Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Las Aventuras de Kimi
Las Aventuras de Kimi
Las Aventuras de Kimi
Libro electrónico348 páginas4 horas

Las Aventuras de Kimi

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Las alegres andanzas y chiquilladas de un joven chileno en los años setenta.

Descubre el mundo a través de los ojos de Kimi.

Desde esas largas caminatas al colegio de Chuquicamata, hasta ese amor platónico por una profesora, pasando por esos bailes de curso con pedida de pololeo, peleas entre hermanos, ese vecino que detestaba las pelotas de fútbol, las artes oscuras de las vecinas, e incluso esa vez que casi quemamos la pieza.

Las aventuras de Kimi es mucho más que una ventana a otros tiempos: representa una celebración de la vida, de esos amigos que se convierten en familia y de los sueños que nacen en los patios de juego.

Cada día es una aventura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2024
ISBN9789566386070
Las Aventuras de Kimi

Relacionado con Las Aventuras de Kimi

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Las Aventuras de Kimi

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Las Aventuras de Kimi - Homero Centonzio

    ~ Carta a mis amigos de infancia ~

    Si hay algo sobre lo que casi todos podemos estar de acuerdo es que de las etapas de la vida, la que más perdura en la memoria es la de la infancia. No porque nos mantengamos niños por más tiempo, sino porque la llevamos en nuestros corazones y reflexionamos sobre ella por el resto de nuestras vidas.

    Un lugar, una palabra, una canción, un gesto, nos puede llevar a nuestra niñez mágicamente y nos permite recrear una situación, una sensación o sentimiento profundo. Puede ser el reverbero de un amor, la nostalgia por una caricia, un beso, o un contratiempo que se vuelve memorable.

    La resistencia que algunos tenemos a crecer y a madurar puede estar relacionada con la intuitiva convicción de que jamás volveremos a vivir en esa inocencia. Y esa inocencia nos permitió soñar, jugar o imaginar un mundo increíble; nos dejó fantasear con que nuestros padres nunca envejecerían, que la calle en que jugábamos nunca iba a desaparecer o que la vida nunca tendría un vuelco inesperado y rotundo.

    Por esto, el relato que está frente a tus ojos no tiene otra intención que recoger lo que mis evocaciones, ordenadas o no, han ido acumulando en mi memoria. Es lo que a lo largo de décadas, de manera imperfecta a veces, incompleta o definitivamente inexacta, se ha ido fijando en mi mente como un remolino de recuerdos o invenciones.

    Pido perdón cuando la memoria no me ha podido ayudar para rescatar con exactitud algún hecho. He recurrido entonces a la memoria colectiva, a lo que he supuesto como creíble o imaginable, al testimonio de quienes recuerdan ese tiempo o a lo que me hubiera gustado que ocurriera.

    Por lo demás, y como suele suceder, al igual que con la memoria, esta historia está escrita intencionadamente casi en todo su recorrido. Es una trabada narración que parece desordenada, pero si la tomamos como un todo, al final de su lectura parecerá, como tus propios recuerdos de la infancia, un anecdotario vivencial que se viene sin que uno lo llame en cualquier momento de la vida.

    Después de todo, es la historia de un niño.

    Los que me conocen sabrán distinguir los distintos sabores de una torta cuyos ingredientes se traslapan y se mezclan desde los siete a los catorce años, dejando una profunda huella en mi vida: mi infinita gratitud de haber recibido tanto en los casi primeros tres lustros de mi breve existencia en la tierra.

    Kimi

    ~ 1 - Mi profesora Alba en el John F. Kennedy ~

    El camino comienza en una mañana soleada pero fría de un pequeño campamento minero a finales de los sesenta.

    Su nombre irrevocable, aunque ya no esté habitada, era Chuquicamata, la hermosa ciudad de mi primera infancia.

    La imagen todavía es nítida.

    Era un muchacho no mayor de diez años que no sabía mucho de la vida, excepto que tenía que caminar hacia una escuela con el nombre de un presidente norteamericano al que no conocía muy bien en ese momento y que, alternadamente, admiraría o evitaría admirar en las siguientes décadas, ya tristemente desvestido de la inocencia pueril.

    Era el colegio John F. Kennedy o Escuela 31, según el que la nombrara.

    «¡Pucha, que hace frío hoy día!», reclamaba mientras apuraba el paso, tratando de acomodarme el gran bolsón cuadrado de cuero café que me colgaba.

    Bolsón de cuero olvidado

    En mi esquina del recuerdo

    De una mañana, rodeado,

    Bajo el sol de Chuqui amado.

    Esa mañana, el frío calaba hondo en mi cuerpo que, aunque había sido generosamente abrigado por mi madre, se enfriaba a cada paso.

    Un grueso guardapolvo de color crema, bata protectora típica contra las manchas en el colegio, protegía este pequeño y delgado cuerpecillo de niño.

    Me frotaba las manos para calentármelas y arreglaba de tanto en tanto mi gorro de lana, tejido por mi mamá.

    Brusco, me froto las manos

    Y el aire matinal muerdo.

    Camino, corro, me afano

    Del sol tibio no me acuerdo.

    «¡Vamos, ánimo, ya voy a llegar!», me decía.

    La escuela quedaba lejos, pero no era un problema. En un pueblo como aquel se caminaba mucho. Solo un par de años antes, cuando vivíamos en un conjunto habitacional llamado «Los 300», teníamos que salir de casa y caminar incluso para ir al baño. Eran baños públicos y podían ser utilizados con libertad hasta un poco más de mediodía, pues en la tarde eran privilegiadamente usados por los trabajadores de la mina, que bajaban de sus faenas a bañarse.

    Y aunque ahora vivíamos en otro sector, llamado Las Normac, igualmente teníamos que caminar para ir al centro del pueblo. No era un trecho muy largo, pero no existía un medio de transporte local, y recorrerlo varias veces al día podía ser abrumador para un niño.

    —¡Mamá! ¡Ya estoy cansado! —reclamaba yo.

    —¡Ya, caminen, nomás, si no queda muy lejos! —respondía, pero no me convencía ni a mí ni a mis hermanas Rossana, Karina y Javiera.

    Gotas de dicha serena,

    De a tres se esparcen plácidas.

    Dos blancas, otra morena

    Por la vida, tres ávidas.

    Para nosotros, se convirtió en una aventura… al comienzo. Luego se transformó en un desencanto.

    Por ejemplo, era un sacrificio muy grande ir a la pulpería, una especie de mercado de abarrotes y verduras bien abastecido, o a La Verbena, un almacén muy bien aprovisionado de todo lo que se necesitaba en el hogar.

    Era un alivio cuando mi mamá se decidía a tomar un taxi, pero generalmente esto era solo para ir al hospital.

    —Mamá, ¿podemos quedarnos en la casa? ¡No queremos ir a la pulpería! —le decíamos.

    Cuando teníamos que ir a la Pulpería Dos, algo así como un supermercado, pero al estilo de gran almacén, se respiraba más tranquilo.

    Además, mi mamá le pedía a un carretonero que nos llevara la mercadería a la casa.

    Más de alguna vez me había subido al carretón, sin que ella se diera cuenta, solo para admirar el entorno desde las alturas. Era un pirata, subido en el mástil del barco, gritando: ¡tierra! O era un alpinista que en la cúspide de la montaña colocaba la bandera chilena en todo su esplendor.

    Pero era un carretón de madera y amplio. Cabía todo, incluso yo.

    El dueño era un señor con su cara curtida por el sol de la pampa. El desierto, seco y polvoriento, hacía estragos en los cuerpos de los hombres y las mujeres.

    —¿Mamá, me puedo subir al carretón? —preguntaba, aunque ya sabía la respuesta.

    —¡No, Kimi! ¡Camina, nomás! ¡Tú puedes! —me animaba.

    Carretón de pulpería

    Voy como Aquiles montado.

    Verbena o almacén amado

    Por ti, el llano cruzaría.

    En fin, el único lugar al que podíamos ir sin tener que caminar tanto era al Roy H. Glover, el hospital.

    Quedaba demasiado lejos y solo íbamos cuando alguna de mis hermanas estaba enferma.

    El hospital era, sin duda, el mejor lugar del pueblo. Era el único en que podíamos pisar el pasto, que no existía en ningún otro sitio. Y el único para el cual llegar implicaba pasar por debajo de un paso nivel. Eso era un gran acontecimiento.

    —¿Cómo hicieron ese hoyo, mamá? —preguntaba.

    Y me imaginaba a la Pala Mundial de la compañía minera, traída en el año 1949 a Chuqui, que, con un solo movimiento de su gran cuchara, hacía ese horadado gigantesco para puro divertir a los hijos de los mineros.

    —¡Hurra! —gritábamos cuando pasábamos por debajo.

    A veces pensábamos que la mole de piedra dispuesta sobre nuestras cabezas caería justo en el momento en que pasáramos.

    Pero el puente nunca cayó; no entonces. Medio siglo después, ya quizás está bajo los escombros por la extensión del hoyo de la mina a tajo abierto más grande del mundo

    Nadie más podría pasar por debajo de ese breve tramo subterráneo oscuro, sufriendo y gozando la hazaña del paseo en auto.

    Césped de lozanos brazos

    Que del cerro el café quitas.

    Del puente miro asombrado,

    Cuando me besa mamita.

    Recuerdo cuando, con la cabeza rota por un piedrazo de una amiga de la calle, llegué a la casa llorando.

    —¡Te dije que tuvierai cuidado con ella! —me retó mi mamá esa vez.

    —Sí, mamá —dije yo, bien pavo.

    —La próxima vez que vengái llorando te voy a dar un par de palmazos en el trasero más encima, por ser tan tonto que te pega una niña —me amenazó.

    —Sí, mamá —repetí con el mismo alelamiento.

    «¿Y si me pega un niño?», pensé, pero no lo dije.

    Estarán pensando que mi mamá era machista. Obviamente, sí. Todos lo eran, hombres y mujeres. Así funcionaba la cosa en ese tiempo.

    ***

    Con estos recuerdos en mi cabeza, seguía caminando a la escuela. A lo lejos lograba divisar el Colegio John F. Kennedy. Me encantaba entrar por el portón trasero, pintado con un intenso color verde.

    Lo primero que veía, a la derecha, era la gran cancha de fútbol de tierra mezclada con piedrecillas que nos rompían las rodillas cuando una zancadilla, inocente o interesada, se atravesaba en pleno partido de fútbol.

    Y a la izquierda, la cancha de baby fútbol encementada.

    Escuelita de mi infancia

    Cómo adornas mis recuerdos

    De miradas, de sonrisas

    Y a mis profes, puedo verlos.

    La Álamos, una compañera de curso, estaba en la puerta de la sala.

    Era una muchacha de mi misma edad y muy alta, lo que hacía que su apellido concordara con su aspecto.

    En la fila, al momento de entrar, sobresalía claramente.

    Siempre era de las últimas cuando nos formábamos y a veces le decíamos que tuviera cuidado con el dintel de la puerta, una exageración deliberada. Graciosos, nosotros.

    —Hola, Álamos —dije.

    —Hola, Kimi —contestó.

    —Cuando escuchaba el apellido Álamos, se me venía inmediatamente a la mente la imagen del árbol.

    Josefa, mi amiga del alma

    Compañera hermosa y esbelta

    Te recuerdo siempre alta

    Cual si fueras diosa celta.

    Afortunadamente, mi familia y compañeros de curso me conocían por mi sobrenombre, Kimi.

    ¿Había sido intencionado por parte de mis padres no referirse a mí por mi nombre? ¿Les parecía quizás muy añejo o ajeno?

    Mi nombre es Homero Augusto. Tal cual. Un griego y un romano. Un poeta y un emperador. Mucho nombre para un niño.

    Pero entonces solo sabía que mi nombre y apodo eran producto del recuerdo de mi padre de uno de sus hermanos, que había fallecido a temprana edad. Aquel que de grande podría haber sido mi tío se había estado mojando la cabeza por mucho rato debajo de un grifo en María Elena, un pequeño centro minero en las llamadas Salitreras en Chile de donde eran oriundos, mientras los demás hermanos jugaban a la pelota.

    Eso recordaba de lo que mi papá me había dicho, aunque el relato parecía irreal y aparentemente la situación había sido de otra manera.

    —¡Niños, no se mojen mucho la cabeza! ¡Es peligroso, miren que el agua está helada! —decía a veces mi papá, como rememorando ese momento real o ficticio.

    Homero nunca me llaman.

    Y Kimi aparece siempre.

    El primero me reclama,

    El segundo me apetece.

    Entré a la sala de clase. Mi puesto me esperaba en la segunda fila, en el sector del escritorio del profe.

    Era marzo y no podía ocurrir otra cosa que en la clase de Castellano se nos pidiera escribir una composición sobre nuestras vacaciones.

    Sentado casi al frente del profesor y recibiendo el exquisito calor del sol por los ventanales a mi izquierda, yo había escrito sobre los viajes que hacíamos a la playa Los Metales, en Antofagasta.

    Conté lo bien que lo había pasado con mis primos y primas, Luis, Irene, Ximena, Juan Alberto y Alberto Juan. A este último lo llamamos cariñosamente, hasta el día de hoy, «Gusanito».

    También se me ocurrió escribir una reflexión a propósito de la gran diferencia entre vivir en mi pequeño pueblo, Chuquicamata, y la gran ciudad de Antofagasta.

    «En Antofagasta hay muchos robones; en cambio, en Chuqui no hay ninguno».

    Era una frase a la pasada, sin otra intención de hacer notar lo grato que se sentía vivir en Chuqui. Pero mi profe reparó en la palabra «robones» y encontró oportuno aclararle mi error a todo el curso, generosamente.

    —¡Homerito, Homerito!… ¡Niños, escuchen, por favor! ¿Existe la palabra «robones»?

    Algunos de mis compañeros ni siquiera oyeron, y siguieron con su composición.

    Los que sí, unos pocos sabihondos de la clase, levantaron la mano.

    —¡No, profe! ¡La palabra es ladrón, no robón! —gritó riéndose desde el fondo del salón el más pinganilla, Ilich.

    Era mi mejor amigo y quería embromarme, como decía mi abuelo Cututo.

    Ilich le había escuchado la respuesta correcta a una de las mellizas Sabattini, que parecían dos hermosas damiselas de pelo cobrizo.

    Ellas, sin duda, estaban fuera del estereotipo del chuquicamatino o del calameño, con sus hermosas caras y sus refinados y medidos modales.

    Ilich había querido destacarse y, de pasadita, burlarse de mí.

    Era mi turno de ser molestado, la víctima del momento, porque la carcajada se escuchó en todos los rincones de la sala.

    Luego, en el recreo, en las graderías de la cancha, mis compañeros continuaron el festín gritándome cosas.

    —¡Cuidado con los robones; cierra la puerta, que viene un robón! —decían mientras se desternillaban de la risa.

    Palabra desatinada

    Que lacera mi honra tenue.

    Palabra hermosa y amada

    No hay otra que me emocione.

    Duró un tiempo el alboroto por este impasse léxico, hasta que la Álamos me dijo que la profe Alba me estaba buscando.

    —¡Dice que vayái a la sala de profes! —espetó y se fue a jugar con sus otras compañeras, que se divertían con el juego del luche.

    Mi alta, hermosa Josefa

    Que me trajo la noticia

    Que el blanco amor me acaricia:

    Kimialba son sinalefa.

    Y comenzó otro festín.

    —¡Al Kimi le gusta la profe Alba! ¡El Kimi se va a casar con la profe Alba! —bromeaba Brady Brizuela, otro de mis amigos, cuyo nombre pronunciábamos en español.

    ¡Pero era verdad! ¡Me gustaba esa profe!

    Además, el nombre de mi profe Alba era tan dulce y concordaba con su hermosa y jovial cara. Cuando encontraba una flor en la plaza, no podía sino ver cómo estaba mi suerte.

    «¡Me quiere mucho, poquito o nada! ¡Me quiere mucho, poquito o nada! ¡Me quiere…!» Y saltaba de emoción, pensando que la flor era mi gran señal.

    Me ruboricé y mis compañeros se dieron cuenta.

    —¡Miren! —dijo el Chino Ying—. ¡El Kimi se puso rojo!

    Risas y burlas de nuevo.

    —¡Al Kimi le gusta la profe! ¡Al Kimi le gusta la profe! ¡El Kimi se va a casar con la profe! —me molestaban en todas las clases.

    Mi blanca ilusión de niño

    Mi alba esperanza de amor

    Mi ingenua confianza ciño

    En mi alma muere el temor.

    Los que más se burlaban eran Ilich Veloso, Guevara y el Chino Yipi.

    Ilich y Guevara eran nombres muy comunes para mí en ese entonces.

    Muchos años después, décadas quizás, comprendería el significado que escondían y las historias que sus padres podrían haber tenido para ponérselos.

    Nombres tan icónicos para muchas personas, amados y odiados.

    Hoy no son comunes.

    Sin embargo y más allá de eso, eran mis mejores amigos y ahí estaban, riéndose de mí. Eso no era un gran problema: en muchas otras oportunidades, yo era el que se reía de sus tonteras y desaciertos.

    Nunca sentí lo que hoy llaman bullying. Entiendo que estas burlas y sarcasmos tienen un efecto muy negativo en la generación presente. En nuestro tiempo, las burlas eran lo que nos tocaba recibir o producir frente a nuestros compañeros. Nada más que eso. Nada menos. No sé si nuestros padres nos preparaban mejor para ellas o si nosotros resultamos lo suficientemente resilientes a tanta burla cotidiana y escolar. Me gustaría que los niños de ahora pudieran ser inmunes a ellas como creo que éramos nosotros, aunque nadie puede dimensionar el efecto de estas en aquellos que las sufrían. Quizás a mí no me importaron y a algún compañero sí, y yo simplemente no lo supe.

    Ilich, corazón gigante.

    Chino Ying, flaco adorable.

    Brady, sabio caminante.

    Guevara, amigo entrañable.

    Lo cierto es que salí rapidísimo del lugar en busca de mi profesora querida.

    —¡Miren cómo corre el Kimi! ¡Como peo espanta‘o! —vociferó Ilich, y todos se pusieron a reír de nuevo.

    Yo ya no los escuchaba. Solo veía a algunas de mis compañeras de curso cantar mientras saltaban la cuerda.

    «Manzanita del Perú, cuántos años tienes tú, todavía no lo sé, pero pronto lo sabré, uno, dos y tres…», pensaba que decían.

    Y luego, en mi mente, solo aparecía la imagen de la hermosa cara de mi profe.

    Llegué a la sala de los maestros. El profesor Aguilar, mi profe jefe, me miró y preguntó qué estaba haciendo ahí.

    —¡Es que me mandó a llamar la profe Alba! —dije.

    —¡No está acá! ¡Está en el quiosco!

    Me disponía a salir del lugar, cuando se cruzó el mismísimo director del colegio, el señor Pastrana.

    —Hola, Homero. ¿En qué andas?

    El señor Pastrana era un hombre fornido y el de mayor altura de la escuela.

    Era muy respetado por todos. Era de voz muy grave, pero cálido, cercano, familiar.

    —¡Es que me está llamando la profe Alba! —le contesté al director—. El profe Aguilar me dice que está en el quiosco. Voy para allá.

    —Ya, muy bien —dijo y volvió de donde había venido.

    ¿Se había aparecido el director a saber qué estaba haciendo allí? ¿Era solo casualidad? ¿Había escuchado de mis cosas? ¿O yo me perseguía solo?

    Al salir, me encontré con otro grupo de niñas que también cantaban mientras saltaban la cuerda: «Chascona, chascona, date una vuelta; chascona, chascona, salta en un pie…».

    Pero no esperé a que las niñas que saltaban fueran golpeadas por la cuerda por no llevar el ritmo.

    En cambio, caminé raudo, casi corriendo, a encontrarme con mi profe. Sentía que era como una cita, pero sabía que no. Aunque, por supuesto, ni sabía lo que realmente era una cita.

    Cuando me acerqué al lugar, la vi. Estaba de espaldas. Riendo. Tomándose el pelo largo y liso, brillante al sol. Su cabellera se desplegaba libremente como cascada rubia, amarilla, danzante entre sus manos. Y sus manos eran suaves, y se entrelazaban con gracia infinita sus dedos largos y dulces.

    ¡Era mi profesora!

    Alba, de sonrisa amable

    Linda, de cabello ondeado

    Dulce dulzura inefable

    Un cristal fino admirado.

    En un instante, volteó la cara y me miró.

    Mantuvo la sonrisa y movió su hermosa faz hacia su hombro, suave, lenta y coqueta.

    La palabra «coquetería» no la conocía entonces, pero luego entendí que en ella era natural, espontánea, sin fingimiento ni intención. Y yo la percibía.

    Se acercó a mí. Se agachó y volvió a sonreír.

    —¡Kimi! ¡Te andaba buscando! ¿Josefa Álamos te avisó?

    Y yo, parado ahí. Frente a frente. Muy cerca, muy feliz. Muy conmovido por saber que era cierto que me buscaba.

    Y me llamaba por mi sobrenombre. Era cercanía, familiaridad. Era todo lo que quería de ella.

    —¡Mira, Kimi! ¡Quiero pedirte un favor! —dijo, manteniéndose en cuclillas, para estar frente a frente.

    Yo seguía callado. No sé qué esperaba. Solo pensé en la imagen de Lo que el viento se llevó, la película que mis papás habían estado viendo el día anterior.

    Un hombre viejo y una mujer joven mirándose frente a frente.

    En la siguiente fracción de segundo, llegó la imagen de un avión a punto de despegar.

    Delante, otro viejo de nuevo y una mujer más joven. Casablanca.

    En ese momento, solo tenía las imágenes. No sabía el nombre de las películas. Ni siquiera sabía de qué se trataban.

    Como no dije nada, la profe pasó a detallarme su petición.

    —Quiero que vayas a mi departamento. Tú sabes dónde queda. Te paso la llave. Quiero que me traigas el cuaderno de Castellano que está encima la cama. Me lo entregas en el próximo recreo.

    No cuestioné nada. ¡Cómo podía!

    Hoy esa petición se vería extrema, imprudente, improcedente; en los sesenta, en mi pueblo, no tenía nada de particular.

    El edificio de departamentos, con nombre de un señor Aguilar, parece, y de dos niveles, estaba solo a pasos de la escuela. No tenía que cruzar ninguna calle, que hubiera sido el gran peligro para un niño de corta edad en ese momento. Caminar solo hacia el lugar y desde él no era para nada complicado. Todos caminábamos distancias mucho más largas.

    Hasta el día de hoy siento que no tenía nada de malo, no en ese tiempo. A todas luces sería imprudente por estos días; de hecho, sería peligroso. Pueden pasar cosas peores que tener que cruzar una calle.

    —¡No hay problema, profe! —contesté, seguro.

    Y yo sonreía satisfecho, como si lo que me pedía fuera que nos sentáramos y conversáramos un rato de la escuela, de las tareas, de mis profes, de ella y de mí.

    —El número del departamento es el 21 —continuó mi profe Alba y me entregó las llaves, poniéndolas suavemente en mi mano derecha.

    Las recibí como a quien le entregan el tesoro más grande de la vida.

    Estábamos en pleno recreo, por lo que tenía suficiente tiempo para ir y volver. El trayecto no tomaría más de diez minutos.

    Salí hacia la calle y seguí la gran vereda, por la que caminaba diariamente desde mi

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1