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Actuel Marx N° 31 Las Violencias: prácticas sociales, experiencias, teorías
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Libro electrónico294 páginas4 horas

Actuel Marx N° 31 Las Violencias: prácticas sociales, experiencias, teorías

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La violencia, compleja y multicausal, marca la historia humana. Surge la necesidad de una reflexión crítica para comprender sus matices. Los textos aquí reunidos abordan esta crucial reflexión.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento16 ene 2024
ISBN9789560017529
Actuel Marx N° 31 Las Violencias: prácticas sociales, experiencias, teorías

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    Actuel Marx N° 31 Las Violencias - María Emilia Tijoux Merino

    I. La violencia tras el siglo XX

    La metamorfosis de la violencia

    Flabián Nievas³ y Pablo Bonavena

    Recibido: 05/09/22-Aceptado: 03/10/22

    Resumen

    En este artículo presentamos algunas perspectivas para interpretar la violencia como un aspecto de las relaciones sociales, que, en tanto atributo, es de significación y localización variable en el tiempo y el espacio. No corresponde, por lo tanto, la universalización de las apreciaciones ni de las perspectivas, por cuanto las mismas deben ajustarse a los contextos históricos en que acontecen. Asimismo, tal operación debe tener el cuidado de no naturalizar o encubrir entornos estructurales que violenten las condiciones de existencia de grupos sociales. Se trata de un ejercicio crítico de extremo cuidado. Actualmente la violencia muta sus formas, y mientras se descubren y sensibilizan micro-violencias, formas más generales, otrora denunciadas, hoy pierden visibilidad.

    Palabras clave: Violencia – Paz – Percepciones – Sensibilidad

    Abstract

    In this article we present some perspectives to interpret violence as an aspect of social relations, which, as an attribute, is of variable significance and location in time and space. Therefore, the universalization of assessments and perspectives does not correspond, since they must be adjusted to the historical contexts in which they occur. However, such an operation must be careful not to naturalize or cover up structural environments that violate the conditions of existence of social groups. This is a critical exercise of extreme care. Nowadays violence mutates its forms, and while micro-violences are discovered and sensitized, more general forms, once denounced, today lose visibility.

    Keywords: Violence – Peace – Perceptions – Sensitivity

    Decir «guerras violentas» es un ejemplo de pleonasmo; hablar de «guerras no violentas», ejemplo de un oxímoron. Paz violenta, oxímoron; paz no violenta, pleonasmo. Todo esto parece autoevidente, de no ser por los caprichos del mundo real. Por cierto, el inicio del siglo veintiuno nos prodiga, de manera asidua, ejemplos que interpelan las certezas en sentido contrario. De manera progresiva, con las excepciones del caso, aumentan los registros de violencia en sociedades sin guerra, y éstas disminuyen en cantidad y letalidad. Las violencias emergentes, empero, no necesariamente manifiestan nuevos fenómenos, sino que expresan, más bien, nuevas sensibilidades susceptibles de percibir violencia donde antes no se la registraba, a la vez que se insensibilizan otras regiones de la actividad social, las que, por lo tanto, ya no se revelan violentas. Ahora se descubren cosas que antes no se percibían, si bien, al mismo tiempo, hay cosas que aparecen eclipsadas o se pierden de vista. Claro que mucho de lo invisibilizado no resulta de la desaparición de los fenómenos o las conductas que le otorgaban existencia. Se dejan de avizorar, a pesar de que permanezcan presentes. Esta dinámica lleva el ritmo del procesamiento social y teórico de la violencia y sobre algunas facetas de esto hablaremos en el artículo.

    ¿Poco a poco se está mejor?

    Inevitablemente, incursionar en el escrutinio de ese procesamiento nos obliga a lidiar con un supuesto muy instalado, que exalta la presencia histórica de una tendencia a la morigeración de los efectos de la violencia. Según los defensores de este criterio tropezamos con una arista muy avanzada de esta inclinación, por ejemplo, cuando podemos divisar la consolidación de códigos jurídicos y la institucionalización del conflicto social.

    Acertadamente, la modelación de la violencia es un buen indicador de la conformación social, pues nos aleja de los inicios de la sociedad que son difíciles de pensar sin una sistemática y frecuente réplica de disputas violentas y guerras. De allí, proposiciones por el estilo: «La sociedad no se funda ni en un impulso irresistible de sociabilidad ni en necesidades laborales. Es la experiencia de la violencia lo que une a los hombres».⁵ Emparentar a la guerra con la tendencia a la agregación social es la base de otra proposición que ha organizado una gran porción de la filosofía social y de las ciencias sociales. En efecto, por ejemplo, la reflexión sobre el control de la violencia en el transcurso del despliegue de la humanidad, el proceso de pacificación, fuertemente deudora de la filosofía de la Ilustración, ocupa un lugar relevante en la historia de la sociología, prisma disciplinar desde donde abordamos este asunto, y, en una de sus versiones más extendidas, fue tematizada como el pasaje de la sociedad militar a la sociedad moderna o industrial, que presuntamente generaba condiciones para soñar con una «paz perpetua».⁶ Emerge aquí aquella concepción evolucionista que surca un espiral ascendente del progreso humano que imagina la violencia decayendo en forma proporcional a la consolidación de la modernidad.⁷

    Uno de los correlatos de estas ideas en el plano macrosocial, generada sobre un consenso relativamente amplio de diferentes especialistas, nos indica que los niveles de probabilidad de morir de una forma violenta (es decir, por causas inducidas por terceros) han ido descendiendo notablemente.⁸ Aun ciñéndonos a los escasos datos disponibles de los últimos siglos, es incuestionable esta variación: «[l]as tasas de homicidio en la Inglaterra del siglo xiii, por ejemplo, eran alrededor de 10 veces superiores a la de hoy, y posiblemente el doble de la de los siglos xvi y xvii. Las tasas de asesinato descendieron con particular rapidez desde el siglo xvii al xix».⁹ Durante 1930, en El malestar en la cultura, Sigmund Freud atribuyó a la «cultura» la potestad de atemperar los impulsos a la práctica de la violencia física dando marco teórico a la modificación de los datos referidos. Esta tesis, grosso modo, fue abonada por Norbert Elias en 1938, cuando dio cuenta del avance del proceso civilizatorio,¹⁰ entendiendo la civilización como la capacidad de autocontrol de los impulsos agresivos, que pueden constituirse en violentos.¹¹ Steven Pinker, psicólogo de la Universidad de Harvard, también sumó argumentos en la misma dirección con cientos de páginas. Visto el tema desde la guerra, el catedrático español David García Hernán admite que con el transcurso de los siglos vemos un paulatino pasaje de la supremacía de la cultura de la guerra a la supremacía de una cultura de la paz.¹² Joseph S. Roucek, inclusive, observa que hasta el darwinismo social del injustamente poco recordado sociólogo Jacques Novikov, arguye que la lucha es un fenómeno social universal, pero las pugnas y los litigios, razona, «persistentemente» van adquiriendo «formas más culturales y menos violentas».¹³

    Evidentemente estas tesis del desarrollo histórico, pese a su carácter seductor, encuentra cuestionamientos de autores como Robert Muchembled (2010), quien las pone en entredicho debido a su nivel de generalización y simplificación.¹⁴ Asimismo, como veremos, hay posturas que asignaron a la sociedad capitalista un componente violento estructural y, en todo caso, queda por discutir la intensidad de la violencia comparada con la de otro tipo de orden social, pero no vislumbran su desaparición pues resulta esperable picos de violencia como las guerras mundiales dictados por las contradicciones objetivas de sistema social.

    Sobre todo, si observamos en lo micro, la óptica puede ser diferente al panorama de optimismo que augura el itinerario que avanza hacia la civilización. Parecieran multiplicarse las situaciones violentas que inspiran nuevos reconocimientos de su presencia, al menos esa es una sensación bastante generalizada con independencia de las estadísticas. Sabemos que no siempre aquello que se siente se lleva bien con los números. El gran proceso pacificador, a la sazón, podría tener su contrapartida según la escala de los niveles de observación. En los escalones más bajos, tal vez, las mutaciones históricas generales no tengan la misma contundencia. Los especialistas en criminología y ciencias forenses, en irrebatible contacto con los efectos del ejercicio de la violencia, se animan a señalar que la violencia es la «pandemia» del siglo actual, diagnóstico que deja ante nosotros un panorama muy inquietante que refuerza la sensación recién marcada. En tal sentido, tenemos el discurso pronunciado por Máximo Alberto Duque con motivo de la inauguración de la Cátedra Dr. Mario Rivas Souza (segunda edición) y el I Congreso Internacional en Ciencias Forenses y Criminológicas de la Universidad de Guadalajara el 6 de diciembre de 2012. Varios años después, en Buenos Aires, durante noviembre de 2022, está proyectado el I Simposio de la Academia de Ciencias Forenses de la República Argentina con el título «Violencia: La pandemia del siglo xxi».¹⁵ Una década después, según podemos deducir, la caracterización prevalece.

    ¿Qué es la violencia?

    La definición de qué es violento y qué no inexorablemente abre lugar a la polémica. Precisar el concepto de violencia es un viejo objetivo de las disciplinas vinculadas a las ciencias sociales y humanidades y, en gran porción, la tarea resulta una contraparte de un descuido: la violencia no constituyó «en cuanto tal un objeto de reflexión para los grandes filósofos de la tradición occidental» y, por ende, faltan esas referencias que demuestran gran potencia en otras materias. Seguramente no se puede subestimar la tarea efectuada por la filosofía política, pero la llegada al punto habitualmente no fue directa.¹⁶ Jean-Marie Domenach advierte sobre esta ausencia y afirma que recién en el siglo xix Georges Sorel hizo de la violencia el centro de un estudio.¹⁷ Esta aseveración, empero, puede ser objetada con fundamentos si advertimos que la obra de Sorel titulada Reflexiones sobre la violencia, publicada en 1906, tiene un sesgo muy claro: el análisis de la violencia allí presente centra su interés en el mito de la huelga general revolucionaria. Identifica este repertorio de la acción proletaria con «la violencia de las masas obreras en el socialismo contemporáneo.» (Sorel, 1978 [1906]: 52).¹⁸ Oportunamente, además, Hannah Arendt hizo notar que Sorel postuló, en realidad, una «forma de acción que consideraríamos perteneciente más bien al arsenal de la política de la no violencia».¹⁹ Un aporte importante del teórico del sindicalismo revolucionario lo encontramos cuando cuestionó la afirmación que concibe a la «la violencia es un residuo de la barbarie y que está llamada a desaparecer bajo la influencia del progreso de la ilustración». Por el contrario, cree que la violencia subyace como principio fundamental de la sociedad moderna, «en tanto que sus instituciones han sido fundadas por actos de violencia».²⁰ Claro que el carácter acotado de la cavilación hecha por Sorel adquiere mayor trascendencia con el «elogio de la violencia», pues generó siempre muchas repercusiones y querellas, al punto de ser evaluado como una reivindicación criminal.

    Deviene una tentación ingresar a la discusión sobre las virtudes de la violencia y su hipotético valor positivo y liberador, perspectiva que nos arrima a Frantz Fanon.²¹ También debatir el argumento de León Tolstoi planteado en 1908, bajo en predicamento de Pierre-Joseph Proudhon, que endilgaba a la violencia el carácter de un «mal necesario y casi perpetuo».²² El acicate se incrementa con las discordias provocadas por el discernimiento entre «las violencias inherentes al crecimiento y desarrollo de una persona o de una cultura, de aquella otra violencia que es regresiva o aberrante en relación con cualquier categoría que se invoque».²³ Arribamos así al litigio sobre la violencia buena contra la mala o al revés.

    Con certeza, las objeciones frontales a la violencia tienen muchos adherentes, especialmente dentro del círculo de los pacifistas que nunca están predispuestos a reconocer en la violencia un mal necesario ni la más mínima virtud. Con independencia de todo juicio moral al respecto, lo cierto es que Sorel hizo un tratamiento de la violencia escueto y ceñido al accionar de un movimiento social específico. Un prisma más amplio apareció recién con Walter Benjamin en 1921, con sus pretensiones de echar luz acerca de la ligadura entre la violencia y la ley.²⁴

    En la sociología clásica podemos encontrar formulaciones iniciales y complejas referidas a la violencia en los escritos de Carlos Marx, Federico Engels y Max Weber. El investigador colombiano Álvaro Guzmán Barney subrayó el peso a la violencia en sus teorías. Particularmente, en Marx observa una «desfetichización» de la violencia y un reconocimiento en tanto funge como un componente de la estructuración y del cambio social. Desde luego, Marx brinda gran centralidad a la violencia, por ejemplo, en el análisis de la mutación de la sociedad feudal en el modo de producción capitalista. Afirma que «La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva. Ella misma es una potencia económica».²⁵ Allí concibe a la violencia como el operador central en la destrucción y construcción de relaciones sociales. La proposición reconoce el papel de la violencia como un catalizador de fuerzas que desestructuran un entramado social y estructuran otro nuevo diferente, sin caer en el reduccionismo de Eugene Dühring que, tal cual lo indicó Engels, le atribuye el carácter exclusivo de ordenador social.²⁶

    Álvaro Guzmán subraya que Weber tematiza la violencia situándola dentro del ámbito de las relaciones donde la acción social está orientada según el intento de imponer la propia voluntad a otras personas o al resistir el intento: «El ámbito de la violencia se encuentra así alrededor de la imposición o cuestionamiento del orden legítimo de una relación social».²⁷

    Fuera de los clásicos, una referencia obligada en este campo disciplinar la encontramos en los escritos de Johan Galtung, que exhibe un gran esfuerzo por descartar tipologías (habla de «tipologías rechazables») y, a la vez, construir tipologías novedosas para el registro de la violencia desde el marco del «triángulo de violencia» conformado entre la violencia directa (manifiesta), la violencia estructural (intrínseca a los sistemas sociales, políticos y económicos) y la violencia cultural o simbólica (justifica o legitima la violencia directa o estructural).²⁸

    Estas formulaciones, sin embargo, no acallan la persistencia de señalamientos sobre las omisiones de la sociología en la línea de consolidar la temática. Para citar una verificación en tal sentido, el reputado profesor de Sociología en la Universidad de Bridgeport, Joseph Slabey Roucek, en la inmediata posguerra, ya había señalado que existía un descuido en el interior de la disciplina, expresado en la poca presencia de una sociología de la violencia y el terror. Llamativamente, este dictamen se actualiza de manera constante, circunstancia que nos informa que la limitación perdura.²⁹ Para mencionar otro diagnóstico de una larga lista orientados en el mismo rumbo, Clive Ashworth y Christopher Dandeker afirman a dúo que, dada la ubicuidad de la guerra y la violencia en la historia, deviene en un hecho «notable que su estudio se haya mantenido en gran parte en la periferia del análisis sociológico».³⁰

    La antropología y la etnografía desde sus primeros pasos han ahondado la investigación sobre las prácticas violentas cubriendo una travesía que va desde las «tribus preestatales» a las «tribus urbanas». Igualmente, aportan un cúmulo importante de elementos para la definición de la violencia y sus formas. Muchos estudios sociológicos se asientan en sus indagaciones. La llamada sociología genética o embriogenia social, allá por finales del siglo xix y comienzos del xx, otorga un fuerte testimonio al respeto. La explicación de Franz Oppenheimer sobre la génesis del Estado es otro ejemplo contundente.³¹

    En otro nivel de análisis, la psicología y el psicoanálisis, por ejemplo, han transitado la problemática con mayor habitualidad e insistencia, pues allí se conjuga de distinta manera, entre otros factores, la agresión, los instintos (explicaciones instintivistas), la frustración, la dimensión psicosocial (explicaciones ambientalistas) e, incluso, la naturaleza humana.³² Una de las derivas resultó en la codificación de la «violencia psicológica» (maltrato psicológico) referido a las agresiones sin contacto físico entre las personas que mantienen alguna forma de vinculación. En los últimos tiempos continúan abriendo nuevos horizontes con construcciones problemáticas como las implicancias psicológicas de la corrupción estatal entendida como una forma de la violencia.³³

    Obviamente, otras especialidades también hicieron aportaciones, como el derecho y las relaciones internacionales, pero nunca se forjó una definición común ni existió unicidad en la percepción de la violencia. No ocurrió siquiera dentro de la jurisdicción de una misma disciplina, mucho menos entre ellas. A decir verdad, no obstante, un arqueo riguroso sobre la carencias y virtudes de la producción intelectual sobre la violencia no resulta sencillo y son varios los inconvenientes que desalientan la empresa con pretensiones de generar una síntesis.

    La insustantividad de la violencia

    El término violencia es polisémico y, cada vez más, ensancha sus contornos conceptuales. Esa expansión puede haberlo transformado en un «significante vacío» con capacidad de cobijar numerosos significados y situaciones.³⁴ El cúmulo de definiciones abarcadoras y variadas, insistimos, hacen casi imposible una sistematización de todo lo elaborado. La abundancia, asimismo, no brinda garantías de calidad y, más bien, en la copiosidad, podría existir hasta una subteorización.³⁵ Cuantía y excelencia no siempre se llevan de la mano. José Garriga Zucal y Gabriel Noel nos invitan a tomar conciencia de que «a lo largo de los últimos años hemos presenciado una inflación retórica del término violencia que ha implicado su expansión por numerosos dominios de la vida colectiva, al punto de que no existe hoy, prácticamente, área de la vida social que no pueda jactarse –o, más bien, lamentarse– de su propia modalidad endémica de violencia».³⁶

    La complicación para establecer precisiones acerca del concepto mismo de violencia está asociada, indefectiblemente, a la pregunta de cómo traducir aquellos que determinemos como violencia en observables, especialmente si la categoría trasciende los hechos tipificados como violentos por fuera de los que se presentan con ese perfil de manera incuestionable. Nos referimos a aquellos donde falta la «evidencia directa».³⁷ Para sortear las dificultades se acude a la decisión de contraer la anchura de la categoría, reduciendo a la violencia en su sentido más estrecho y observable, que Giddens sintetiza como «aquellas acciones que producen un daño físico al cuerpo humano y a las cosas por el uso de la fuerza física».³⁸ Esta delimitación deja de costado la consideración de otras formas de violencia (simbólica, estructural, cultural) que reclaman, más y más, atención.³⁹

    Ante la inmensidad, queremos hacer una precisión. La violencia, como tal, carece de sustantividad; no es algo, ya que, más bien, encarna un atributo asignado a una acción o relación social y no existe fuera de ellas. Idiomáticamente cometemos un desliz conceptual, cuando nos referimos a «la» violencia como algo con existencia per se. La Real Academia Española presenta acepciones que encuentran sintonía con estas apreciaciones. Se dice allí que el concepto «significa cualidades de violencia; la acción y efectos de violentar o violentarse; acción violenta o contra el natural modo de proceder; acción de violar a una mujer».⁴⁰

    La socióloga Inés Izaguirre arguye con acierto que la violencia es un vínculo, una forma de relación social por la cual uno de los términos realiza su poder acumulado.⁴¹ Como la belleza, la violencia es también una cualidad, cuya detección depende fundamentalmente de la sensibilidad del observador (con independencia de que también pueda ser el receptor o el emisor de la acción que se califica como violenta). Esta sensibilidad, a su vez, varía históricamente, y depende, de manera directa (se lo advierta o no) de los andariveles que otorgan las culturas y las teorías, lugares donde se halla el instrumental que organiza las percepciones para dotarlas de sentido y transformarlas en datos.

    Esto es lo que opera como trasfondo de concepciones nominalistas de la violencia, como la que expresa Crettiez: «la violencia debe ser nombrada para existir, […] no existe en cuanto tal, sino que es el fruto de un contexto y de una lucha de poder. […] la violencia no siempre puede objetivarse. Como todo fenómeno social, es el resultado de una lucha de definiciones entre actores que tienen intereses divergentes y recursos disímiles: una lucha terrible, sobre todo porque el concepto es acusatorio y moralmente condenable en un mundo pacificado […] ¡No cualquiera tiene el poder de nombrar!»⁴²

    Lo interesante de esta concepción es que, aunque se instala en el campo semántico, en realidad remite a otro ámbito, más amplio e indefinido, que es el social y el político. En verdad, a lo que está aludiendo, es a la correlación de fuerzas sociales en pugna. Pero, ni esta noción agota las formas de pensar la violencia, ni la nominatividad expresa conciencia de las relaciones de fuerza entre quienes entablan la disputa. Esto nos pone frente a una situación en la que es necesario sobrepasar la simple percepción, pues ésta históricamente varía,⁴³ y se construye en función de parámetros que no están presentes en el registro propio de lo que califica como violencia.

    No obstante, y pese a la razonabilidad del enfoque propuesto, pareciera necesario sondear sobre alguna forma de objetivación posible de la violencia.

    En pos de una objetivación

    de la violencia no estatal

    Consideremos algunas situaciones. La primera refiere a una narración de Napoleon Alphonseau Chagnon, antropólogo cultural estadounidense, sobre la forma de vida del que llamó «pueblo feroz». Señala que para los yanomamos «[l]a inculcación de la ferocidad es un aspecto dominante del proceso de socialización, especialmente el de los muchachos. Los padres alimentan los alardes de agresividad en sus jóvenes hijos

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