español, como a otras lenguas europeas que se practicaban en los círculos letrados coloniales.

Los trabajos reunidos en esta antología permiten reconstruir una porción de este panorama complejo y diverso, sacando a la luz el tráfico interlingüístico que puede observarse en distintos momentos y geografías de Latinoamérica. De los "avatares traductores" que caracterizan algunos procesos independentistas, pasando por los proyectos ideológicos de organización nacional, hasta la evidencia innegable de una interculturalidad soterrada que ha terminado por hacerse presente como alteridad, las traducciones y los traductores han desempeñado un papel de primer orden en la delimitación de espacios sociales y en la definición de lo propio y lo ajeno. La traducción puede contribuir a "revisar" la historia, a justificar y legitimar las luchas independentistas y a seleccionar la información que debe difundirse para sostener un régimen. También es una de las herramientas indispensables de proyectos pedagógicos y de difusión cultural, y puede asimismo ser un instrumento de legitimación intelectual. No olvidemos tampoco que las traducciones son ante todo necesarias en contextos culturalmente diversos, en los cuales a menudo el poder se ejerce explotando la asimetría entre las lenguas y sus hablantes. En suma, en este libro se propone poner de manifiesto el potencial ético e ideológico de las traducciones. Tal vez así sea posible superar la antigua dicotomía entre traducir para sí y traducir para el Otro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2013
ISBN9786078348039
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    Vista previa del libro

    Traducción, identidad y nacionalismo en Latinoamérica - Bonilla Artigas Editores

    Argentina.

    Avatares traductores de la colonia a las independencias

    Cuando la historia de la traducción sirve para revisar la historia

    Gertrudis Payàs

    NEII-Frontera de Lenguas

    Universidad Católica de Temuco

    Traducción de Yasmín Chombo

    Advertencia preliminar

    Hace ocho años que este trabajo fue leído en el congreso anual de la Association Canadienne de Traductologie, y siete de su publicación en francés, en la revista TTR: traduction, terminologie, rédaction. En ese momento, las investigaciones en él mencionadas no se publicaban todavía,¹ y la historiografía de la traducción no concitaba todavía el interés que hemos visto después. A petición de las editoras de actualizar su contenido me he resistido tanto por razón de la dificultad de reformular lo que fue redactado en un momento determinado del avance de mis estudios (y que refleja balbuceos y hallazgos intuitivos pero preliminares), como por una voluntad de mostrar un estado de la cuestión en un año en el que las preguntas que me formulaba eran, creo –disculpen la inmodestia– bastante nuevas.

    ***

    La historia de la traducción en América Latina se encuentra aún relativamente poco explorada. Hay estudios todavía incipientes o muy parciales en casi todos los países por parte de estudiosos de la traducción. Sin embargo, no hay que dejarse engañar por el hecho de que haya aún pocos trabajos de historia publicados en nuestras revistas especializadas. Que los Estudios de traducción se hayan interesado tardíamente en su propia historia (afirmación que habría que matizar) de ninguna manera quiere decir que esta historia no exista. Tanto la historia de la literatura como la literatura comparada describen y estudian traducciones, aunque sólo las canónicas. Otras ramas de la historia, como la historia de la lectura, de la educación y la historia intelectual tienen que ver en mayor o menor medida con traducciones. Desde un ángulo diferente, la historia general, por su parte, debería interesarse más en la traducción y en los Estudios de traducción, puesto que recurre a ellos ampliamente. Por lo que hemos visto hasta ahora, no es así. Sin embargo, algo de apertura se ha evidenciado con el advenimiento del llamado giro lingüístico.

    Del lado de los historiadores de la traducción, una vez superada la sensación de vértigo que suscita la magnitud del territorio y las dificultades para abarcarlo (y no hablo de una historia cuantitativa), mientras más conocemos nuestra historia, menos justificable me parece limitarnos a fabricar una historia endogámica, nutrida de lecturas de nuestro propio campo y llegar a conclusiones que no tengan pertinencia sino para nosotros. Nuestras investigaciones históricas, me parece, alcanzarán la madurez en la medida en que rebasemos el estadio en el que la historia de la traducción se limita a desmentir el paradigma de la invisibilidad del traductor, y se intente introducir una perspectiva traductológica y aportar información nueva a las corrientes históricas generales. En todo caso, he ahí la ambición de este ensayo.

    Por mi parte, he orientado mis intereses hacia la exploración de las funciones que las traducciones ejercen en las culturas, y sobre todo las maneras en que la traducción, como fenómeno cultural, contribuye a una representación de las identidades, nacionales u otras, es decir, cómo forma parte de un discurso identitario. Trabajo sobre dos países, México y Chile, y dos periodos: el largo periodo colonial, con su práctica de traducción imbricada en los múltiples discursos del colonizador (evangelización, sometimiento o protección de los indígenas, consolidación de sus lenguas y vocabularios, transacciones de todo tipo) así como en los discursos de los indígenas, múltiples también (inserción en la nueva sociedad, consolidación de mitos e historias antiguas, imbricación de elementos indígenas en las nuevas prácticas textuales, aculturaciones y también transacciones diversas). En historia percibo afinidades en los estudios sobre los mestizajes y aculturaciones cruzadas, en particular los de Serge Gruzinski (1999; 1988) y Solange Alberro (2002).

    El segundo periodo que me interesa es el de la postindependencia de las colonias españolas en América, periodo en que las motivaciones y los objetivos de la traducción son muy diferentes de las del periodo colonial. Las sociedades que surgen de las guerras contra España tratan, efectivamente, de construirse nuevas identidades culturales, tomando distancia de la antigua metrópoli. La traducción será una herramienta en estos procesos de construcción. En particular, he trabajado el caso chileno a partir de 1820, fecha de la primera traducción publicada en forma de libro en este país.² Tras la ruptura con la metrópoli, los primeros gobiernos chilenos emprenden una intensa campaña de alfabetización y escolarización, construyendo escuelas y emprendiendo campañas de lectura para todos los niveles de la enseñanza. Los trabajos de Bernardo Subercaseaux (1997a, 1997b, 2004), historiador de la cultura chilena, esclarecen en particular este periodo, entre otras razones por la discusión que inicia sobre la apropiación etnocéntrica (opuesta a la imitación) de las producciones intelectuales europeas.³

    Los resultados de estas investigaciones permiten concluir, en el caso mexicano, que las traducciones de la época colonial forman ya, en cierta medida, parte del discurso identitario de la nación mexicana, puesto que tejen una comunidad imaginada de católicos sobre la que otras traducciones entrelazan mitos fundadores (traducciones de textos de la antigüedad), afirman una continuidad con el mundo clásico (traducciones de autores grecolatinos) y establecen vínculos entre la nueva nación y otras naciones modernas (traducciones de literatura y conocimientos europeos contemporáneos) (Payàs, 2005).

    En el caso chileno, la correspondencia entre la traducción surgida tras la independencia y la construcción de una identidad cultural se hace patente en la participación activa en la producción de traducciones de los propios gobiernos, secundados por las élites intelectuales y otros sectores de la sociedad, comprometidos en un proyecto educativo a gran escala (Medina, 2007).

    En ambos casos, nuestro objetivo ha sido mostrar el poder de representación que posee la traducción. Este poder no es siempre el mismo, y tampoco se expresa siempre de la misma manera. La traducción de los textos grecolatinos, por ejemplo, cuya presencia a lo largo de la historia colonial de México está bien documentada, puede interpretarse como una afirmación de la pertenencia del Nuevo Mundo al mundo clásico, afirmación que se enunciaba en las altas esferas del saber, pero que se filtraba hasta la población por medio de la escuela, rituales cívicos, el arte y la arquitectura civil y religiosa. En lo tocante a las traducciones que sirven para transmitir los mitos fundacionales, el carácter de la representación es distinto en la medida en que producción y recepción no se sitúan en el mismo plano temporal ni funcional. En efecto, si bien fueron producidas en un periodo relativamente breve entre los siglos XVI y XVII, su recepción llega hasta nuestros días. Muchas fueron escritas para defender reivindicaciones territoriales de las antiguas élites indígenas, pero se han usado siempre como fuentes historiográficas. Su fuerza de representación se sostiene al transmitir el pasado prehispánico y colonial y contribuir a establecer los mitos fundacionales de la nación mexicana.

    En el caso de la traducción en el periodo postindependentista chileno su función puede explicarse como una respuesta a una necesidad del libro percibida por los agentes sociales que son los nuevos dirigentes y las élites intelectuales. El espíritu ilustrado domina esta función: la campaña de alfabetización de esta sociedad ya castellanizada, pero mayoritariamente iletrada se acompañará de la traducción y la publicación de lecturas escogidas entre las producciones contemporáneas de las naciones que representan la modernidad, sobre todo de Francia.

    Este es el marco general de las investigaciones que he emprendido hasta ahora, que creo demuestran el interés por realizar una sociohistoria o historia sociocultural de la traducción. Sin embargo, al acometer esta historia surgen de inmediato dificultades metodológicas, algunas de ellas propias del fenómeno cultural de la traducción y que constituyen precisamente una prueba del diálogo necesario entre nuestra historia, la historia general y la historia cultural.

    Como bien sabemos, con frecuencia (o siempre, según los textos y los géneros que nos interesen) nos enfrentamos al hecho de que las traducciones –esos objetos de estudio que identificamos como nuestros y que deseamos conocer mejor–, también son considerados como propios por otras disciplinas. Este fenómeno no es nuevo en historia: un mismo documento de archivo, por ejemplo, un testamento, puede ser analizado desde la perspectiva de la historia económica, de la historia de las mentalidades, de la historia de la vida cotidiana, etcétera, y cada perspectiva puede confirmar o refutar las conclusiones obtenidas por las otras. En nuestra historia, una vez superada la dificultad que supone establecer el archivo –recordemos que las traducciones no existen sino como reflejos de sus originales, por lo que no son fáciles de detectar en los repertorios bibliográficos o en los catálogos de las bibliotecas–⁴ es posible que nuestra perspectiva aporte nuevos datos que apelen a una revisión de las causas y las consecuencias relacionadas con otras perspectivas que observan los mismos objetos (la historia literaria, o incluso la historia general, por ejemplo). Sin renegar de una historia cuyo objetivo primordial sea conocer el alcance de nuestro territorio, y que sirva sobre todo para consolidar nuestra disciplina, podemos también, puesto que los Estudios de traducción son multidisciplinarios por naturaleza, intentar hacer una historia que no solamente se sirva de otras disciplinas sino que también introduzca nuestra perspectiva en otras disciplinas, en particular en los estudios históricos, un poco como lo decía Susan Bassnett al preconizar un "translational turn" en las ciencias sociales (Bassnett,1998).

    Habiendo expuesto esta reflexión preliminar, retomo a continuación los dos ejemplos mencionados para examinarlos a la luz de la propuesta que da título a este trabajo, a saber: que la historia de la traducción puede servir para revisar la historia. En las páginas que siguen, espero poder mostrar cómo los métodos y herramientas conceptuales de los Estudios de traducción pueden articularse con los de la historiografía para ofrecer una perspectiva innovadora, e incluso datos nuevos, o bien para introducir una interrogante, una duda, en el relato histórico. Se hará evidente, espero, que las preguntas de los Estudios de traducción problematizan también ciertos discursos historiográficos.

    Las traducciones fundacionales

    Los conocimientos que poseemos sobre el pasado prehispánico mexicano descansan principalmente en tres tipos de fuentes: los restos arqueológicos (muy numerosos), los códices (la mayoría elaborados tras la Conquista) y un vasto corpus de textos, escritos durante el primer siglo, sea en náhuatl alfabético (es decir ya transformado) sea en español. Son las crónicas llamadas mestizas, ya que fueron hechas por indígenas o por descendientes de familias indígenas nobles. De los códices, textos y crónicas mestizas abrevan las crónicas hechas por los frailes. De todas estas fuentes surge la historiografía colonial y precortesiana.

    Las fuentes documentales han sido cuidadosamente analizadas por los especialistas. El corpus erudito relativo a esas fuentes es impresionante, y hay que reconocer que ese trabajo de archivo, que ha permitido establecer, entre otras cosas, cuántas copias se habían hecho de los códices y de los manuscritos, en qué manos circularon y quién había copiado a quién, era necesario y es de indiscutible utilidad.⁵ No obstante, sabemos que esos especialistas también interpretaron y tradujeron lo que no estaba escrito en español para poder estudiar su contenido, y que de ese trabajo de traducción y de exégesis obtuvieron un saber que, con el apoyo de otras fuentes, como la iconografía, el arte y la arquitectura, se convirtió en la historia que conocemos del pasado mexicano. El trabajo de traducción es, pues, central, para la exhumación y exploración de las fuentes.

    Así, pues, en ese recorrido que va de las fuentes del siglo XVI a los frutos de la investigación histórica actual, se realizaron toda serie de traducciones (intersemióticas e interlingüísticas, así como las transferencias interlingüísticas de distintos tipos), pero sin problematizar los procesos ni las condiciones en que estas traducciones fueron realizadas. Desde luego, no encontramos referencias a los Estudios de traducción, ni antiguos ni modernos, aunque no es difícil relacionar esta práctica con la de una historiografía para la que las fuentes son transparentes y capaces de hablar por sí solas, como lo explica Barthes (1982). ¿Cómo asombrarse entonces de que la investigación que en ellas descansa haya buscado, primero y ante todo penetrar en los mundos indígenas para hallar en ellos una ‘autenticidad’ conservada de milagro o irremisiblemente perdida, retomando la crítica hecha por Serge Gruzinski (1988) a la historiografía tradicional precortesiana? No deja de sernos familiar esta controversia sobre las distintas maneras de abordar el problema de las fuentes historiográficas. En ella hallamos ecos de la discusión sobre la ideología del filólogo y su poder sobre la evolución y la recepción de las lenguas antiguas o minoritarias que tan bien ha expuesto Maria Tymosczko (1999) con referencia a la lengua celta. También recuerda, desde luego, las complicidades de la filología con una cierta representación de las culturas exóticas, como lo evidenció Edward Said (1994), en su inaugural ensayo para los estudios postcoloniales, Orientalism.

    Fuera de estas consideraciones generales sobre el problema de las fuentes y la articulación de la historia de las traducciones con la historia general, podríamos señalar aportaciones de orden más concreto de la historia de la traducción a la historia general. En cuanto a la producción de esos textos, nosotros, como historiadores de la traducción, podemos aportar elementos sobre el perfil biográfico de los individuos-bisagra (que sean indígenas o europeos) que escribieron las primeras crónicas, sus motivaciones e intereses personales, sus condiciones de trabajo y sus lazos con las sociedades que se interrelacionan por su intervención. Pocos son los estudios sobre el tema, y los especialistas (con excepción de Serge Gruzinski, en sus estudios ya citados sobre los contactos y los mestizajes en la América colonial) que se limitan con frecuencia a reproducir los escasos datos dispersos que existen sobre esos personajes, sin atreverse a interpretar, por miedo, quizá, a especular, cuando podrían decirnos mucho sobre las condiciones de las transferencias producidas por traducción o interpretación. Aunque debemos enfrentarnos a la falta de datos biográficos verificables sobre esos personajes, en la actualidad conocemos mejor que nunca las consecuencias de los desarraigos y las aculturaciones en los individuos, y este conocimiento podría arrojar luz sobre situaciones del pasado.

    Me parece también muy sintomático, y más aún por ser un hecho que no parece haber llamado la atención, que los cronistas e historiadores de los siglos XVI-XVIII: Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Fernando Alvarado Tezozómoc, Diego Muñoz Camargo, Juan de Torquemada y Francisco Javier Clavijero, por citar sólo a algunos de los más importantes, nunca olvidan justificar y tratar de legitimar sus historias afirmando u ofreciendo evidencias de veracidad. Frases como está asentado en sus pinturas o es conforme a lo que dijeron etcétera, sirven para asegurar al lector que lo que escriben no es una invención, y que todo se encuentra en los papeles pintados (códices), o en los relatos que oyeron de boca de los antiguos que conservaban la memoria de las cosas pasadas. De esta manera, contrariamente a lo que sucede en general, el hecho de que se trate de una traducción, lejos de provocar la sospecha, se convierte en argumento de autoridad y legitimación del nuevo texto. Este argumento, repetido insistentemente en todas las crónicas, tendría que haber despertado las sospechas de los historiadores, quienes, al contrario, parecen tomar de manera literal esas declaraciones, y adoptarlas voluntariamente como prueba de la autenticidad de los relatos.

    En cuanto a la recepción y utilización contemporánea de esos textos, nos parecen dignos de ser destacados dos aspectos de interés para los Estudios de traducción: en primer lugar, los historiadores se han preocupado por saber qué textos pictográficos fueron la fuente de determinadas crónicas. Esas investigaciones, monográficas en su mayoría, son extremadamente puntillosas y eruditas, y muy difíciles de seguir si no se pertenece a la disciplina. Concentrados en la necesidad de colmar las lagunas documentales y en encontrar las coincidencias de los datos que les permitan identificar las fuentes, es poco habitual que estos especialistas abran el objetivo para dar una visión en gran angular, por decirlo así, de esa abundancia de textos, para mostrarlos en grupo, como un solo género, relacionados con los hipotextos de los que derivan a partir de correspondencias que son, en principio, y sobre todo de traducción y no de coincidencia.

    En la tabla que se encuentra en el Anexo 2, que he compilado a partir de fuentes secundarias, intento mostrar esa red de crónicas, que abrevan las unas de las otras, pero que en definitiva emanan de un vasto fondo de hipotextos (Genette, 1982), o discursos originarios, compuesto de relatos orales, códices e inscripciones diversas, con los cuales las crónicas se relacionan por mecanismos de traducción (Payàs, 2010).

    Un segundo aspecto relativo a la utilización contemporánea de los textos escritos en lenguas indígenas antiguas, proviene del hecho de que los historiadores que traducen o reinterpretan los textos proceden, lógicamente, en función de los objetivos de sus investigaciones históricas. Su skopos está, pues, en definitiva, muy lejos de ser neutral u objetivo: ciertas versiones de un mismo texto serán preferidas en lugar de otras, que transmiten quizás una idea del pasado mexicano menos admisible; al traducir, se optará por ciertas acepciones de una palabra y no otras. Los originales pueden incluso ser retocados para justificar un prejuicio de traducción, sin que el lector se percate de ello.

    De esta forma, aparece de nuevo, pero esta vez en el siglo XX, el fenómeno paradójico en virtud del cual la traducción se convierte en garantía de autenticidad. Una de las conclusiones que puede desprenderse de este análisis –conclusión que aportaría novedad en el estudio de las traducciones, pero que también interesaría a la crítica historiográfica–, es que la traducción en las manos de los historiadores se encuentra al abrigo de las sospechas que la aquejan en cualquier otro ámbito. Para explicar esta paradoja puede recurrirse a la autoridad y prestigio con los que está investida la profesión del historiador, que no pueden compararse con los que se atribuyen al traductor. Por otra parte, también podemos apelar a la definición de traducción como representación de la nación, esto es, como parte de un discurso nacionalista: en el caso que acabo de exponer, la manifestación y la confirmación del esplendor de la civilización azteca o acolhua, que es al final de cuentas el objetivo de esas traducciones, se impone sobre cualquier otra consideración. En suma, para que los mitos fundacionales funcionen como tales, es necesario que las fuentes y su traducción también estén investidas de autoridad y legitimidad. Por conducto del historiador-traductor, las traducciones terminan por pertenecer también al ámbito del mito. Ello explicaría también la imposibilidad virtual de revisión de las traducciones canónicas y las reacciones de rechazo ante nuevas traducciones por parte de la historiografía dominante (Payàs, 2004), circunstancia que evoca la historia de la traducción de la Biblia, sus versiones canónicas, el despertar de las lenguas vernáculas y las censuras y prohibiciones de traducción que se dieron en ese contexto.

    Domingo Faustino Sarmiento, tribuno de la traducción

    Con este segundo ejemplo quiero mostrar cómo la historia de la traducción se vincula con la historia intelectual y, de manera más precisa, con la historia del libro, la historia política y la de las élites culturales, y cómo puede además aportar una mirada nueva acerca de las relaciones entre el Estado y las élites intelectuales. También despeja de alguna manera la interrogante de cómo fueron las relaciones de las sociedades postcoloniales con la lengua impuesta por la metrópoli, interrogante a la que han dado, creo yo, poca importancia los estudios postcoloniales en el contexto latinoamericano.

    Nos referimos a la práctica de la traducción en Chile entre 1820 y 1875, un periodo que la historia literaria chilena define como romántico (en su versión sentimental), periodo marcado, por un lado, por la influencia de las costumbres y el gusto por lo francés y, por lo tanto, tachado de falto de originalidad, y por otro lado, por una búsqueda de motivos locales susceptibles de aportar un estilo propio, castizo, auténticamente chileno.

    Cierto es que en el afán de imitación, se encuentran incluso ejemplos ingenuos, como Los Misterios de Santiago, de José Antonio Torres, obra inspirada en los Mystères de Paris, de Eugène Sue (la suemanía, como puede verse, había llegado a los confines más remotos de la cultura). La historiografía literaria chilena desdeñaba, y desdeña aún, la producción literaria popular del siglo XIX, caracterizada por el realismo romántico, y sostiene que la traducción fue para los autores una práctica propedéutica para la gran creación: llegaría el día en que aparecería la obra pura, esencial, libre de cualquier influencia, un original puramente chileno. Las declaraciones del líder de la generación literaria de 1824, José Victorino Lastarria (1967), que instaban a abandonar las influencias extranjeras y a construir una literatura diferente, muestran las tensiones entre apertura y cerrazón características de este periodo, que fue igualmente importante para la formación de un imaginario hispanoamericano.

    El examen del catálogo de traducciones publicadas durante este periodo, realizado por el bibliógrafo José Toribio Medina, y publicado en 1925,⁸ revela que si las traducciones del francés son las más frecuentes, el rasgo más significativo del corpus no es el de la lengua de salida (y la francofilia de la cultura chilena decimonónica que la historiografía literaria se apresuró a decretar), sino el hecho de que sean los gobiernos quienes encargan esas traducciones, que esas traducciones se destinen a públicos nombrados explícitamente en las mismas obras, que se trate con mucha frecuencia de francas adaptaciones, que haya igual cantidad de traducciones no literarias y literarias, y, para terminar, que los traductores suelan ser personalidades públicas.

    Nos encontramos frente a un movimiento en el que el Estado actúa como promotor de traducciones con un fin explícitamente educativo, y en el que esas traducciones son obra de una élite erudita, compuesta no sólo de chilenos sino también de escritores llegados de Argentina, España, Venezuela, Colombia, Nicaragua, para quienes la traducción forma parte de una praxis y militancia intelectual. Esta élite participa en la construcción cultural de la nueva nación con sus escritos, discurso, acción política, enseñanza y, por supuesto, con traducciones, que se suceden en un promedio de más de una por mes, entre 1844 y 1875, lo cual ocurre en un país con millón y medio de habitantes, la mayoría analfabetos, y cuya primera imprenta databa de 1811.

    Se trata de una intelectualidad que no desdeña traducir textos para las escuelas, biografías de hombres ilustres para la instrucción del ciudadano, manuales de ciencias aplicadas y simples obras de vulgarización de las ciencias, al servicio de un programa educativo liberal, en virtud del cual los ciudadanos necesitan no sólo lecturas placenteras sino también obras instructivas, susceptibles de elevar el espíritu, así como el nivel y la calidad de vida. Por esta razón, encontramos en el periodo estudiado un total de 145 traducciones de literatura y libretos de ópera e igual número de traducciones de obras biográficas, de ciencias aplicadas, de higiene, así como manuales consagrados a la cría de animales o la divulgación de los inventos modernos.

    Los paratextos de 42 traducciones anuncian que se trata de adaptaciones: traducido y aumentado (entrada 2), adaptado a nuestras costumbres y creencias (entrada 55), considerablemente corregida (entrada 73), traducido y arreglado al teatro chileno (entrada 95), aumentado y enriquecido (entrada 144). Se señala igualmente que esos textos han sido adoptados oficialmente como manuales para las escuelas, la universidad o para la instrucción militar. Muchas de esas traducciones son encargadas ex profeso para las Bibliotecas Populares, institución creada por el intelectual y político argentino Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) durante su exilio chileno, con el fin de proporcionar a toda la población un fondo de lecturas eruditas y útiles a bajo costo.

    Lamartine y Hugo representan los modos de apropiación del romanticismo europeo en ese país periférico, pero son las traducciones de carácter pedagógico, pragmático, vinculadas a la divulgación de conocimientos prácticos, y a la vida cotidiana del pueblo, las que dan a la producción escrita de este periodo una coloración decididamente singular.

    Igualmente inédita es la situación de los intelectuales, chilenos y avecindados en Chile (incluso de modo temporal como los que, perseguidos por sus ideas, cruzaban las fronteras permeables de las repúblicas sudamericanas al capricho de los vientos políticos), que contribuyen con sus traducciones a la construcción de una cultura nacional. Su nombre suele aparecer en las páginas del título en lugar del nombre de los autores, quienes, con mucha frecuencia, brillan por su ausencia.

    Como personajes públicos (entre los

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