Voces de mujeres: La travesía del silencio
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Una vez más a dos manos, los autores nos ofrecen un libro que intenta transitar referentes femeninos de relevancia creativa para colaborar en un mayor conocimiento de figuras poco reconocidas o directamente olvidadas en nuestro entorno: Francisca Aguirre, Hanna Arendt, Lou Andreas-Salomé, Emily Dickinson, Alejandra Pizarnik, Ingeborg Bachmann y Marguerite Duras.
Las historias y obras exploradas buscan también aproximarse al enigma de lo que se ha llamado "lo femenino" y que más allá de los géneros se dice en singular, una por una, cuerpo a cuerpo, texto a texto.
Darles la palabra a ellas, a aquellas que no callaron, que escribieron, es la vocación fundamental de este trabajo que no pretende concluir ni cerrar nada, más bien al contrario, busca abrir un espacio de búsqueda y conversación. Un espacio que llama a ser escuchado porque al escuchar sabemos que hay siempre una mujer que habla, que llega, que se anuncia, para que lo que no se oye, se diga.
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Voces de mujeres - Lierni Irizar
SINOPSIS
Voces de mujeres. La travesía del silencio busca rescatar del silencio algunos textos de mujeres escritoras que nos deslumbran por su obra y su vida. Durante años se han ignorado tantos aportes femeninos que los autores del libro se suman a ese sentir contemporáneo que busca saldar nuestra deuda con ellas.
Una vez más a dos manos, los autores nos ofrecen un libro que intenta transitar referentes femeninos de relevancia creativa para colaborar en un mayor conocimiento de figuras poco reconocidas o directamente olvidadas en nuestro entorno: Francisca Aguirre, Hanna Arendt, Lou Andreas-Salomé, Emily Dickinson, Alejandra Pizarnik, Ingeborg Bachmann y Marguerite Duras.
Las historias y obras exploradas buscan también aproximarse al enigma de lo que se ha llamado lo femenino
y que más allá de los géneros se dice en singular, una por una, cuerpo a cuerpo, texto a texto.
Darles la palabra a ellas, a aquellas que no callaron, que escribieron, es la vocación fundamental de este trabajo que no pretende concluir ni cerrar nada, más bien al contrario, busca abrir un espacio de búsqueda y conversación. Un espacio que llama a ser escuchado porque al escuchar sabemos que hay siempre una mujer que habla, que llega, que se anuncia, para que lo que no se oye, se diga.
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Lierni Irizar
Arnoldo Liberman
VOCES
DE MUJERES
La travesía del silencio
logo_grises.tifPREFACIO
Los autores del texto que aquí se presenta, mostramos una osadía quizá demasiado arriesgada, pero nos sentimos próximos al enigma, a aquello que, aun siendo impenetrable, o quizá por serlo, nos llama susurrando para continuar sosteniendo nuestro interrogante siempre penúltimo. Conscientes del misterio irresoluble de lo vivo, una vez más nos lanzamos a recorrer palabras, ésas que amamos y que esta vez, en boca y manos de mujeres excepcionales, artistas, escritoras, poetas, ensayistas, nos animan a visitar sin prejuicios la vida y obra de aquellas que, en sus actos y verbo, encarnan una modalidad del enigma femenino.
En esta búsqueda permanente de respuestas a nuestros últimos interrogantes esenciales, hemos elegido este tema como un sendero más de inquisición en esa inquietud señera que nos guía en todas nuestras reflexiones: la pregunta incesante. Elegimos camaradas de ruta que, creemos, son clave para nuestra indagación compartida. Sin embargo, no basta con acertar a la hora de seleccionar autoras. Quienes jalonan la historia de las ideas y la creatividad humana y, en nuestra opinión, merecen ser catalogadas como indispensables, pueden también ser interpretadas de manera heterogénea e incluso antagónica. Por eso resulta igualmente fundamental elegir bien la óptica que acompaña nuestras lecturas, porque algunas interpretaciones pueden resultar luminosas y otras pueden tender a despistarnos. Lo hemos hecho lo mejor que podemos. No somos rehenes de ningún capricho ni esclavos de nuestras inclinaciones. Hemos elegido conforme a pautas meditadas y tratando de no seguir instancias ajenas sino el dictado de nuestros conocimientos y nuestra intuición, sin dejar de lado la pasión que nos consiste. Tenemos tesón en nuestra disposición anímica y la fuerza de nuestro empeño, pero somos de carne y hueso, conscientes de las ausencias y desprendidos de toda aparente injusticia (¿no están Clarice Lispector, Susan Sontag o Virgina Wolff, y así sucesivamente? Estarán en una próxima búsqueda). Pero, en fin, nos plegamos a nuestro criterio y nuestra sensibilidad. Somos, entre otros matices, psicoanalistas, y la cuestión de lo femenino atraviesa la teoría psicoanalítica del principio al fin. La pregunta: ¿Qué quiere una mujer?
es para Freud un continente oscuro al que busca darle respuesta. Y Lacan aborda la cuestión una y otra vez, y por eso, es necesario explorarla más allá de todos los prejuicios.
Queremos hacer un señalamiento imprescindible: este libro está escrito por dos psicoanalistas con inquietudes o pretensiones de escritores y nuestra única intención es expresarnos lo más diáfanamente posible, distantes de toda jerga profesional. Creemos haberlo logrado.
Éste tema está lleno de fascinación y de vacilaciones a la hora de aportar una definición clara y muchas veces las respuestas son especulativas. En todo momento intentamos comunicar lo accesible de una búsqueda no especializada. Cierta vez Freud le preguntó a Marie Bonaparte la gran pregunta
que nunca ha tenido respuesta y que hasta ese momento no había logrado contestar: ¿Qué quiere o desea una mujer?
Lo enigmático no es aquello que nos deja indiferentes, es enigmático porque queremos saber sobre esa cosa, porque nos atrae activamente y nos perfora en silencio, frustrándonos interminablemente. Nuestra ilusión es que este libro sirva de incentivo al pensamiento sobre tan conflictiva y dilemática cuestión. Que las obras de estas mujeres elegidas nos ayuden a abandonar el andamio patriarcal de siglos y colaboren a reescribir lo posible desde lo nuevo.
La contribución de las mujeres en el desarrollo de la historia de la cultura ha sido hasta hace pocos años un tema invisibilizado, enmascarado por el poder masculino. Naturalmente que el desarrollo histórico ha ido creciendo progresivamente en el sentido de una igualación de derechos, pero estamos aún lejos de una sociedad realmente equitativa. La ignorancia de tantos aportes femeninos, de tantos nombres olvidados, de tantas creadoras con antifaz, ha sido durante siglos un vacío de sentido promovido por una tradición representada y escrita mayoritariamente por hombres. Omitir la presencia íntegra de determinado grupo social ha sido un referente histórico relevante y los procesos de invisibilización o su manifestación explícita (el racismo, el sexismo, la misoginia, la homofobia, los procesos de discriminación en general) han sobrevolado permanentemente los días de negación, postergación o destrucción de grupos humanos impedidos de registrar en la historia su presencia creadora. Las mujeres son, en este sentido, un caso paradigmático, como el otro en oposición a nosotros, como enmascaramiento en oposición a presencia, como supresión de la memoria colectiva y redacción de la historia del mundo con nombre masculino. Y sólo excepcionalmente, en contadas circunstancias, como un relato histórico no discriminatorio pero vivido, más como concesión puntual impuesta por la presión social que como reflexión lúcida y democrática. Durante siglos la historia del mundo ha sido escrita con nombre de hombre
—escribe Emma Piquero— y las referencias a mujeres resultan casi anecdóticas y excepcionales. La historia ha sido un reflejo fiel de la sociedad humana con comportamientos canónicos aceptados, rígidamente definidos. El ámbito público fue adjudicado (o autoadjudicado) a los hombres en un espacio fuera de hogar
en el que se desenvolvían actividades dirigidas a garantizar el mantenimiento económico y el trabajo productivo. Mientras las mujeres, en aquellos años, eran confinadas al trabajo doméstico, a la crianza y cuidado de los hijos y del hogar, el hombre era el ser inteligente y la mujer el ser sensitivo, menospreciando su capacidad de juicio lógico y supeditándola a la dependencia del varón. Aquellas mujeres que, como varias de este libro habitaban la desobediencia, decidieron salirse de las normas y romper con lo establecido, asumieron tareas asignadas a los hombres y fueron —pese a la comprobación de su eficiencia— en la mayoría de las ocasiones rechazadas y ninguneadas por la sociedad en la que vivían, donde el pretexto de exclusión podía ser religioso, ético, racial, étnico o simplemente inexplicado. Muchas han sido las mujeres invisibilizadas y sus logros, en ámbitos como la ciencia, la literatura, las artes, la política misma, poco conocidas y a veces incluso atribuidos a hombres. Por eso este libro —como otros que lo han precedido— intenta transitar referentes femeninos de relevancia creativa que puedan colaborar a un mayor conocimiento de figuras poco reconocidas (es notable la ignorancia que existe sobre algunas de ellas) y capaces de cumplir metas por altas que sean. Hacer la experiencia de preguntar en cualquier reunión quién fue Ingeborg Bachmann o Lou Andreas-Salomé o incluso Hannah Arendt o Alejandra Pizarnik o, en España, Francisca Aguirre, es notablemente decepcionante. La existencia de tantos nombres de mujeres olvidados testifica una vez más la posición marginal de las mujeres dentro de una tradición representada y escrita mayoritariamente por hombres. Recientemente vivimos esta anécdota: en un encuentro con personas más o menos cultivadas y hablando de Fuga de muerte, el estremecedor poema de Paul Celan, muy pocas sabían quién era Ingeborg Bachmann, la excepcional mujer que amó a Celan, o Gisèlle Lagrange, pintora conocida y esposa del poeta. Como sucede igualmente al referirnos a Francisca Aguirre a quien, cuando excepcionalmente se la conoce, se afirma: ¿la mujer de Félix Grande?
y nada saben de la notable poeta y autora de Ítaca o Que planche Rosa Luxemburgo.
Desde la marginalidad, las mujeres han tenido que adoptar comportamientos sociales y formas de expresión que les ayudaran a manifestar su presencia (muchas veces vital para los mismos creadores masculinos con los que formaban pareja). El esfuerzo de las mujeres (esencialmente pensadoras o poetas y escritoras) por salir de su gueto y superar las limitaciones impuestas ha influido largamente en su propia expresión y conducta y en su búsqueda de un perfil autónomo y expresivo.
Ilse Aichinger en un relato muy revelador y vehemente, Spiegelgeschichte, a través de la metáfora del espejo —una metáfora que permite a la protagonista observar desde su lecho de muerte cómo es su imagen desde afuera— muestra una mujer agonizante que rememora, tras un aborto mal practicado, distintos episodios de su vida, en los cuales se hace patente su aceptación pasiva de los modelos establecidos por la sociedad machista. Sus ojos perciben a lo largo de una retrospectiva especular cómo su propia imagen ha sido moldeada según los estereotipos heredados aunque, no obstante, gracias al distanciamiento que le produce su propia visión ante el espejo logra que, a lo largo de esta retrospectiva, pueda filtrarse un instante de reconocimiento. Durante su lucha agónica toma conciencia de la deformación de su feminidad y reivindica —aunque sólo interiormente— su derecho a la maternidad fuera de los cánones sociales imperantes. A lo largo de la introspección el espejo deja de ser paulatinamente un fetiche narcisista para convertirse en el instrumento que le permite descubrir otra feminidad distinta a la implantada por la convención. La mirada en el espejo —según Siegfried Weigel— establece los fundamentos para la futura realización de la utopía, un hecho que representa el nacimiento de la cordura. Creemos que este relato de la autora austríaca es suficientemente revelador de nuestra intención sobre el sentido de este libro: comenzar a saber lo que ignoramos. Y, gracias a estas autoras, ver donde nadie ve, andar por donde nadie anda, oír lo que nadie oye
. Aprender a apreciarlo es el primer paso.
Lo inédito de estas obras de mujeres es que transmiten —dice Biruté Ciplijauskaité, estudiosa de la narrativa femenina de la Universidad de Wisconsin— la historia desde una perspectiva subjetiva, femenina, no tomada en cuenta antes, que presta más atención a la vida interior que a los acontecimientos públicos, sin desdeñar, claro, las preocupaciones sociales y políticas. La historia sigue siendo el eje estructural, pero es historia filtrada por una conciencia individual. La concentración de lo subjetivo permite ramificaciones tangenciales, invita a remozar y ampliar la temática considerada como histórica.
La cuestión de lo femenino es un enigma a explorar, no un problema a resolver. Por eso las historias de mujeres contadas por hombres muestran lo que los hombres saben de ellas, pero no es lo que ellas saben o ignoran de sí mismas.
Además, estamos tan acostumbrados a reflexiones de siglos sobre la presencia de la mujer, que es muy difícil desenrollar conceptos válidos sobre su especificidad. Poner al día la cuestión de lo femenino nos ha llevado (y nos lleva aún) siglos de ceguera y la necesidad compleja de hoy: una nueva semántica. Podemos estar años navegando el mar desconocido de las mujeres y si no reconocemos sus señales sensibles, audibles y visuales, es como si no estuviéramos ahí. De esas señales habla este libro. Ellas testimonian sobre algo que no conocemos bien
pero que procuramos expresar desde su más auténtica intimidad y autenticidad.
Este libro transita por la obra de aquellas mujeres que pueden decirnos ¡Aquí estoy, ésta soy yo!
. Porque toda la temática de lo femenino está sumergida en una nebulosa de prejuicios, de mitos, de leyendas, de tabúes, que dificultan la lucidez de la mirada. Conocer a las mujeres, una a una, es imperativo categórico de una sociedad que las ha ninguneado, una inquietud en la que está en juego un más genuino encuentro con el mundo. Todavía hoy, profundizar en las características de las mujeres es una aventura incipiente, una escuela del aprendizaje. Todo cuanto se diga y se haga será poco.
Además de lo ya señalado, las historias y obras que aquí se abordan son un modo de acercamiento al enigma profundo, lo que desde diversos ámbitos se ha llamado lo femenino
. Aspecto que más allá de los géneros pretende nombrar una posición capaz de dar lugar a una alteridad propia y ajena, a lo que no podemos atrapar. Algo que cada una de las escritoras aquí reivindicadas encarna de modo singular.
Aunque consideremos que lo femenino
no es ninguna esencia ni es una cuestión de género, creemos no obstante que es en ellas, en las llamadas mujeres, donde este territorio enigmático y escurridizo se muestra con su rostro más nítido, desde la determinación de Lou Andreas-Salomé de esculpir una vida libre a su manera, hasta Francisca Aguirre, que lleva al poema la tortilla de patatas de la cotidianidad entrañable del Otro. Pero, sobre todo, pensamos que lo femenino se dice en singular, una por una, cuerpo a cuerpo, texto a texto, y por eso nos interesamos por lo que cada una, en su historia y en su obra, revela sobre lo que la hace única y otra para sí misma. Cuestión que en muchas de nuestras protagonistas es inseparable del amor y cuya elaboración y expresión toma formas diversas: poesía, experiencias de totalidad, infinitud, exceso o vida. Lo que se ha llamado lo femenino
es contrario a lo universal del género, a la clasificación, y no obedece a la lógica igualitaria sino a la singularidad, no es algo cerrado sino, precisamente, lo abierto.
Es lo que en nuestro recorrido tratamos también de mostrar a través de la vida y obra de mujeres que consintieron, a su manera, a experimentar este ámbito de lo llamado femenino. Y es realmente interesante constatar que lo fundamental de dicha transmisión se realiza a través de lo que no saben, de su renuncia a un saber de la totalidad, del reconocimiento del enigma.
Como Marguerite Duras nos enseña en Escribir, cada libro, como cada escritor, tiene un pasaje difícil, insoslayable. Y debe optar por dejar este error en el libro para que siga siendo un verdadero libro, no una falsedad
. Este libro tiene, además, la dificultad de un tema comprometido y múltiple que no pretendemos en absoluto cerrar sino todo lo contrario: abrirlo a su complejidad y singularidad. Ojalá hayamos acertado.
FRANCISCA AGUIRRE
Una voz que nos atraviesa
7-5-1984 - Aniversario
Todo menos no haberos conocido.
Podría soportar cosas muy graves:
ver cómo el tiempo destruye mis naves
y verme naufragar en lo desconocido.
Todo lo acepto por haber tenido
la dicha de encontraros en las suaves
horas de aquella Buenos Aires de aves
que un día alegre nos brindó su nido.
Mis queridos hermanos, hace veinte
años que un día tibio y primoroso
el amor me enredó como a los veinte
y el corazón fue un quiero escandaloso
y un abrazo mayor que el siglo veinte
y un para siempre, loco, esplendoroso.
Fue un día en que la vida te arroja un manotazo de luz inesperado y te atraviesa a través de la espalda, allí donde el corazón se oculta. Este poema de Francisca Aguirre, Paquita, me dio justo en el corazón y por la espalda, es decir, inesperadamente conmovedor, conmovedoramente inesperado. Con Lierni hemos decidido dedicar el primer capítulo de este libro a Francisca (Paca) Aguirre, a esa mujer menuda, poética y única que le nació a España. Y pensé, pese al riesgo de un acto narcisista que no contemplo, comenzar mis pensamientos con ese soneto (inédito, creo) inolvidable que un día me cayó en las manos. Es lo mejor que puedo hacer por una amistad que no se encuentra a la vuelta de cualquier esquina y que ha enriquecido profundamente mi vida.
Pero el olfato sigue ese rastro / como si caminara por una senda / que conduce a un milagro / ese rastro termina siempre en un encuentro / un pequeño aleteo fugitivo / que nos devuelve a un tiempo de esplendor
.
Lo escribió Paca. Ese encuentro requiere una dosis de ponderación y sabiduría que no creo poseer. Y, sobre todo, un grado de objetividad que quizá no quiero poseer. Sé —¡vaya con mi sabiduría!— que nada es perfecto en la vida, pero si hay algo que se le acercó alguna vez, es la amistad de Paquita. Esa tensión ineludible y a la vez desprendida y espléndida de pertenecer al género humano, Paquita la transformaba en ternura rebosante, en fraternidad atiborrada de palpitaciones, en mano tendida a la recepción. Seguramente nadie es humano del todo —como dice Joan-Carles Mèlich— pero si hay alguien que rezumaba humanidad por sus cuatro costados, era esa otra manera de vivir que nos nacía del contacto con ella. Esa sensación de que se trataba de una marca de nacimiento o de una cicatriz indeleble incrustada en los tuétanos. Lo voy a decir en palabras que seguramente darían satisfacción a Santiago Kovadloff: Paquita era unívoca, coincidía siempre consigo misma, su identidad era toda de ella. Convertía la ambigüedad en torpeza y la ambivalencia en prescindible, desmañada u obtusa tontería. No creo idealizar si digo que no se trataba de un agujero que ella llenaba (condición inicial e implícita del género humano como desafío) sino de una plenitud que nos acercaba a las puertas del paraíso. Si nos resulta difícil encontrar un lugar en el mundo, Paquita lo había conseguido: su reino era la amistad, el amor, la generosidad, la intemperie habitada. Esa luz era nuestra amiga insobornable. Y cuando un día le recité estos pobres versos míos y prestados:
Hemos visto agonizar a Dios en las trincheras de la guerra del catorce. Vicente Blasco Ibáñez dio testimonio y levantó acta.
Hemos visto a los españoles agonizar bajo el martillo de la guerra incivil. El abuelo Palancas, el abuelo de Félix Grande, dio testimonio y levantó acta.
Hemos visto agonizar al ser humano en las fábricas de jabón de los campos de exterminio nazi. Jorge Semprún dio testimonio y levantó acta.
Hemos visto agonizar el prójimo en el largo exterminio de África y del llamado Tercer Mundo. Doris Lessing dio testimonio y levantó acta.
Hemos visto en Medio Oriente agonizar por la ignorancia y la crueldad de dos pueblos sordos y reacios al diálogo, cada uno de ellos con sus derechos propios. Uno, por su insobornable derecho a vivir caiga quien caiga, el otro por su empecinamiento en odiar e idealizar la muerte como el logro de la vida. Amos Oz dio testimonio y levantó acta.
Hemos visto agonizar un mundo, el mío, en el Río de la Plata, por depravación, impiedad y desconcierto. Alejandra Pizarnik dio testimonio y levantó acta. Luego dijo chau
y se suicidó.
Paca me oyó en silencio y, no por el valor expresivo de estas pobres líneas sino por su corazón sensible a todo acontecer humano, se puso a llorar. Yo lloré junto a ella. La vida es una lágrima testaruda
, escribía Luis Rosales. El inmenso y querible nieto del abuelo Palancas, nuestro Félix, había decidido irse para siempre, acompañado —eso sí— de los pentagramas de Johann Sebastian Bach y del rasgueo incomparable de la guitarra de Paco de Lucía. Paca sobrevivía penosamente pero no abandonaba la vida.
Se quejan las heridas / en algún sitio de este cuerpo / y me reclaman y me piden cuentas / Se quejan de una vida que no quieren / lo mismo que se quejan los creyentes / se quejan machaconas las heridas / como si yo fuera su dios / su omnipotente y misterioso dios / Pero ni la divinidad ni yo podemos hacer nada / Hace ya mucho tiempo que la ruina / la desdicha y la melancólica tristeza / invadieron el territorio de la carne / y en algún sitio de este cuerpo / gritan los navajazos / gritan las quemaduras / Frente a tanto lamento sin destino / siento crecer en mi interior / algo que se parece a la piedad.
Guardo entre tanta memoria una carta que me envió Félix un día, en la presentación de un libro mío, Kadish por Gustav Mahler, y que contra toda oposición interna (mis amigos saben bien que no soy un narcisista de pro, que he administrado mi ración de narcisismo con prudencia y moderación y que todos sin excepción llevamos en las espaldas esa ración inexorable de amor a sí mismo y que, además, haber sido amigo de Félix justifica todas las irreverencias. Si alguien no lo considera así, allá él). Una carta, digo, que quiero publicar en estas páginas. Dice así:
Pronto hará medio siglo que se asentó sobre mi buena suerte una fortuna que no se gasta nunca. Una mañana recibí una carta de Arnoldo Liberman. Desde entonces somos amigos. A menudo nos llamamos hermano. Ese bautismo no obedece a la hipérbole y ni siquiera al entusiasmo, sino a la precisión. Tengo hermanos de sangre, los necesito a todos. Y tengo hermanos que comenzaron siendo amigos y alcanzaron a ser criaturas a las que necesito. Ellos fueron y son sucesos fortuitos y al mismo tiempo antropológicos, con los cuales mi calderilla de vivir se reúne en forma de abundancia, y sin los cuales mi tendencia a la pena me llevaría demasiado a menudo al desconsuelo. Uno de esos amigos cum laude en hermandad es mi maestro Arnoldo Liberman. Varias asignaturas aprendo junto a su magisterio, la alegría testaruda, el coraje para mirar de frente al dolor con los ojos de la conciencia, la dignidad de las indignaciones, la ley de la piedad, la certidumbre de que la felicidad no es una quimera sino un premio que nos entrega el amor y el trabajo. También aprendo en su exaltación y su angustia, a untar sobre mis llagas esa pomada afligida y omnipotente llamada Gustav Mahler.
Quiero confesar que cuando mi autoestima no es mi cómplice de viaje sino mi carencia, me remito a esta carta para regresar al camino indicado. ¿Es narcisismo beber agua cuando uno tiene sed? ¿Dormir cuando uno tiene sueño? Pues eso. Recuerdo en este momento que en uno de los relatos oníricos provenientes de China se cuenta la historia de un pintor que llegó a viejo después de dedicar toda su vida a un único cuadro. Una vez que lo hubo terminado, invitó a sus amigos aún vivos para mostrarles su obra: en ella se veía un parque y entre los prados, un estrecho camino que conducía a una casa situada en lo alto. Cuando los amigos, listos para dar su opinión, se giraron hacia el pintor, éste ya no se encontraba junto a ellos. Miraron de nuevo hacia el cuadro; allí estaba él, recorriendo la suave pendiente del camino, abrió la puerta de la casa, se detuvo un momento, se volvió, sonrió, les dio nuevamente la espalda y cuidadosamente cerró tras él la puerta dibujada.
Pienso que esta historia encierra lo más profundo del ser creador: refugiarse en su propia obra para dejar la vida. Así lo hicieron Paca y Félix. Yo he resonado siempre en ellos y, parafraseando lo que diría Borges, estoy orgullosamente convencido de haber sido su amigo y compartir la vida, cualesquiera sean los méritos o desméritos de lo que he escrito, fruto quizá de un empecinamiento sin lucidez. Como decía mi querida Paca: hay que sospechar de aquel que dice tener certezas sobre algo, porque las certezas suenan más verdaderas entre signos de interrogación. En general de eso se trata: saber lo que queda fuera del concepto, aquello que es lo contingente, lo desechado, lo que no se aprehende en una foto fija de la realidad. Y lo que queda fuera del concepto —recordemos a Ortega— es la vida misma. No se trata sólo de pan y vida sino de la memoria viva, que es el pan con el que los muertos se alimentan debajo de la tierra. Si soy reiterativo, incorregible, reincidente o redundante, es porque pertenezco a la raza de los lectores y siento una inexorable pulsión por citar, incluir o recaer, las veces que sienta necesario, en aquellas palabras y aquellos seres que me han enseñado a amar la vida y a pensar sus contingencias. Ellos, Paca, Félix, Lupecita, nos dejaron su palabra y de ella hago un estallido de palpitaciones cada vez que me siento a su lado, porque siempre están cuando los necesito. Son poetas y amigos de tiempo presente.
Celebrar como un dios el fuego de la mañana / sentir por las palabras un respeto profundo / sólo así el transeúnte puede ser nuestro hermano / y nuestros camaradas la materia del mundo / La carne me ha enseñado el más hondo saber / y el lenguaje me enseña su lección venerable / que el Tiempo es un abrazo de hombre y mujer / que el universo es una palabra formidable
.
Aquí dejo. Sólo una cita más (de las tantas que albergo en mi recuerdo) y es de Paca: Paco Pavón me enseñó que cuando hables en público mueve a la gente el corazón, porque si no moverán el culo
.
Finalizo este brote de narcisismo (Narciso rechaza a sus amigos, yo los venero), que no quiero evitar, con un soneto que Félix me dedicó en alguna de esas inmoderaciones:
Amigo: van bajando los años sus peldaños / entre un rumor de penas y de claudicaciones / y se van instalando en nuestros corazones / esos heraldos negros vallejianos y extraños / Entre canas, achaques y algunos otros daños / —un suave desconcierto, el fin de las pasiones— / aún quedan sobre el pecho las condecoraciones / que iluminan la sombra de la vida y los años / Una de esas medallas, Arnoldo, es la amistad / esa forma tranquila de la felicidad / que nos riega la arcilla del alma lentamente / Ahora, tras veinte años de ese nutricio orvallo / releo tu vieja carta de aquel siete de mayo / y pongo un beso eterno de amor sobre tu frente.
Podría haber comenzado de otra manera: en un lugar de la Mancha de cuyo nombre quiero acordarme y que se encontraba en pleno Buenos Aires de 1975, hace ya muchos, muchos años, supe que existía una mujer lúcida, entrañable y habitada por el duende poético, que decía llamarse Francisca Aguirre y que quienes la querían la llamaban Paca, Paquita. Siempre agradecí a la vida haberla conocido y ustedes saben que conocer, en el sentido más bíblico, es amar. Lo digo sin ningún énfasis grandilocuente y sin ningún empaque descentrado, sino desde mi propio y más hondo esternón: desde que conocí a Paca la vida fue infinitamente más rica, creativa y grávida, porque ella era un ángel, a veces un ángel terrible (aquél que le faltó pintar a Fra Angélico y del que nos habló Rainer María Rilke), a veces —casi siempre— un ángel de una terneza inmensa (como decían los campesinos de mi pueblo), que sabía demostrarte día a día (¿qué digo?, ¡hora a hora!) que la vida podía ser hermosa, más hermosa de lo que alguna vez habíamos imaginado, que personas como ella podían hacerla más habitable y rebosante, porque a su lado la palabra era un santuario y la amiganza (como la llamábamos también en mi pueblo) un don celeste. Mèlich dice que se trata de una gramática, es decir, que lo que hacemos ya nace con uno, que viene dado, y yo agregaría —frente a este diagnóstico— que Paca era un ser sencilla y radicalmente imposible, reacio a cualquier gramática restrictiva. Paquita lo era todo, mundo y vida, lo dado y lo por darse, fusionados en lo inimitable (su exclusividad fue siempre su sortilegio), una poeta inmensa, con un carisma singular y una relación convencida con el decir como el estado naciente de lo sagrado. Una mujer que sabía mucho de los sótanos del alma, pero no se hospedaba en ellos. Yo llevaba en la espaldas —como buen argentino— un manotón de anhelos y décadas de desdichas y malentendidos, pero cuando la sentí aparecer aprendí que mis desdichas y malentendidos eran de índole homeopático, porque ella sí llevaba en sus alforjas una historia para ser contada, una cicatriz que la vida le había clavado en el costado, una inteligencia que estremecía, un pentagrama rumoroso y expresivo, un temblor que la hacía irrepetible e incomparable (esa especie única
a la que se refería don Miguel de Unamuno). Desde allí hasta aquí tuve la inmensa suerte de saberla hermana. Ella me enseñó lo que realmente significaba la palabra hermandad, su forma de archicofradía, desde su lealtad fogosa y su apego sensible, como también lo hizo desde sus versos incanjeables y desde su cercana y fraternal familia: el Flaco Félix, Lupecita, la tía Nina, que nos recibió el primer día que estuvimos en España, en 1976, con una sopa castellana que no olvidaré nunca en la vida. Desde su latido de electrocardiograma sui generis que hacía gráfico la inevitable descompensación que hay entre el corazón y el mundo, me enseñó, Paca digo, que se puede tener la verdad en la mano derecha (o en el ventrículo derecho) pero en la izquierda, y firmemente, la exigencia de buscarla siempre, persuadida siempre y siempre preparada para discutir y corregir sus propios modos de ir tras ella, eternamente
(como dice Mahler en La canción de la tierra). Y además, hija de una tierra prometida para todos aquellos que nunca —desde aquel día jubiloso— dejamos de admirarla, de estar a su lado (cuando era ella la que estaba en el nuestro), de compartir una vida solidaria que con su sonrisa, su lenguaje, su buen hacer y su latido a ras de humanidad, había enriquecido y había otorgado sentido trascendente a un encuentro que sus versos de más arriba testimonian. Esos versos que quiero complementar con muchos otros: Se miraban. Y lo primero / debió ser un aullido / Luego, llegaron las palabras / las misteriosas nombradoras: / ellas fueron creando el mundo como es. / Se miraban, Pero no se veían / el mundo se apagaba lentamente / lloraban en lo negro / se tocaban / y para no morir, dijeron dioses. / Lejos, en su remota patria, las palabras / miraban con piedad el angustiado corazón de los hombres
.
Para no morir dijeron dioses. Cuando Paca escribió estos versos (ella, que comenzaba a ser una diosa íntima para mí) no sabía que los muertos no mueren, como un día llegó a decirlo. No sé si se trata de la memoria del entierro de un ser querido que nunca ha tenido lugar (sepultar a su padre, asesinado a garrote vil por el franquismo, ese adiós imposible), o el impotente y absurdo deseo que debiera haber vivido y convivido más con ella cuando la tuve a mi lado. No se trata de un lamento quejumbroso (de eso estoy seguro) porque tengo conciencia de algo que siempre he sostenido desde mi adolescencia: los únicos que se quedan solos de verdad son los muertos. Esa oscuridad que ellos padecen, ese silencio eterno que grita desde las tumbas y que nos habita para siempre. Ya sé que desde que nacemos somos muerte que anda luciendo
(como dice Borges). La vida es siempre provisional y por eso el vínculo entre la vida y la muerte es siempre un presente, lo que Octavio Paz llamó la consagración del instante
. Nos apropiamos del tiempo como de una tabla de salvación frente a la presencia inexorable de la finitud. Yo me apropié de Paca y Félix, de su entrañable presencia, y los hice míos. Pero un día los perdí. Se fueron. Y es en la pérdida de los seres queridos —esa pérdida que no existe, que no admitimos, en la que no creemos— cuando surge esa impetuosidad súbita y doliente que brota como un rayo y nos descentra.
Recuerdo que una vez, cuando era niña / me pareció que el mundo era un desierto / Los pájaros nos habían abandonado para siempre / las estrellas no tenían sentido / y el mar no estaba ya en su sitio / como si todo hubiera sido un sueño equivocado / Sé que una vez cuando era niña / el mundo fue una tumba, un enorme agujero / un socavón que se tragó a la vida / un embudo por el que huyó el futuro / Es cierto que una vez, en mi infancia / se me calló la sangre
.
(poema ante el asesinato de su padre Lorenzo Aguirre en la cárcel de Porlier en Madrid).
Y esos seres que se pierden en la niebla nos marcan, como las agujas de un reloj o las sístoles cardíacas, la certeza de nuestra propia desaparición. Los muertos no mueren. Los vivos morimos, muchas veces mientras estamos vivos, y así vamos aprendiendo que ellos mueren por nosotros. Quien ha muerto un millón de veces, sabe lo que es eso, dice en uno de sus hermosos poemas Emilio Ruiz Barrachina, tan amigo de todos nosotros. Yo tengo a Paca presente en cualquier momento de mi existencia. La necesidad de su presencia es algo que uno cree superar, pero no, que es mucho más que un recuerdo, un más allá de aquí, un más aquí de allá, desangrándose poco a poco, como una manzana madura, ésa que se acerca al final desde el inicio. Varias veces he sentido que sólo me salvaría de mi soledad escuchando su voz leyendo uno de sus poemas, allí, en sus brumas, haciendo lo que eternamente supo hacer: entregarle sus palabras a los demás como un palpitante regalo. Palabras para el júbilo, afortunados de escucharla, de tenerla a nuestro lado, reviviendo la inocencia, celebrando el mundo, ayudando siempre a asumir esa imperfección que es la vida y a doler lo que duele, acompañado. Curioso, Noldo
, me decía, siempre sueño en cómo ayudar a los demás
. Lo recuerdo, recuerdo bien aquel poema: Y una niña que espera en un muelle lejano / y una mujer que sabe que los muertos no mueren
. Muchas veces lo creo: quien murió no fue ella, fue la vida que dejó de ser vulnerable a su mirada. Quien murió no fue ella, fueron las cosas que ella dejó de tocar: sus libros, su hija, sus amigos, su música. No fue su sangre la que dejó de fluir por sus venas, sino el vino tinto argentino que quedó inmóvil en la botella, ella, que era más argentina que yo
.
Y cuando ya no quede nada / siempre tendré lo que me fue negado / No os confundáis con lo que nunca tuve / puedo llenar el mundo palmo a palmo / Tanto miedo tenéis que no habéis advertido / la riqueza que se oculta en la pérdida / Desdichados / poca ganancia es la vuestra / si nunca habéis perdido nada / Yo sí he perdido / yo tengo, como el náufrago, / toda la tierra esperándome
.
Esa mujer, esa poeta, era Paquita. Lo perplejo y hermoso de lo cotidiano y la riqueza incitante de lo carente. Lo decía Tagore: Moriré una y otra vez para aprender que la vida es inagotable
. Paquita lo repetía frecuentemente: Definitivamente amo el escándalo deslumbrante de la vida
, y eso lo decía una mujer herida por esa misma vida, herida por la historia, incapaz de cicatrizar las heridas de la memoria, recordando que quizá crucé la frontera el mismo día que don Antonio Machado
(Paca tenía entonces nueve años): yo era pequeña / y tenía sueño / Don Antonio era viejo y quizá también tenía sueño
. Escriben Antonio Crespo y Carmen Ochoa, estudiosos de su poesía: Porque la poesía redime la historia, sus heridas. Y don Lorenzo Aguirre, pintor republicano ajusticiado en la cárcel de Porlier, se salva para siempre y regresa intacto en la palabra de su hija, en los versos de desolación y de esperanza que nos deja
. Paca escribe: Ahora el mundo / se ha amueblado / con la delicadeza de lo mínimo / con la tierna disposición de lo posible
. Y Félix escribe un libro de familia y habla con don Lorenzo Aguirre —el desterrado del Espasa— y le pide la mano de su hija. Y su hija, Guadalupe, la nieta de don Lorenzo, escribe palabras para salvar los pinceles del abuelo muerto
y acude a la tienda de los desamparados a comprar ceniza con la que aprender a ver. Porque se ha cerrado el círculo de la verdad y la reparación
. Ese círculo esperanzado se rompió en el puerto de Le Havre a la espera de un barco que hubiera debido llevarlos, ilusionados, a Sudamérica (quizá a Argentina) y que nunca llegó. Sí llegaron las tropas alemanas que los empujaron al retorno a España, donde don Lorenzo Aguirre sería reconocido y encarcelado. Franco lo condenó a muerte a pesar de que su esposa recibió a Paca y su hermana Susy rogándole piedad.
Aún no lo he dicho: Paquita publicó su primer libro (Ítaca) a los 42 años, después de leer a Constantin Kavafis, ese inmenso rapsoda, germen poético inicial y vital de su obra, y después de quemar varias carpetas de papeles
con intentos poéticos que guardaba en su casa. Su lectura para mí fue demoledora. La verdad que fue un auténtico vapuleo. Kavafis le dio la vuelta a lo que yo creía que era la auténtica poesía. Tardé un tiempo en entender y asimilar los poemas de Kavafis y esto gracias a Félix, que ya lo había leído. A veces el amor o la pasión nos deja tartamudos. Después de él empecé de nuevo
.
Penélope en Ítaca, alter ego de Paca, decide vivir, enfrentarse a la mirada de los otros y no mentir, esencialmente eso: no mentir nunca. Dice Paca: El hecho que Penélope oculte con su esfuerzo la duración del viaje no deja de ser significativo. No creo yo que el trabajo la ayude a no pensar. Más bien creo que eso de estar mano sobre mano llorando la ausencia no se debía ver con buenos ojos. En cambio, una mártir bondadosa queda divinamente
. Quien piensa en la vida de Paquita no puede dejar de lado este comentario e interpretarlo bien.
Paca no sólo lloraba la ausencia sino la humillación, el miedo, el desamparo y —ella lo dice— esencialmente el hambre. El hambre ocupa un lugar destacado en la historia de los Grande, esa hambre que iba y venía con un cetro en la mano y un gesto de petulancia tenebrosa lacrado sobre la calavera
. Los muy difíciles años de la posguerra están presentes aquí como un retrato tatuado en la piel. Plagada de metáforas de la vida diaria, se trata de un retrato de la verdad de todos los días, íntegra, proba, a la que hay que acercarse con devoción de peregrino y humildad de bien nacido. Porque está gestada desde el infortunio, con la fibra y la resistencia de los vencidos, seres que pusieron la cara al miedo y la miseria y ante los que hay que descubrirse. Félix escribe: Mi madre trabajaba en un hospital y el temor a los bombardeos y el de su oficio, que era cuidar a los moribundos o cerrar los ojos a los que morían, marcaron su carácter y nos contagió ese miedo ancestral
(el Flaco demoró muchos años en perdonar a su madre por ese contagio siniestro. Sólo poco tiempo antes de morir, ya en los desfiladeros de la vejez, supo verla con otros ojos. Quizá porque Paquita ejerció el rol de madre comprensiva y evitó deprimirse —todo lo contrario de su madre real— frente a los sucedidos de su vida con Félix).
Paca comienza a llenar lo que ella llamaba mis lagunas culturales
y decide aferrarse a lo que tiempo más tarde su mentor en el Instituto de Cultura Hispánica llamaría la vividura
. Conocí profundamente a su jefe, el poeta Luis Rosales, porque fue una especie de maestro de mi exilio. Maestro como lo había sido Sábato en Argentina. Le debo no sólo la generosidad de su conducta conmigo (como lo era con todos), sino su ayuda desinteresada y paternal para ayudarme e incorporarme a la vida intelectual de Madrid. Y en ese inicio en Alenza 8, 5to C, en esa casa que alquiló la abuela de Paca en 1940, en esa casa en la que recomencé más apasionadamente mi historia de devoción con sus ocupantes y con las palabras, allí renació mi amor de hermano. Desde el jardín de Le Havre donde don Lorenzo Aguirre instalaba el caballete y pintaba mientras canturreaba, hasta esa infinita biblioteca de Alenza 8 que Félix cuidaba obsesivamente y donde encontrabas un libro (entre miles) en un minuto, Paca vivió sus días felices pese
