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Tim Burton por Tim Burton
Tim Burton por Tim Burton
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Libro electrónico468 páginas5 horas

Tim Burton por Tim Burton

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«Aunque he surgido del sistema de estudios, la verdad es que no tengo esa sensación, ni creo que la tenga la gente de los estudios; a veces me miran con cara como de preocupación, preocupación por qué es lo que quiero hacer. Pero también hay una enorme fuerza en eso, está muy bien trabajar dentro de ese sistema y luego acercarte a las cosas como quieres. Tiene una especie de encanto perverso». Tim Burton

"Nunca he visto a nadie tan inadaptado adaptarse tan bien. A su manera." Johnny Depp

Creador de la gótica y oscura serie Batman, del cuento urbano-fantástico Eduardo Manostijeras, o de la biografía del peor director de la historia del cine Ed Wood, Tim Burton es hoy por hoy una de las pocas personalidades de Hollywood que parece realizar el viejo sueño de la alianza entre arte e industria. La dualidad, la realidad que se encuentra bajo las máscaras, la necesidad de recomponerse, el «costurón» de Catwoman, el rechazo de la literalidad y el gusto por dar la vuelta a los estereotipos son algunos de los temas tratados en las conversaciones recogidas en esta edición totalmente actualizada, con nuevas entrevistas, fotografías y dibujos originales. Incluye sus dos últimas películas: Sweeney Todd y Alicia en el Páis de las Maravillas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 dic 2016
ISBN9788490652640
Tim Burton por Tim Burton
Autor

Mark Salisbury

Mark Salisbury nació en 1966. Es corresponsal en Londres de la revista norteamericana <em>Premier</em>. Ha escrito para numerosas publicaciones en el Reino Unido y en los Estados Unidos, y ha sido editor de <em>Empire Magazine</em>. Entre sus libros cabe destacar <em>Writers on Comic Scripwriting</em>, <em>The Making of Clive Baker’s Nigthbreed</em> y <em>Behind the Mask: The Secrets of Hollywood’s Monsters Makers</em>

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    Vista previa del libro

    Tim Burton por Tim Burton - Manu Berástegui

    Índice

    Cubierta

    Dedicatoria

    Prólogo

    Prólogo a la edición revisada

    Agradecimientos

    Introducción a la edición revisada

    Infancia en Burbank. Cal Arts

    Disney y Vincent

    Hansel y Gretel,

    Frankenweenie y la lámpara de Aladino

    La gran aventura de Pee-Wee

    Bitelchús

    Batman

    Eduardo Manostijeras

    Batman vuelve

    Pesadilla antes de Navidad

    Cabin Boy y Ed Wood

    James y el melocotón gigante, Mars Attacks!,

    Superman Lives y La melancólica muerte de Chico Ostra

    Sleepy Hollow

    El planeta de los simios

    Big Fish

    Charlie y la fábrica de chocolate

    La novia cadáver

    Sweeney Todd,

    el barbero diabólico de la calle Fleet

    Alicia en el País de las Maravillas

    Filmografía

    Bibliografía

    Créditos

    Albaeditorial

    A Laura y Milo, los diamantes de mi cielo

    Prólogo

    En el invierno de 1989 me encontraba en Vancouver, Columbia Británica, haciendo una serie de televisión. Estaba en una situación muy difícil: obligado por contrato a un rollo rutinario que, para mí, rayaba en el fascismo (polis en el cole… ¡Dios!). Mi destino, al parecer, se hallaba en algún lugar entre Chips y Joanie Loves Chaachi.¹ Sólo tenía un número limitado de posibilidades: (1) sobrevivir saliendo lo menos quemado posible; (2) conseguir que me echaran cuanto antes y salir un poco más quemado; (3) abandonar y que me demandaran no sólo por todo el dinero que yo tenía, sino también por todo el dinero de mis hijos y los hijos de mis hijos (lo que, supongo, me habría causado severas quemaduras y posibles ampollas para el resto de mis días y hasta habría afectado a las futuras generaciones de Depps que aún tuvieran que venir). Como he dicho, era un verdadero dilema. La opción (3) quedaba fuera de consideración, gracias al consejo extremadamente sensato de mi abogado. En cuanto a la (2), bueno, lo intenté pero no picaron. Finalmente me decidí por la (1): pasaría por ello lo mejor que pudiera.

    La quemadura mínima pronto se convirtió en autodestrucción potencial. No me sentía a gusto conmigo mismo, ni con aquel período carcelario autoimpuesto y fuera de control que mi ex representante me había prescrito como buena medicina para el desempleo. Estaba colgado, rellenando el hueco entre anuncios. Farfullando incoherentemente las palabras de un guionista que no conseguía leer ni por obligación (y sin saber, así, qué clase de veneno podían contener los guiones). Pasmado, perdido y embutido en las tragaderas de los americanos como joven republicano. Chico de la tele, galán joven, ídolo de adolescentes, tío bueno. Plastificado, posterizado, posturizado, patentado, pintado, ¡¡¡plástico!!! Grapado a una caja de cereales con ruedas, a 300 kilómetros por hora en una carrera unidireccional, para acabar estrellado en manos de los coleccionistas de termos y tarteras. Chico novedad, chico comercializado. Jodido y desplumado, sin salida de esta pesadilla.

    Y de pronto, un día, me llegó un guión de mi nueva agente, un regalo del cielo. Era la historia de un chico con tijeras en vez de manos, un inocente inadaptado en una urbanización. Leí el guión en seguida y lloré como un recién nacido. Asombrado de que alguien pudiera ser tan lúcido como para concebir y escribir una historia así, la volví a leer de inmediato. Me afectó y conmovió de tal manera que mi cabeza se vio inundada por fuertes oleadas de imágenes: los perros que tuve de pequeño, la sensación de ser raro y obtuso mientras crecía, el amor incondicional que sólo niños y perros son lo bastante evolucionados para sentir. Me identifiqué con la historia que me obsesionó por completo. Leí todos los libros infantiles, cuentos de hadas, libros de psicología infantil, todo, cualquier cosa… y entonces la realidad se impuso. Yo era un chico de la tele. Ningún director en su sano juicio me contrataría para este personaje. No había hecho ningún trabajo que demostrara que podía con un papel así. ¿Cómo podría convencer a este director de que yo era Eduardo, de que le conocía de la cabeza a los pies? A mis ojos, eso era imposible.

    Se organizó un encuentro. Iba a conocer al director, Tim Burton. Me preparé viendo sus otras películas (Bitelchús, Batman, La gran aventura de Pee-Wee). Alucinado por la innegable magia que ese tipo poseía, estaba aún más seguro de que nunca me vería en el papel. Me avergonzaba de pensar en mí como Eduardo. Después de varios tiras y aflojas con mi representante (gracias, Tracey), me obligó a asistir a la reunión.

    Volé a Los Ángeles y fui directamente a la cafetería del hotel Bel Age, donde debía encontrarme con Tim y con su productora, Denise Di Novi. Entré fumando como una chimenea, buscando al posible genio de la estancia (yo no sabía qué aspecto tenía) y ¡BANG! le vi sentado en un reservado detrás de una hilera de plantas, tomándose una taza de café. Nos saludamos, me senté y empezamos a hablar… o algo así. Más tarde lo explicaré.

    Era un hombre pálido, de aspecto frágil y ojos tristes, con un pelo que expresaba muchas más cosas que la lucha de la noche anterior con la almohada. Un peine con patas habría batido a Jesse Owens a la vista de las greñas de aquel tío. Un mechón hacia el este, cuatro puñados al oeste, un remolino y el resto de aquel sinsentido apuntando a todas partes, norte y sur. Recuerdo que lo primero que pensé fue: «Duerme un rato», pero no podía decirlo, por supuesto. Y de pronto la idea me golpeó en la frente como un martillo pilón de dos toneladas. Las manos, su forma de moverlas en el aire casi sin control, tamborileando nerviosamente sobre la mesa, su forma ampulosa de hablar (un rasgo que compartimos), los ojos abiertos y atentos, curiosos, ojos que han visto mucho y aún lo devoran todo. Este loco hipersensible es Eduardo Manostijeras.

    Después de compartir tres o cuatro cafeteras, hablando cada uno sobre las frases inacabadas del otro, pero entendiéndonos a pesar de todo, acabamos la reunión con un apretón de manos y un «encantado de conocerte». Salí de la cafetería con un subidón de cafeína, mordiendo la cucharilla del café como un perro rabioso. Ahora me sentía todavía peor a causa de la sincera conexión que había notado entre nosotros durante la reunión. Los dos entendíamos la perversa belleza de una jarrita con forma de vaca, la fascinación por las uvas de resina, la complejidad y la fuerza que se pueden encontrar en un tapiz de Elvis sobre terciopelo, viendo, más allá de la materialidad, el profundo respeto por «aquellos que no son otros». Estaba seguro de que podríamos trabajar bien juntos y convencido de que, si se me daba la oportunidad, podría llevar a buen fin su visión artística de Eduardo Manostijeras. Mis oportunidades eran, como mucho, escasas… si existían. Gente más conocida que yo no sólo estaba siendo considerada para el papel, sino que estaba luchando, batallando, peleando, pateando, gritando y rogando por él. Un solo director había dado la cara por mí y era John Waters, un gran cineasta proscrito, un hombre por el que tanto Tim como yo sentíamos gran respeto y admiración. John se había arriesgado por mí ofreciéndome la oportunidad de parodiar mi imagen «dada» en Cry Baby. Pero ¿vería Tim en mí algo que le hiciera aceptar ese riesgo? Yo esperaba que sí.

    Esperé durante semanas, sin oír noticias a mi favor. Mientras tanto, seguía preparando el papel. No era algo que quisiera hacer porque sí, sino algo que tenía que hacer. No por razones de actuación, de ambición, avaricia o taquilla, sino porque aquella historia se había instalado en el centro de mi corazón y se resistía a ser expulsada. ¿Qué podía hacer? En el momento en que estaba a punto de resignarme a ser el chico de la tele para siempre, sonó el teléfono.

    –Dígame –contesté.

    –Johnny… eres Eduardo Manostijeras –dijo una voz, con sencillez.

    –¿Qué? –salió de mi boca.

    –Eres Eduardo Manostijeras.

    Colgué el teléfono y me repetí esas palabras. Y luego se las repetí a todo el mundo con quien me topé. Joder, no podía creerlo. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo y darme el papel. Pasando de los deseos, esperanzas y sueños del estudio de tener a una gran estrella con tirón demostrado de taquilla, me eligió a mí. Inmediatamente me convertí en una persona creyente, convencido de que se debía a alguna clase de intervención divina. Para mí, este papel no era sólo un avance en mi carrera. Este papel era la libertad. Libertad para crear, experimentar, aprender y exorcizar algo de mí. Me rescataba del mundo de la producción de masas, de la muerte en la televisión comecocos, por aquel joven brillante y extraño que había pasado su juventud haciendo dibujos raros y pateando las calles de Burbank sintiéndose, él también, bastante monstruoso (como descubriría más tarde). Me sentía como Nelson Mandela. Me recuperaba de mi hastiada visión de «Hollyweird»² y de lo que significaba no controlar nada de lo que verdaderamente necesitas para ti.

    En esencia, debo casi todo el éxito que por suerte haya podido tener a aquella alucinante reunión con Tim. Porque si no hubiera sido por él, creo que hubiera seguido adelante con la opción (3) y abandonado aquel puto programa mientras aún me quedaba un resquicio de dignidad. Y también creo que gracias a que Tim confió en mí, Hollywood me abrió sus puertas, jugando a un curioso «sigan al jefe».

    Desde entonces, he vuelto a trabajar con Tim en Ed Wood. Fue una idea de la que me habló sentados en el Café Formosa de Hollywood. A los diez minutos, ya estaba decidido a hacerlo. Para mí, casi no importa lo que Tim quiera rodar… yo lo hago, puede contar conmigo porque confío en él ciegamente, en su gusto, su visión, su sentido del humor, su corazón y su cerebro. Creo que es un verdadero genio, y no diría esa palabra de mucha gente, podéis creerme. No se puede poner etiquetas a lo que hace. No se le puede llamar magia, porque eso implicaría algún truco. No es sólo habilidad, porque eso suena como algo que se ha aprendido. Lo que tiene es un don muy especial que no vemos todos los días. No es suficiente llamarle cineasta. El título de genio le sienta mejor, no sólo en cine, sino en dibujo, fotografía, pensamiento, imaginación e ideas.

    Cuando me pidieron que escribiera este prólogo decidí hacerlo desde la perspectiva de cómo me sentía sinceramente en el momento en que me rescató: un perdedor, un inadaptado, otro trozo de carne para el consumo de Hollywood.

    Es muy difícil escribir sobre alguien a quien quieres y respetas cuando existe tan gran relación de amistad. Es igualmente difícil explicar la relación de trabajo entre un actor y un director. Lo único que puedo decir es que conmigo Tim no necesita más que decir unas cuantas palabras inconexas, torcer la cabeza, mirarme de soslayo o de una determinada manera y ya sé exactamente lo que quiere para la escena. Y siempre he hecho lo que he podido para dárselo. Así es que, tendría que decir lo que siento por Tim sobre el papel, porque si se lo dijera a la cara lo más probable sería que se riera como una bruja y me diera un puñetazo en un ojo.

    Es un artista, un genio, un excéntrico, un amigo enloquecido, brillante, valiente, locamente divertido, leal, inconformista y sincero. Estoy en deuda con él y le respeto más de lo que nunca podría expresar en un papel. Él es él y ya está. Y es, sin lugar a dudas, el mejor imitador de Sammy Davis Jr. del planeta.

    Nunca he visto a nadie tan inadaptado adaptarse tan bien. A su manera.

    JOHNNY DEPP

    Nueva York, septiembre de 1994

    Tim Burton y Johnny Depp en el plató de Eduardo Manostijeras

    Tim Burton, Johnny Depp y Sarah Jessica Parker en el plató de Ed Wood

    Prólogo a la edición revisada

    Han pasado muchas lunas desde los días de mi breve paso por el estrellato televisivo, o como quiera que eso se pueda llamar. Yo pienso en aquellos tiempos como «los años a vida o muerte»: imaginaos, si tenéis a bien, a un joven desorientado lanzándose peligrosamente en pos de un éxito efímero a la velocidad del sonido. O, dicho de forma más positiva, a un aprendizaje forzado con unos dividendos decentes a corto plazo. En cualquier caso, eran unos tiempos espeluznantes en los que los llamados actores de televisión no eran recibidos con los brazos abiertos por la veleidosa camarilla del cine. Afortunadamente, yo estaba más que decidido –desesperado, diría yo– a alejarme de mi ascenso-descenso. Las oportunidades eran casi inexistentes hasta que gente como John Waters y Tim Burton tuvieron el valor y la vista suficiente para darme la oportunidad de intentar construir mis propios cimientos en mis condiciones. Pero, en fin, no hay tiempo para las digresiones… Todo esto ya se ha dicho antes.

    Aquí me encuentro, encorvado sobre el teclado, tecleando sin parar en un ordenador decrépito que no me entiende y al que yo tampoco entiendo, sobre todo con las tropecientas ideas que se agolpan en mi cabeza sobre cómo relatar algo tan personal como la relación que mantengo con mi viejo amigo Tim. Para mí sigue siendo exactamente el mismo hombre del que escribí hace casi once años, aunque sobre los dos han llovido toda clase de maravillas, obrando cambios radicales en los hombres que éramos entonces y en los que somos ahora, o, al menos, en los hombres que hemos descubierto en nosotros. Sí, veréis, es que ahora Tim y yo somos padres. ¡Caramba! ¿Quién habría podido imaginar que nuestra descendencia se iba a columpiar en el mismo balancín, o a compartir coches de juguete, monstruos de juguete y, potencialmente, hasta la varicela? Ésta es una parte de la vida que nunca habría podido imaginar.

    Ver a Tim como un orgulloso papá basta para provocarme un ataque de llanto, porque, como todo lo demás, se le nota en los ojos. Los ojos de Tim han brillado siempre; sin lugar a dudas, esos ojos atormentados/tristes/cansados siempre han tenido algo luminoso. Pero ahora ¡los ojos de Tim son rayos láser! Unos ojos penetrantes, sonrientes y satisfechos, con toda la gravedad del pasado, pero brillantes por la esperanza de un futuro espectacular. Antes no eran así. Era un hombre que, presumiblemente, lo tenía todo, o eso parecía desde fuera. Pero al mismo tiempo había algo incompleto y consumido por un intenso vacío. Es como encontrarse en un lugar extraño. Creedme… Lo sé.

    Contemplar a Tim con su hijo Billy es una visión gozosa. Hay entre ellos un vínculo visible que no se puede expresar con palabras. Tengo la impresión de estar viendo a Tim consigo mismo en tamaño infantil, dispuesto a rectificar todo lo malo y a volver a hacer todo lo bueno. Veo a un Tim que ha estado esperando a deshacerse de la piel del hombre inconcluso que todos conocíamos y queríamos, y ha renacido como una persona más completa, con la alegría radiante que vive hoy con todas sus consecuencias. Presenciarlo es como ver un milagro y es un privilegio ser testigo de él. El hombre que ahora conozco como componente del trío que forman Tim, Helena y Billy, es nuevo, mejor y totalmente satisfecho. Pero, en fin, basta ya de eso. Voy a dejar ya la caja de pañuelos de papel y a poner manos a la obra, ¿de acuerdo? Sigamos…

    En agosto de 2003 me encontraba en Montreal, trabajando en una película titulada Secret Window [Ventana secreta], cuando recibí una llamada telefónica de Tim preguntándome si podía bajar a cenar a Nueva York una noche de la semana siguiente para charlar de una cosa. Ni nombres, ni título, ni argumento, ni guión… nada en concreto. Y, como siempre, le dije que estaría encantado de ir a verle. «Nos vemos allí», ese tipo de cita. Y allí fui. Cuando llegué al restaurante, Tim ya me estaba esperando, agazapado en una mesa retirada, medio a oscuras, delante de una cerveza. Me senté, disfrutamos primero de la conversación «¿Qué tal la familia?» y nos centramos inmediatamente en el tema que nos ocupaba. Willy Wonka.

    Me quedé boquiabierto. Asombrado, para empezar, por las increíbles posibilidades que tendría el clásico de Roald Dahl Charlie y la fábrica de chocolate en versión de Tim, pero todavía más alucinado de que realmente me estuviera preguntando si me interesaría interpretar el papel de Willy Wonka. Para cualquier chaval que haya crecido en las décadas de 1970 y 1980, la primera versión de la película, protagonizada por Gene Wilder (que fue un Wonka magnífico), era un acontecimiento anual. Dentro de mí había un niño que estaba como loco por que en esta ocasión me hubieran elegido a mí para el papel. Pero también estaba el «histrión» de mi interior que entendía muy, muy bien que cualquier actor, y su madre, y el pez de colores de la iguana de la prima tercera del tío del hermano de ésta se habrían despedazado mutuamente a dentelladas –o, por decirlo de manera más civilizada, al menos habrían intentado desplazar al otro–, locos por alzarse con la oportunidad que a mí me ofrecía una de las personas que más admiraba. También era dolorosamente consciente de las múltiples batallas que Tim había tenido que librar con los estudios a lo largo de los años para asegurar mi presencia en las varias películas que ya habíamos hechos juntos y me parecía lo más probable que en ésta hubiera tenido que partirse la cara por mí. No podía creer lo afortunado que era… Y todavía sigo sin creerlo.

    Creo que no le dejé pronunciar más de una frase y media antes de que me salieran las palabras:

    –Cuenta conmigo.

    –Bueno –dijo él–, piénsatelo con calma y me lo cuentas…

    –No, no… Si tú me quieres, cuenta conmigo.

    Acabamos la comida con unas cuantas propuestas e ideas divertidas para el personaje de Wonka y, naturalmente, intercambiamos las típicas anécdotas sobre pañales, como suelen hacer los hombres adultos que han sido padres. Nos adentramos en la noche con un apretón de manos y un abrazo, como suelen hacer los hombres adultos que son amigos. Y entonces le entregué la colección completa de deuvedés de Wiggles, como probablemente los hombres adultos no deberían hacer, pero lo hacen y luego lo niegan. Nos despedimos y yo volví al trabajo diario. Unos meses más tarde me encontraba en Londres dispuesto a empezar el rodaje.

    Nuestras conversaciones previas sobre el personaje ya se habían incorporado y estábamos listos para darle vida. La idea de aquel hombre solitario y del aislamiento extremo al que se había sometido voluntariamente –y los efectos que pudiera tener esto– era un fascinante campo de acción. Tim y yo habíamos explorado diversos episodios de nuestro pasado con respecto a las diversas facetas de Wonka: dos hombres adultos haciendo serias deliberaciones, debatiendo sobre los méritos del Capitán Canguro contra el señor Rogers, y hasta especiando las conversaciones con, digamos, una pizca de Wink Martindale, o de Chuck Woolery, dos de los mejores presentadores de concursos que hayan pisado los platós de televisión. Estábamos navegando por parajes que podían hacernos saltar las lágrimas, riendo como compañeros de estudios adolescentes. A veces incluso nos atrevíamos a adentrarnos en el terreno de los presentadores de programas infantiles «locales», que en ocasiones podían definirse como en la frontera del mimo y el payaso de feria. Nos atrevimos con algunos planteamientos arriesgados y descartamos todo lo innecesario. Los recuerdos que tengo de aquel trabajo son un regalo que siempre atesoraré.

    La experiencia de rodar la película con Tim fue inmejorable. Para mí fue como si nuestros cerebros estuvieran conectados por un cable al rojo vivo del que podían saltar chispas en cualquier instante. Hubo momentos en determinadas escenas en los que nos encontramos en precario equilibrio sobre un cable a una altura increíble, intentando descubrir hasta dónde podíamos llevar los límites, que sólo daban lugar a conceptos aún más absurdos y a una mayor hilaridad.

    Para mi sorpresa, mientras rodábamos Charlie me invitó a interpretar otro papel en la película de animación La novia cadáver, en la que trabajaba al mismo tiempo. La responsabilidad, la importancia y el nivel de dedicación que cada uno de estos proyectos exigiría por separado sería suficiente para matar a un caballo. Tim se desplazaba de uno a otro sin el menor esfuerzo. Es una fuerza de la naturaleza. Hubo muchas ocasiones en las que no fui capaz de estar a la altura de su energía inextinguible, casi perversa.

    Una vez dicho todo, trabajamos con dedicación y lo pasamos en grande. Nos reímos como chiquillos enloquecidos por todo y por nada, que siempre es por algo. Intercambiamos desvergonzadamente imitaciones de nuestros artistas favoritos de otros tiempos, individuos tan brillantes como Charles Nelson Reilly, Georgie Jessel, Charlie Callas, Sammy Davis Jr (siempre), Shlitzy (de La parada de los monstruos, la película de Tod Browning), etcétera. Podría seguir la lista ad infinitum, pero los nombres serían cada vez más desconocidos y los lectores podrían perder el interés. Nos sumergíamos en conversaciones de gran calado filosófico sobre si los invitados del programa Dean Martin Roasts estaban realmente juntos en el mismo sitio cuando se grababa el programa o no, y acabábamos realmente preocupados de pensar que pudieran no estarlo.

    Sus conocimientos de cine son asombrosos, de un nivel que da verdadero miedo. Por ejemplo, un día que estábamos charlando en el trabajo se me ocurrió comentar que a mi chica, Vanessa, le encantaban las películas de catástrofes, sobre todo las malas. Inmediatamente, el lado parlanchín de Tim adquirió una increíble viveza, mientras agitaba las manos y trazaba con ellas peligrosos zigzags en el aire. Soltó una lista de títulos de los que no había oído hablar en mi vida. Nos quedamos con un par de rarezas que Tim extrajo de su archivo personal para nuestro disfrute: títulos como El enjambre (The Swarm) y When Time Ran Out [Cuando el tiempo se acabó]. Y luego, para que no falte de nada, puede completarlo con algo más tranquilo, como Monster Zero o El pueblo de los malditos. Lo que quiero decir es que su relación con el cine no se ha deteriorado en ningún sentido. En este tiempo, ni se ha cansado ni se ha aburrido. Cada proyecto es tan emocionante como el primero.

    Para mí, trabajar con Tim es como volver a casa. Una casa construida a base de riesgo, pero con un riesgo en el que encuentro bienestar. Un gran bienestar. No hay red de seguridad para nadie, pero así es como se nos educa en esa casa. Uno tiene que aprender a tener confianza, que es la clave para todo. Estoy completamente convencido de que Tim confía en mí, lo que es una auténtica suerte, pero eso no quiere decir que no me sienta constantemente paralizado por el temor a decepcionarle. De hecho, eso es lo primero que está presente en mi pensamiento cuando me enfrento a un papel. Las únicas cosas que me mantienen en equilibrio son saber que confía en mí, lo mucho que le quiero y la confianza profunda y eterna que tengo en él, unidas a un deseo desmedido de no decepcionarle nunca.

    ¿Qué más puedo decir de él? Que es mi hermano, mi amigo, el padre de mi ahijado. Es una persona valiente y única, alguien por quien iría al fin del mundo, y tengo la absoluta certeza de que él haría lo mismo por mí.

    Ya está… Ya lo he dicho.

    JOHNNY DEPP

    Dominica, Indias Occidentales, mayo de 2005

    Agradecimientos

    La primera edición de Burton por Burton fue publicada en 1995 y estaba formada por entrevistas que habían tenido lugar entre 1988 y 1994; fue seguida por una edición revisada en 1999 que coincidió con el estreno de Sleepy Hollow y que recogía material recopilado en entrevistas realizadas entre enero y abril de 1999. Todo el material adicional para esta nueva edición revisada está compuesto por entrevistas que se celebraron entre enero de 2001 y marzo de 2005: en el plató y durante la posproducción de El planeta de los simios, durante la posproducción de Big Fish, en el plató de Charlie y la fábrica de chocolate, además de varias sesiones en profundidad en Londres entre enero y marzo de 2005 mientras Burton montaba Charlie y La novia cadáver.

    Como siempre, mi principal deuda de gratitud es con Tim Burton que ha sido un maravilloso paladín y defensor de este proyecto desde el primer día, que se ha sometido paciente y cortésmente a muchas, muchas horas de interrogatorio a lo largo de más de una década ya, ofreciendo generosamente su tiempo, sus opiniones y algunas de sus fascinantes obras de arte. Gracias.

    También quiero dar las gracias más sinceras a su mano derecha desde hace mucho tiempo, el incomparable Derek Frey, cuyo perseverante entusiasmo no tiene parangón, y que es tan encantador como eficiente. Por tu ayuda para organizar las entrevistas, por estar atento a los detalles, por localizar ilustraciones, y por muchas otras cosas, yo te saludo.

    A Johnny Depp, mi agradecimiento y afecto por contribuir con otro de tus lúcidos y personales prólogos y ofrecerme una visión impagable, extraordinariamente cariñosa, enternecedora e increíblemente afectuosa del tema de este libro. Tío, me hiciste esperar, pero, de verdad, merecía la pena…

    A lo largo de esta labor, muchas personas me han brindado su ayuda, orientación y apoyo. A muchas se lo he agradecido ya pero, en esta edición, me gustaría destacar a Richard D. Zanuck por sus maravillosos modales de erudito, generosa hospitalidad, fascinantes anécdotas de Hollywood, y el delicioso té de Claridges; a la siempre encantadora Sarah Clark, que hizo que mis numerosas visitas a Charlie y la fábrica de chocolate fueran estupendas; a Allison Abbate, mi insuperable anfitriona en La novia cadáver; y a Christi Dembrowski, por su constante estímulo y ayuda con la documentación…

    Gracias también a Walter Donohue, sabio «anciano» de Faber and Faber por su flexibilidad con las fechas de entrega y todo lo demás, a Richard T. Kelly, que defendió el fortín durante un período muy difícil, a Eileen Peterson, a Helena Bonham Carter, a John August, a Alex McDowell, a Mike Johnson, a Felicity Dahl, a Kathy Heintzelman, al extraordinario director de fotografía Emmanuel Lubezki, a Brenda Berrisford, y a Jayne Trotman.

    Y, para terminar, mi amor y afecto más profundo a la siempre maravillosa Laura. Por razones demasiado numerosas para mencionar aquí, eres sencillamente la mejor.

    Introducción a la edición revisada

    En la década que ha transcurrido desde la primera edición de este libro, Tim Burton ha pasado de ser un director visionario con el toque de Midas a considerarse un estilo identificable; el término «burtonesco» se aplica a cualquier cineasta cuya obra sea oscura, arriesgada o extraña, o una combinación de cualquiera de estas características. Esta transformación ha reportado sus propios beneficios –el espaldarazo de Hollywood, por ejemplo–, pero también una serie de dificultades peculiares, de las que no es la menor las expectativas que tanto los estudios como el público tienen ahora de él y su trabajo. Burton sigue siendo un cineasta cuyo modus operandi se basa por completo en sus sentimientos más íntimos. Para que se implique en un proyecto es imprescindible que conecte emocionalmente con sus personajes, sean creación suya –como en el caso del inocente con cuchillas en vez de dedos de Eduardo Manostijeras–, adaptaciones de personajes de cómic –el defensor enmascarado de Batman–, o personajes de la vida real –el director delirante de Ed Wood–; unas conexiones que, como él mismo está dispuesto a admitir, en ocasiones están muy lejos de ser evidentes. Eduardo Manostijeras, por ejemplo, surgió como un grito del corazón, una evocación de sus años de adolescencia que expresaba la tortura interior experimentada al no poder comunicarse con quienes le rodeaban, en particular su familia; y muchas de sus películas reflejan su infancia en una urbanización.

    Mientras se criaba en la urbanización de Burbank, en Los Ángeles, en las décadas de 1950 y 1960, a la sombra de los estudios de la Warner Bros, Burton buscó protección del brillante y soleado mundo exterior en la oscuridad de las salas de cine, vinculándose psicológicamente con las imágenes que parpadeaban en la pantalla grande. Sentía pasión por las películas de monstruos; su ídolo, al que rinde homenaje en su corto de animación Vincent y al que dio el papel de inventor/figura paterna en Eduardo Manostijeras, era Vincent Price. Pero, aunque superficialmente pueda parecer que muchos de los temas y de las imágenes recurrentes de su obra sean simples y agradecidos homenajes del director a las fuentes de inspiración de su juventud –sobre todo al Frankenstein de James Whale de 1931–, la realidad es mucho más compleja. «La imagen no es siempre literal –dijo en una ocasión–, sino que está relacionada con un sentimiento.»

    Los personajes de Burton son a menudo inadaptados, incomprendidos y mal interpretados, marginados por algún grado de dualidad que se mueven en los límites de su sociedad, tolerados pero, en gran medida, abandonados a su suerte. Y, en muchos sentidos, él mismo personifica esa contradicción. Aunque Burton sigue manteniendo su posición en la cabecera de la lista de los más grandes de Hollywood, en la que se le considera un director cuyo nombre no solo garantiza el público, sino la luz verde de los estudios, en todos los demás aspectos Hollywood y él guardan una respetuosa distancia. Sus películas pueden haber recaudado beneficios de más de mil millones de dólares en todo el mundo, pero están tan lejos de ser esclavas del común denominador comercial como él de integrarse en el sistema de los estudios de Hollywood en el que ha venido desarrollando su labor desde sus principios como animador de la Disney en la década de 1980. A pesar de los enormes presupuestos que se le confían, la voz de Burton sigue siendo igual de original y de personalmente

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