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El Principio de Educabilidad
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Libro electrónico57 páginas35 minutos

El Principio de Educabilidad

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Abordar un tema como el principio de educabilidad implica en primer término la búsqueda de la genealogía de este principio y su relación intrínseca con la ética y la posibilidad real de mejora del ser humano. Es así que el propósito fundamental de este trabajo es indagar sobre la importancia de la reflexión, del quehacer educativo y la teoría en la construcción de humanidad a través de la educación.

A través de los aportes teóricos de Herbart, Mierieu, Badiou, Vigotsky, Rebellato, Freire, Foucault, la autora propone repensar la educación como un proyecto liberador a través de la explicitación de la existencia de antagonismos de clases y la reflexión del lugar que se ocupa como educadores. Pensar para qué presente y qué futuro se está educando, cuál es el oficio y construcción discursiva atraviesan la obra entera.
Es un trabajo que se vincula a dos obras anteriores de la misma autora, “Los intelectuales en la prospección educativa: Aportes para la reflexión del concepto de clase social” y “Pedagogía de la imagen en los tiempos del capitalismo tardío” de la editorial Emooby.

IdiomaEspañol
EditorialEmooby
Fecha de lanzamiento12 jul 2011
ISBN9789897140686
El Principio de Educabilidad
Autor

Marisol Cabrera Sosa

Marisol Cabrera Sosa, nació en la ciudad de Treinta y Tres, Uruguay, el 9 de diciembre de 1964.Es docente de Enseñanza Secundaria en Montevideo, Profesora de Historia egresada del Instituto de Profesores Artigas y Licenciada en Ciencias de la Educación de la Universidad de la República.Integrante de la Red Mundial de Escritores en Español.Tiene publicado ensayos en revistas arbitradas.Participa en forma honoraria en la Unidad Opción Docencia, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República del Uruguay.

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    Lo máximo se lo recomiendo, es un libro que debería de leer todo educador.
  • Calificación: 2 de 5 estrellas
    2/5
    ECONOGOL80

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El Principio de Educabilidad - Marisol Cabrera Sosa

Prólogo

Puesto que no hay lecturas inocentes, empecemos por confesar de qué lecturas somos culpables (Louis Althusser).

Asumir la responsabilidad de prologar una obra de gran valía, supone un enorme desafío, que a menudo no es cabalmente dimensionado. Supone, ante todo, la opción por el lugar (rol y posición) desde el cual se introducirá al centro de atención e interés para el lector que –jamás debe olvidarse– es el texto que se presenta.

Hay pues, lugares que ni son ni pueden ser míos. Algunos en general, para ninguna obra. Otros en particular, dada las características especiales de este texto.

Uno lugar para mí siempre imposible, evidente tras la cita a Althusser, es la asepsia doctoral o alguna forma de pretensión de objetividad. La subjetividad franca y rigurosamente expuesta, explicitando los modelos lógicos y epistemológicos subyacentes, argumentada de acuerdo con ellos de forma sincera, y si cabe, ensangrentada y visceral, se me antoja la mejor vía para aportar desde el individuo al conocer colectivo. Y en todo caso, se aplica una razón de hierro: es la única manera en la que sé comunicarme. Por añadidura gratuita, se desprende que tampoco me competerá jamás, el prólogo magistral, el que deja duda sobre cuál de las plumas es la que reclama la mayor atención lectora. De hecho, si se me permite apelar al sentido del humor, creo que el mejor prólogo imaginable sería simplemente:

Por favor lea con mucha atención esta obra. A mi me gustó mucho y creo que realmente vale la pena.

Naturalmente, estoy resignado a que semejante acto de sencillez y absoluto despojo de adornos intelectuales, casi un gesto de budismo tibetano literario, no es compatible con las tradiciones editoriales y no caeré en la grosería de usarlo con nadie. Pero creo que ejemplifica mejor que nada mi rechazo al prólogo alambicado, erudito, deslumbrante. Favorecido por mi notoria ajenidad al menor riesgo de erudición o deslumbramiento, no estoy sin embargo exonerado de caer en abstrusas construcciones discursivas que pretendan sonar inteligentes. Pues no lo haré, ni me gusta, ni me parece buena práctica. Aceptando que no puedo recurrir a la parca modalidad tibetana antes enunciada, defiendo con firmeza al prologuista que se rehúsa a regar palabras innecesarias.

Otro sillón en el que jamás podría instalarme, es en el de prologuista sinóptico, el que resumidamente le avisa al navegante las mareas de ideas que habrán de desafiarlo a lo largo del texto, su dirección e intensidad. Tal práctica me parece una maravillosa manera de arruinar la deliciosa experiencia lectora. Tan sólo comparable, disculpando la ausencia de purismo intelectual, a mirar un partido de fútbol cuyo resultado y datos fundamentales se conocen de antemano, o a leer un thriller sabiendo que el asesino, es Jack el forastero (con la debida licencia de Les Luthiers).

¿Dónde quedaría la adrenalina, el desafío intelectual y hasta la seducción sensual del razonamiento, del pensamiento desarrollado y analizado de forma cautivante, si desde el prólogo se cantan las cartas para toda la partida?

Para mí, desde las lecturas de las que yo soy culpable, con el debido respeto a todo otro estilo y usanza, no hay otra manera de prologar que resonando armónicamente. No en vano la Matemática y

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