Un zorro en la montaña. El legado de Humboldt en la ciencia del cambio climático
Por Olivier Dangles
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Un zorro en la montaña. El legado de Humboldt en la ciencia del cambio climático - Olivier Dangles
AGRADECIMIENTOS
Elise Bradbury fue una fiel compañera editorial durante los años en los que realicé este proyecto. ¡Gracias, Elise! No lo hubiera logrado sin ti.
Para esta edición en español, Ilan Greenfield nos ha brindado una fabulosa y fiel traducción del original en inglés. Se sumergió en el texto, y tengo mucha fortuna de haber contado con sus habilidades como traductor, así como con su conocimiento de la historia de los grandes viajeros. No creo que nadie hubiera podido hacer un mejor trabajo. ¡Gracias, Ilan!
Las ilustraciones de Paula Terán Ospina aportan un valor incalculable a esta obra. Ella encarna a la perfección la fusión entre ciencia y arte y, siempre receptiva a sugerencias, ha utilizado su increíble talento para plasmar, a través del dibujo, la información, la sensibilidad y los más finos detalles que este libro ofrece.
No es posible nombrar a los archivistas invisibles que escanearon y colocaron en línea los cientos de documentos que tuve la oportunidad de consultar para la realización de este trabajo, pero su labor no tiene precio. Entre ellos, puedo mencionar al personal de Gallica, la biblioteca digital de la Biblioteca Nacional de Francia; Calames, el catálogo en línea de archivos de educación superior; Internet Archive; la Biblioteca del Patrimonio de la Biodiversidad; los Archivos de París; CNRS Images; la Biblioteca del Museo Nacional de Historia Natural de Francia; las colecciones de manuscritos raros de la Universidad de Cornell; y el Centro de Investigación del Palacio de Versalles. Sin acceso a este material, habría sido imposible crear los vínculos entre las figuras históricas y contemporáneas que aparecen en este libro.
Varios colegas merecen también una mención especial. Pierre Moret forjó mi camino hacia la maravillosa historia de la ciencia y el arte de navegar a través del complejo mundo de los archivos. También proporcionó importantes comentarios que esclarecieron el camino por seguir. El revisor e historiador de ciencias Michael Reidy vio mucho más en este libro de lo que yo hubiera visto; sus valiosos consejos me llevaron a referencias clave y mejoraron la estructura de la publicación final. Antoine Rabatel, Jean-Mathieu Nocquet, Dean Jacobsen y Denis Torres también contribuyeron con valiosos comentarios e ideas de revisión a varios capítulos. Por último, Jérôme Casas ha sido un mentor intelectual y amigo durante más de dos décadas, y su amplitud de conocimientos ha sido una fuente inagotable de inspiración.
Varios amigos y colegas me permitieron utilizar sus imágenes o tuvieron la amabilidad de escribir reseñas para la contraportada: Jorge Juan Anhalzer, Roger Calvez, Sophie Cauvy-Fraunié, Dean Jacobsen, Ricardo Jaramillo, Vincent Jomeli, Segundo E. Moreno Yánez, Pierre Moret, Juan Diego Pérez Arias, Matthieu Perrault, Michael Reidy, Juan Sebastián Rodríguez y Davnah Urbach.
Por otro lado, documentaciones y opiniones compartidas conmigo por parte de las siguientes personas le dieron forma a varios de los temas que aparecen en este libro: Matthias Abram, Christiana Borchart de Moreno, Eleanor Harvey, Ottmar Ette, Aaron Sachs (Alexander Humboldt); Nelson Hairston y Alexander Flecker (James Needham); Jean Vacher y Salomé Ketabi (Alcide d'Orbigny); Edward C. Dickinson (El ñandú de Darwin); Clara Poirier (Tim Ingold); Juan Diego Pérez Arias (Arturo Eichler), Claire Nicklin, Matías Cortese, Johnatan Miller, Karen Merikangas Darling (escritura); Paula Terán Ospina, Belén Mena, François Nowicki (arte); Thomas Condom, Bernard Francou, David Whiteman, Luis Daniel Llambi, Antoine Rabatel, Jean-Emmanuel Sicard (glaciares y ríos); Anne-Gaël Bilhaut, Alden Yépez, ElizabethAllison (antropología/cultura); Hervé Jourdan (Nueva Caledonia) y Armando Castellanos (osos).
He trabajado en cuatro países en los últimos quince años —Francia, Estados Unidos, Ecuador y Bolivia— y cualquier intento de enumerar a todas las personas que han aportado a mi cometido sólo fracasaría por omisión grave. En los estudios descritos en este libro colaboraron muchos estudiantes universitarios, becarios postdoctorales y colegas: Patricio Andino, Fabien Anthelme, Laura Arcos, Álvaro Barragán, Santiago Burneo, Roger Calvez, Iván Cangas, Rafael Cárdenas, Tatiana Cárdenas, Sophie Cauvy-Fraunié, Thomas Condom, Bruno Condori, Verónica Crespo-Pérez, Daniela Cueva, Antonio Daza, Bert De Bièvre, Marco Cruz, la familia Delgado, Andrea Encalada, Agathe Frochot, Santiago García Lloré, Jere Gilles, Martin Kraemer, Rubén Lamas, Pablo Lloret, Rosa Isela Meneses, Paula Iturralde-Pólit, Jacques Gardon, Karina González, Dunia González-Zeas, Harry W. Greene, Ladislvav Hamerlik, Jesper Kuhn, Xavier Lazzaro, Marie-Pierre Ledru, Philip Madsen, Luis Maisincho, Florencio Maza, Diego Mina, Rommel Montúfar, Jorge Molina-Rodriguez, Andrés Morabowen, Priscilla Muriel, Kazuya Naoki, Estefania Quenta-Herrera, Frédérique Rolandone, Daniela Rosero-López, la comunidad de Sajama, Fausto O. Sarmiento, Álvaro Soruco, Quentin Struelens, Esteban Suárez, Renato Valencia, Todd Walter, David Winkler, Gabriel Zeballos y Kabil Zerouali.
Maria L. Eisner, Jay Hart y Carol Pearson Ralph se tomaron el tiempo de responder a mis preguntas por correo electrónico y Rebecca Finnel se atrevió a trasladarse a su oficina de correos más cercana en plena pandemia para enviarme dos dibujos originales de Francois Vuilleumier: un regalo de inestimable valor.
Mi instituto de investigación, el Instituto francés de Investigación para el Desarrollo Sostenible (IRD), ha brindado su apoyo incondicional a mi trabajo en Sudamérica desde 2006. Quiero agradecer especialmente a Bernard Dreyfus, Thomas Changeux, Marie-Noëlle Favier, Thomas Mourier, Marie-Lise Sabrié, Jean-François Silvain y Jean Vacher. Mi más cálido agradecimiento a Valérie Verdier por hacer posible mi estadía en la Universidad de Cornell. También estoy agradecido a la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y su personal por recibirme con los brazos abiertos y apoyar mis proyectos.
Agradezco, además, a quienes en Abya Yala, ediciones PUCE y ediciones IRD, han guiado el proceso de producción de este libro: Milagros Aguirre, Fanny Cabrera, Macarena Orozco, Hugo Navarette, Catherine Guedj y Anne-Gaël Bilhaut. También extiendo un agradecimiento especial a Cristina Guerrero, quien se enamoró de este trabajo desde su primera lectura. Cristina fue un apoyo crucial durante el proceso de traducción al español, desde la edición de los textos, el diseño, en colaboración con Carolina Díaz, y luego su impresión y promoción.
Por último, porque todo comienza con la infancia, agradezco (más allá de las palabras) a mis amados padres, Solange y Roger, a mis abuelos, Louise y Paul, y a mi hermana Christine, quienes inculcaron en mí la pasión por viajar; y mi querida suegrita
María Eugenia Bucheli y mi querido suegro Álvaro Ponce, amante de los páramos, quienes me aceptaron como uno más de la familia. Y, por supuesto, a mis inagotables fuentes de inspiración, mi esposa Paola y nuestros hijos Nicolás y Matías… Gracias por su amor sin límites.
PREFACIO
"Si el siglo XX mató a Humboldt,
el siglo XXI debe revivirlo".
Laura Dassow Walls¹
La idea para este libro comenzó a tomar forma en mi mente en 2015, mientras coescribía el texto Ecología de las Aguas de Alta Montaña
[Ecology of High Altitude Waters] con mi amigo Dean Jacobsen. Si bien estaba familiarizado con el estilo pragmático de los artículos científicos, redactar un documento como aquel me permitió una novedosa libertad creativa, que incitó en mí el deseo de afrontar la descripción de distintas prácticas y descubrimientos científicos bajo una nueva luz. La idea, ahora, era crear un estilo que tuviera llegada a un público más amplio, un nuevo y atractivo reto para mí. Así, empecé a darle forma a este libro que trata sobre los efectos ecológicos del cambio climático en los Andes tropicales —lo que ha sido mi enfoque científico durante las últimas décadas—, combinando hallazgos científicos reales con memorias personales. Mi objetivo ha sido compartir mi experiencia de primera mano sobre los impactos acelerados del cambio climático a través de las montañas tropicales, a raíz del aumento general en temperatura, el derretimiento de los glaciares y los patrones cambiantes en pluviosidad. En el campo, he observado de forma cercana las repercusiones extremas que estos cambios están provocando en el ecosistema: cambios en poblaciones de flora y fauna, el riesgo creciente de desastres naturales, etc. Trabajando con investigadores y estudiantes sudamericanos en el laboratorio natural
, al aire libre, de los Andes, investigamos cómo insectos, plantas y vertebrados enfrentan los cambios de temperatura y la disponibilidad del agua. Para comprender mejor cómo la naturaleza lidiará con los desafíos de condiciones repentinamente más cálidas, medimos el entorno físico utilizando tecnología de punta; recolectamos y estudiamos comunidades biológicas en lugares remotos; realizamos experimentos tanto en el campo como en el laboratorio; trabajamos con comunidades locales y desarrollamos herramientas y modelos para analizar los datos.
En su etapa inicial, el libro se inspiraba solo lejanamente en el geógrafo y polímata Alexander von Humboldt, quien, durante cinco años, exploró con intensidad los bosques y montañas de Sudamérica, donde observó la interconectividad de los ecosistemas montanos y su vulnerabilidad frente a los cambios medioambientales.
Luego llegó el año 2019 y, con él, el 250º aniversario del nacimiento de Humboldt (1769), provocando una verdadera explosión de publicaciones y eventos para rendirle homenaje. Si bien fue venerado en su tiempo, el enfoque holístico de Humboldt —que combinaba ciencia, humanidades y artes; lo racional y lo sensorial— quedó sepultado en el olvido durante el siglo XX. Las preocupaciones del siglo XXI lo han devuelto a la palestra. Del aniversario surgieron cientos de simposios, ediciones especiales, libros, artículos y traducciones de sus obras, todos dedicados a argumentar que la visión del mundo de Humboldt ayudaría a crear una ciencia mejor
y un futuro más sostenible. Laura Dassow Wall, autora de Paso al Cosmos: Alexander von Humboldt y la formación de América (2009) [The Passage To Cosmos: Alexander von Humboldt and the Shaping of America], veía cumplirse su deseo: el mundo le otorgaba a este estudioso la importancia que se merecía en nuestra era actual.
Y, sin embargo, algo me molestaba del revuelo académico que se formaba en torno a Humboldt. Muchos celebraban su visión, pero nadie explicaba cómo ponerla en práctica. ¿Qué lugar ocupa Humboldt en la ciencia de hoy? ¿Acaso ocupa un lugar? Y si es así, ¿cuál es? ¿Cómo podemos aprender de su obra y filosofía para construir una ciencia mejor
, obtener una comprensión más abarcadora de nuestra realidad y, a final de cuentas, proteger el planeta? No encontraba las respuestas en lo que leía o escuchaba sobre Humboldt. Aun así, los años durante los cuales estudié el impacto del cambio climático en los Andes tropicales me ofrecieron una especie de ‘perspectiva universal’ no muy distinta a la de Humboldt, una que sentí valdría la pena compartir con el mundo. De esta manera, en lugar de ser una inspiración lejana
, Humboldt se convirtió en uno de los protagonistas de este libro. Si bien el enfoque se centra en los efectos del cambio climático, el texto entrelaza anécdotas personales que iluminan la visión que Humboldt expuso a través de su concepto personal de la ciencia; una visión que, uno siente, será vital al momento de enfrentar los desafíos del futuro.
Como científico practicante, ‘revivir a Humboldt’ no se trata de celebrar su memoria como figura histórica, sino, más bien, realizar una cuidadosa lectura de sus textos, sus extensas notas de pie de página, sus complejos dibujos y figuras, sus interminables tablas de datos; se trata de trazar conexiones entre sus expediciones y registros con estudios actuales; se trata de abrazar su forma de pensar sin restringirnos a un silo académico, crear los lazos necesarios para combinar distintas disciplinas de las ciencias, las artes y las humanidades; fusionar lo racional con lo sensorial, la lógica con la imaginación, lo textual con lo visual. Se presenta, sobre todo, como una forma de percibir un mundo en el que todo está conectado: personas, campos de estudio, lugares geográficos, épocas históricas. Mi esperanza es que sea en este sentido que mi libro contribuya a ‘revivir a Humboldt’.
______________________
¹ The Search For Humboldt
[La búsqueda de Humboldt
] de Laura Dassow Walls (2006), Geographical Review, p. 477, 2006; American Geographical Society of New York; https://americangeo.org, reimpreso con autorización de Taylor & Francis Ltd, http://www.tandfonline.com en nombre de la American Geographical Society of New York, 2006; https://americangeo.org.
PRIMERA PARTE
Las redes subterráneas
de Humboldt
El tipo de atención a la vida [que se observa] en la obra de Alexander von Humboldt [...] no es una ‘escuela de pensamiento’, sino una red subterránea con vínculos ocultos que atraviesan y conectan diferentes lugares, personas, medios, obras, prácticas, disciplinas, monumentos históricos...
.
Estelle Zhong Mengual²
_________________
² Apprendre à voir. Le point de vue du vivant [Aprender a ver. El punto de vista del ser vivo] de Estelle Zhong Mengual, Editions Actes Sud, 2021, p. 240.
Capítulo 1.
Los Andes de Ecuador
Muestreo acuático · Contemplación del páramo
· El zorro y el erizo · La cabaña de Humboldt
Es una fría madrugada de febrero en los altos Andes de Ecuador. Asomo mi cabeza por la solapa de la carpa y, en ausencia de luz, apenas distingo el paisaje circundante, salpicado de nieve. Un viento penetrante hiela mi rostro. No he dormido lo suficiente y un dolor punzante estalla en mi cabeza junto a una falta general de energía. Nada fuera de lo común: es mi primera noche a 4500 metros sobre el nivel del mar (m s. n. m.). Estoy tentado de quedarme en el calor de mi sleeping, pero sé que debo salir de la carpa e ir arroyo abajo para recolectar muestras.
Desde que llegamos al sitio de estudio ayer por la tarde, nuestro pequeño equipo de ecólogos ha vigilado por turnos, cada tres horas, la fauna de insectos de un arroyo que recibe agua de un glaciar. El estudio forma parte de un proyecto internacional a largo plazo, apoyado por Dinamarca, Francia y Ecuador, con el objetivo de documentar el efecto del retroceso glaciar en la vida acuática. Varios estudios previos han abordado este problema en regiones templadas, pero es la primera vez que se lo realiza en tierras tropicales. No puedo renunciar a mi turno; debo recolectar la muestra de las 5 a.m.
Recojo mi gorro de lana, mis guantes, la linterna y botas de caucho y enfrento la oscuridad. Guiado por el murmullo del arroyo, me desplazo como un pingüino, procurando no caer en terreno inclinado y resbaladizo. Después de una corta caminata, llego al sitio de muestras y empiezo mi rutina. Primero, tomo una fotografía de larga exposición con la cámara en una posición fija a las orillas del arroyo. Luego, registro algunos parámetros de la calidad del agua. Finalmente, recupero las redes colocadas. A tan solo 300 metros de la boca del glaciar, el arroyo está apenas por encima del punto de congelación, pobre en oxígeno y cargado de sedimento del deshielo; sin embargo, la vida rebosa. En un par de horas, nuestras redes han capturado cientos de diminutas larvas de insectos, la mayoría desconocidos para la ciencia. A medida que van desapareciendo los glaciares, gran parte de esta vida acuática desaparecerá en pocas décadas, antes de que los entomólogos puedan describirla.
Recolectar las muestras me lleva alrededor de una hora y, cuando regreso al campamento, el amanecer irrumpe sobre el paisaje. Justo frente a mí, como si pudiera tocarlo, se levanta imponente el volcán Cotopaxi, con su pico casi perfectamente cónico, cubierto de hielo; una vista impresionante (Fig. 1).
Es hora de dejar de lado la ciencia y poner en marcha el otro lado de mi cerebro: el lado derecho —inmediato, intuitivo, emotivo— que contrasta con el izquierdo: más lento, deliberativo y lógico. Por regla general, el hemisferio derecho es la mitad olvidada del pensamiento científico
.³ Sin embargo, para mí, estos modos de pensamiento se complementan. Combinan la apreciación estética de la naturaleza con la comprensión científica; la curiosidad infantil por el mundo viviente con la capacidad de medición meticulosa; la receptividad profunda y el tiempo para observar con la habilidad de reflexionar sobre ideas científicas adquiridas; fluctúan entre experiencias físicas y conceptos mentales. La fotografía de naturaleza es mi pasaporte a mi lado derecho, una esfera de atención enfocada, nacida de la imaginación, la intuición y la sintonización con la belleza del mundo natural que me rodea.⁴ Estoy convencido de que mi placer por fotografiar la naturaleza fortalece mi capacidad de observarla y me acerca a una comprensión más amplia sobre cómo funciona. Y esto retroalimenta el hemisferio izquierdo de mi cerebro.
Con el Cotopaxi al frente, despliego el trípode, monto la cámara para tomar algunas fotografías y me siento al borde de una gran piedra volcánica. Detrás de la montaña, una columna de humo se eleva, humo nacido de las entrañas del Tungurahua, otro volcán activo ubicado a unos 80 km al sureste. Hacia el oeste, la cima del colosal Chimborazo emerge de las nubes. Como islas en el cielo, cada uno de estos magníficos volcanes cuenta con su propio semblante: su forma, su color, la capa de hielo que los cubre, la biodiversidad que en cada uno pulula —incluso su ‘personalidad eruptiva’— todos estos aspectos que los hacen especiales a cada uno. Podría retratarlos por separado, cada uno dueño de un conjunto de características singulares —elevación, clima, tamaño, aislamiento e historia biogeográfica— que los hacen extremadamente fascinantes al momento de estudiarlos. En el volcán Antisana, la ‘isla’ donde desembarqué con mi equipo ayer por la noche, siento vívidamente esta fusión entre lo estético y lo científico. Desde mi punto de observación, puedo apreciar la diversidad de formas y colores del pajonal que me rodea: las aguas gris-rosadas que serpentean en los arroyos provenientes de los glaciares, el verde-trébol de las almohadillas, los penachos amarillentos de las gramíneas, el hielo azul-glaciar y los parches verde-selva del espeso bosque montano. Estos hábitats exponen una belleza gráfica digna de ser capturada y, como descubriré durante los próximos diez años viviendo en los Andes tropicales, cada uno esconde importantes secretos científicos.
Fig. 1 El páramo del volcán Antisana con el volcán Cotopaxi en el fondo.
Sobre los 3500 m s. n. m., en los Andes ecuatorianos: ondulaciones de vegetación paramera, coronada por los picos nevados de volcanes activos, un paraíso para naturalistas; ambos son hogar de una amplia variedad de flora y fauna endémica, cuyos paisajes escénicos se cuentan entre los más formidables del mundo. Foto: Olivier Dangles.
A través de mis binoculares, escaneo el mosaico de hábitats, intentando comprender su interrelación y los desafíos asociados con su estudio. Durante la última década, he disfrutado de ser testigo del mundo natural a través del lente de distintas disciplinas, desde la física y la ecología hasta la fotografía. Tomando prestada una idea del poeta griego de la Antigüedad, Arquíloco, puedo decir que soy un zorro, no un erizo. Los zorros son generalistas, vagan de un objeto de estudio a otro, aprovechando una amplia gama de experiencias para alcanzar su cometido. Los erizos se enfocan en un campo estrecho de investigación, deteniéndose en los detalles de problemas específicos para resolver uno a la vez.⁵ Las dos estrategias son complementarias y, aunque tiendo a ser más un zorro, muchos colegas míos son erizos. El riesgo es que, a medida que los académicos continúan avanzando por caminos separados, convirtiéndose en erizos ‘puros’, el conocimiento se fragmenta y la comunicación entre disciplinas científicas se vuelve más la excepción que la regla. Estas barreras obstaculizan nuestra capacidad para abordar desafíos globales, como trabajar juntos para preservar la naturaleza y adaptarnos al cambio climático.
El mosaico de hábitats en las tierras altas ecuatorianas parece ofrecer la oportunidad ideal para aventurarse hacia un terreno nuevo de la investigación interdisciplinaria, una oportunidad también para reunir distintas comunidades de científicos enfocados hacia un mismo objetivo.
Puede ser coincidencia, pero no existen erizos en los altos Andes; los zorros, sin embargo, son bastante comunes. Merodean glaciares, acantilados y humedales. Y, efectivamente, es la silueta de un zorro andino⁶ la que distingo al sondear el paisaje. Cambio mi lente gran angular por un teleobjetivo y apunto. Un zorro persiguiendo a otro zorro.
Fig. 2 Placa conmemorativa de Humboldt a las faldas del volcán Antisana, Ecuador.
En marzo de 1802, Humboldt y su equipo pasaron cuatro días explorando la zona del Antisana. Esta estadía la conmemora una placa (b) en la pared de la llamada ‘choza de Humboldt’ (a) mostrada aquí con un arroyo glaciar en primer plano y el Antisana al fondo. Foto: Olivier Dangles.
Disfruto de la naturaleza. Me ayuda a desarrollar una comprensión de la complejidad de los organismos del entorno, recopilando impresiones e intuiciones más allá de lo que podría proporcionarme el registro automático de datos. Además, moverme a través del paisaje es también una forma de descubrir nuevas inquietudes científicas.⁷ Después de cruzar el pajonal, pierdo de vista al zorro y me doy cuenta de que estoy cerca del sitio de estudio menos elevado del arroyo. Lo llamamos el ‘sitio Humboldt’, nombre que nuestros colegas hidrólogos le dieron a la estación de medición instalada en el lugar. Eligieron el nombre porque está ubicado a poca distancia de una conocida cabaña donde se supone que el geógrafo-físico de Prusia, naturalista y explorador, Alexander von Humboldt, y su equipo, acamparon cuando visitaron el Antisana en 1802 (Fig. 2).⁸ Puedo decir que, a esas alturas, no conozco mucho acerca de Humboldt, o debería decir: conozco solo unos pocos hitos naturales que llevan su nombre: la Corriente de Humboldt, el Calamar de Humboldt, el Pingüino de Humboldt, por ejemplo. Su importancia en la historia de la ciencia me es aún esquiva. Al acercarme a la entrada de la cabaña, veo una placa adherida a la pared blanca de bareque: Hace 200 años, en un día como hoy, Alexander von Humboldt, gloria de la ciencia y ‘verdadero descubridor de América’, visitó y ascendió al Antisana para desentrañar sus secretos
. Pronto descubriré que Humboldt es toda una leyenda en Sudamérica, donde sigue siendo la figura europea más influyente del siglo XIX. Entonces, ¿por qué tengo solo una vaga idea de este personaje célebre? Para encontrar la respuesta, debo volver a mi país de origen, Francia. Es allá donde comienza esta historia.
____________________
³ Scheffer (2014).
⁴ Para una discusión detallada sobre el carácter visual del conocimiento ecológico y el papel desempeñado por la fotografía al momento de interesar a naturalistas (durante el cambio de siglo XIX-XX) en explorar tanto científica como subjetivamente el mundo natural, ver Hughes (2022), pp. 271-420.
⁵ Gould (2011). Para una analogia y paralelismos entre las aves y las ranas, ver también Dyson (2009).
⁶ Del inglés Andean Fox (Lycalopex culpaeus). [N. del T].
⁷ El antropólogo social Tim Ingold ha argumentado reiteradamente que el acto de caminar implica en sí mismo la creación de conocimiento, incluso cuando uno no parece tener un destino aparente. Ver Ingold (2000), p. 230, Ingold y Vergunst (2008), pp. 1-19.
⁸ Es más probable que Humboldt no pasara la noche en la choza en sí, sino en la Hacienda de Antisana, una construcción más grande al otro lado del arroyo. Esta hacienda también fue visitada por el vulcanólogo Alphons Stübel y el alpinista Edward Whymper, y fue pintada por Rafael Troya en ca. 1872. La choza (y su placa) se puede considerar más como el inicio simbólico de la expedición de Humboldt en la región del Antisana. Cf. Salzer & Nöbauer (2021).
Capítulo 2.
Francia
Historia natural · Los campos de Aveyron
· La navaja de mi abuelo · Fabre, el observador inimitable · Buscando a Humboldt en París · Humboldt, el olvidado
He sido un apasionado de la naturaleza desde muy pequeño. Prácticamente todo niño disfruta del contacto con el mundo natural, pero la mayoría pierde su interés a medida que va creciendo. Eso no ocurrió conmigo. Por alguna razón, el tiempo que pasé en la naturaleza siendo niño se instaló en mi ser; mi curiosidad por entenderla nunca disminuyó. El escritor francés Patrick Drevet describe muy bien la importancia de las experiencias de la infancia en la vocación de los naturalistas científicos:
Como palabras que resuenan mucho más allá del objeto que designan —o que lo envuelven a este objeto con imaginación— el término historia natural evoca, menos que una disciplina, recuerdos. De todas las ciencias es, sin duda, la única que conlleva una connotación sentimental. Su ámbito roza la maravilla; a veces se fusiona con ella. Se remonta a las primeras emociones del niño en proceso de desarrollar sus sentidos y, luego, a las primeras aventuras que le revelan el mundo. Se vincula con estos primeros encuentros, con los primeros sustos y momentos de asombro. No hay duda de que el botánico, el entomólogo, el zoólogo, el geólogo, el astrónomo… continúan siendo azuzados por el impulso infantil: la sed original por descubrir. El naturalista permanece tan impactado como lo estuvo frente a los primeros objetos que impactaron sus ojos y sus sentidos, sin importar cuán lejos haya llegado luego, detrás de los sofisticados instrumentos que maneja
.⁹
De hecho, para mí no hay duda de que existe una conexión invisible que une los lugares que, de niño, descubrí en la naturaleza y los sitios de estudio de campo donde trabajo hoy.
*
Mi introducción al mundo natural me remonta a Aveyron, una región de escasa población en el suroeste de Francia, ubicada entre las tierras altas del antiguo Plateau de Aubrac y las quebradas del río Tarn. Como todas las regiones con alta heterogeneidad ambiental, en particular a lo largo de gradientes altitudinales y climáticas, Aveyron alberga una diversa gama de hábitats, plantas y animales. Numerosos corredores naturales trazan sus líneas a lo largo del campo y proporcionan refugio para una rica biodiversidad y el asombroso mosaico paisajístico que realza su belleza (Fig. 3a). Es un paraíso para naturalistas. Pero en mi niñez, Aveyron era simplemente el lugar donde vivían mis abuelos y donde pasaba las vacaciones. En su granja había patos, conejos, gallinas, piedras amontonadas, una antigua bomba de agua de color verde que alimentaba un tanque, un huerto y un roble señorial. Cuando me sentía aventurero
, penetraba los portales del bosque al fondo de la colina hacia un arroyo lleno de cangrejos de río. La granja de mis abuelos y el campo que la rodeaba me ofrecían una variedad casi infinita de hallazgos. Esto puede explicar por qué me convertí en zorro. Como lo explica la psicóloga estadounidense Susan Engel en su libro La mente voraz [The Hungry Mind]: Algunos [niños] quieren saber más sobre todo lo que encuentran, mientras que, para otros, el impulso de descubrir se centra en ciertos temas sobre los cuales tienen un interés inquebrantable e infinito
.¹⁰ Lo que diferencia a un zorro de un erizo puede estar en la manera en la que adquirimos, desde niños, patrones específicos de curiosidad.
Simplemente estar en contacto con la naturaleza no basta para realmente ver, sentir y aprender de ella. Uno necesita interactuar con los habitantes no humanos; experimentar
la naturaleza. La experiencia afecta cómo uno se siente en espacios naturales y cómo se integra a la naturaleza como parte de la identidad individual. La casa de mis abuelos fue, entonces, para mí, un lugar formativo en este sentido. Ahí desarrollé mi experiencia propia con la naturaleza. Intentaba atrapar lagartijas que tomaban sol sobre un viejo muro, cubierto de musgo, detrás del pozo. Recolectaba caracoles y los clasificaba por sus formas y colores y los guardaba en un cubo con ramas y lechugas. Paseaba en el bosque con mi abuelo, Paul, recolectando castañas, setas, nueza negra y lombrices de tierra (¡para pescar, no para comer!). Mi abuelo siempre andaba con su navaja —de la cual nunca se separaba—, con la que podaba plantas, cavaba la tierra, tallaba la rama de un castaño o cortaba un pedazo de queso Roquefort. Me fascinaba esta navaja. Era una Laguiole, una marca conocida por sus hermosos mangos, prolijamente elaborados.
La de mi abuelo estaba hecha de cuerno de vaca marmoleado, con un hermoso diseño de una mosca soldada al resorte que doblaba la cuchilla (Fig. 3b). La mosca que adornaba aquella navaja —tan parecida a los tábanos que solían hostigar al ganado en Aveyron— bien pudo haber motivado mi particular curiosidad por los insectos. Hasta el día de hoy, cuando me topo con el diseño de mosca de aquella navaja Laguiole, siento el mismo efecto que provocaban las madeleines en Proust: revivo mis recuerdos de infancia más íntimos, inmerso en la naturaleza.
Los insectos eran hermosos y estaban en todas partes. Así es como comencé a pasar horas observándolos, entrenando mis ojos para estudiarlos de verdad. Había magia en cada observación. En esa época también nacía mi interés por los libros, lo que me llevó a descubrir que Aveyron había sido el hogar de uno de los más grandes observadores de insectos que jamás existió.
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Fig. 3 Conexiones de mi infancia con la naturaleza. Al igual que muchos naturalistas, mi interés por el mundo natural y la entomología comenzó con experiencias vividas en la infancia: a) El campo de Aveyron cerca de Saint-Léons, pueblo donde nació el entomólogo Jean-Henri Fabre, ubicado a poca distancia del lugar donde vivían mis abuelos. b) Una navaja Laguiole con su característica mosca en el mango. Todas las navajas Laguiole presentan una abeja o una mosca en una variedad de formas y diseños. Fotos: a) Olivier Dangles, b) https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Laguiole_(Messer)_jm120846.jpg © Jörgens.mi
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El naturalista y entomólogo francés Jean-Henri Fabre nació unos días antes de Navidad en el pueblo de Saint-Léons, a tan solo 50 km al este de la casa de mis abuelos. En su infancia, fue un gran aficionado de las ciencias naturales; coleccionaba piedras e insectos en campos y praderas de Aveyron. Más tarde, Fabre dedicaría su vida a explorar los secretos del mundo de los insectos, utilizando los parajes alrededor de su hogar como su laboratorio. Su talento especial radicaba en realizar observaciones precisas y detalladas de campo, a tal punto que el propio Charles Darwin lo describió como un observador inimitable
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Pero Fabre también era un hábil experimentador. En uno de sus experimentos más notorios, obligó a un grupo de Orugas Procesionarias del Pino¹² a seguir un círculo continuo, de cabeza a cola, alrededor del borde de una maceta. A medida que cada oruga seguía instintivamente la pista de seda de la que estaba adelante, la formación marchó en un círculo interminable durante siete días. Fabre calculó que las orugas completaron el trayecto 335 veces, cubriendo una distancia de más de 450 metros.
Fabre compiló sus descubrimientos en su obra maestra de diez volúmenes titulada Souvenirs Entomologiques [Recuerdos Entomológicos], que, a la edad de doce años, cimentó mi propia pasión por la historia natural, la entomología y el arte. Varias singularidades del trabajo de Fabre me influenciaron profundamente como entomólogo en ciernes. En primer lugar, su espléndida prosa era animada y entrañable, dirigiéndose al lector como si hablara con un viejo amigo. Su descripción poética, relatando la experiencia con las orugas procesionarias, es la siguiente:
"Mucho más lujoso que el nuestro, su sistema de construcción de caminos consiste en revestir con seda en lugar de macadán. Nosotros pavimentamos carreteras con piedras rotas y las nivelamos con la presión de un rodillo a vapor; ellas colocan sobre su calzada una suave hebra de satín, un trabajo de interés general al que cada una ofrece un hilo".¹³
En segundo lugar, Souvenirs Entomologiques está repleto de imágenes tomadas por su hijo menor, Paul (Fig. 4a). Aunque yo no habría de comprar mi primera cámara hasta cumplir los veinte años, la macrofotografía de Paul Fabre me resultó particularmente conmovedora (a pesar de mi joven edad); especialmente aquellas imágenes que captaban la naturaleza en acción: la de una avispa solitaria cazadora de arañas¹⁴ acechando a su presa era mi favorita (Fig. 4b).
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Fig. 4 Fotografía entomológica temprana. Como educador, el entomólogo Jean-Henri Fabre otorgaba gran importancia a asegurarse de que sus libros llegaran a un público amplio mediante un estilo de escritura atractivo y muchos recursos visuales: a) Jean-Henri Fabre (sentado, a los ochenta y nueve años) y su hijo Paul en una sesión de fotos con insectos vivos en un terrario, probablemente uno de los primeros intentos de macrofotografía. Inscrito en el anverso de la foto: Celebraciones en honor a Fabre: el famoso entomólogo, habiendo abandonado su trabajo personal debido a su vejez, trabaja (naturalmente) con su hijo, para capturar escenas de la vida de los insectos en película
. b) Una de las impresionantes fotografías del libro de Fabre: una avispa solitaria cazadora de arañas (Cryptocheilus alternatus) descubriendo el agujero de una tarántula Europea (Lycosa tarantula). Fotos: a) Albert Harlingue (1912) y b) Paul Fabre, en Souvenirs Entomologiques (1925), Tomo 2, Fig. IX.
Por último, si bien Souvenirs Entomologiques se centraba en el instinto de los insectos, Fabre daba una importancia particular a los entornos donde vivían, describiendo sus interacciones con otras plantas y animales, sus ciclos de vida y hábitos alimenticios, su respuesta a las condiciones medioambientales e incluso su papel dentro del entramado natural (como cuando registró la velocidad con la cual los escarabajos enterradores¹⁵ sepultan a un topo muerto). A través de su obra, me di cuenta de que, más allá de la historia natural o la entomología, me fascinaba la ecología.
Visité la granja de mis abuelos durante cada vacación de verano hasta los catorce años. Luego, un nuevo capítulo de mi vida como naturalista se abrió ante mí cuando comencé a pasar más tiempo en París. Mi barrio favorito era el Barrio Latino del Quinto Distrito; estaba lleno de librerías, bibliotecas y, sobre todo, ahí se ubicaba el Jardin des Plantes. Me encantaba pasearme por entre las palmeras, helechos gigantes y orquídeas del invernadero tropical
, así como visitar las serpientes de la Ménagerie Vivarium. Pasaba horas leyendo libros en la biblioteca del Museo Nacional de Historia Natural, visitando a zoólogos y botánicos en sus laboratorios.
Empecé a relacionar los libros, campos de estudio y teorías con los famosos naturalistas franceses que los crearon, cuyos apellidos aparecían en los bustos, estatuas y nombres de las calles de los alrededores del Jardin: Buffon, Lamarck, Cuvier, Jussieu, Geoffroy Saint-Hilaire. Solo veinte años más tarde, luego de haber vivido y trabajado en Sudamérica, me percaté: faltaba un nombre entre todos ellos; el nombre de un naturalista que alguna vez fue considerado, después de Napoleón Bonaparte, como el hombre más famoso de París. Un nombre que, como lo descubriría luego, había sido deliberadamente borrado de la memoria colectiva de Francia.
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Nacido en Berlín en septiembre de 1769, bajo la luz de un cometa que visita la Tierra cada 2090 años, Alexander von Humboldt era descendiente, por parte de su madre, de una familia hugonote protestante francesa que había buscado refugio en Prusia para escapar de la persecución religiosa. En 1790, Humboldt viajó por primera vez a París, en aquellos tiempos, la capital intelectual del mundo. Llegó cuando se preparaban las festividades del primer aniversario de la Toma de la Bastilla. Desde ese momento, se enamoró de la Ciudad Luz, comprometiéndose profundamente con los tres conceptos fundamentales de la nueva república: libertad, igualdad y fraternidad. Humboldt menciona que "la visión de los parisinos, su unión como nación, su templo de libertad aún sin terminar […]: todo esto flota en mi alma como
un sueño".¹⁶
Humboldt volvió en 1798, esta vez para estudiar en el Jardin des Plantes y el Observatoire de Paris junto a los botánicos, químicos y matemáticos más famosos de la época. Allí conoció a Aimé Bonpland, quien estudiaba medicina y botánica en el Museo Nacional de Historia Natural. Meses más tarde, Humboldt y Bonpland abandonarían París haciendo camino a Marsella para luego viajar por la costa mediterránea hasta España y cruzar el Atlántico. De 1799 a 1804, recorrieron unos 10 000 km atravesando las colonias hispanoamericanas (las actuales Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, México y Cuba) con el fin de observar la naturaleza. A su regreso a Francia, Humboldt vivió en París desde 1804 hasta 1827 y fue extremadamente prolífico, redactando varios volúmenes sobre su expedición a América, así como miles de cartas personales. Más tarde, entre 1842 y 1847, regresaría con frecuencia a París. En total, vivió más de treinta años en la ciudad: un tercio de su vida. Su hermano Wilhelm lo lamentaba: ha dejado de ser alemán; en casi todos los detalles, se ha convertido en parisino
.¹⁷ Humboldt amaba tanto Francia que pensaba en francés¹⁸ y escribió la mayor parte de sus libros en francés en lugar de alemán; varias de sus obras principales tuvieron que ser traducidas a su idioma nativo.
1889
2020
Fig. 5 Pocas huellas quedan de Humboldt en París. El científico más laureado de su tiempo, Humboldt, vivió alrededor de treinta años en la capital de Francia, donde una calle llevaba su nombre cerca del Observatorio. Perpendicular a la rue du Faubourg Saint Jacques, la calle todavía figuraba en un mapa de 1889, pero hoy (2020) lleva el nombre de rue Jean Dolent, celebrando a un escritor y crítico de arte francés poco conocido, fallecido en 1909. Ilustración de 1889 (izq.): Archives de Paris, PP/11859/E y PP/11859/F, 2020; Mapa (der.): Google
Más allá de sus escritos, sus contribuciones enriquecieron significativamente las colecciones del Museo Nacional de Historia Natural de París. En 1815, durante la invasión prusiana de la ciudad, Humboldt pactó para impedir que miles de soldados invadieran los terrenos del museo y posiblemente ayudó a evitar la destrucción del puente de jena que cruza el río Sena. Humboldt también fue miembro de la Academia de Ciencias de Francia y cofundador de la influyente Sociedad de Arcueil (1806-22).¹⁹ Es indudable, así, la profunda influencia que tuvo en los científicos, escritores, artistas, educadores, exploradores y políticos franceses del siglo XIX, así como el impacto de su obra en el público general. El 8 de mayo de 1859, dos días después de su muerte, la portada del periódico francés La Presse celebraba su memoria inmortal y ejemplo inolvidable
. Sin embargo, en menos de medio siglo, el estatus de Humboldt en Francia pasaría de héroe popular a completo desconocido. Según el especialista francés en Humboldt, Charles Minguet: Alexander […] no tuvo en nuestro país la audiencia que merecía. Si nuestros compatriotas conocen el nombre de Humboldt, se debe principalmente a las obras filológicas y filosóficas de Wilhelm, su hermano mayor, cuya gloria eclipsó, durante mucho tiempo, la de Alexander. [...] Mientras que los alemanes nunca dejaron de rendirle justo homenaje a su legado, los franceses se han mostrado muy ingratos para con este genio que combinaba la seriedad germánica con el calor latino
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¿Cómo pudo esfumarse con tanta facilidad la memoria de
