¿Qué cambia la educación?: Políticas públicas y condiciones de los cambios educativos
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¿Qué cambia la educación? - Diego Hernán Arias Gómez
Arias Gómez, Diego Hernán
¿Qué cambia la educación? : políticas públicas y condiciones de los cambios educativos / Diego Hernán Arias Gómez. -- Bogotá : Ediciones Unisalle, 2014.
100 páginas ; 16 × 24 cm.
Incluye bibliografía
ISBN 978-958-8844-33-6
1. Educación - Política pública - Colombia 2. Política educativa - Colombia 3. Reformas educativas - Colombia 4. Innovación educativa I. Tít.
370 cd 21 ed.
A1439513
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
ISBN: 978-958-8844-33-6
Primera edición: Bogotá D.C., mayo de 2014
Primera reimpresión: Bogotá D.C., marzo de 2015
© Derechos reservados, Universidad de La Salle
Edición:
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Diseño de carátula
HIPERTEXTO
Diseño de ePub
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier procedimiento, conforme a lo dispuesto por la ley.
CONTENIDO
Presentación. La doble demanda de los cambios
Introducción
Concepto de cambio
Cambios naturales y cambios históricos
El cambio y la estructura
Lo subjetivo y lo objetivo en el cambio
El cambio en educación
Un poco de historia
Complejidades del cambio educativo
El cambio educativo por dentro
El líder es el maestro
La innovación y el cambio
El cambio educativo por fuera
Globalización y cambio
El cambio educativo desde una mirada unilateral
El conocimiento para el Banco Mundial
Políticas educativas en Colombia
El campo educativo
Políticas públicas en el marco de la globalización
Políticas educativas en Colombia
Conclusiones
El futuro del cambio educativo
Bibliografía
PRESENTACIÓN. LA DOBLE DEMANDA DE LOS CAMBIOS
El cambio es inherente a la vida. A cada momento —a veces sin darnos cuenta— nos transformamos, pasamos de una condición a otra, vamos superando diferentes etapas, padeciendo variaciones físicas y anímicas. Cambia también el entorno y el ambiente natural, y se modifican de igual modo los subsuelos y el universo más lejano. Nada se queda inmóvil o estancado. Aún las cosas que parecen insensibles van desmoronándose o sufriendo alteraciones no fácilmente perceptibles.
Quizá el cambio sea lo propio de lo vivo. O mejor, la condición esencial para mantenerse vivo. Si no cambiamos, si no disponemos nuestro cuerpo y nuestro espíritu para mudar y renovarnos, iremos perdiendo el vigor, la vigencia, el dinamismo de la vida. En algunos casos esa fuerza renovadora nos viene desde fuera y, en otros, es con nuestra voluntad como logramos modificar las condiciones existentes. Sea como sea, si deseamos mantener el palpitar de la vida tenemos que asumir una actitud de permanente cambio.
Pero esto que parece tan natural y lógico riñe con la facilidad con que los seres humanos entran en rutinas, repitiendo sus acciones y comportamientos. Por momentos parece más fácil y genera menos esfuerzo el permanecer haciendo lo mismo, el despreocuparse por innovar y el no arriesgarse a la aventura, el ensayo o a experimentar otras maneras de hacer, de interactuar y producir. Entonces, los cambios se convierten en una amenaza porque riñen con lo establecido y llegan a interpretarse como movimientos peligrosos, sospechosos y dignos de repudio. Al habituarnos a una particular forma de vivir, de relacionarnos y de producir determinados bienes, se va desarrollando una película impenetrable. Algunos llamarán a eso las costumbres y otros preferirán hablar de tradiciones. En todo caso, siempre hay una tensión y una pugna entre las dinámicas inevitables de los cambios y el conservadurismo de las instituciones, las usanzas y los ritos.
Y en ese terreno de lucha se producen crisis, revoluciones, conflictos. En algunas ocasiones los más obcecados e intolerantes al cambio terminan derrocados por una idea innovadora y, en otras, es la terquedad y el autoritarismo de alguien lo que paraliza el avance de un pueblo y una idea creativa. En consecuencia, hay conflictos de intereses, miedos, atavismos que no permiten dejar fluir libremente la emergencia de los cambios. Más bien lo que sucede es lo contrario: abundan las trabas, los palos en la rueda
a las iniciativas teñidas de evolución, reforma y novedad. Desde luego, y eso vale decirlo cuanto antes, los cambios necesitan de un tiempo para echar raíces y de condiciones favorables que les den permanencia y solidez.
Por supuesto, y más tratándose de un campo como la educación, los procesos de cambio comportan una complejidad que amerita analizarse.
Recordemos, para empezar, que la educación es en sí misma una práctica que propugna por conservar determinados valores y ciertos conocimientos. Es una estrategia de las sociedades para no dejar perder el legado de sus antecesores y mantener —por decirlo así— una continuidad en los saberes, las costumbres y las pautas de convivencia. Esta tarea de la educación ya le otorga un tono conservador y por lo menos tradicional. Parafraseando a Elías Canetti, la educación es guardiana de la tradición, custodia de un orden de ideas, valoraciones y modos de vivir.
Sobra decir que así como en las artes, la educación necesita de una escuela en la que pueda perpetuar sus convicciones, sus prácticas y sus discursos. Las escuelas, entonces, se proponen darle continuidad a lo pasado, a lo ya sabido. Sin embargo, dentro de la misma escuela se van produciendo fracturas, disidencias. De allí emergen las vanguardias, que son innovaciones a un orden de cosas establecido por una escuela. Las vanguardias, por lo general, rompen sus lazos con las escuelas y buscan un lugar aparte: construyen su propio taller. En adelante, lo que se busca es propagar esas ideas innovadoras con el propósito de que otros las conozcan y las apropien. Pero al ser aceptadas, y compartidas por muchos, tienden inevitablemente a convertirse en una escuela; se solidifican como principios y reglas inalterables.
El ejemplo de las artes sirve para ilustrar la tensión de la educación al asumir los cambios. No parece fácil, de un día a otro, renunciar a lo ya sabido, a lo seguro, a las verdades que dan tranquilidad y mantienen el statu quo. No obstante, la corriente de los cambios es inevitable. Por doquier aparecen otras formas de aprender y enseñar, otras maneras de evaluar, otra manera de concebir la relación pedagógica, otras necesidades del contexto… Ni los estudiantes ni los maestros permanecen inmodificables al cauce avasallador de una nueva tecnología, un nuevo medio de comunicación, un nuevo descubrimiento. Habrá resistencias, confusiones, alarmas y reclamos pero, al final, serán estas iniciativas las que andarán campantes por las escuelas y los centros educativos.
Esa parece ser la suerte de los movimientos, las propuestas y las prácticas educativas. En un principio procuran responder a necesidades y demandas de la época pero después de un tiempo se arraigan a sus convicciones hasta convertirlas en verdades dignas de preservar y mantener. Dichas convicciones se institucionalizan, se tornan en modelos y políticas a seguir, hasta que surge un pionero, un grupo y una escuela de pensamiento que evidencia la fisura del sistema imperante y propende a un cambio o una renovación en tal orden de cosas. Al comienzo esa nueva iniciativa tendrá unos pocos adeptos hasta que logre irrigarse y ser asimilada por la mayoría de los actores educativos. Solo hasta ese momento tal cambio es celebrado y reconocido como legítimo; mientras tanto, es visto como una amenaza y un remedo del modelo establecido.
Cabe agregar que los maestros están inmersos en ese juego de fuerzas del que estamos hablando. Son depositarios de la tradición, salvaguardan valores y rituales pero al mismo tiempo deben ser capaces de vislumbrar los cambios que exigen un determinado contexto o una situación específica. A ellos les compete leer los signos de los tiempos
para reconocer qué del acervo cultural amerita legarse a las nuevas generaciones y cuándo hay que asumir una postura crítica del pasado para movilizar el pensamiento y la actitud de los estudiantes a prever un futuro diferente del ofrecido por el presente. Lo contrario sería condenar a los más jóvenes de hoy a ir en contravía del porvenir. Allí se ve la necesidad de que cada maestro tenga el liderazgo suficiente para invitar a sus alumnos a avizorar lo inexistente y, a la vez, saber qué debe mejorarse, ajustarse o definitivamente desechar de las herencias pretéritas.
Dadas esas demandas simultáneas del pasado y del futuro el maestro necesita un espíritu flexible, una capacidad de renovación y un hondo compromiso político. Debe ser permeable a las necesidades y los desafíos del presente pero con la suficiente lucidez —o la más serena sabiduría— para saber elegir y conservar conquistas de las sociedades pasadas o logros significativos de otras culturas. Si es demasiado rígido o pierde su voluntad de exploración una de esas demandas quedará trunca o sin terreno fértil. Porque no todo se puede cambiar y tampoco todo puede permanecer inalterable. Las grandes innovaciones, los grandes cambios —y eso nos lo enseñó el músico Igor Stravinsky— requieren un basamento, un puente con