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Arde Villa Elvira
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Libro electrónico268 páginas3 horas

Arde Villa Elvira

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Información de este libro electrónico

Un virulento incendio se declara en una mansión victoriana que ya ha sido escenario de hechos trágicos en el pasado. Esta vez, cinco cuerpos calcinados aguardan silenciosos a que se resuelva el misterio. Alma, una niña de cinco años, es la única superviviente y solo ella sabe lo que ocurrió.

En Arde Villa Elvira, Jordi Catalán nos sorprende con un thriller ambientado en Barcelona y Sabadell, en el que el odio, la venganza y los secretos son protagonistas, pero, ante todo, nos descubre hasta dónde es capaz de llegar un padre por salvar a su hija.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 mar 2024
ISBN9788410682597
Arde Villa Elvira

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    Arde Villa Elvira - Jordi Catalán

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Jordi Catalán

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rachel’s Design

    Corrección: Capti in libris

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-259-7

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mi padre.

    Aunque no tuvimos mucho tiempo,

    fuiste ejemplo y fuente de inspiración.

    Hace años la vida se me complicó y me llevó a ser el peor padre del mundo. A veces nos enfrentamos a situaciones que nos llevan a desafiar todos los límites de la lógica, por ello necesito redimir el sufrimiento de la persona que más amo en este mundo. Lo que voy a narrar a continuación fue la etapa más difícil de toda mi vida.

    Enrique Hernández

    Prólogo

    Centro de coordinación del 112.

    Barcelona, 9 de enero de 2010

    —Emergencias, ¿en qué puedo ayudarle?

    —¡Está ardiendo la casa de al lado! —gritó la anciana con voz temblorosa.

    —Cálmese, señora. ¿Cómo se llama?

    La teleoperadora intentó tranquilizarla mientras maximizaba las ventanas de todas las competencias en la pantalla de su ordenador.

    —¡Me llamo Josefina! ¡Manden a los bomberos, por Dios! —exclamó angustiada.

    —Muy bien, Josefina, ya he dado el aviso. No se preocupe. —La chica derivó su llamada al centro de mando y se giró para ver si su coordinador estaba conectado al sistema. Él la miró desde la distancia y levantó el pulgar de su mano derecha mientras recopilaba toda la información que le estaba llegando. El tumulto en la sala principal fue en aumento y el murmullo hipnotizador que reinaba en los primeros minutos de la noche se transformó en una masa de voces nerviosas que atendían a todas aquellas personas que habían llamado por el mismo aviso—. Josefina, necesito que me diga dónde está ahora mismo —habló con tono firme.

    Los primeros segundos de la llamada eran cruciales para el buen desarrollo de una estrategia de socorro.

    —Estoy en la terraza de mi habitación. ¡La casa está ardiendo y hay humo por todas partes!

    La anciana tosió un par de veces mientras gemía lastimera.

    —De acuerdo. Vuelva a entrar a su vivienda y cierre todas las ventanas —le aconsejó.

    —Ya las estoy cerrando —dijo la mujer, atemorizada.

    —¿En qué calle vive?

    —En Mestre Dalmau número 8 junto al Turó de la Peira.

    —¿Está usted sola?

    —Sí —contestó—. Mi hija iba a venir a cenar, pero al final...

    —Escúcheme —la interrumpió—. Póngase ropa de abrigo y salga de la casa inmediatamente.

    —¡No! ¡No me cuelgue, por favor! —le suplicó.

    —Estoy aquí, tranquila. —La joven suavizó el tono de su voz para tratar de controlar la situación. Aunque estaba habituada a recibir ese tipo de llamadas, no podía mostrar su ansiedad porque eso aumentaría la agitación de la anciana—. Explíqueme qué ha ocurrido.

    —Estaba en la cama y ha empezado a oler mucho a humo. ¡Ay, Dios mío! —exclamó—. Creo que mis vecinos están dentro de la casa. ¡Tienen dos chiquillos!

    La mujer comenzó a llorar mientras bajaba por las escaleras con dificultad.

    —Los bomberos van de camino, Josefina. Salga de su casa, ¿de acuerdo?

    —Ya estoy cruzando el patio.

    —Cuando llegue a la calle, aléjese del humo y busque ayuda, por favor —concluyó la teleoperadora.

    A esas alturas de la llamada, el servicio de Emergencias del CAT112 había localizado la vivienda de la mujer y compartido su ubicación en el sistema informático. El incendio era de gran envergadura, y el hecho de que hubiera personas atrapadas en su interior hizo que la situación fuera de extrema gravedad. El incidente derivó en la Sala de Control Central de Bellaterra, que fue el centro de coordinación desde el que se activaron los recursos de las cuatro competencias del distrito de Horta-Guinardó, en Barcelona: Sistema de Emergencias Médicas, Mossos d’Esquadra, Guardia Urbana y Bomberos. La primera unidad de la Policía Local que llegó al lugar a los pocos minutos del aviso asumió el mando de manera provisional. Los agentes ordenaron el corte de tráfico del Paseo Fabra i Puig y la calle Feliu i Codina, despejando así la calle donde el fuego devoraba con furia aquella vieja mansión de estilo victoriano. Aunque la noche ya había caído en la Ciudad Condal, la intensidad de las llamas provocaba un extraño resplandor dorado en el lugar. Las sirenas de los vehículos rompieron el silencio que reinaba en aquel barrio del norte de la ciudad.

    La primera dotación de bomberos que llegó a la zona del siniestro fue una Bomba Urbana Ligera. El camión se abrió paso entre los vehículos de los sanitarios que estaban estacionados en el chaflán, formando una uve para atender a las primeras urgencias. Unos metros más adelante, un par de agentes de la Guardia Urbana contenían a la mayoría de los vecinos para que no cruzasen el perímetro de seguridad que se había establecido. Una vez pasado el dispositivo policial, el vehículo se detuvo frente a la casa y se bajaron cuatro bomberos, además del conductor del camión y un sargento. Por el camino habían revisado el protocolo y organizado la inminente intervención, por lo que actuaron con la mayor celeridad. El sargento salió disparado para encontrarse con el agente que estaba al mando mientras sus compañeros se colocaban el equipo y ajustaban la presión de la bomba de agua que se encontraba en la parte trasera del camión.

    —Buenas noches, soy el sargento Suárez —le dijo al agente de la Guardia Urbana que se acercaba a él a toda prisa—. ¿Quién está al mando?

    —Yo, señor. Soy el agente Blanco.

    El policía le estrechó la mano con firmeza. Su expresión denotaba que estaba alterado con la situación.

    —En pocos minutos llega otro vehículo ligero y un camión escala. Habría que hacerles más espacio por allí —le exigió el sargento, señalando la bocacalle por la que habían entrado.

    —Recibido, sargento. Les diré a los del SEM que accedan por Feliu i Codina. Nos indican varios vecinos que hay personas atrapadas dentro de la casa, señor —le informó, cubriéndose las vías respiratorias para protegerse del humo que invadía su alrededor.

    —¿Ha habido corte de suministros, agente?

    —Solo de luz. La entrada de gas está justo detrás de la fachada.

    El agente de la Guardia Urbana se retiró y el sargento volvió a reunirse con su equipo mientras repasaba la intervención en una pantalla portátil. Sabía que no se trataba de un incendio normal y corriente. La ubicación de aquella casa, colindante a otros inmuebles y sin salida por la parte posterior, podía convertirse en una auténtica ratonera. Los demás bomberos habían extendido las mangueras varios metros sobre la calzada, separándolas por tipos de reducción. El sargento se giró de nuevo para ver si habían llegado los refuerzos en el momento en que una lejana sirena anunció su aparición. No podía esperar más tiempo y decidió tomar el control de la situación, informándoselo por radio al jefe supervisor.

    —¡Chicos! —les gritó para que se acercaran a él—. Entramos ya. Lo haremos por binomios. Dos: vienes conmigo. Accedemos y revisamos la primera planta de la casa. Necesitaremos hacha, detectores y una cámara térmica. Tres y cuatro: cortad el suministro del gas y preparad el relevo con la manguera de alta presión. Uno: coordínate con los del SEM para una posible evacuación. Y Cinco: cuando lleguen los compañeros, buscad una vía para acceder con la escalera por la parte de atrás. Desde la fachada nos va a ser imposible llegar. ¡Vamos! —finalizó, dando unas fuertes palmadas.

    El sargento y su subordinado accedieron a la propiedad saltando la verja de la entrada principal porque no había manera de abrir el portón, ya que corría lateralmente y se incrustaba en un pequeño muro de la fachada. Una vez llegaron a la escalera, la imagen que contemplaron les dejó sin aliento. La casa era estrecha pero alargada y estaba dividida por un enorme torreón con forma hexagonal. El fuego que asomaba por las ventanas y tras las cúpulas le confería el aspecto de un pequeño castillo salido del mismísimo infierno. El calor acumulado en el porche les erizó la piel. Los dos bomberos se agacharon y empezaron a avanzar en cuclillas para esquivar las altas temperaturas. El sargento analizó el exterior de la casa y observó que los materiales predominantes eran la madera y el hierro forjado. Comprendió que iba a ser una tarea muy difícil porque la madera tardaría poco en dañar la estructura principal y el hierro alcanzaría temperaturas extremas. Cuando verificaron que era seguro acceder, rompieron el pomo de la puerta con el hacha y la abrieron despacio para no provocar un corredor de aire; un torbellino de humo les dio la bienvenida. Cuando el sargento se dispuso a entrar, notó en el hombro la mano de su compañero. La visibilidad que tenían era nula. El humo que descendía por la escalera evidenciaba que no había salida de aire y que el fuego, probablemente, se había originado en la planta superior. Antes de subir el sargento informó al jefe supervisor por radio. Había que atacar el incendio por la parte trasera de la casa desde lo alto de la escalera del camión.

    —¡Dos, revisa la planta principal! —le ordenó el sargento Suárez a su compañero por la emisora interna.

    —Recibido.

    El bombero bajó la mirada y activó la cámara térmica.

    —¡Cinco minutos y salimos! —exclamó el sargento.

    Los dos bomberos caminaron con cuidado por la planta principal de la mansión. El sargento fue el primero en avanzar y el agente número Dos le siguió sin soltar su hombro derecho mientras examinaba cada foco de calor con la cámara térmica para localizar a posibles víctimas. El humo, que había invadido todo el cielo raso, les indicaba que la situación era crítica en las plantas superiores. El fuego no había conseguido asomarse todavía por la primera planta, por lo que confirmaron que el origen del incendio venía de arriba. La elevada temperatura y la falta de oxígeno hizo que los primeros cinco minutos de intervención pasaran en un abrir y cerrar de ojos. El sargento revisó la estructura central de la casa, examinando las paredes y los techos. Al ver que todo estaba en buenas condiciones, y tras asegurarse de que no había ninguna fuga de gas, autorizó la intervención en la parte superior. Sería cuestión de tiempo que la estructura cediese bajo la presión del incendio, pero había que intervenir a toda prisa, ya que no localizaron a nadie en la primera planta. Decidieron crear una corriente de humo, abriendo uno de los ventanales del salón principal y otro de la cocina. El aire limpio provocó un remolino de esperanza, pero, al llegar a la escalera, vieron cómo las lenguas de fuego asomaban entre los balaustres de la barandilla.

    —¡Señor! ¡Hay alguien tumbado ahí arriba! —le gritó el bombero.

    —¡Salimos!

    Al escuchar la sirena que anunciaba la llegada del camión escala, el sargento decidió abandonar la casa. La puerta se abrió de par en par y aparecieron los dos bomberos envueltos en una nube de humo color gris oscuro. El sargento volvió a cerrarla a toda prisa y agarró a su compañero para que dejara de mirar atrás, obligándole a bajar al jardín. Se reunieron con el relevo y, cuando estuvieron en zona segura, se quitaron el casco y la máscara. El aire limpio llenó sus pulmones. Estaban exhaustos y en sus miradas se reflejaba el peligro que existía en el interior de la mansión.

    —Tres y Cuatro. Entráis directos a la escalinata con la 75 milímetros y la camilla —les ordenó, angustiado, con el rostro empapado en sudor y manchado por el humo—. ¡Hay un cuerpo en el descansillo de la segunda planta! —gritó—. Contención de esas lenguas y rescate. ¡Vamos!

    —¡Recibido! —gritaron al unísono.

    El sargento se alegró al escuchar al subinspector por la emisora confirmándole que el otro camión había llegado y que estaban maniobrando para poder extender la escalera por la parte trasera. El plan consistía en rescatar a la primera víctima mientras contenían las llamas que asomaban por el hueco de la escalera. La bomba del camión escala comenzó a descargar agua a través de todos los ventanales rotos de la planta superior. El fuego se debilitó debido a la presión y se concentró en la última planta de la vivienda. A primera vista les pareció una estancia diáfana a cuatro aguas. El desván era la zona más peligrosa de la propiedad, ya que en él se encontraban las vigas de madera de mayor envergadura. Si se debilitaban, provocarían un derrumbe inminente. Los bomberos siguieron con el plan de intervención y, cuando se aseguraron de que las llamas se habían extinguido en el piso de arriba, accedieron sin titubear a su interior, topándose con un escenario dantesco. Los agentes que entraron por la balconada trasera fueron los primeros en descubrir los cuerpos de dos adultos en el suelo de la habitación principal. Se trataba de un hombre y una mujer, ambos calcinados y tendidos bocabajo. En el descansillo de la escalera había el cuerpo de otra mujer en posición fetal. Al ver a los compañeros que ascendían desde la planta inferior, los dos bomberos retrocedieron hacia la grúa, haciéndoles señas de negación. La vida en aquella planta se había esfumado. El agente Cuatro, que fue quien examinó el cuerpo de la mujer que había en la escalera, se quedó helado al ver que estaba protegiendo el cuerpo de un niño. El sargento ordenó su levantamiento inmediato a la vez que informaba al supervisor y a los agentes de la Guardia Urbana. La brigada del camión escala, bajo el mando del subinspector, seguía atacando a la última planta, luchando contra un fuego abrasador que parecía querer devorar toda la mansión. Antes de poder acceder al desván a través de una pequeña terraza, localizaron otro cuerpo ovillado en una de las esquinas de la estancia. Uno de los bomberos que había en la jaula de la escalera recibió un fogonazo que le obligó a girar su rostro. Al desviar su mirada hacia el suelo vio algo que le llamó la atención.

    —¡Sargento, hay una niña detrás de la casa! —informó por la emisora—. Nosotros no podemos bajar. ¡Hay que ir a por ella!

    —¡Recibido! ¿Hay algún corredor lateral? —le preguntó, preparándose para volver a entrar.

    —Por el flanco izquierdo, señor.

    El sargento volvió a colocarse el casco y sin vacilar se dirigió hacia allí. Corrió deprisa por uno de los laterales de la casa, esquivando cristales esparcidos por todo el terreno y, cuando la vio a lo lejos, detuvo su marcha para analizar la situación. La niña vestía un camisón blanco y estaba acurrucada en uno de los setos que adornaban el límite de la finca. Lloraba desconsolada, escondiendo la cabeza entre sus brazos. El sargento se acercó despacio y la abrazó para que se sintiera a salvo. La cogió en brazos y le susurró: «ya estás a salvo, pequeña».

    1

    Sabadell, 11 de enero de 2010

    El teléfono móvil comenzó a vibrar, rompiendo el silencio de la noche. Traté de localizarlo, palpando a ciegas toda la superficie de la mesita hasta que aterrizó en el suelo, produciendo un estruendo bastante desagradable que me despertó de golpe. En aquella época ya me había acostumbrado a levantarme a las cinco de la mañana para ir a trabajar, pero un intenso dolor de cabeza evidenció que debía ser mucho más temprano. Encendí la lamparita que acompañaba la soledad de mis noches y, al ver el viejo reloj que colgaba en la pared que tenía frente a la cama, se me llevaron los demonios. Cuatro y diez de la madrugada. «¿Quién narices me llama ahora?», me pregunté, malhumorado. Me incorporé y miré al suelo para localizar el maldito móvil. Me importaba poco si se había roto con el golpe, solo quería saber quién estaba detrás de esa llamada desafortunada. El teléfono se encontraba boca abajo en un hueco que había entre la mesita y la cama, y continuaba emitiendo una molesta vibración. Me arrodillé para recogerlo. Cuando descubrí quién era el culpable de ese infortunio, se me heló la sangre: Gerard Osuna. El hombre que me retenía en esa ciudad. Una parte de mí sabía que podía ser él. ¿Quién iba llamarme a esa hora? ¿Verónica? Mi novia debía estar sobrevolando el océano Atlántico en ese momento, así que, salvo José, mi jefe, o alguno de mis compañeros gilipollas del trabajo, que a esas horas debían estar babeando en sus almohadas, solamente podía ser él. No contesté la llamada, no me atreví. El pulso acelerado de mi corazón hizo que comenzara a temblarme todo el cuerpo, como casi siempre me sucedía. Hacía varias semanas que no sabía nada de él, su ausencia me proporcionaba una sensación de paz que hacía que menguara aquella sensación de odiar la vida que llevaba. Ese hombre, que una vez fue un gran amigo mío, se había convertido en una especie de secuestrador. Se lo debía prácticamente todo, pero le odiaba y respetaba a partes iguales. Era una extraña sensación para mí. Me recordaba al curioso síndrome de Estocolmo en el que la víctima terminaba empatizando con su secuestrador, incluso admirándolo. Él odiaba que lo viera de ese modo y enseguida me lanzaba todo tipo de reproches. «Todo esto lo he hecho por ti, Quique», repetía una y otra vez con su tono solemne y aleccionador, pero yo me sentía atrapado en Sabadell; me sentía atrapado en aquella vida que ni de lejos sentía como propia.

    La ansiedad que me producía ver su nombre en la pantalla del teléfono móvil me hizo deambular por esa vivienda desangelada en la que pasaba la mayor parte de tiempo. Entré en el baño para darme una ducha rápida, aunque en realidad lo que quería era estar lo más lejos posible de mi teléfono. Sabía que después de esa llamada vendrían otras y, al no contestarle, Gerard me inundaría el teléfono de mensajes. Tocaba afrontarlo, pero yo no estaba preparado. Tiempo atrás habría tenido el valor de actuar prácticamente sin pensarlo. En mi antiguo trabajo debía estar siempre a la altura de las circunstancias, y me aferré tanto al éxito que me convertí en uno de los psiquiatras forenses más prestigiosos de Barcelona. Tanta profesionalidad y tanta reputación para terminar cayendo en su trampa. «Vida nueva», me decía. Ciudad nueva, piso nuevo, trabajo nuevo, incluso un apellido nuevo que odiaba con todas mis fuerzas. Gerard se ocupó de todo y se lo agradecí a mi manera, pero no podía evitar odiarle. Tampoco fui capaz de ignorarle demasiado tiempo porque él era el único enlace con mi vida anterior, la vida que perdí cuando mi mujer murió de forma trágica casi tres años atrás.

    Una vez duchado, me vestí con ropa de trabajo y me preparé un café larguísimo para ver si regresaba mi lucidez. Un grito en mi mente me exigía que fuera a buscar el dichoso teléfono, pero tenerlo silenciado y alejado de mí me hacía más bien que mal. Intenté relajarme encendiendo el televisor y liándome un cigarrillo. Cada día la misma rutina: durante quince minutos me sentaba en uno de los viejos taburetes que había en la barra que separaba el salón de la cocina para escuchar la voz de la presentadora de un programa musical. En aquel momento encontraba la paz.

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