La carrera de carros de Ben-Hur
Por Lew Wallace
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En 1907 se producía la primera película muda con Ben-Hur como protagonista, realizada sin pedir, ni pagar, derecho de autor alguno. El juicio ocasionó un revuelo en los periódicos norteamericanos de la época, y fue el precursor de las actuales leyes de copyright. Tratando de aprovechar la publicidad, la editorial Harper & Brothers compiló y completó los capítulos correspondientes a la venganza de Ben-Hur, que culminan en la famosa carrera de caballos, y creó una edición ilustrada. Ésta es la obra que a continuación presentamos. Un buen aperitivo para los que no tengan tiempo para la novela completa o prefieran releer una de las escenas más impactantes de la historia de la literatura.
Lew Wallace
Lew Wallace was an American lawyer, soldier, politician and author. During active duty as a second lieutenant in the Mexican-American War, Wallace met Abraham Lincoln, who would later inspire him to join the Republican Party and fight for the Union in the American Civil War. Following the end of the war, Wallace retired from the army and began writing, completing his most famous work, Ben-Hur: A Tale of the Christ while serving as the governor of New Mexico Territory. Ben-Hur would go on to become the best-selling American novel of the nineteenth century, and is noted as one of the most influential Christian books ever written. Although Ben-Hur is his most famous work, Wallace published continuously throughout his lifetime. Other notable titles include, The Boyhood of Christ, The Prince of India, several biographies and his own autobiography. Wallace died in 1909 at the age of 77, after a lifetime of service in the American army and government.
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La carrera de carros de Ben-Hur - Lew Wallace
1908
Introducción
El general Lew Wallace (1827 - 1905) no solo tuvo una vida apasionante. No solo fue uno de los generales que combatió en la guerra de secesión americana en el bando vencedor, además de gobernador de Nuevo Méjico y embajador en el desaparecido Imperio Otomano. También fue escritor, publicando muchas obras, entre ellas un bestseller en 1880, Ben-Hur; una historia de Cristo, que sería la novela más vendida de su tiempo hasta la llegada de Lo que el viento se llevó en 1936. Una novela que sería traducida, ya entonces, a veinte idiomas. Y había razones de sobra para ello. Ben-Hur es una historia aclamada a lo largo de los tiempos, con un claro mensaje cristiano que no deja de ser universal y que completa el humano tema de la venganza como las historias épicas actuales no pueden hacerlo. Ben-Hur no solo expresa la dura vida y venganza de su protagonista, traicionado por su mejor amigo, sino el debate moral que hay tras dicha venganza. Ben-Hur puede intentar destruir a Messala por todo el daño que le ha hecho, pero no recuperar el tiempo perdido o la inocencia de sus actos antes de ser agraviado. ¿O sí? El mensaje de Cristo es un mensaje de perdón, que da contexto al debate entre perdón o rencor, entre dejarse consumir por la ira o tratar de vivir una nueva vida.
Lew Wallace sería también el primero en participar en un juicio por derechos de autor, aunque fuese a título póstumo. En 1907 se producía la primera película muda con Ben-Hur como protagonista, realizada sin pedir, ni pagar, derecho de autor alguno. El juicio ocasionó un revuelo en los periódicos norteamericanos de la época, y fue el precursor de las actuales leyes de copyright. Tratando de aprovechar la publicidad, la editorial Harper & Brothers compiló y completó los capítulos correspondientes a la venganza de Ben-Hur, que culminan en la famosa carrera de caballos, y creó una edición ilustrada. Ésta es la obra que a continuación presentamos con sus ilustraciones originales pintadas por el genial Sigismond Ivanowski. Un buen aperitivo para los que no tengan tiempo para la novela completa o prefieran releer una de las escenas más impactantes de la historia de la literatura.
Entrenando para la carrera
Nos encontramos en el mes de julio, del año 29 de nuestro señor, y el lugar es Antioquía, por aquel entonces la reina del Este y, después de Roma, la ciudad más poderosa, si no la más poblada, del mundo. Y nuestro héroe es Judá Ben-Hur, que se acaba de encontrar a un desconocido, tras escuchar el sonido de una trompeta. Messala, el romano, el ambicioso, le arrebató todo lo que tenía, madre, hijos y riquezas. Tras sobrevivir a la cautividad de las galeras, Ben-Hur regresa Antioquía en busca de venganza como el hijo adoptivo de Quinto Arrio, al que salvó la vida en una feroz batalla naval contra los piratas.
Aunque mucho más que la venganza, Ben-Hur ansia saber el paradero de su familia. Para ello busca a Simónides, antiguo sirviente de Ben-Hur, convertido en rico mercader. Simónides no sabe nada del paradero de su familia, y no sólo eso, no se cree que Ben-Hur no sepa nada al respecto. Así que envía a su fiel sirviente Malluch, para que le siga en secreto…
Siempre adelante, llegó Judá a una selva de cipreses, cuyos troncos eran altos y rectos como mástiles. Al penetrar en ella oyó el sonido de una trompa, y un instante después vio tendido a la sombra al compatriota con quien había cambiado antes breves frases. El hombre se levantó al verlo, y le salió al encuentro.
—Otra vez te deseo la paz —dijo graciosamente.
—Gracias —respondió Ben-Hur, y luego preguntó—: ¿Vas por mi camino?
—Si te diriges al estadio, sí.
—¡Al estadio!
—Sí. La trompa que has oído ahora era una llamada a los competidores.
—Buen amigo —dijo el joven con franqueza—, confieso mi ignorancia del bosque, y, si me lo permites, seré tu compañero con mucho gusto.
—Me agradará mucho. ¡Escucha! Oigo el ruido de los carros. Se dirigen a la pista.
Ben-Hur escuchó un momento; después, completando la presentación, pasó su mano por el brazo del hombre, y dijo:
—Soy el hijo de Arrio duunviro, ¿y tú?
—Soy Malluch, mercader de Antioquía.
—Bien, buen Malluch; la trompa, el rumor de los carros, han despertado en mí curiosidad por el espectáculo. Conozco algo esos ejercicios. No soy un desconocido en las palestras de Roma. Vamos a las carreras.
Malluch, titubeando, exclamó lentamente:
—El duunviro era romano, y tú, sin embargo, vistes a la hebrea.
—El ilustre Arrio era mi padre por adopción —contestó Judá.
—¡Ah! Comprendo. Dispensa.
Saliendo de la selva a una gran llanura, se encontraron en una extensión arreglada como para estadio. La pista, de tierra apisonada y regada, era un gran perímetro delineado por cuerdas flojas, atadas a lanzas que se hincaban fuertemente en el suelo. Para los espectadores se habían levantado gradas sombreadas por toldos fijos. En ellas encontraron asiento los recién llegados.
Ben-Hur contó los carruajes mientras destilaban; eran nueve en total.
—¡Bravo! ¡Me agradan! —exclamó—. Habría creído que aquí, en Oriente, no gustaban más que las bigas; pero veo que también se usan las cuadrigas[1]. Vale la pena estudiarlas atentamente.
Ocho cuadrigas pasaron, unas al paso, otras al trote, y todas muy bien conducidas; entonces llegó la novena al galope, y, al verla, Judá no pudo menos que exclamar:
—¡Bravo! He visitado las caballerizas del emperador, Malluch; pero, ¡por nuestro padre Abraham, de bendita memoria!, nunca vi caballos como esos.
Los cuatro caballos se desordenaron de pronto. Un agudo grito exhaló uno de los espectadores, y Ben-Hur vio levantarse indignado a un anciano que apretaba los puños y lanzaba miradas de furor, mientras el temblor de su barba blanca mostraba la agitación de que estaba poseído. Algunos circunstantes empezaron a burlarse.
—Debieran respetar, a sus menos, sus canas —dijo el joven—. ¿Quién es ese?
—Un poderoso del desierto que mora más allá del Moab y tiene rebaños de camellos y caballos, que se dice son descendientes de los favoritos del primer Faraón. El jeque Ilderim, por nombre y título.
Tal fue la respuesta de Malluch.
El auriga[2], mientras tanto, hacía inútiles esfuerzos para domar los caballos, y cada tentativa excitaba más y más al jeque.
—¡Que Abaddon se lo lleve! —gritó el enfurecido patriarca—. ¡Corred, volad, hijos míos! ¿Oís? —. La orden era dada a algunos siervos que evidentemente pertenecían a su tribu —. ¿Lo oís? Son nacidos en el desierto, como vosotros, ¡Corred! ¡Sujetadlos! ¡Pronto!
La furia de los animales iba en aumento.
—¡Maldito romano! —continuó el jeque, amenazando con el puño al auriga—. ¿No me juró que sabría guiarlos? Me lo juró por todos sus bastardos dioses latinos. ¡Suéltalos! ¡Suéltalos, te digo! Juraste que correrían velozmente como águilas y dóciles como borregos. ¡Maldito sea, y maldita la