Soy de nación campesino: Representación y memoria en el agrarismo veracruzano
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A través de estos artefactos, la autora explora el movimiento campesino como vanguardia rural que radicalizó el campo en diversos actos de expresión y de autorrepresentación. Partiendo de la heterogeneidad del agrarismo y de sus participantes, introduce debates teóricos sobre discurso y performance, así como planteamientos en torno a la construcción de la memoria colectiva, proceso que abarca la selección y el olvido. De este modo, el libro aborda al campesinado veracruzano como actor social imbricado en procesos de construcción cultural, sujeto clave de la historia mexicana regional y revolucionaria.
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Soy de nación campesino - Elissa J. Rashkin
Agradecimientos
Hay cultivos que tardan muchos años
desde la siembra hasta la plena obtención del fruto. Este libro tuvo su semilla como componente del proyecto Literatura y movimientos sociales en Veracruz, apoyado por el Fulbright Scholar Program en 2007. De esa estancia nació una permanente colaboración con la Universidad Veracruzana; al ingresar como investigadora en el Centro de Estudios de la Cultura y la Comunicación en 2009, presenté el protocolo de lo que sería, con más giros en el camino de los que pudiera haber imaginado, el presente texto. Por ello, mis agradecimientos a las y los colegas que me recibieron en ese entonces: Celia del Palacio Montiel, Norma Esther García Meza, Leticia Cufré, Antoni Castells i Talens, Rafael Figueroa y, en especial, a Homero Ávila Landa, quien más adelante leyó y comentó cada capítulo del borrador, aportando al proceso ‒hasta la fecha‒ su conocimiento, lucidez, intuición y compañerismo.
En 2012-2013 el proyecto recibió financiamiento del Programa de Mejoramiento del Profesorado (Promep) de la Secretaría de Educación Pública. En 2018, ya en una etapa avanzada, fue distinguido con una mención honorífica en la séptima edición del Premio Arturo Warman, otorgado por la Cátedra Interinstitucional Arturo Warman, integrada por diversas instituciones mexicanas. Este reconocimiento me estimuló a llevar el proyecto a su debida conclusión, justo cuando la pandemia de COVID-19 llegó para complicar, entre muchas otras cosas, procesos académicos y editoriales.
Se agradece el apoyo brindado por mucha gente, tanto en el ámbito académico como en el cotidiano: Alicia Soto Palomino, Dolores Ochoa Arrazola, Michael Ducey, Yolanda Cano, Ana Fontecilla, Rogelio de la Mora, Bernardo García Díaz, Horacio Guadarrama, Virginie Thiebaut, Mayabel Ranero Castro, María Luisa Meneses Hernández, Ester Hernández Palacios, Emily Hind y Alfonso Colorado me motivaron de diversas formas, como también lo hicieron José Peguero, Lizzet Luna Gamboa, Vicente Espino-Jara y otras personas cuya creatividad sigue fortaleciendo la mía. Ariel García Martínez también acompañó el proceso con el humor y la paciencia necesarios, abriendo además ventanas sobre el Totonacapan y sus cosmosentidos contemporáneos. A través de las becas de investigación otorgadas por el Sistema Nacional de Investigadores, tuve el apoyo de Manuel Castillo Martínez, Ingrid Petterson Díaz y Luis Ricardo Sánchez García, quienes me ayudaron a navegar múltiples obstáculos con paciencia ejemplar.
Por otra parte, Alfredo Delgado Calderón generosamente compartió bibliografía difícil de obtener, incluyendo su magnífica tesis doctoral sobre el agrarismo en el sur de Veracruz; Antonio García de León también facilitó un libro suyo en un momento en que era imposible conseguirlo por otros medios. Gracias infinitas a la gente que contó una leyenda de su pueblo, que cantó un verso del Himno agrarista o compartió una reminiscencia, una foto, un son; a mi familia, especialmente a mis padres; y de manera amplia, a todas las personas que siguen cultivando la tierra y luchando por ella, en tiempos tan inciertos como los actuales, con serenidad, consciencia ecológica y determinación.
Algunos fragmentos o ensayos anteriores provenientes del proyecto aparecieron en los siguientes contextos: las revistas Chronica Mundi (2012) y A Contracorriente (2012); el libro Lenguajes de la cotidianidad, coordinado por Norma Esther García Meza y Gabriela Sánchez (2013); el libro México a la luz de sus revoluciones, vol. 2: siglo XX, coordinado por Laura Rojas y Susan Deeds (2014); y la revista Letras Históricas (2017). Gracias a las y los editores y dictaminadores de estas publicaciones por sus valiosos comentarios. Finalmente, mi agradecimiento enorme a Agustín del Moral, a Silverio Sánchez Rodríguez, a Itzel García Sedano y a los equipos editoriales que han transformado en libro este sueño mexicanista de monte, sones, espectros y ‒el fin y el principio de todo‒ tierra y libertad.
Introducción
Yo me llamo Arcadio Hidalgo,
soy de nación campesino,
por eso es mi canto fino,
potro sobre el que cabalgo.
Hoy quiero decirles algo:
bien reventado este son,
quiero decir con razón
la injusticia que padezco,
y es la que no merezco,
causa de la explotación.
Arcadio Hidalgo¹
En las primeras décadas del siglo xx en México,
notoriamente en los años posteriores a la Revolución mexicana, el campesino irrumpió en la esfera pública como un nuevo sujeto social, organizado en ligas y en sindicatos, interpelado por discursos oficiales, retratado por pintores y por novelistas, alabado o llamado a la acción colectiva en corridos y en manifiestos, difamado a menudo en la prensa dominante ‒y también hablando por sí mismo en cartas a las autoridades, solicitudes, quejas, demandas, versos, canciones, artículos, manifiestos‒. A través de la disputa por la tierra, los trabajadores rurales emprendieron a la vez una lucha por la palabra, por la visibilidad ante el Estado y ante la sociedad, por el reconocimiento de sus derechos ciudadanos, por la representación.
Este libro tiene como tema el movimiento agrarista de las primeras décadas del siglo
xx
, visto desde la perspectiva de la representación cultural y de la formación y transformación de identidades campesinas. Su eje central es la Liga de Comunidades Agrarias del Estado de Veracruz (
lcaev
), por ser uno de los núcleos más fuertes y radicales del agrarismo nacional, en particular durante los años veinte, aunque también se contemplan eventos y expresiones anteriores y posteriores a esa década. Con el objetivo primordial de explorar la construcción, reconstrucción y performance de la memoria fragmentada de esta experiencia tan conflictiva y significativa en la historia de la entidad, analiza varios tipos de textos, entre ellos: solicitudes de tierra y otros documentos oficiales; prensa y publicaciones de organizaciones campesinas; corridos, sones y décimas; memorias escritas y testimonios orales de participantes; y obras literarias que se acercan a la experiencia agrarista de esta época.
Como cualquier investigación histórica, esta empieza con una inquietud: ¿qué nos puede decir el agrarismo posrevolucionario más de un siglo después de su inicio, es decir, en la época del neoliberalismo, del libre
comercio y de la migración constante y masiva del campo a las ciudades? ¿Por qué estudiarlo ahora? Por cierto, los estudios del movimiento agrario tienen una larga trayectoria en la historiografía mexicana, en especial como subcategoría de los estudios de la Revolución. Desde las obras tempranas como The Mexican Agrarian Revolution del extraordinario Frank Tannenbaum (1929),² The Ejido: Mexico's Way Out de Eyler N. Simpson (1937) o El agrarismo mexicano y la reforma agraria. Exposición y crítica de Jesús Silva Herzog (1959), pasando por algunas reflexiones críticas de Arturo Warman, Roger Bartra y Luisa Paré, entre otros, en los años setenta,³ hasta las diversas publicaciones y productos multimedia editados de 2010 en adelante para conmemorar los centenarios, el tema agrarista ha ocupado un lugar importante en los estudios de la nación y sus transformaciones a lo largo del convulso siglo
xx
.⁴ Sin embargo, aun así no deja de ser relevante la crítica hecha por Armando Bartra en 1985, en Los herederos de Zapata, respecto al enfoque institucionalista de la mayoría de dichos estudios:
Abundan los estudios sobre el desarrollo de los aparatos agrarios del Estado y su marco jurídico; las reseñas acerca del discurso agrarista oficial y oficioso; los datos sobre el reparto territorial y su evolución cuantitativa; las evaluaciones y propuestas agrícolas de carácter técnico, económico o administrativo; abundan también las especulaciones doctrinarias más o menos críticas y polémicas; pero las investigaciones sobre el movimiento social agrario de la época brillan por su ausencia y faltan, incluso, las simples descripciones testimoniales.⁵
Si bien la bibliografía en torno a la historia social y testimonial ha crecido mucho en las últimas décadas, la institucionalización de la reforma agraria y sus múltiples modificaciones a lo largo de los años siguen, tal como señaló Bartra, opacando la investigación del agrarismo como fenómeno o conjunto de fenómenos locales, diversos, populares y protagonizados por sujetos campesinos, quienes los vivían y recordaban como parte fundamental de su historia, convirtiéndolo en poderosa herencia simbólica y cultural.⁶
Para el caso de Veracruz, el movimiento encabezado por Úrsulo Galván, Manuel Almanza, Isauro Acosta, José Cardel, Carolino Anaya y otros dirigentes de la Liga de Comunidades Agrarias del Estado de Veracruz y patrocinado por el gobernador del estado, el coronel Adalberto Tejeda, ha sido ampliamente documentado desde fines de la década de los sesenta en los estudios pioneros de Heather Fowler Salamini, Romana Falcón, Olivia Domínguez Pérez y otros, estudios que siguen siendo de suma importancia en lo que se refiere a los actores, acontecimientos y relaciones políticas de la época en cuestión. No obstante, a pesar de esta formidable bibliografía, pocos estudios del movimiento campesino se han enfocado en la construcción cultural de la identidad campesina como un proceso o conjunto de procesos históricos que merecen consideración.
El proceso que transformó los agricultores
, peones
, jornaleros
y otros trabajadores rurales del siglo
xix
en campesinos
con intereses comunes de clase
y con capacidad de organización, como señala Christopher Boyer en la introducción a su libro Becoming Campesinos: Politics, Identity and Agrarian Struggle in Postrevolutionary Michoacán, 1920-1935, fue tan exitoso en el campo del discurso que hoy en día la mayoría de las veces el sujeto social campesino
aparece como una categoría natural, esencial, y no como una construcción ligada a procesos de conflicto y de cambio social. Comenta Boyer:
… en lugar de abordar la identidad campesina como producto de procesos históricos, estos artistas, pensadores y políticos han entendido la identidad campesina como un hecho preconstituido, una categoría social objetiva producida por estructuras históricas extrínsecas y relativamente estables, como las tradiciones culturales milenarias de la gente rural o el hecho de que tiene que trabajar la tierra para ganarse la vida.⁷
Pocos historiadores, dice Boyer, han profundizado en la cuestión de la identidad cultural campesina como construcción ideológica estrechamente relacionada con la política y las luchas agrarias del siglo
xx
.⁸ Sin embargo, como también observa Boyer, la larga transformación moderna y contemporánea de la disciplina historiográfica nos permite, o quizás nos obliga, a formular nuevas preguntas. La microhistoria, la historia social y cultural, la genealogía foucaultiana, los estudios gramscianos sobre hegemonía y la subalternidad, la historia de las mentalidades y los estudios de la formación del Estado a través de las prácticas cotidianas son algunas de las subdisciplinas y corrientes teóricas que nos conducen a reexaminar al movimiento agrarista y su figura central, el campesino, en términos de identidad, representación y construcción y reconstrucción de la experiencia subjetiva.
Por otra parte, desde 1989, David Skerritt, en Una historia agraria del centro de Veracruz: 1850-1940, critica las investigaciones anteriores del movimiento campesino veracruzano, las cuales, dice, si bien se liberaron del centralismo al enfocarse en la especificidad de la región y en los líderes estatales del movimiento, al mismo tiempo mantuvieron los ojos del estudioso fijos en los aspectos políticos de los años veinte, y las clases trabajadoras permanecieron en calidad de objetos en el tiempo, en lugar de ser sujetos y protagonistas fundamentales de su propia historia
.⁹ La presente investigación sigue esta inquietud planteada por Skerritt, en el sentido de que nuestro objetivo es precisamente explorar y analizar la construcción del sujeto campesino en su pluralidad. No se trata de formular una interpretación unificadora del agrarismo y de los agraristas como actores históricos, y mucho menos de descubrir una realidad campesina auténtica
que contradiga los discursos oficiales de la época, sino de investigar diversas situaciones en que la comunicación y las expresiones culturales jugaron papeles clave, tanto en el desarrollo inmediato de eventos como en su posterior reconstrucción en la memoria colectiva.
En este sentido, la historia que este libro pretende narrar es una arqueología del poder: a través de la lectura detenida de una serie de artefactos del agrarismo (la mayoría de las veces fragmentarios y ambiguos), intenta descifrar una historia oculta, casi subterránea, de las batallas libradas en los terrenos de la representación, la memoria, el lenguaje, el discurso, la imagen y el performance de una identidad campesina moderna, subalterna, construida a través de diversos procesos de dominación, hegemonía y resistencia. Juntando una amplia variedad de textos, se propone una exploración de estos enfocada no tanto en los sucesos generales del movimiento, ni en sus dirigentes políticos, sino en actos de representación que revelan los procesos de construcción y de transformación de identidades y de subjetividades a través de la experiencia de la lucha por la tierra. Propone, además, que la recuperación de esta memoria histórica es un acto urgente en los actuales tiempos, marcados en gran parte por la crisis socioeconómica evidenciada en la emigración y en el abandono del campo.
Las herramientas del poder
La lucha agrarista fue, como consta en los antemencionados libros de Fowler-Salamini, Falcón y Domínguez Pérez entre otros, una lucha política en el sentido formal del término y a la vez una lucha armada. Es decir, el reparto de las tierras se disputó a través de la legislación, la vía electoral (libremente manipulada al antojo de las fuerzas políticas dominantes), la guerra y la violencia clandestina extralegal. Aunque este contexto fundamental está plenamente presente en estas páginas, el interés de mi trabajo radica en otros campos de batalla, otras manifestaciones de poder: los terrenos de la subjetividad, la representación, la creatividad y la palabra.
En este sentido, se inscribe en aquella línea histórica de los estudios culturales que investiga las condiciones y prácticas de la vida cotidiana como manera de visibilizar procesos excluidos de la narrativa histórica oficial o tradicional. Dentro de esta línea, por lo menos en el campo de los estudios del México revolucionario y posrevolucionario,¹⁰ se ha vuelto referencia clave el trabajo del antropólogo y politólogo James C. Scott, quien en Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance cuestionó la fascinación que los historiadores han tenido, en general, por las rebeliones campesinas. Tales insurrecciones, observa Scott, siendo episodios históricos dramáticos y excepcionales, han producido la mayoría de las veces resultados contundentemente negativos:
Por cierto, aun una revuelta fracasada puede lograr algo: unas cuantas concesiones de parte del estado o los terratenientes, un breve descanso de las nuevas y dolorosas relaciones de producción, y de manera no menor, una memoria de resistencia y valentía que puede quedar en reserva para el futuro. Tales logros, sin embargo, son inseguros, mientras la carnicería, la represión, la desmoralización y la derrota son sobradamente seguras y reales.¹¹
Por lo tanto, Scott considera necesario que tengamos en cuenta no solo los heroicos y trágicos dramas de rebeldía sino también las estrategias subterráneas de resistencia ejercitadas por los sujetos subalternos en la vida cotidiana y lo que él llama los discursos ocultos
, por los cuales los grupos oprimidos sutilmente cuestionan, critican, desafían y sabotean las estructuras de dominación que, en el ámbito público, aparentemente aceptan con resignación.¹²
En el caso del agrarismo veracruzano, que se desarrolla en ese periodo excepcional que algunos han llamado la etapa constructiva
de la Revolución mexicana, cuando los intereses y las demandas de los sectores más pobres de repente gozaban de una notable legitimidad política (unas veces ilusoria pero otras tantas, como durante el gobierno estatal de Adalberto Tejeda, indudablemente efectiva), parece que algunos de los discursos ocultos
campesinos salieron de la oscuridad y de cierta manera se convirtieron en el discurso público dominante, aunque no sin la oposición de los terratenientes y de otros sectores sociales que aún retenían su considerable poder. Este fenómeno de legitimación temporal o parcial tendrá, obviamente, importantes repercusiones para las expresiones culturales e identitarias agraristas y para la construcción de la memoria histórica de la época.
Un planteamiento central en el presente libro es que los multivalentes discursos campesinos de los años 1920 constituyen, en su conjunto, un desafío a lo que el crítico uruguayo Ángel Rama denominó la ciudad letrada
: las estructuras por las cuales las clases dominantes en América Latina históricamente mantuvieron su posición a través del poder político-militar ‒la violencia del Estado‒ pero también por medio del poder de la palabra. El concepto planteado por Rama está explorado en el capítulo
i,
ya que tiene particular relevancia para el análisis de los documentos oficiales y oficialistas a través de los cuales los grupos campesinos intentaron recuperar sus derechos tradicionales y defender los nuevos derechos ganados y articulados mediante de la legislación revolucionaria. Aquí simplemente subrayamos el papel primordial del lenguaje como instrumento portador de poder ‒y por ello de resistencia‒, ya que a lo largo del presente texto se prestará atención a los conflictos entre la palabra escrita como arma de la ciudad letrada (colonial y poscolonial) y las expresiones culturales, sean escritas, orales, visuales o performativas, en que las relaciones de poder se encuentran en posibilidad de ser interpretadas, encarnadas y negociadas desde otras perspectivas.
Performance y oratura
Los documentos históricos sugieren que los discursos ocultos y no tan ocultos del agrarismo también tienen algo que ver con lo que el investigador estadounidense Joseph Roach, retomando un término difundido por el escritor keniano Ngũgĩ wa Thiong’o, denomina orature (oratura), una zona intermedia entre la palabra escrita y las tradiciones y prácticas orales:
La oratura abarca un espectro de formas que, aunque habiten ‒de diversas maneras‒ en gestos, canto, danza, procesiones, cuentos, proverbios, chismes, costumbres, ritos y rituales, están al mismo tiempo producidas al lado o dentro de escrituras mediadas de variados tipos y grados. En otras palabras, la oratura va más allá de la oposición esquematizada de alfabetización y oralidad como categorías trascendentes; más bien, reconoce que estos modos de comunicación se han producido de manera interactiva a través del tiempo, y que sus operaciones históricas se pueden examinar fructíferamente bajo el rubro de performance.¹³
Si bien muchos de los textos analizados en los siguientes capítulos pertenecen al mundo de la literatura u otras modalidades de la palabra escrita (periódicos, panfletos, manifiestos, etcétera) y otros más generalmente se consideran parte de la tradición oral (los corridos y sones, la décima improvisada, el relato transmitido de manera verbal), el concepto de oratura nos ayuda a percibir, por un lado, las interacciones y mediaciones entre lo oral y lo escrito; y, por otro, la naturaleza activa de ambos modos comunicativos. Es decir, los textos cobran sentido en sus contextos espaciotemporales; su significado deriva no solo de sus contenidos sino del uso que se les da en determinado momento.
En este sentido, nos interesa el acercamiento a las identidades campesinas en términos de representación e incluso de performance, pues, siguiendo a Roach: "Los procesos sociales de memoria y olvido, conocidos familiarmente como la cultura, se pueden realizar a través de una variedad de eventos performativos […] Performar, en este sentido, significa sacar a la luz, manifestar y transmitir. Performar también significa, aunque muchas veces de manera más secreta, reinventar".¹⁴ Aclaramos que no se trata de performance
en su acepción de acto teatral (y por lo tanto artificial o fingido), sino que, más bien, nos adherimos a la idea de que, con sus actos y sus palabras, registradas en textos escritos y orales, las colectividades se reinventan en forma más o menos constante. A través de la oratura, la identidad campesina se construye, se actúa, se transmite, se afirma y se transforma en un contexto más amplio de conflicto y de transformación social.
Otro concepto útil que tomo prestado del campo de la teoría del performance es aquel que Richard Schechner ha definido como la conducta restaurada
, de acuerdo con el cual cada acto trae consigo su historia; por lo tanto, no es original sino repetido dos veces
: la repetición de signos y significados predeterminados. Para Schechner, la conducta restaurada es simbólica y reflexiva: no es una conducta vacía, está llena de significados que se transmiten polisémicamente. Estos términos difíciles expresan un solo principio: el yo puede actuar en otro o como otro; el yo social o transindividual es un rol o conjunto de roles
.¹⁵ Tal manera de entender los actos humanos como productos determinados no solo por los actores y circunstancias inmediatas sino también por una especie de guion de larga duración se vuelve muy clara cuando consideramos, por ejemplo, las peticiones de tierra que necesariamente toman formas predeterminadas, haciendo uso de machotes o siguiendo al pie de la letra las indicaciones de la Comisión Nacional Agraria y de las instituciones estatales.¹⁶ Sin embargo, la conducta restaurada también se manifiesta en muchas otras situaciones desde lo testimonial (la narrativa impartida a través de la entrevista, el corrido o la autobiografía, por ejemplo) hasta lo ritual (la convención campesina, el fandango, el funeral, el acto conmemorativo).
Como señala Diana Taylor, estos textos y eventos funcionan como actos de transferencia
que son esenciales para la transmisión de conocimiento social, memoria y el sentido de identidad o de pertenencia;¹⁷ verlos como tales ‒propongo‒ nos ayuda a interpretar mejor lo que el agrarismo, o algunos aspectos de este, significaban en la experiencia de los actores involucrados. Este reconocimiento epistemológico de la performatividad de las prácticas culturales¹⁸ ‒también propongo‒ nos proporciona nuevas estrategias para entender el agrarismo como ‒y quizás esencialmente‒ pieza clave de la modernidad en el contexto rural del temprano siglo veinte.
La modernidad en el contexto rural
Los capítulos de este libro abarcan diversos objetos de estudio; por tanto, su análisis requiere diversos métodos y enfoques. No obstante, se pueden destacar dos ejes transversales de especial relevancia: la modernidad y la violencia. La primera es importante ya que el concepto del campo como espacio social dinámico e inestable, si bien aceptado por muchos investigadores, contraviene la caracterización común del mundo rural como espacio esencialmente conservador, repositorio de costumbres, folklore y valores tradicionales. Muchas veces pensamos la modernidad en relación con la ciudad: el cosmopolitismo se ve como producto de la experiencia urbana, las vanguardias culturales como vanguardias urbanas. En cambio, la modernidad rural ‒si acaso se piensa en ella‒ se confunde con la modernización; se habla de tractores, de carreteras y de sistemas de riego, quizás, pero no de sujetos sociales en formación. Esta dicotomía entre ciudad y campo oculta la fluidez de las relaciones entre los dos espacios y obstaculiza una lectura de la historia en su complejidad.¹⁹
Abordando este tema, Othón Baños Ramírez observa que se tiende a considerar lo urbano y lo rural como dos sistemas internamente homogéneos y diferentes entre sí. Esta perspectiva conlleva una visión dualista muy fuerte de la sociedad; por lo tanto, no permite considerar los nuevos elementos que están reestructurando no solo el rural, sino también sus imbricaciones dialécticas con lo urbano y sus determinaciones sobre la población rural
.²⁰ Aunque Baños Ramírez habla de Yucatán en años más recientes, su observación se puede aplicar igualmente a nuestra investigación. Si analizamos los cambios en el campo veracruzano durante y después de la Revolución ‒sobre todo, las posibilidades que esta abrió para la (re)construcción de formas más democráticas de tenencia de tierras y, consecuentemente, de nuevas relaciones de poder‒, nos damos cuenta de que tales cambios necesariamente tienen dimensiones culturales. Pero estas dimensiones han sido poco exploradas, tal vez sobre todo por la condición fragmentada de la evidencia. ¿Qué habría significado la organización campesina para sus participantes en términos de subjetividad, de identidad? ¿Qué nuevas formas de expresión habría generado?
En los documentos del agrarismo aquí analizados, la modernidad se evidencia en múltiples formas, empezando con las tecnologías de comunicación. Se hizo un gran esfuerzo por parte de los organizadores de la Liga de Comunidades Agrarias del Estado de Veracruz para crear nuevos canales de comunicación: publicaron un periódico, imprimieron manifiestos y volantes e incluyeron fotógrafos en sus giras por las comunidades rurales. El uso de la fotografía es especialmente interesante, ya que ofrece una imagen visual del campo no pintoresco ni atemporal, sino como un espacio dinámico de lucha. La presencia, en el campo, de ideologías como el comunismo y el anarquismo también se puede ver como elemento de la modernidad. Estas doctrinas, que llegaron principalmente desde el puerto de Veracruz, fueron adoptadas y transformadas por los campesinos según sus propias necesidades, conocimientos y experiencias.
Fotografías tomadas por Atanasio D. Vázquez en 1925 documentan reuniones en el campo donde el dirigente agrarista Manuel Almanza, recién llegado de un viaje por la Unión Soviética, presenta sus observaciones y comparte productos fabricados por cooperativas campesinas rusas. Invisible en las fotos es la cuestión de la recepción: no podemos saber si los elogios de Almanza al sistema ruso tuvieron repercusiones o no, aunque experiencias como la cooperativa agrícola de Salmoral indican que había interés y experimentación con estas formas de organización. Lo seguro es que muchos campesinos de la época llegaron a identificarse con el comunismo, sin dejar atrás otras identificaciones que les conectaban con la tierra, la comunidad y la localidad. Estos fenómenos indican que la modernidad en el campo no tenía que ver solamente con tractores sino con mentalidades y con identidades subjetivas forjadas en el crisol de la lucha agraria. Las huellas de estas transformaciones constituyen el objeto del presente estudio.
Violencia
También es importante tener presente que la lucha agraria, surgida de una situación de profunda desigualdad y de gran opresión, fue sangrienta al extremo. Durante el Porfiriato (1876-1911), los terratenientes de la entidad contaban con el apoyo de las fuerzas rurales para mantener su poder. Este lazo entre propietarios y Estado se debilitó con la Revolución, pero el ejército federal, encabezado en gran parte por generales que eran o que se habían convertido en dueños de grandes propiedades, tendía a defender los intereses de los hacendados, mientras la pacificación del campo
‒como fue llamada en la prensa‒ implicaba la represión de los grupos agraristas. Al mismo tiempo, tras el éxito de las primeras peticiones campesinas y la intensificación de la reforma agraria en el nivel estatal, los hacendados organizaron milicias privadas, o guardias blancas, para evitar la expropiación de sus tierras.
El campesinado organizado, a raíz de su participación en la defensa del gobierno central en contra de la sublevación delahuertista (1923-1924), adquirió por un lado capital político y por otro armas, las cuales retendrá después del conflicto para su propia defensa. Mientras la prensa, los terratenientes y el gobierno federal presionaban al gobierno local exigiendo el desarme de los campesinos, el gobernador Adalberto Tejeda sostenía el derecho de estos a defenderse ante la campaña de violencia ejercida por las guardias blancas.
La creación de los ejidos, violentamente resistida por los propietarios, fue garantizada por el apoyo del gobierno estatal y por la fuerza de las armas. Al mismo tiempo, en la lucha por "tierra y