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Memorias en transición: Manifestaciones y usos sociales, estéticos y políticos en las representaciones de las memorias del pasado violento
Memorias en transición: Manifestaciones y usos sociales, estéticos y políticos en las representaciones de las memorias del pasado violento
Memorias en transición: Manifestaciones y usos sociales, estéticos y políticos en las representaciones de las memorias del pasado violento
Libro electrónico392 páginas4 horas

Memorias en transición: Manifestaciones y usos sociales, estéticos y políticos en las representaciones de las memorias del pasado violento

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Las reflexiones presentadas en este libro nos evocan que las estrategias, prácticas o iniciativas de memoria descritas y analizadas, son producto de unas condiciones nacionales, regionales y locales, no solo como una determinación espacial, sino como fragmentos de comprensión de unos escenarios donde el conflicto responde a lógicas observadas en lo nacional, pero también resultan de la particularidad de su ejercicio de poder violento y simbólico sobre diversos grupos poblacionales en diferentes zonas del país; a su vez, ese pasado evocado se hace desde un presente que alude necesariamente a los procesos de justicia transicional de las últimas dos décadas, por lo tanto, se enuncian desde los derechos de las víctimas consagrados y reconocidos por los procesos y normas establecidas en ese contexto. Otro aspecto de dicha memoria es el interregno entre el llamado a la reconciliación que los Acuerdos de Paz de la Habana proponían luego de su  rma entre el Estado y la guerrilla de las FARC y las condiciones políticas del nuevo gobierno iniciado en 2018, donde la burocracia asociada a las políticas de memoria se intuye y evidencia revisionista y negacionista .Las reflexiones presentadas en este libro nos evocan que las estrategias, prácticas o iniciativas de memoria descritas y analizadas, son producto de unas condiciones nacionales, regionales y locales, no solo como una determinación espacial, sino como fragmentos de comprensión de unos escenarios donde el conflicto responde a lógicas observadas en lo nacional, pero también resultan de la particularidad de su ejercicio de poder violento y simbólico sobre diversos grupos poblacionales en diferentes zonas del país; a su vez, ese pasado evocado se hace desde un presente que alude necesariamente a los procesos de justicia transicional de las últimas dos décadas, por lo tanto, se enuncian desde los derechos de las víctimas consagrados y reconocidos por los procesos y normas establecidas en ese contexto. Otro aspecto de dicha memoria es el interregno entre el llamado a la reconciliación que los Acuerdos de Paz de la Habana proponían luego de su  rma entre el Estado y la guerrilla de las FARC y las condiciones políticas del nuevo gobierno iniciado en 2018, donde la burocracia asociada a las políticas de memoria se intuye y evidencia revisionista y negacionista.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 dic 2019
ISBN9789585119376
Memorias en transición: Manifestaciones y usos sociales, estéticos y políticos en las representaciones de las memorias del pasado violento

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    Memorias en transición - Freddy A. Guerrero Rodríguez

    Memorias en transición y otras historias

    Freddy A. Guerrero¹ y Nohra Palacios²


    Introducción

    Hacer referencia a las memorias en transición es otorgarles múltiples significados con la intención de ubicarlas en contextos definidos. Inicialmente, los aportes en este libro sitúan a la memoria en el campo de la justicia transicional, lo cual presupone que las formas en las que la memoria se manifiesta están ancladas a una red conceptual y de prácticas que dan determinado sentido a los esfuerzos de rememoración. Así, el cruce con las memorias sociales y colectivas remite tanto a sus anclajes culturales o gregarios, como a ubicar a las víctimas en el centro de las mismas (como identidad de referencia); por lo tanto, sitúa a las memorias en una gramática que las vincula a la triada de verdad, justicia y reparación, así como a las garantías de no repetición, como reza el mantra jurídico de la justicia transicional.

    Sumado a lo anterior, otro significado que se incorpora en la noción de memorias en transición apela a la intersección y el encuentro entre las iniciativas y prácticas de memoria de orden local y regional con la institucionalidad estatal o con organismos nacionales e internacionales. Esto permite expandir el carácter público de las memorias que inicialmente emergen con sus propias lógicas y sentidos en el mundo privado, comunitario y organizativo, reformando el lenguaje de tal forma que comunique las prácticas tradicionales con los ámbitos jurídicos, de convivencia y reconciliación; es decir, posibilita la transformación de espacios y lenguajes que traducen e interpretan el sentido de las evocaciones del pasado bárbaro.

    Para el caso colombiano, la memoria no parece ubicarse como cierre simbólico de ese pasado bárbaro, sino que se localiza en un punto liminal en el que ese pasado se resiste a ser pretérito y, por el contrario, actualiza el daño, el dolor y el miedo. De hecho, los diferentes autores que participan en este libro comunican su preocupación por los entornos que describen, mostrando cierto sentimiento ambiguo en el que reivindican las prácticas comunitarias, organizativas e individuales alrededor de la construcción de memorias, y un contexto que se resiste a trascender las circunstancias que han hecho posible la desaparición, las ejecuciones extrajudiciales, el desplazamiento y otra serie de daños individuales y colectivos; aquí, la transicionalidad remite a las memorias e que no han llegado a ser recursos del pasado y menos actualización desde el presente

    En efecto, el contexto colombiano reaviva la disputa en el contenido de las narrativas sobre el pasado; basta pensar en los cambios en la perspectiva del Centro Nacional de Memoria Histórica, que desde su creación en 2010 por la Ley 1424 o Ley de víctimas y Restitución de Tierras, guardó una cercanía sobre las víctimas y planteó la memoria más como un crisol de voces, diferente a la segunda dirección de la misma institución que, bajo las banderas políticas del nuevo ejecutivo nacional, ha ideologizado y modificado contenidos de lo que será el Museo de la Memoria de Colombia (o lo que debe ser recordado y negado). De esta manera, las memorias en transición toman cierto derrotero hegemónico y reaccionario, pero al que interpelan iniciativas como las representadas por la Red de Lugares de Memoria de Colombia (cuya centralidad sobre las víctimas se reivindica), o bien las iniciativas de memorias comunitarias y organizacionales, académicas, entre otras que en su diversidad de enfoques apelan a una mirada particular sobre el pasado, proponiendo y siendo críticas sobre qué, quién y a través de qué este pasado se representa. En este caso, la transición alude a un tránsito aún inacabado sobre el decantamiento de lo que Stern (1998) denomina memorias emblemáticas, una matriz en la que las memorias sueltas encuentran un lugar narrativo compartido.

    Por lo tanto, las memorias en transición nos sitúan en varios escenarios: por un lado, en incertidumbres sobre las apuestas y consolidación de la institucionalidad de la memoria en Colombia en cuanto a si reproduce el statu quo, partiendo de las agencias que dinamizan la comprensión del pasado e interpelan precisamente a las condiciones que han hecho posible el conflicto y la violencia; y por otra parte, desde las certezas sobre lo que se ha hecho con los statu quo y poderes locales y comunitarios existentes, así como con la posibilidad de construcción de ciudadanía desde una memoria que apela a los derechos, a las propias formas de evocar y colocar el sentido y la acción sobre un pasado que pretende pasar del dolor a otros escenarios más garantistas de la vida individual, familiar, comunitaria, organizativa y social.

    Así, este libro es un registro de esas memorias en transición, de su manifestaciones y usos en diversos escenarios sociales, estéticos y políticos que intentan representar el pasado y darle sentido y acción a las prácticas de memoria, las cuales en sus liminalidades contextuales, en su circulación y expansión en la esfera pública, en sus encuentros y desencuentros con las institucionalidades, configuran un paisaje de memorias diverso; sin embargo, es un proceso inacabado, con esfuerzos y voliciones individuales y colectivas que indican los sentimientos, lógicas, estéticas y el sentido político que implica la construcción de memorias.

    Antes de describir los contenidos del libro en relación con los diferentes capítulos que lo nutren, se hará una reflexión del para qué y cómo de la memoria; para ello, se parte de su papel educador y de sus tensiones y cercanías con otras disciplinas que apelan al pasado como objeto o escenario de comprensión. Posteriormente, se describirá la relación entre la memoria y la justicia transicional, marco en el que se incorpora un sentido particular de las memorias, para finalmente hacer la descripción de los capítulos y esgrimir unas breves conclusiones.

    I. La relación entre historia y memoria en la historiografía del conflicto en Colombia

    ¿Quiénes deben contar el pasado reciente del conflicto en Colombia?: ¿los académicos, los políticos o las víctimas?; ¿cómo esta narración del pasado se relaciona con la justicia transicional?; ¿cómo narrar y enseñar ese pasado violento en el espacio público? Estas son algunas de las preguntas que intenta responder este libro colectivo, cuestionamientos que se hacen cada vez más ineludibles mientras la sociedad colombiana se encuentra dividida ante las preguntas: ¿cómo solucionar el conflicto en Colombia?, ¿mediante la solución armada o por vía pacífica? Y si es la segunda opción, ¿qué acuerdo de paz implementar? En relación con lo anterior, los resultados electorales del plebiscito del 2016 sobre el Acuerdo de Paz muestran la marcada polarización del país: el No ganó con el 50,23 % de los votos (6.424.385), contra el con el 49,76 % (6.363.989), y con el 62.59 % de abstención (Registraduría Nacional, 2016). Estas cifras son indicadores sobre las representaciones del conflicto y las experiencias que la sociedad colombiana posee en torno al mismo, así como del lugar de las víctimas en esas representaciones.

    Entre los instrumentos de la justicia transicional se encuentra la educación; al respecto, los trabajos de Martha Minow (1998), señalan la importancia de la memoria como un mecanismo educador en sociedades en periodo de posconflicto, pues la enseñanza del pasado violento en las escuelas y en escenarios públicos y privados permitiría elaborar una nueva representación de la solución de los conflictos de manera pacífica, enseñar a los futuros ciudadanos la importancia de procesos de reconciliación y construir una nación más incluyente, como lo muestran las diversas experiencias que recoge este libro. Sin embargo, la educación sumergida en la institucionalidad o bien en las prácticas cotidianas y culturales parecen entrar en disputa cuando el objeto de la educación es el pasado, apareciendo una arena de debate entre la historia y la memoria, ambas con el mismo objeto pero sobre formas de abordaje que pueden señalarse como diferentes o complementarias

    .

    Por su parte, las reflexiones sobre la relación entre historia y memoria han estado permeadas por la búsqueda de la construcción científica desde diferentes orillas: durante su profesionalización como disciplina científica, la historia buscó diferenciarse de la memoria, esta última entendida como una construcción individual y subjetiva (Candau, 2002); también otras disciplinas como la antropología debieron darle peso a la oralidad que, volcada a los pueblos sin historia, recuperaba la comprensión de las estructuras sociales e instituciones familiares, políticas y culturales en forma de mitos, tradiciones rituales que podrían bien traducirse en referentes a la memoria colectiva a partir de sus supervivencias o nachleben, supervivencias, concepto fundamental en la tradición antropológica y en su reavivamiento en la historia del arte (Freedberg, 2013).

    En esa búsqueda de la escritura científica de la historia, la historiografía ha creado elaborados discursos científicos con un alto desarrollo en las técnicas de recopilación y procesamiento de los archivos, a tal punto que la discusión intelectual de los años 60 y 70 del siglo XX sobre la historiografía, el tiempo y la narración en la historia, hoy ha quedado en segundo plano. Las preguntas que se hicieron Michel de Certeau, Paul Ricoeur, Paul Veyne y Michel Foucault en torno al tiempo, al relato y a la práctica de la historia como constructora de discursos; a la veracidad de la narración de un acontecimiento del pasado, reconstituido en un tiempo y en un espacio distinto en el cual ocurrió, han quedado relativamente resueltas.

    Así, se ha llegado al consenso de que la historia como disciplina es una práctica determinada por un lugar de producción y constreñida a una narrativa científica (Certeau, 2007); pero también se encuentra la versión de Paul Veyne (1971), para quien la historia es una construcción y comprensión de intrigas y los hechos no existen separadamente; en este sentido:

    el tejido de la historia es eso que llamaremos una intriga, una mezcla muy humana y muy poco científica de causas materiales, de fines y de suerte; una tajada de la vida, en una palabra, que el historiador corta a su agrado y donde los hechos tienen sus relaciones objetivas y su importancia relativa (p.95).

    Al respecto, en el caso de los historiadores la palabra explicación puede ser entendida en dos sentidos (Veyne, 1971): el primero es la ilusión a determinar de manera científica las causas, como lo hace la física; y el segundo, más modesto, es que la explicación histórica debe buscar la comprensión del tejido de la historia, es decir, la comprensión de la intriga, o en palabras de Michel de Certeau (2012), hacer inteligible el pasado.

    En relación con la memoria, un giro importante desde la sociología lo establece la obra La mémoire collective (Halbwachs, 1997), donde se evidencia que la memoria individual se sitúa en el cruce de caminos de varias memorias colectivas, de manera que la conciencia individual del pasado o de los recuerdos de los sujetos sobre el pasado, se construye a partir de la interacción entre la memoria individual y la memoria colectiva; en cierto sentido la memoria y la reminiscencia son aprendizajes gregarios relacionados con la interacción con otros.

    Una vez aclarada la búsqueda de cientificidad de la historia y la objetivación de la memoria desde la fenomenología (Ricoeur, 2004), nos interesa establecer ese punto de sutura entre la fenomenología de la memoria y la epistemología de la historia en las narraciones sobre el conflicto en Colombia. Sin embargo, además de objeto subjetivo u objetivo de la historia, la antropología o la memoria, el pasado es también un escenario de disputas; ya Reyes-Mate (2009), evocando la obra de Walter Benjamin, señala cómo la historia es el pasado de los vencedores y la memoria es el pasado de los vencidos (p.21), sin duda una evidencia visible en los manuales de historia o en los mitos fundacionales de estados, grupos étnicos o de grupos armados.

    Ante este panorama, el caso colombiano es una ilustración entre tantas otras en el mundo, argumento que también se hace presente en los estudios subalternos sobre la historiografía (Guha, 2002) y nos obliga a preguntarnos por las voces de la historia que predominan (o han predominado) en la historiografía colombiana sobre los diversos conflictos desde 1810 hasta la actualidad.

    En el estado del arte sobre la historiografía de la guerra en Colombia durante el siglo XIX (Borja, 2015), se pone en evidencia la predominancia de la historia narrativa; una primera oleada de investigadores, fue básicamente de herederos de una escritura surgida en las memorias de la guerra (p.174). Esas memorias de la guerra fueron las de los vencedores, las cuales presentan a sus diversos dirigentes, las principales acciones bélicas, las dinámicas de las fuerzas enfrentadas, la composición de los gobiernos y la dirección de la guerra. La memoria en estos relatos es la base para la construcción, la comprensión y la explicación del pasado, pero es una memoria que excluye otras voces que también participaron en los enfrentamientos de manera directa o indirecta: las de las víctimas del conflicto. Uno de los pocos trabajos que ha intentado romper con esa construcción del pasado desde arriba, ha sido Los guerrilleros del novecientos (Jaramillo, 1991), el cual toma como fuentes las memorias de los soldados, viudas y campesinos que participaron en el conflicto o que fueron víctimas del mismo.

    ¿Pero por qué privilegiar una historia en detrimento de otros actores de la sociedad? A lo largo del siglo XIX y principios del siglo XX, los Estados-nación de América Latina transformaron la historia en vehículo de legitimación de las revoluciones y en instrumento para educar cívicamente; este uso público de la historia se convirtió en un modelo de exaltar el patriotismo. En el caso colombiano, el ejemplo más claro fue la creación de la Academia Colombiana de Historia en 1902; formada en medio de la devastadora Guerra de los Mil Días, la Academia tenía por misión ser una institución de saber que reafirmara el imaginario de la nación creada en la regeneración y en periódicos como el Papel Periódico Ilustrado en 1880 (Jimenez, 2012). La nueva institución académica debía sentar las bases de la concordia y la reconciliación, invalidando el estilo de gobierno intolerante y excluyente que se había presentado durante el Olimpo Radical; para el gobierno era necesario materializar el espíritu de reconciliación y crear una visión promisoria y optimista de progreso a través de la instrucción histórica y de lugares simbólicos, cuya pedagogía pública y religiosa resaltara no solo la reconciliación sino el juego de lógicas entre el olvido y la memoria, como bien lo representa la construcción de la Basílica del Sagrado Corazón, símbolo tutela dentro del imaginario de la nación colombiana (Guerrero, 2016).

    Así, la Academia pretendió pacificar el escenario político y crear un espíritu de paz y concordia, en consonancia con la idea nacional de alejarse de un pasado marcado por el desorden e intolerancia vividas en el siglo anterior; a pesar del esfuerzo, esta iniciativa condujo a la invisibilización de numerosos actores. Pese a la profesionalización de la historia como disciplina en los años 50, este problema no logró resolverse dada la imposibilidad de tener un papel relevante en la formación de los currículos de historia y en la elaboración de los manuales y guías educativas; de esta manera, la enseñanza de la historia se dividió entre la historia que se aprende en los colegios y la que se produce en las universidades (y no se transmite en los colegios), existiendo:

    una distancia abismal entre lo que se produce desde las disciplinas científicas y lo que se enseña, es decir, entre la historia del historiador y la historia que se enseña. Evidentemente no todo lo que producen las disciplinas sociales es objeto de su enseñanza (Aguilera, 2017, p. 19).

    Esta brecha ha creado una dualidad en la manera de acercarse a la historia nacional: en la historia enseñada en los colegios predomina la visión historicista de los héroes patrios, de la historia acontecimental narrada en los límites del Estado; se deja de lado la comprensión de los hechos históricos a partir del uso de conceptos teóricos que permitan asimilar la realidad social y sus complejidades. Como lo muestra Aguilera (2017), históricamente la enseñanza y la didáctica de los saberes han sido conocimientos institucionalizados en el ámbito escolar, los procesos que no se han adelantado en contextos escolares no han sido rastreados (p. 25). Y aun así quedan las memorias, que en espacios menos formales interpretan el pasado de las violencias con los recursos orales y experienciales disponibles, particularmente las más recientes; se erige así una brecha práctica entre la memoria y la historia.

    Recientemente la historia ha sido asimilada como una historia que establece hechos, juzga a individuos. Los juegos televisados, las biografías populares, las películas político-policíacas, las recreaciones aproximadas de atmósferas: todo empuja al hombre de la calle a pensar la historia sentimentalmente, moralmente, en función de individuos (Vilar, 2004). A través de esta crítica, se plantea la necesidad de enseñar a pensar históricamente, lo que implica captar y esforzarse en hacer captar los fenómenos sociales en la dinámica de sus secuencias (p. 67). Es en esa necesidad de descolonizar los estudios históricos sobre el conflicto colombiano, donde los historiadores deben recurrir a los avances planteados por esas memorias que hemos denominado en transición; memorias que nos permiten escuchar las voces que han sido excluidas del relato, las cuales nos permitirían tener otra comprensión de las dinámicas del conflicto y ampliar el debate sobre ese pasado desconocido.

    Pero, ¿por qué privilegiar la mirada del que sufre?, ¿qué tiene de particular o de sobresaliente? Estos interrogantes planteados por Reyes Mate (2009, p. 23) hacen alusión al compromiso que tienen los historiadores con la memoria de los vencidos; para el historiador esbozado por Walter Benjamin (1989), la memoria es ese potente ojo revelador de lo que fue posible entonces y no pudo ser, ese ojo que permitiría comprender que para los oprimidos su historia es un permanente estado de excepción, lo que implica reconocer que la democracia de los Estados democráticos es solo para algunos. Si esta afirmación es cierta, el llamado a los historiadores colombianos es a cambiar las epistemes con las cuales se ha estudiado el conflicto armado colombiano, pues el centro del debate historiográfico no puede continuar alrededor del Estado nación, la economía o la política como centro de las explicaciones del conflicto y las consecuencias en la democracia, categorías pensadas desde Europa para explicar otras realidades sociales diferentes a las nuestras.

    Entonces, ¿de quién es la memoria que ha predominado en los relatos históricos del conflicto en Colombia?, y con ello ¿Qué y a quiénes se ha invisibilizado? (Ricoeur, 2004). Uno de esos elementos que se ha ocultado en el relato sobre el conflicto colombiano es la paz, especialmente aquellos procesos que permitieron pensar en algún momento que otro futuro era posible. En particular la denominada paz criolla entre 1959 y 1962 (Karl, 2018), esa paz olvidada y excluida de los manuales de historia que pone en evidencia que las memorias contra el olvido o contra el silencio, esconden lo que en realidad es una oposición entre distintas memorias rivales (Jelin, 2002, p. 6). Al excluir ese proceso que no se logró materializar en una paz de larga duración, sino que, por ejemplo, condujo a la formalización de las FARC, se despoja a los ciudadanos de la posibilidad de aprender de los errores del pasado; un ejemplo de ello es la publicación del informe de la comisión creada por Lleras Camargo para comprender el conflicto, publicado en 1962 con el título de Violencia en Colombia y cuya recepción incomodó a las distintas élites políticas y económicas del país. Los políticos conservadores presentaron vigorosamente un contrarrelato del siglo XX, articulado sobre la República Liberal de la década de los 30, en la que el conservatismo ubicaba el verdadero origen de la violencia política (Karl, 2018, p. 226). Estas versiones de la memoria contra el olvido, creadas por las élites desde el centro del país, son las que han prevalecido en el imaginario de los ciudadanos y las que han alimentado esa comunidad políticamente imaginada que es la nación colombiana.

    En efecto, es necesario retornar a ese pasado y, como alegorizaría Benjamin, recoger sus fragmentos y reconstruirlos; entonces, allí la tarea de la historia no es hegemónica sino articulada a formas interdisciplinarias (Guerrero, 2016) e interculturales de reconstruir el sentido de los fragmentos dispersos en nuestra historia social del conflicto armado de más de 50 años y del cual puede dar razón, comprensión, sentido y pedagogía la memoria histórica, recurriendo al testimonio en su subjetividad e interpelándolo con los instrumentos de la historia (Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2018). Allí, las voces como testimonios de estas experiencias directas y aprendidas nos llevarán a conocer y saber, pero sobre todo nos animarán a actuar sobre otros escenarios imaginados y posibles; este libro constituye un ejercicio en este sentido.

    II. La Justicia Transicional y su énfasis en la construcción de memoria

    Además de la importante contribución y disputas alrededor del cómo, para qué y quién debe abordar el pasado violento, es necesario aproximarnos al marco de producción de los textos aquí presentados (el de la justicia transicional) y fundamentados en formas de construcción de memoria histórica.

    En Colombia, la Justicia Transicional (JT) permite abrirse a los relatos de las víctimas, así como el surgimiento de cierta apertura desde la historia; sin embargo, esta no entra de manera consensuada, sino a partir de las disputas que desata su colocación en las agendas nacionales, regionales, organizativas y comunitarias. A saber, la JT presenta situaciones emblemáticas en diferentes latitudes, destacables por los procesos políticos y sociales en su interior, pero también por la creatividad de los mecanismos utilizados en relación con la confrontación de los hechos del pasado; son ellos los casos de Sudáfrica, Irlanda, Centro América, Cono sur y países de Europa del Este. Estos se suman a experiencias que recogen a más de 52 países, siendo evidente un fenómeno considerado por Teitel (2003) como la normalización de la JT (tercera fase de la JT contemporánea), traducida en la normalización de un derecho a la violencia basado en condiciones de conflicto permanente (p. 2).

    En todos los casos aparecen consideraciones y tensiones alrededor de la reconciliación, la definición y límites del estatuto de las víctimas, además de tensiones sustentadas en el sentido y valor atribuido a la verdad y la memoria, tanto en mecanismos judiciales como extrajudiciales. De acuerdo con López y Guerrero (2018), la justicia transicional en Colombia ha tenido tres momentos de inflexión importantes que han configurado la noción y estatuto de las víctimas: el primero, con el surgimiento normativo del concepto en el marco de la Ley 975 de 2005; el segundo, con lo que los autores señalan como una apropiación de la categoría desde la perspectiva local; y el tercero, relacionado con la institucionalización y reconocimiento político de la víctima, establecido en el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera.

    Esta configuración de la víctima mantiene un correlato con sus derechos, entre ellos el asociado con la memoria y el deber del Estado de garantizarlo (tanto a las víctimas como a la sociedad en general). En todo caso, ha de señalarse que estas formas de acceder a la memoria recorren un camino desde la institucionalidad, pero de forma paralela emergen iniciativas de organizaciones, comunidades y la sociedad civil que, aunque a manera de tipos ideales, permiten comprender las formas de configuración de esa explosión de prácticas y discursos alrededor de la memoria entrado el siglo XXI.

    En relación con iniciativas de memoria desde abajo, o bien cuya génesis no está determinada por la institucionalidad estatal colombiana, la memoria, o mejor el registro de los acontecimientos victimizantes y resultado de la guerra, simultáneo a los procesos de movilización por los derechos humanos, dio lugar a la denuncia de las violaciones de derechos humanos que se orientaron a la concientización social desde los años 60 (Sánchez, 2019). Así, en los años 90 la paz se convirtió en discurso predominante, celebrada como derecho en la Constitución Colombiana de 1991 y disputando (tal vez) el olvido y la memoria prevaleciente en la consagración del país al Sagrado Corazón. La Constitución, como diseño normativo del Estado, fue una suerte de mecanismo de excepción, transición y pretendida consolidación de la democracia en Colombia

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