Señor, enséñanos a orar: El arte de la oración
Por Roberto Pasolini
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Roberto Pasolini
Roberto Pasolini (Milán, 1971) es sacerdote capuchino de la Provincia de Lombardía. Como biblista y profesor de Sagrada Escritura, compagina la actividad académica con una intensa actividad pastoral: encuentros de formación, predicación de retiros, ejercicios espirituales y acompañamiento espiritual. Ha publicado varias obras sobre espiritualidad en San Pablo Italia y este es su primer libro traducido al español.
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Señor, enséñanos a orar - Roberto Pasolini
Introducción
La oración no es difícil, es imposible. Si nos tomamos en serio la fractura originaria de la que habla el libro del Génesis, debemos partir del hecho de que el diálogo entre el hombre y su Creador se precipita hacia un abismo de malentendidos y complicaciones. Sin embargo, dos datos nos pueden dar un consuelo inmediato. El primero es que, desde la Antigüedad, los seres humanos han sentido el profundo deseo de dirigirse a Dios con diferentes formas de ritos, palabras, cantos y oraciones. La oración existe desde siempre y cada una de las experiencias religiosas la ha codificado de una forma libre o estructurada que ha marcado la existencia de millones de hombres y mujeres a lo largo de los siglos. Podríamos decir que la interrupción brusca de la relación no ha eliminado ese anhelo tan invisible y, al mismo tiempo, tan enraizado en las fibras del corazón humano.
El segundo y óptimo dato es que, después de la Resurrección de Cristo, nosotros creemos que ha comenzado una nueva y definitiva creación, dentro de la cual suceden cosas imposibles para las solas fuerzas humanas, y sin embargo posibles para el humilde poder del amor de Dios. En la lista de estas novedades, accesibles gracias al don de la salvación, a la oración le corresponde ciertamente un lugar de honor. Al no poder soportar ya la distancia que se había creado entre nosotros y Él, Dios no se ha conformado con acercarse a nuestra humanidad, poniendo en fuga el miedo y la vergüenza. Ha querido insuflar en nuestro pecho su Espíritu de amor, para reanimar esa confianza tan necesaria para existir ante Él como hijos e hijas amados. Frente a los cuerpos que tenían el riesgo de «morir» por haber extraviado su origen y su destino, Dios ha acercado sus labios a los nuestros, devolviéndonos, ante todo, la posibilidad de mirarnos a la cara y de volver a hablar en un clima de confianza recuperada.
Este es, de hecho, el misterio de la oración: la variedad de palabras, expresiones, posturas y silencios con los que nosotros y Dios permanecemos en un diálogo de amor fundado en el respeto de la libertad recíproca. Un diálogo tan misterioso para quien cree que nunca lo ha experimentado, como familiar para quien ha aprendido ya a sumergirse en él con la espontaneidad del corazón y el coraje de la inteligencia. Las páginas de este libro pretenden ser una humilde y, esperamos, útil herramienta para iniciarse en un arte del que hoy, quizás más que en cualquier otro momento, se advierte una profunda nostalgia y un nuevo interés. Cuando se comprende y se vive como debe ser, la oración es la última libertad que el corazón humano anhela. Detenernos y tomar tiempo para sintonizarnos con el sentido profundo de nuestra vida es el gesto más libre y necesario que podemos realizar. La oración es lo único realmente necesario, pero no puede ser sino una experiencia absolutamente gratuita, liberada de cualquier coacción. La parte más hermosa de la vida, a la que nadie puede obligarnos y de la que nadie nos puede separar.
1
Para comenzar
Empezar de cero
En los siglos que han precedido y definido la época en que vivimos, las cosas eran muy sencillas y, aparentemente, bastante claras y definidas. Se rezaban oraciones por la mañana y por la tarde, los domingos y solemnidades se iba a Misa y, de vez en cuando, en algunas épocas del año, también se rezaban oraciones especiales como el Rosario, el Viacrucis y, si queríamos exagerar, incluso la Adoración eucarística. A esto se añadían novenas, procesiones, peregrinaciones y otras muchas iniciativas encaminadas a reavivar el sentido cristiano de la vida. Así se había organizado el viejo continente, cuna de aquel cristianismo que durante dos mil años ha acompañado y marcado la vida del mundo a la luz del Evangelio de Cristo.
En ese contexto todos, de alguna manera, se referían a Dios en medio de sus actividades. No solo aquellos que se detenían a orar de vez en cuando. También quien escribía libros, reflexionaba sobre la realidad o gobernaba la vida pública no podía elaborar ningún discurso en el que Dios estuviera completamente ausente. No necesitamos, ni es posible, reconocer qué parte de esta realidad era auténtica o era más bien una situación que la gente vivía de manera forzada, como un marco cultural al que no podían dejar de adherirse. Es cierto que ese mundo, donde la oración era una de las actividades cotidianas que los hombres y mujeres hacían sin hacerse demasiadas preguntas, ya no existe desde hace mucho tiempo.
El vacío creado por la progresiva desaparición de la oración de la rutina diaria se ha ido llenando paulatinamente con nuevas actividades en las que las personas se dedican al cuidado de sí mismas. Todos vemos cómo, en las grandes y pequeñas ciudades, una parte importante de las horas de la mañana y de la tarde se utiliza para realizar actividades físicas o deportivas, hacer cursos de yoga o ejercicios de mindfulness, perfeccionar alguna actividad creativa o artística o participar en cursos de formación útiles para mejorar la calidad de la vida o del trabajo. Luego, cuando la mente se cansa demasiado, debido a una vida muy libre, pero también mucho más frenética que en el pasado, la verdad es que el sacerdote no es la persona a la que se tiene como referencia. Terapeutas y consejeros son los nuevos guías en los que se confía en una época en la que la dimensión psicológica ha asumido un papel esencial en la sensibilidad de todos.
En el seno de la Iglesia y de las grandes tradiciones religiosas, se habla de todo esto como de una crisis espiritual sin precedentes, que oscila entre sentimientos de abatimiento y resignación. Quizás exista la posibilidad de interpretar este momento no solo como algo negativo, sino también como una gran oportunidad, en la que quien desea ofrecer a la oración la ocasión de encontrar un lugar en su propia vida pueda hacerlo con gran libertad, empezando desde cero.
La posibilidad de empezar desde una base nueva, libre de imposiciones y esquematismos, concierne además a otra dimensión específica de la oración, que podríamos definir como la capacidad de elaborar y dar un sentido profundo –espiritual– a lo que se vive. Cuando la sociedad estaba enteramente organizada en torno a la reflexión cristiana sobre la realidad, no había necesidad de pensar si algo estaba bien o mal, si había que aprovechar o rechazar una oportunidad. Bastaba con confiar en la moral dominante, con la que uno podía orientarse fácilmente en la mayoría de los casos. Esta forma de proceder, basada en conocimientos ya establecidos, era muy tranquilizadora, porque permitía no tener que cuestionarse continuamente ante las diversas situaciones. Es la parte buena y útil de todo lo que, con el tiempo, se transforma en cultura y se transmite como sabiduría de vida.
En la era posmoderna en la que nos encontramos, esta base referencial ya no existe. La realidad es libre de manifestarse en toda su complejidad, líquida y matizada, impidiéndonos distinguir inmediatamente el color y la bondad de las cosas que nos suceden. El desarrollo de los instrumentos tecnológicos y la rapidez de los movimientos y las transformaciones culturales han echado por tierra los fragmentos de un puzle que, durante siglos, había garantizado un paradigma que se podía consultar para asignar a las cosas un valor cierto y compartido.
Ahora que las cosas ya no parecen tener un significado unívoco, nos encontramos ante una tarea nueva y estimulante, que necesita esa inteligencia especial que puede surgir de la oración. Se trata de acercarse humildemente a la realidad para buscar su significado más profundo, permitiendo que la revelación de Dios en Cristo ilumine nuestra capacidad de leer e interpretar toda situación desde la perspectiva de un amor más grande. Orar, en efecto, no significa solo dialogar con Dios, sino confrontarse con su manera de valorar y pensar las cosas. La oración no puede concebirse únicamente como un flujo de sensaciones o de informaciones entre el cielo y la tierra. Cuando se ora auténticamente, no se puede menos de entrar en un espacio de discernimiento radical, a veces dramático, que nos obliga a revisar nuestra forma de pensar sobre Dios, sobre nosotros mismos, sobre los demás y sobre la realidad que nos rodea.
Este, al menos, es el sentido