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Los visitantes de Alberto. Abriendo caminos.
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Libro electrónico194 páginas2 horas

Los visitantes de Alberto. Abriendo caminos.

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El impacto de las visitas fantasmales de sus amigos y compañeros de aventuras solo es superado por el de sus fallecidos padres, con lo cuales se ve obligado a interactuar a pesar de la fuerte carga emocional que esto representa. Cabe preguntarse: ¿De qué manera enfrentaríamos la aparición inesperada de visitantes que han jugado roles tan importantes en nuestra vida? ¿Cómo los recibiríamos? ¿De qué manera responderíamos ante asuntos que pudieron quedar pendientes con su partida?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 sept 2015
ISBN9781310128479
Los visitantes de Alberto. Abriendo caminos.
Autor

Jesus Alfonso Fernandez Delgado

Originario de Monterrey, Nuevo León, México, ha tenido la fortuna de contar con una familia, amigos y compañeros que lo han motivado a desarrollarse personal y profesionalmente. Luego de obtener el título de ingeniero agrónomo en desarrollo rural, tuvo la oportunidad de realizar estudios de maestría en sociología rural en Texcoco, además de obtener los grados de maestría y doctorado en educación por la New Mexico State University. A lo largo de 33 años trabajó en la Universidad Autónoma de Nuevo León logrando desarrollar proyectos educativos que, con el trabajo de muchos académicos y técnicos, propiciaron cambios importantes, como la reforma académica para la formación integral de los estudiantes de licenciatura, la integración de la Dirección de Estudios de Licenciatura y la consolidación de la Facultad de Agronomía.

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    Los visitantes de Alberto. Abriendo caminos. - Jesus Alfonso Fernandez Delgado

    Prólogo

    En Los visitantes de Alberto, su personaje principal nos cuenta la manera en que se enfrenta con una serie de apariciones de personas que participaron en diversos aspectos de su vida, con lo cual se recrean situaciones individuales y sociales en las que se vio involucrado. Así, cobran vida personajes de una colonia popular en donde los habitantes se organizaron para mejorar sus condiciones de existencia, así como en la creación de una escuela para adultos con dificultades para funcionar en un sistema que da poco apoyo y reconocimiento a este tipo de iniciativas, sobre todo cuando provienen del esfuerzo de los mismos colonos y de un puñado de estudiantes universitarios y normalistas.

    Con la presencia de sus visitantes se recrea, asimismo, la represión ejercida en contra de estudiantes y maestros de una facultad, cuando un gobierno autoritario intenta limpiar de disidentes el entorno universitario; la forma en que, a partir de una iniciativa oficial, un grupo de entregados maestros universitarios desarrolla una alternativa de formación para los estudiantes; la manera peculiar en que Alberto llega a estar a cargo de su facultad y, finalmente, su retiro prematuro de la escena universitaria.

    El impacto de las visitas fantasmales de sus amigos y compañeros de aventuras solo es superado por el de sus padres, fallecidos años atrás, con los que se ve obligado a interactuar, a pesar de la fuerte carga emocional que esto representa. Cabe cuestionarse sobre los posibles escenarios que enfrentaríamos ante visitantes que han jugado roles tan importantes en nuestra vida: ¿Con qué actitud los recibiríamos? ¿Cómo responderíamos ante asuntos que pudieron quedar pendientes con su partida fuera de este mundo?

    Sus dudas, sus recuerdos y el impacto que las apariciones tienen sobre él, hacen que Alberto desconfíe hasta de su propia familia, dudando de su materialidad, dando paso a viejos sueños que se presentan como posibilidades de un futuro inmediato.

    Huelga decir que los personajes, diálogos, lugares y hechos relatados son producto de la imaginación y los recuerdos del autor, aunque es de conocimiento común que nada proviene por completo de la invención, dado que todo pensamiento tiene sus raíces en la realidad, es decir, en la historia personal y social en que participan los individuos.

    El autor

    Primera visita. La escuela de la vida

    1

    Al fin parecía que había logrado mi sueño. Durante mucho tiempo me había cruzado por la mente la idea de alejarme de todo y de todos, sucumbiendo de esa manera al deseo de dejar atrás familia, amigos, todo. Por eso me fui a vivir a mi pequeña casa de campo en las afueras de la ciudad. Pero lo que nunca pude dejar atrás eran mis recuerdos, los cuales parecían hacerse presentes cada vez con mayor intensidad. El haberme alejado de la metrópoli era tal vez una especie de refugio mental, una manera de autoprotección, o de autodestrucción, quien puede saberlo. El hecho es que mis fantasmas me habrían de seguir, de manera irremediable, a donde quiera que fuere.

    Y ahí estaba presente, frente a mí, Bruno, un compañero que no veía desde hacía muchos años, tantos que, si en aquel momento en realidad estuviera ahí, de seguro no lo habría reconocido. Su rostro era casi el mismo de aquél entonces, cuando íbamos juntos a la Universidad. Nos habíamos encontrado en un momento importante de nuestras vidas: nuestros primeros días como estudiantes universitarios. Frente a un grupo de irascibles compañeros de semestres superiores, éramos los de primer ingreso, los pelones, los que, en nombre de las novatadas serían, a partir de entonces, objeto de vejaciones y burlas. En ese segundo semestre de 1975 nos habíamos incorporado a la Facultad casi doscientos estudiantes de nuevo ingreso y las actividades de bienvenida se desarrollaban, más que nada, durante la primera semana de clases.

    Cuando nos conocimos, ambos, al igual que la mayoría de los pelones, permanecíamos alertas, un tanto nerviosos y con ganas de huir. Bruno ya sabía con mayor precisión lo que nos esperaba, pues un pariente de semestres superiores se lo había advertido. Luego de sopesar la situación, tomamos la decisión de escabullirnos de la Facultad con el fin de evitar al menos parte de los maltratos. Y así lo hicimos. A media mañana, durante los cinco días de esa tensa semana, nos escapábamos de las novatadas y nos dábamos la oportunidad de recorrer el campus universitario. Iniciamos con la torre de rectoría y luego visitamos las instalaciones de las demás facultades. Un poco más tarde, después del mediodía, regresábamos sigilosamente a la Facultad, no sin antes cerciorarnos de que todo estuviera tranquilo.

    Así, nos libramos de una serie de vejaciones, insultos y maltratos que para algunos parecían divertidos e, incluso, hasta parte de las actividades normales de la Facultad. Tal vez la menor de ellas era el corte de pelo, ante el cual los novatos oponíamos poca o nula resistencia. Pero, según me daría cuenta poco tiempo después, los organizadores llegaron a extremos tales como el famoso paso del elefante y el nado en el arroyo de aguas negras, lugar en el que, por poco, se ahoga un compañero. Sin embargo, sin lugar a dudas, el primero era de entre todos el más denigrante.

    Pero en lo que no pude dejar de participar fue en la culminación de las novatadas, la cual se realizó al final de esa fatídica semana. Se trataba de una ceremonia que prometía ser divertida y en la cual estaríamos como actores principales… los doscientos alumnos de la generación. Los organizadores nos solicitaron que fuéramos todos preparados para vestirnos de mujer, pues participaríamos en varias actividades que exigían esto. Hubo de todo y algunos compañeros hasta se veían mejor de mujer, como afirmaría, por su puesto en tono de broma, un conocido egresado de la Facultad en su visita a ésta como candidato independiente a la gubernatura. Además de la tradicional colecta mediante la amenaza de peso o beso en el centro de la ciudad y la visita obligada a una preparatoria, en donde se provocó una estampida cuando nos vieron llegar, el evento culminó con la coronación de la más bella y, su contraparte, el rey feo.

    Un par de meses antes del inicio de clases nos habíamos inscrito en la Facultad y habíamos recibido en ese preciso momento nuestro primer corte de pelo. En esa ocasión, como ya me imaginaba a lo que nos íbamos a enfrentar, antes de llegar a ciudad universitaria, en un lote baldío cercano, escondí una gorra vasca entre los matorrales. Cuando llegué a la Facultad, todo parecía normal. Ya estábamos haciendo una enorme fila para inscribirnos cuando, de manera repentina, llegó un grupo de alumnos de semestres superiores armados con tijeras. Y allí, en plena fila, una por una, nuestras preciadas cabelleras fueron vilmente masacradas con diferentes estilos de corte, dependiendo del gusto y la creatividad de nuestros intrépidos pero definitivamente abusivos compañeros estudiantes. A mí me tocó el honor de recibir un corte de pelo estilo Don Miguel Hidalgo, por lo cual me raparon todo el frente y la parte central del cabello. Este estilo de corte de pelo me cayó de perlas pues, durante varias semanas a partir de ese día usé la gorra vasca que había guardado entre los matorrales y nadie, excepto mi familia, se dio cuenta de que me habían rapado.

    Justo en el momento en que los perpetradores de cabelleras estaban muy ocupados rapándonos, llegó el director de la Facultad, los regañó, les quitó las tijeras y les pidió que pasaran después por ellas. No tardaron en sacar otras y continuar como si nada hubiera ocurrido. Ya iniciadas las clases, cuando apenas iba creciendo de nuevo nuestro todavía escaso pelo, pasaron a los salones a delinearnos con sus tijeras una A, con lo cual, de nueva cuenta, perdimos parte de nuestros retoños de cabello.

    Un año después, justo cuando iniciaba el tercer semestre, de nuevo habría de perder la cabellera, pero ahora junto con un grupo de estudiantes que luchaban contra las novatadas. En realidad, yo no hice más que intentar defender a ese grupo de valientes compañeros que publicaron una circular en contra de la salvaje práctica. Ellos estaban siendo objeto de un juicio sumario practicado por una turba de enardecidos estudiantes. Molesto porque no les permitían ni siquiera hablar en su propia defensa, y ante el hecho de que a mí tampoco me concedían la palabra, se me ocurrió subirme al estrado y colarme por detrás de los que dirigían la injusta reunión. Ya estando allí le arrebaté el micrófono a uno de los organizadores. Apenas si pude articular unas cuantas palabras cuando me sujetaron entre varios y me colocaron junto al grupo de acusados: ¡como uno más de ellos!

    Una vez terminado el juicio, nos condujeron, yo incluido, hacia un corral que estaba en los patios de la Facultad y allí procedieron a novatearnos. Junto a esto, la pena acordada por ellos incluía privarnos de nuestros derechos políticos por un año. Por fortuna, el castigo físico se quedó en el corte de pelo pues uno de los que lideraba el movimiento convenció a la turba de detenerse. Sin embargo, la vejación sufrida, con todo y que solo se tratara de la pérdida del cabello, no se comparaba en su trascendencia con las novatadas sufridas por mi generación a un año de distancia, pues ahora se reprimía a un grupo de estudiantes que luchaban por una causa justa.

    En lo que a mí me toca, viví con mucha honra el momento. Cuando me presenté en una de las reuniones de colonos de San Bernardino, en las cuales participaba desde hacía más de un año, les comenté con mucho entusiasmo la manera en que había llegado a perder, de nueva cuenta, mi entonces abundante cabellera.

    De ese acto de justicia estudiantil hubo dos situaciones que aún guardo en mi mente. La primera, un tanto triste, cuando uno de los compañeros reprimidos sollozó amargamente, no supe si por la impotencia que sentía en ese momento, por el coraje contenido, porque lo lastimaron o por todo lo anterior. Y, la segunda, un tanto chusca, cuando, de manera artera, los compañeros represores no se conformaron tan solo con la cabellera de uno de los reprimidos, sino que le cortaron también la mitad del bigote. Ahora que recuerdo esta última escena me viene a la mente la canción de Alberto Cortez, a partir de mañana, cuando dice que ha "podido luchar y hasta a veces ganar, sin perder el bigote." A partir de esa triste mañana aquél compañero, el cual fue después maestro de la Facultad, ya no pudo nunca más presumir de lo mismo.

    Por su parte, Bruno había sido ajeno a este suceso. Ni él ni nadie de nuestra generación participaron en la represión del grupo de estudiantes. Se trataba más bien de compañeros de los últimos semestres instigados por un grupo de líderes ligados a una de las corrientes de un movimiento popular, el cual, con los años, se convertiría en un influyente partido político a escala nacional que terminaría con el tiempo perdiendo su registro.

    2

    Era una mañana fresca, ya había pasado el mes de septiembre, el que presenta más lluvias en el año. A pesar de estar en pleno octubre, algunos árboles parecían estar confundidos y floreaban como si fuera primavera. Durante años la precipitación en la región había sido escasa y, en ese en particular, había sido extremadamente baja. Casi todo el año, por la falta de humedad, la vegetación era rala y afloraba la tierra seca. Yo me encontraba absorto viendo el paisaje pues, gracias a las recientes lluvias, la hierba había crecido y éste se había transformado completamente. Por fin podría usar el viejo tractor que compramos en pagos y que nos ahorraba tanto trabajo.

    Acordé con mi familia que me visitaran por lo menos los fines de semana pero, a pesar de esto, tenían ya varias semanas sin ir. Sin embargo, no me preocupaba demasiado, sabía que estaban bien y de seguro algo se los había impedido. Igual, disfrutaba de mi soledad, de la contemplación de la ahora abundante vegetación, del trinar de las aves y de la compañía de mis perros.

    Es por esto que la visita de mi viejo amigo me había caído de sorpresa. ¿Cómo era posible que hubiera dado conmigo después de tantos años? ¿Cómo supo dónde encontrarme y como pudo llegar desde la ciudad? Igual, ya estaba ahí y había que atenderlo.

    La charla se dio en la sala, frente a una taza de café. Afuera solo se escuchaban los perros jugando y un ocasional trinar de aves. De vez en cuando algún vehículo pasaba por la calle y, ante la falta de pavimento y su mala condición

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