Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Carto(corpo)grafías: Nuevo reparto de las voces en la narrativa de autoras latinoamericanas del siglo XXI
Carto(corpo)grafías: Nuevo reparto de las voces en la narrativa de autoras latinoamericanas del siglo XXI
Carto(corpo)grafías: Nuevo reparto de las voces en la narrativa de autoras latinoamericanas del siglo XXI
Libro electrónico565 páginas8 horas

Carto(corpo)grafías: Nuevo reparto de las voces en la narrativa de autoras latinoamericanas del siglo XXI

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La carto(corpo)grafía es una de las figuraciones con que las coordinadoras de este libro invitan a pensar y ordenar la enorme e importante producción literaria escrita por mujeres latinoamericanas en las últimas décadas. Desde lo colectivo y con manifiestos lugares de enunciación, las colaboradoras de este libro proponen lecturas comparativistas de las obras de autoras nacidas principalmente entre 1970 y 1990. Las abordan con las siguientes preguntas: ¿cuáles son las estrategias escriturales con que estas autoras exponen los problemas de los cuerpos, sus afectos, disciplinamientos y procesos escriturales?, ¿cómo impactan en sus textos las actuales discusiones, políticas, económicas, culturales, medioambientales en torno a la construcción de las subjetividades y de la comunidad?, ¿cómo enfrentan cuestiones contemporáneas como las discusiones sobre la heteronormatividad y la interseccionalidad?, ¿qué ocurre con la representación de cuerpos marginados, ya sea por su condición de raza, clase o identidad sexual?, ¿cómo se articulan las voces desde la diáspora?

Editado por las académicas Fernanda Bustamante y Lorena Amaro, este volumen busca ser una contribución a la potente escena feminista, a la investigación literaria latinoamericanista y a las indagaciones contemporáneas de lo literario.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 mar 2024
ISBN9783968695341
Carto(corpo)grafías: Nuevo reparto de las voces en la narrativa de autoras latinoamericanas del siglo XXI

Relacionado con Carto(corpo)grafías

Títulos en esta serie (24)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Crítica literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Carto(corpo)grafías

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Carto(corpo)grafías - Fernanda Bustamante Escalona

    I.

    MATERNIDADES, CUIDADOS Y CUERPOS GESTANTES

    ESCENAS DE CUIDADO EN LA LITERATURA CENTROAMERICANA. DENISE PHÉ-FUNCHAL, MARÍA DEL CARMEN PÉREZ CUADRA, JESSICA ISLA Y CLAUDIA HERNÁNDEZ

    EMANUELA JOSSA

    Università della Calabria (Italia)

    1. E SCENA INAUGURAL

    Dos hombres llevan varias horas recorriendo la dureza del llano en busca de la tierra que les ha sido asignada, con la esperanza de comenzar una nueva vida, de pasar de la mera supervivencia a una existencia digna. Esteban carga una gallina: —Te la trajiste de bastimento, ¿no? —No, para cuidarla. La escena procede de Nos han dado la tierra, de Juan Rulfo (2014: 41), y, mientras expone la vulnerabilidad (de la gallina, pero también de los caminantes), parece sugerir que el cuidado es consustancial a una vida renovada. Aunque se trata de una historia sobre la frustración de la esperanza de cambios revolucionarios, el relato permite vislumbrar, por un momento, el potencial fundacional del cuidado en la constitución de la comunidad.

    La tensión entre esperanza y decepción que atraviesa el cuento de Rulfo introduce de modo apropiado una cartografía de las escritoras centroamericanas, nacidas después de los setenta, reunidas temáticamente en torno a la representación de una experiencia tan esencial como controvertida: el cuidado en su relación con la vulnerabilidad. Los personajes de Denise Phé-Funchal (Guatemala, 1977), María del Carmen Pérez Cuadra (Nicaragua, 1971), Jessica Isla (Honduras, 1974) y Claudia Hernández (El Salvador, 1975) se mueven, problemática y dramáticamente, entre la crítica y la aceptación de los mandatos patriarcales, entre el refuerzo de discursos obsoletos y la lucha por la transformación de la visión y la práctica de las relaciones. Las cuatro autoras escriben narraciones situadas, que no consuelan, sino que, por el contrario, muestran una realidad descarnada y, sobre todo, la dificultad de los procesos, que contrasta con un cierto optimismo evanescente o cruel de algunos discursos dominantes. Las narradoras empezaron a publicar al inicio del nuevo milenio, a menudo con muchas dificultades por falta de políticas culturales adecuadas¹ y a veces gracias al apoyo de editoriales valientes y con visión de futuro que reconocieron la cualidad de su propuesta estética. Así que es oportuno situar los procesos de escritura sobre el cuidado en el contexto cultural y económico centroamericano en el que surgieron: las cuatro escritoras tienen que lidiar con una sociedad que sigue estando atrapada en un sistema patriarcal y son profundamente conscientes de la necesidad de modificar los parámetros que rigen la distribución del trabajo doméstico y la forma de pensar en el cuidado. En la materialidad de las relaciones en que se inscribe su narrativa, el reparto de las tareas domésticas y la corresponsabilidad del cuidado son muy difíciles de conseguir y se combinan con los problemas económicos. De hecho, la desigualdad de género sigue estando vigente, la división del trabajo es muy internalizada y los cambios se producen lentamente: las estadísticas sobre el trabajo doméstico no remunerado muestran que, en Honduras, las mujeres trabajan el triple que los hombres (Madrid Rossel 2020: 11); en Nicaragua, las mujeres realizan, en promedio, nueve horas diarias de trabajo reproductivo, actividades domésticas y cuidado de personas enfermas o ancianas (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo 2014: 23); en Guatemala y El Salvador se repite la partición sexuada de trabajo doméstico y cuidados. Evidentemente, para que una ética del cuidado pueda engendrar una forma alternativa de comunidad, es necesario resolver muchas cuestiones teóricas y prácticas. El escenario ha cambiado muy poco desde los años noventa, cuando Marcela Lagarde afirmaba que las formas históricas de masculinidad y feminidad se construyen en torno al trabajo de una forma tan unívocamente determinada que hasta hace poco se ha separado su conceptualización (1997: 113). Como observa Ileana Rodríguez (1996), en el ámbito de los procesos revolucionarios en Nicaragua, El Salvador y Guatemala las mujeres centroamericanas transformaron su rol, incluso chocando con las masculinidades dominantes de las organizaciones guerrilleras. Sin embargo, como afirman Sagot (2019) y Ferguson (2014), solamente después de las revoluciones de la segunda mitad del siglo XX, los estudios y el activismo feministas empezaron a focalizarse también en las relaciones desiguales en la vida cotidiana, incorporando la igualdad de género como parte del discurso público y generando un discurso contra-hegemónico, si bien minoritario (Sagot 2019: 19). En el nuevo siglo se han producido numerosos cambios políticos que no se pueden resumir en este trabajo, pero cabe destacar que actualmente los gobiernos de Ortega-Murillo (Nicaragua), Alejandro Giammattei (Guatemala) y Nayib Bukele (El Salvador) están realizando políticas conservadoras y eliminando, a menudo con brutalidad, los espacios del disenso. Para el caso de Honduras, tras el golpe de 2009 se adoptaron medidas muy conservadoras, y el asesinato, en 2016, de Berta Cáceres, líder indígena y ambientalista, es emblemático de la impunidad y la represión del antagonismo. Sin embargo, la reciente elección de Xiomara Castro, en noviembre de 2021, suscita prudentes esperanzas. Por supuesto, estos contextos políticos y culturales específicos se insertan en un sistema global que es heteropatriarcal, capitalista, colonial y racialmente estructurado, un régimen que inhibe una responsabilidad colectiva en el sostenimiento de la vida y, más aun, establece una amenaza constante sobre esta, que termina resolviéndose (malamente) en esferas feminizadas e invisibilizadas (Pérez Orozco 2014: 25). Entonces, las escritoras centroamericanas que tematizan el cuidado no solo muestran la realidad de su propio contexto, presentando una condición específica en la que los cuidados pueden tener la capacidad tanto de paralizar como de activar nuevas formas de convivencia, sino que también participan en las actuales discusiones políticas y culturales en torno a un sistema global que ataca la vida en lugar de sostenerla (24). Sus textos parten de lo cotidiano para luego cuestionar los paradigmas de una noción de vida que sigue produciendo desigualdad y violencia.

    En efecto, aunque el capitalismo pretende hacer desaparecer el cuidado y el trabajo domésticos, estos están imbricados en su funcionamiento (Federici 2010), por lo tanto, contradecir el paradigma que permite esta vinculación implica desestabilizar los criterios del sistema hegemónico. En este sentido, son significativas las contribuciones de Carol Gilligan (1982) y Gilligan y Snider (2018) y la definición de Joan Tronto del cuidado, que no solamente lo amplía a todos los seres en una óptica inclusiva de reciprocidad, sino que se refiere a la necesidad de tejer una red compleja, o sea, un tipo de relación horizontal que excluye la dominación y el paternalismo: Actividad genérica que comprende todo lo que hacemos para mantener, perpetuar, reparar nuestro mundo de manera que podamos vivir en él lo mejor posible. Este mundo comprende nuestro cuerpo, nosotros mismos, nuestro entorno y los elementos que buscamos enlazar en una red compleja de apoyo a la vida (2017: 13).

    Pero la apuesta por un cuidado responsable ya está presente en muchas epistemologías indígenas que anteceden las reflexiones sobre la ética del cuidado de la filosofía occidental contemporánea y que ofrecen coordenadas antropológicas para pensar en un sujeto responsable.² En el Popol Wuj, por ejemplo, la cosmogonía plantea claramente la idea de la interdependencia entre el mundo divino y el mundo terrenal, la interconexión y el cuidado entre todos los seres. En la lengua náhuat, el idioma de los pipiles,³ taj-piya es ‘cuidar’. Como afirma Lara Martínez, el término se compone de taj, ‘tener algo’, y piya, ‘vigilar’, y, por lo tanto, establece una honda vinculación entre la tenencia y el cuidado, como si la segunda noción fuese el corolario lógico de la primera (2010: 198). Dicho de otra forma, en la filosofía pipil el tener se configura como un estar con y entre, lo que implica una participación entendida como práctica concreta del cuidado. Los mitos pipiles muestran el reconocimiento de la interconexión entre todos los seres y del cuidado recíproco como elemento constitutivo de la vida. De hecho, en el mito pipil, los Tepehuas todo lo tienen (Lara Martínez 2010: 204), dirigen las aguas y reparten el maíz, por eso son las divinidades guardianas. Ellos cuidan la naturaleza y distribuyen los dones y quienes reciban el obsequio poseen a su vez la obligación de mantener viva esa circulación de bienes (204). En el mito se configura claramente la conexión entre tener, cuidar y compartir como fundamento de una vida colectiva e interconectada.

    A pesar de ser una forma básica de la relación con los seres y el entorno, no obstante, el valor fundacional planteado simbólicamente en el mito pipil, el sistema patriarcal ha trivializado, invisibilizado y encomendado el cuidado a las mujeres en cuanto incumbencia insignificante, instintiva y ordinaria. Para desatar el poder subversivo del cuidado, es necesario tanto desmantelar los prejuicios sexistas y raciales como llevar el cuidado de una condición de irrelevancia a una de necesidad. Esta necesidad se reconoce al renunciar a la construcción ilusoria de un sujeto completamente autónomo, acabado y autosuficiente, que se sostiene a sí mismo […] al precio de negar su propia vulnerabilidad, su dependencia, su exposición (Butler 2006: 69). El reconocimiento de la vulnerabilidad como condición ineludible de todos los seres, y, por ello, del cuidado como necesidad, puede constituir una base ética y política para una teoría y una práctica de la responsabilidad colectiva, para una pluralidad de formas de vida que se relaciona necesaria y creativamente, como el mito pipil sugiere.

    Entonces, pensar en el cuidado de forma ética es un reto complejo y apasionante, que se basa en una fase de ruptura y otra de construcción: implica desactivar las equivalencias binarias fundamentadas en la división sexual del trabajo, romper la asimetría de las relaciones (de género, etnia y clase social) y desarticular la dicotomía público/privado; luego, devolver el cuidado a una dimensión existencial y política en cuanto práctica y modo de estar en el mundo, que interpela la relación y la interconexión y permite formular de modo radical las ideas de fragilidad y vulnerabilidad. Las escritoras centroamericanas aceptan el reto, desde perspectivas diferentes. Los cuentos de María del Carmen Pérez Cuadra y de Denise Phé-Funchal muestran la violencia de la estructura patriarcal e integran la etapa de deconstrucción de los paradigmas. La trilogía de Claudia Hernández y la narrativa de Jessica Isla, en su conjunto, pertenecen a la etapa del difícil proceso de construcción de una ética del cuidado.

    2. P RIMERA ESCENA: EL CUIDADO PARALIZADOR

    Cuidar cansa. Cuidar arrasa. Cuidar asola.

    Daniela Rea

    A partir de la división histórica del trabajo, basada en la división sexual primaria, la mujer reproduce la fuerza laboral haciéndose cargo de mansiones naturalizadas como extensión de la procreación (Federici, Lagarde). En el ámbito de una sociedad patriarcal, el cuidado de la familia es un hecho que les ocurre fatalmente a las mujeres, impuesto, invisibilizado e internalizado. Una reacción crítica y feminista a esta opresión es visibilizar el trabajo doméstico y sustraerlo a la dimensión fisiológica, mostrando la iniquidad y arbitrariedad en el proceso de asignación de cuidados. Es lo que hace la escritora nicaragüense María del Carmen Pérez Cuadra en Correr tras las cosas queridas, un cuento muy explícito, y por esa misma razón muy claro, que integra su primera colección, Sin luz artificial, publicada en 2004, caracterizada por el realismo de las situaciones representadas. El núcleo central es un topo de la literatura feminista hispanoamericana desde Sor Juana: cómo deshacerse de la incumbencia de tantas tareas domésticas para dedicarse a la literatura. La narración empieza por el diálogo entre la narradora y Sofía, su excompañera de escuela, unidas por la ambición de ser escritoras y separadas por una neta diferencia de clase. Sofía es una mujer adinerada, que puede dedicarse a la escritura porque se liberó de las tareas domésticas, asignadas a las empleadas, y gozar de paisajes hermosos e inspiradores gracias a sus casas de veraneo. Ella representa a las mujeres que gozan de la irresponsabilidad privilegiada que le permite comprar servicios de cuidado, delegar el trabajo de cuidado y evitar la responsabilidad por la idoneidad de la atención práctica (Tronto 2017: 15). Sofía pronuncia palabras despectivas: No tenés la más mínima posibilidad de ser escritora. Sos una simple ama de casa, deberías contentarte con eso (Pérez Cuadra 2004: 62). La narradora reacciona con vigor, mientras el almuerzo se quema en el horno. Tras el diálogo mortificante, describe una semana en su vida, las carreras para resolver las pequeñas tareas cotidianas y el vano intento de encontrar un momento para sentarse a escribir, ya que tiene que cuidar de sus tres hijos y del hogar. Representa, a veces con humorismo, la expropiación del tiempo femenino: como en un torbellino, se superponen los horarios de la escuela, pequeños desastres, desayunos inadecuados, gritos de los niños, en una casa sin computadora ni lavadora, donde el dinero apenas alcanza. En la descripción de la banalidad de la vida cotidiana, no exenta de ironía, se cuela un sentimiento de culpa por no hacer bien su deber de madre, por ser ambiciosa. Para el fin de semana, cuando el marido vuelve a casa, todo está perfectamente organizado y el domingo podría concluir la historia en la armonía del hogar. Pero, cuando la narradora prepara un almuerzo rápido para ponerse a escribir, el marido exige con arrogancia una comida que no sea de estudiante soltero (67). La mujer finalmente se rebela: ¿Sabes qué? Lo único que yo quisiera es tener una esposa como yo, que me cuidara como yo te cuido a vos, que me hiciera la vida más agradable como yo te la hago a vos, que me amara y me respetara tanto como yo a vos (67). La mujer le echa en cara su invisibilidad, exige su espacio y reclama el apoyo de otra mujer, sin vislumbrar la posibilidad de un reparto del trabajo doméstico con su marido. La reacción de este es sintomática: —¡Ahora hasta te vas a volver lesbiana! (67). Para ambos, la capacidad de cuidar es naturalmente femenina, pero, al rebelarse, la mujer visibiliza su trabajo y revindica la diferencia, sin renunciar a sus aspiraciones. Ella suspende el supuesto destino de reproducción y cuidado para alcanzar la posibilidad de tener las mismas oportunidades de elección e independencia que los hombres, de elegir su propia vida. Negocia, pero no subvierte el poder patriarcal. Encerrada en su cuarto, con el cuaderno de dibujar de la hija, empieza a escribir una historia cuyo título podría ser Tienes que correr. La polisemia del verbo correr podría incrementar el potencial emancipatorio de un final que ratifica la dificultad de realizar legítimos deseos plurales (las cosas queridas).

    En línea con esta historia, la mayoría de los cuentos de María del Carmen Pérez Cuadra presenta a personajes casi asfixiados, atrapados en dinámicas sociales o sentimentales sin salida. La condición de opresión y agobio es tan fuerte que puede modificar la percepción, y algunas historias se configuran como pesadillas o visiones alucinadas, alejándose del realismo prevaleciente en Sin luz artificial. En Cuando escapar es entrar más en la trampa, procedente de la misma colección, el deseo de una mujer choca brutalmente con el deber de cuidado y el miedo al fracaso. El cuento⁴ es la descripción acertada y sugerente de una pesadilla o de alucinaciones de esta mujer, probablemente abandonada por el marido. En una lógica alterada, cae en el lodo que se transforma en una masa de cuerpos, entre los que encuentra a un niño muerto que es su hijo. Se apoya en el hombro de su amado, luego se halla en el patio de una casa abandonada donde enterró a su hijo. En la cocina, encuentra a su madre preparando un salmón y salva al hijo que se está ahogando con una espina de pescado. En la última escena, la mujer está esperando a su amado, que no regresa, escribe las páginas que estamos leyendo y recuerda que todo empezó cuando Arturo, probablemente el hijo muerto, perdió la cabeza y lo encerraron en un gallinero: Yo tengo su cabeza atrapada entre las piernas y tú nunca regresas (Pérez Cuadra 2004: 89). El cuento expresa simbólicamente el drama del enfrentamiento entre deseo y deber, valentía y apocamiento, desamparo y cuidado, mediante imágenes oníricas brutales que ratifican la fuerza de una trampa ineludible.

    Pérez Cuadra exhibe la perduración de la división patriarcal entre espacio público masculino y espacio privado femenino y muestra la dificultad de cuestionar el trabajo doméstico como prerrogativa de la mujer, por su imbricación con los afectos y las construcciones sociales introyectadas. Las prácticas de minorización, feminización y racialización del cuidado y del trabajo doméstico son antiguas, efectivas y perdurables, también gracias a diversas formas de violencia que contribuyen de modo eficaz a mantener y legitimar la desigualdad de género: los hombres se arrogan el derecho de exigir el trabajo doméstico, juzgar su calidad y castigar uno mal hecho, como si se tratara de un fallo del deber de esposa. Por esta razón, en los cuentos de Buenas costumbres (2011) de la escritora guatemalteca Denise Phé-Funchal, hay una continua intersección entre cuidado y violencia, en el ámbito de un sistema heteropatriarcal. El tema de la violencia contra las mujeres recorre muchos de los relatos y la autora alterna el realismo despiadado con el género fantástico para mostrar la brutalidad de quienes utilizan el cuerpo de aquellas y la interiorización de las lógicas discriminatorias.⁵ En el cuento Zapatos, un hijo refiere el discurso de la autoridad paternal, reproduce su elocuencia apoyada en un léxico retórico rebosante de palabras como alma, integridad, educación, ejemplo paterno: Los zapatos de un hombre deben estar siempre limpios ya que son el reflejo de su inteligencia y de sus aspiraciones (2019: 41). La triple repetición anafórica de los zapatos de un hombre fortalece el discurso normativo y el deber de control, que se transmite de padre a hijo. Si los zapatos deben estar lustrosos porque son el espejo del alma de quien los calza, las camisas deben estar almidonadas, la casa limpia, la caligrafía perfecta. Este discurso ocupa todo el espacio narrativo y la existencia de la mujer se infiere solo de los discursos de los hombres, su cuerpo es una mera función o, como dice Lagarde, un territorio dispuesto a ser ocupado y dominado por los hombres (1997: 41). Los pensamientos de la madre mientras plancha no son más que un zumbido desesperado, parecido al de la luz mortecina que alumbra el ambiente.

    El discurso del padre se impone con sus consignas de integridad y limpieza. El hijo obedece: se queda sentado en el recreo, sus zapatos están limpios, su letra, perfecta. Pero a veces una b está demasiado inclinada o hay rastros de betún en los zapatos. La mujer también obedece, limpia todo el día y no sale de la casa. Pero a veces hay polvo o la línea del pantalón o el pliegue de las sábanas no están rectos. Ante estas imperfecciones inaceptables, el hombre interviene para educar y las heridas y la piel morada se apoderaban (Phé-Funchal 2019: 42) del cuerpo de la mamá o del trasero del niño. A pesar del tratamiento, la mujer no aprende y el hombre se ve obligado a repetir los golpes y las palabras de orden: Olvidaba las palabras pero él se las recordaba. Limpieza. Honor. Integridad. Rectitud. Los zapatos de un hombre. Gritos (43). La mamá sucumbe y cuando llega otra mamá, otra señora de hogar (42), la historia se repite. De nuevo, la mujer es solamente una función y un cuerpo golpeado. El cuento termina con una advertencia del hijo, que aprendió perfectamente la lección: Un hombre disfruta educar. No se te olvide. No quiero al volver tener que educarte (43). La conclusión es ambigua, ya que su significado depende del interlocutor: si el muchacho se dirige a la nueva señora de hogar, los contenidos y métodos de las lecciones han sido perfectamente asimilados y él puede cooperar con su maestro ejemplar. Si, por el contrario, el muchacho se dirige a su padre, ha asimilado bien el método solamente y ahora lo utiliza en su contra para invertir la situación.

    En estos cuentos, la aceptación de una condición de inferioridad estructural que normaliza el cuidado como tarea femenina se conjuga simbólicamente, cuando no materialmente, con la violencia en contra de las mujeres, consideradas objetos para el uso y consumo de los hombres. De esa forma, los relatos evidencian las dinámicas de poder existentes en las relaciones del cuidado y expresan la dominación patriarcal a través de la materialidad de una cotidianeidad obsesiva que pretende aprisionar a las mujeres. Pérez Cuadra destaca el esfuerzo de la protagonista por cumplir con todas sus tareas y las visibiliza, mientras que Phé-Funchal las hace desaparecer (junto a la mujer) detrás de la violencia del patriarcado. Además, reproducen la retórica y el uso de los cuerpos implicados en la relación de cuidado y deber, mostrando también el sistema normativo de las emociones, que establece cuáles son admisibles y si es oportuno expresarlas o reprimirlas: de ahí el silencio de las mujeres de Zapatos y el atormentado proceso de agenciamiento de las protagonistas de los dos cuentos de María del Carmen Pérez Cuadra.

    3. S EGUNDA ESCENA: CUIDAR Y RESPLANDECER

    T’insegnano a non splendere.

    E tu splendi, invece.

    Pier Paolo Pasolini, Lettere luterane

    En los cuentos analizados, la familia y el hogar son el lugar de la (im) posible negociación entre las reglas del patriarcado y la subversión, de la represión violenta o del escape, de las promesas y sus trampas. Este escenario (afectivo y normativo) en disputa concierne tanto a la escritura como a la experiencia personal de Jessica Isla. La escritora nació en Lima en 1974, de madre hondureña. Su padre era muy violento y la madre decidió regresar a Honduras cuando ella y su hermana eran todavía niñas. Fue una verdadera fuga y la fractura con el país fue radical. Jessica no pudo despedirse de los abuelos, de origen indígena, que le contaban muchos cuentos orales. Luego, en Honduras, pudo contar con el cariño de su abuela. Su apellido actual (antes Sánchez) es un homenaje: Retomo el apellido de mi abuela para escribir: Isla, porque fue la que me enseñó las lecciones de amor incondicional (Sánchez 2020).

    Jessica Isla es poeta, narradora y activista cultural feminista: ha creado y fundado la Escuela de Narrativas en Tegucigalpa, es integrante de la Red de Escritoras y Artistas Feministas y presidenta del Grupo Sociedad Civil (GSC) de Honduras. En su blog ha escrito palabras muy acertadas sobre el feminicidio en su país, que ella define como el país de los cuentos de terror (2020). Su colección de cuentos Infinito cercano, publicada en 2010, consta de siete relatos que, como dice Patricia Borrayo, muestran los cautiverios que aun hoy nos atrapan y que se nos imponen como algo inherente al ser y deber ser femenino (2010: 3). El primero, Insomnia, introduce una reflexión metatextual acerca del significado de la escritura y aborda la cuestión del cuidado de modo tangencial y sugerente. La narradora en primera persona, no exenta de cierta dosis de autoironía, se presenta en una condición de estrés, que le impide dormir y le provoca un dolor en el brazo izquierdo. Los doctores la consideran una mujer sana y muy hipocondríaca (Sánchez 2010: 9), el marido se muestra indiferente, la hija le hace dibujos de familias felices para consolarla. La falta de empatía amplifica la angustia y la desesperación. El hogar en que se desarrolla la acción está caracterizado por la ausencia y el silencio: Recuerdo viejas historias de brujas, fantasmas o aparecidos y solo puedo decir que en mi larga lista de noches recorridas no me he topado con ningún ser espectral que aparezca a la vuelta de los cuartos para tenderme la mano. Ni voces, ni murmullos. Únicamente silencio (11). En dos ocasiones, la mujer se pone a escribir: la primera, ficción sobre la locura, el insomnio, pero sabe que al día siguiente botará todo, ya que nadie quiere complicarse la vida con las manías de otros (12). Luego, escribe un diario y esto le permite recordar la violencia constante de su padre, que golpeaba a la madre, que las amenazaba a ella y a su hermana con el cuchillo, que las obligaba a convivir con el miedo. Recuerda que, cuando eran niñas, su madre les decía que tenían que dormir con la ropa puesta para estar siempre preparadas para escapar de la furia de su padre. Escribe sobre sus abuelas: recuerda a la abuela paterna que las cuidaba, que les hacía una limpieza con la piedra lumbre para protegerlas, una cruz de saliva en la frente para quedar en su pensamiento. Es un recuerdo agradecido: Ella, con sus trenzas blancas y su piel cuarteada como papel de pergamino viejo, pensaba en nosotras (14). Tras escribir el diario, la mujer finalmente se duerme. La referencia a la práctica de escritura, que ya protagonizaba el cuento de Pérez Cuadra, cierra significativamente el relato. Escribir el diario tiene una función catártica, le permite reconocer las repercusiones tanto del trauma, que ahora le procura ansiedad e insomnio, como del cuidado de las abuelas. Pero hay algo más: la voz de la escritora se sustrae simbólicamente a las dinámicas del mercado (escribir algo que guste a los demás) y se concentra en la responsabilidad hacia sí misma (escribir lo que quiere). Ella cuenta su historia personal y trasforma la escritura en lugar para compartir la huella traumática de una existencia marcada por la violencia de género. El título, que utiliza el sustantivo insomnio en femenino, está remarcando una condición compartida, la convivencia con el terror en un régimen patriarcal y de impunidad. Entonces, su escritura deja de ser personal y se desplaza hacia el horizonte colectivo, porque lo concierne.

    Insomnia es el exordio de un libro que pretende ser un compromiso consigo misma y con los lectores. Más que constatar el aspecto autobiográfico de los relatos de Jessica Isla, me interesa reconocer el carácter intersubjetivo de su literatura, la posibilidad de alentar una sintonía valorativa entre el narrador y su destinatario, tanto respecto de la experiencia —‘la vida propia’— como de la ‘vivencia de la vida misma’, es decir, la dimensión ética de la vida en general (Arfuch 2013: 23). Otro cuento de Infinito cercano, La prisionera, retoma el enlace temático entre violencia doméstica, desamparo e insomnio. La narradora escribe desde la rutina de una vida finalmente casi normal y libre: es una profesora de escuela (no la bailarina, ni la cantante ni la farmacéutica de sus sueños) y recuerda su vida anterior, en la cárcel de un matrimonio asfixiante y violento. El recuerdo no la deja dormir y, para no sucumbir a la angustia, se repite: Él ya no está (Sánchez 2010: 21). La narración se mueve hábilmente entre una dimensión fantástica, un lenguaje poético y un realismo brutal: la mujer cuenta que, llena de sueños y deseos, siempre llevaba el sol en su cuerpo y, por ese brillo, el marido la encerró en su prisión. El matrimonio convirtió la promesa de felicidad en un cautiverio puntuado por la secuencia diaria de golpes y violencia. La mujer sabe que el escape era la única manera de continuar con vida (20) y hace su plan para huir de la violencia de su pareja. En busca de aire, agua, luz, vida (19), se construye unas alas enormes y, mientras tanto, se dedica a limar, con sus dientes, los barrotes de la celda. En lugar de oponerse frontalmente a su pareja, respondiendo a los insultos, defendiéndose de los golpes, negándose a bailar, inventa otras estrategias de resistencia que desorientan a su agresor. La mujer sigue preparando la evasión: todos los días, sin explicaciones, desde la ventana, regala sus cosas a los vecinos, que no volverá a ver, y, cuando ya no tiene más que un vestido y unos cuantos libros, se va. Esta huida no es un acto de rendición, sino una acción lateral (Jossa 2022b), basada en roer los barrotes, fingir indiferencia y tolerancia, acciones y actitudes que confunden a su verdugo.

    En su nueva casa, la protagonista no se ha salvado todavía ni está libre. Él es un recuerdo insistente, que se le echa encima y la obliga a pelear: Siempre peleo. Despliego mis alas enormes y me obligo a verme a mí misma como la sobreviviente que soy; a él como el mudo reflejo que fue (Sánchez 2010: 21-22). El rostro del hombre se repite en otras miradas lascivas, se presenta en otras gentes, con otras caras y otros gestos (22). Entonces, el problema no es solamente su pareja, sino el sistema que produce y legitima hombres como él. La mujer intuye que debe completar su acción para pasar del gesto individual de salvarse la vida al gesto político de cuestionar el sistema patriarcal, para pasar del estatus de víctima al de sobreviviente. No se trata solo de olvidar, sino de actuar.

    En este paso, se insinúa de forma implícita el tema del cuidado: el vínculo con las hijas, que es amor y responsabilidad, sustenta el difícil proceso de salida del lugar del dolor de la víctima a la condición de superviviente, enraizada en el presente y con visión de futuro:

    Detrás del espejo puedo ver el camino donde están mis hijas maltrechas, cómplices de esta historia. Yo no las acompaño. No puedo ver que mi dolor es uno, que ellas, vecinas invisibles de esta historia, sufrieron conmigo y también padecen las mismas pesadillas, los mismos temores, las mismas preguntas y el mismo miedo irracional de que él nos encuentre. Ellas pueden ver a través de mis ojos. (21-22)

    La insistencia en el adjetivo mismo patentiza el riesgo de una herencia matrilineal, que se debe interrumpir y de la cual la madre está tomando conciencia. Aunque, en la brevedad del relato, la escritora muestra la densidad, la dificultad de un proceso que implica primero la fuga de la prisión, luego el abandono de la condición de víctima y, por fin, el reconocimiento de una lucha compartida, o sea, el paso de la experiencia de la violencia privada y directa al cuestionamiento de la violencia estructural. Las hijas ven a través de sus ojos y repiten el miedo y la submisión, ya que compartieron la misma experiencia y empatizan con su madre. Pero, al mismo tiempo, madre e hijas dejan de ser individuos particulares y se transforman en una categoría abstracta cuyo denominador común es el cautiverio: Me paro. No soy la madre, soy la hija prisionera que lucha día a día, mes a mes, año a año con la cárcel (22). Madres e hijas, encerradas en la prisión, sufrieron las mismas pesadillas, se hicieron las mismas preguntas y quedaron vinculadas a las mismas respuestas, volviéndose víctimas y cómplices. Por esta razón, desde el inicio, la voz narradora de la protagonista reconoce, mientras lava los platos, su papel en esta historia de cautiverio, su asentimiento. La fuga fue el primer paso, pero se requiere un paso más que no puede consistir en encerrarse en casa y apagar el brillo peligroso; todo lo contrario, es necesario salir a luz, dejar que los cuerpos resplandezcan, que la vida florezca. Como dijo Pasolini, T’insegnano a non splendere. E tu splendi, invece (1976: 63). Ahora la mujer entiende que cuidar de sus hijas no solo supone preservar su vida, como si se tratara de un mero hecho biológico, sino también valorar sus cualidades, su brillo, desarrollar su potencial, permitir su expresión y favorecer su florecimiento. Así que, en la última parte del cuento, la mujer se transforma: Me convierto en un capullo antes de salir a la luz, sin temor a lo brillante que se expande como una súper nova, explotando desde su centro hacia afuera (Sánchez 2010: 22). El devenir de la protagonista, poético y concreto a la vez, transforma el grito o el silencio en un canto, invirtiendo la dirección del miedo. Ahora son los carceleros los que temen a ese brillo de mil soles (22), a las prisioneras que muestran su alma fulgurante y grandes alas, poderosas, sin darnos por vencidas ni aún en los recuerdos (22). Precisamente porque la escritora ha mostrado la dificultad del proceso de agenciamiento, el final positivo adquiere una carga emancipadora creíble y gozosa, con la imagen sugerente de las cárceles moribundas: Entonces las prisiones morirán por falta de nosotras, extrañándonos, necesitándonos para vivir. De los carceleros mejor ni hablar, ellos están muertos y a los muertos se les oye desde lejos, se les pone flores, velas y, por último, se brinda, hasta se baila en su honor. Nosotras, por otro lado, seguimos vivas y brillantes. Estamos afuera (22).

    La atmósfera festiva y rebelde que cierra el cuento celebra la doble evasión de la prisionera: primero, de la sumisión a un hombre violento; luego, del agobio asignado por el dolor. La transformación le otorga la posibilidad de una resignificación como sujeto activo. De esa forma, la mujer interrumpe el linaje de victimismo que la estructura heteropatriarcal puede generar. Como afirma en una entrevista a propósito de su actividad social, atendemos casos de violencia porque las mujeres aquí no somos víctimas, somos sobrevivientes y resilientes. Hay que dejar una historia de esto (La Tribuna 2018).

    En contra de este destino de pasividad, en el último cuento de Jessica Isla, Correr desnuda, publicado en 2021 en la revista Oltreoceano, hay la reivindicación de una ascendencia femenina rebelde y disconforme. La narradora, Pérez, empieza a contar su historia por la valentía de dos mujeres de su familia, su madre y su tía. De esa forma, el cuento recorre tres épocas históricas, mostrando diferentes facetas de una estructura social que sigue siendo vigente. La tía Juanita bajó la cabeza y no lloró (Isla 2021: 180) cuando los hombres de su familia mataron a su novio, culpable de no estar a la altura de su clase social. Pero, un día, la tía salió de la casa y empezó a correr y desnudarse, un acto de rebeldía escandalosa que será castigado encerrándola en su cuarto. Su madre, por otra parte, fue una amazona competente (179) que cuidó sola de sus hijos de padres diferentes, ahuyentando a los hombres no deseados y matando serpientes. Ahora le toca a Pérez cuidar ella sola de su bebé, ya que el padre del recién nacido ha emigrado a España. Pero ella tiene que trabajar en la oficina, puesto que el código de trabajo de Honduras, en el artículo 135, concede las licencias por maternidad solamente durante las cuatro semanas que preceden al parto y las seis que le siguen. Como observa Sira del Río, la estructura del mercado laboral está diseñada para personas que no tienen que cuidar de nadie, lo que determina una tensión entre la lógica del mercado y la lógica del cuidado (2004: 6). Pérez experimenta esta tensión en su propio cuerpo, siente el peso del trabajo y del cuidado, de la presión de su jefe y de las noches sin dormir, de las tareas pendientes y de la lactancia. Amamantar le provoca dolor, fiebre, ansiedad, y, agrega con ironía, no existe medicamento alguno para apaciguar mis dolores, porque todo estaba pensado para el ‘bienestar del niño (Isla 2021: 182). Como en Leche, de Margarita García Robayo (2019), o en Clases de madre, de Lina Meruane (2018),⁶ la deconstrucción del mito de la lactancia feliz muestra la carga de un cuerpo transformado en propiedad exclusiva del hijo (Meruane 2018: 130), pero también de una maternidad atravesada por la obligación laboral, el deseo y las cuestiones fisiológicas. El cuerpo de Pérez, dolido e infeliz, es desbordante. Cuando su jefe la cita para reprocharle su escaso rendimiento, su cuerpo sobrepasa las palabras, empieza a manar fluidos: de los ojos le salen las lágrimas, de los pechos le sale la leche (Jossa 2022b). El hombre declara su disponibilidad a resolver el problema, explicándole lo mucho que necesitaba de una tetas grandes y gordas (Isla 2021: 182), y empieza a tocarla. Pérez, pensando en su linaje rebelde, lo golpea con una lapicera, sale corriendo de la oficina y empieza a desnudarse, como la tía Juanita. Luego, arranca el rótulo de la empresa y se lo pone a modo de escudo. Transformada en guerrera desnuda, se arrodilla en postura de salida de la carrera y escucha de modo clarísimo e ilusorio, imaginario y ancestral (183), el silbato y las palabras que la invitan al arranque: Lista en uno, dos, tres (183). Con esta imagen final, Jessica Isla reivindica una forma de rebeldía agonista, confiando en la capacidad de las mujeres para desvestirse/desprenderse de las normas del patriarcado, de la violencia machista y de los imperativos del mercado laboral y salir al campo a competir.

    4. T ERCERA ESCENA: HACIA UNA ÉTICA DEL CUIDADO

    En la trilogía de la escritora salvadoreña Claudia Hernández, que incluye las novelas Roza tumba quema (2017), El verbo J (2018) y Tomar tu mano (2021), se afirma con convicción una ética del cuidado: si, en la primera novela, Claudia Hernández retoma la figura de la madre y el arquetipo de la inclinación materna para plantear la ética del cuidado como una forma de solidaridad, resistencia y esperanza (Perkowska 2022: 149), en las novelas siguientes muestra otras etapas de la vida (la niñez y el matrimonio) en las que se realizan unas prácticas relacionales basadas en la solidaridad. De hecho, son algunos personajes femeninos los que se encargan, con amor y dedicación, de la vida de los demás, en un escenario ficcional que podría parecer muy conservador. Me propongo discutir la feminización de los cuidados a través de referencias textuales precisas, precedidas de una consideración sencilla pero quizás subestimada: si en las tres novelas siempre son las mujeres las que se encargan de los demás, como si fuera una tarea exclusivamente femenina, es porque Claudia Hernández está transcribiendo una condición factual y una conexión simbólica y semántica muy extendida en la opinión común de la sociedad que retrata.

    No es casual, en mi opinión, que las tres novelas presenten un quiebre inicial que propone la no coincidencia entre el plan biológico, simbólico y afectivo de la relación entre madres e hijas, que cuestiona desde la perspectiva infantil. En Roza tumba quema, una de las primeras escenas relata un episodio de la infancia de la protagonista: temprano por la mañana, la niña de nueve años es enviada por su mamá a moler maíz para los tamales, a un molino que queda lejos. Fascinada por las olas del mar, regresa muy tarde, causando la cólera de su madre. Lo que afecta a la niña no son los duros regaños, sino

    el hecho de que ella no saliera a buscarla, a sapiendas de que el mar inmenso y hermoso también era un peligro que pudo habérsela tragado. Siempre se ha preguntado por qué no lo hizo. Ha tratado de creer que fue porque tenía muchos hijos, pero la respuesta no la convence: ella, aunque hubiera tenido treinta o cuarenta niños, habría dejado todo por ir a traer a la que le hacía falta, así estuviera en la selva. (Hernández 2018a: 16)

    La reivindicación de otra forma de cuidado y la falta de atención marcan un distanciamiento de la madre y una transición muy temprana a la edad adulta. También en El verbo J hay un punto de ruptura con la madre durante la infancia de la protagonista, una actuación inesperada que quiebra la ilusión de un amor incondicionado. La protagonista es una persona cuir que vive la discriminación y la violencia durante toda la infancia. Su madre la consuela y la defiende cuando el padre le pega, los compañeros la insultan, los vecinos la desprecian. Durante la guerra, la familia deja la casa en el campo, demasiado peligroso, y construye una choza en un asentamiento en los márgenes de la ciudad. No hay agua y la niña debe ir a las casas de verdad (Hernández 2018b: 20) para pedir un poco de agua. Para facilitar su trabajo, con sus ahorros compra un cántaro de plástico rosa, que le es entregado entre risitas. La niña está feliz y lo muestra con orgullo a su madre, que reacciona de modo inesperado: Mi madre perdió el control cuando me vio, me pegó fuerte y lo quemó frente a mí. Me dijo El rosa no es para hombres. No vuelvas a comprar uno así (22). El episodio es revelador: la madre empieza a sospechar una desviación de su hijo y, cuando descubre su amor infantil hacia otro muchachito, deja de protegerla y la golpea seguido: Prefería verme muerto a que yo fuera culero. Pronunciaba la misma palabra que usaron conmigo los soldados. Se había vuelto un poco como ellos (25). En Tomar tu mano, la niña protagonista desobedece y el padre reacciona azotándola, con la aprobación de la madre. La escena es muy violenta, pero, más que el azote, a la niña le duelen las preguntas sin respuestas: La madre no quiere que vaya a preguntarles nada acerca de esa historia. Ella quiere saber. Hay cosas que no deben ser sabidas. No quiere que siga preguntando. Y quiere que deje de mirar lo que no le incumbe (Sánchez 2021: 9). Las tres escenas plantean el distanciamiento como emancipación del deseo, pero, más que profundizar los aspectos psicológicos, quisiera subrayar que la relación empática es abandonada cuando se imponen la urgencia de sobrevivir y/o los mandatos de la sociedad patriarcal. Además, al separarse de la ley del patriarcado y del vínculo autoritario, las niñas anticipan la formación de redes de apoyo y colaboración que caracterizan las relaciones en las tres novelas y exceden el concepto tradicional de familia.

    Junto a estas rupturas, las novelas insinúan, aunque de modo implícito, también el cuestionamiento del significado, la práctica y el valor del cuidado, lo que contradice la aparente linealidad de la situación y la equivalencia entre la construcción de lo femenino y la atención a los demás. La protagonista de Roza tumba quema se integra a la guerrilla y, tras el fin de la guerra, se dedica incansablemente al cuidado de sus hijas. La suya es una lucha ininterrumpida contra la pobreza, que lleva a cabo sola o tejiendo redes de solidaridad para sobrevivir, pagar los estudios de sus hijas, protegerlas de la violencia de los hombres. Para ella, el cuidado es una forma de estar en el mundo y entre la gente, una manera de relacionarse. La novela parece devolver a la mujer la supuesta vocación, ligada a la maternidad, de dedicación, sacrificio y altruismo. En su excelente ensayo sobre Roza tumba quema, Magdalena Perkowska, siguiendo las reflexiones de Cavarero, ya muestra como Claudia Hernández replantea y resemantiza la inclinación materna que se superpone a la retórica vertical del sujeto autónomo en el contexto de la guerra y posguerra en El Salvador (2022).⁷ La novela muestra la persistencia de una concepción patriarcal y vertical de género (159) e indica que el bien común por el que aboga la comunidad en beneficio colectivo es de carácter excluyente y machista" (Gálvez Cuen 2018: 202). En este escenario, lo mismo en toda la trilogía, las estrategias de supervivencia desplegadas por las protagonistas están simbólica y materialmente feminizadas, con el riesgo, antes mencionado, de reproducir normatividades reaccionarias. En Roza tumba quema, cuando el Frente gana las elecciones, una amiga advierte a la protagonista que puede solicitar una pensión como lisiada de guerra, y ella se sorprende, porque no se considera una inválida. Sin embargo, durante la guerra, una bomba explotó muy cerca de ella: Nunca hablaba de ella porque no le parecía que fuera importante. Después de que su padre se había convertido en pedazos imposibles de juntar o de que muchos de sus compañeros se las arreglaban para trabajar a pesar de tener miembros cercenados, creía que lo que le había pasado a ella era una nada (Hernández 2018a: 263). Su abnegación le impidió tomar en cuenta su cuerpo y de repente se descubre enferma en la mirada y las palabras de su

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1