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Cumbia somos
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Libro electrónico383 páginas5 horas

Cumbia somos

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De la movida sonidera mexicana a la cumbia villera argentina, de la psicodélica chicha peruana al sonido ancestral colombiano, la cumbia es un bien cultural que une e identifica a Latinoamérica.

Este libro, producto del trabajo colaborativo con la Red de Periodistas Musicales de Iberoamérica, propone un repaso por las historias de músicos y bandas icónicas, desde los inicios de este género musical hasta las vanguardias más recientes. Cumbia somos recupera las peculiaridades geográficas y sociales que inciden en cada una de las aproximaciones y apropiaciones de ese lenguaje tropical expansivo y honra la multiplicidad de sonidos emanados del género: de artistas, como Totó La Mamposina, Los Ángeles Azules, Los Mirlos, Los Palmeras, Celso Piña, Yeison Landero, Gilda o Polibio Mayorga, de sellos emblemáticos, como Discos Fuentes, Codiscos y de colectivos, como Zizek, Los Pirañas y Sonido Gallo Negro.

La cumbia es una banda sonora transgeneracional y multicultural, un patrimonio musical y bailable de la humanidad. ¡Que viva la cumbia y se baile por siempre!
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 nov 2023
ISBN9786075719979
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    Cumbia somos - Jaime Andrés Monsalve Buritica

    Cumbia_Somos_Ebook.png

    Índice

    Prólogo

    Mario Galeano Toro

    La cumbia, una eterna peregrina

    Jaime Andrés Monsalve B.

    Íconos

    Rigo Tovar, el desamor baila cumbia

    Betto Arcos

    Los Palmeras, los Rolling Stones de la cumbia santafesina

    Humphrey Inzillo

    Polibio Mayorga y el mito de la primera cumbia ecuatoriana

    Gabriela Robles

    Los Ángeles Azules, reyes de la cumbia chilanga

    Natalia Cano

    Totó la Momposina, la reina de la cumbia disco a disco

    Juan Carlos Garay

    Gilda, el milagro de una voz a contramano

    Paz Azcárate

    Fabián Fata Delgado, el alma de la fiesta

    Diego Recoba

    Celso Piña, música es música

    Federico Aguilera

    Panoramas

    Las cumbias colombianas, una mirada desde la industria discográfica

    Luis Daniel Vega

    La cumbia de Panamá, una gran desconocida de Latinoamérica

    Nodier Casanova

    La cumbia variopinta de Venezuela

    Mercedes Sanz

    El chucu chucu, una revolución cumbiera

    Diego Londoño

    La psicodélica exuberancia de la cumbia amazónica peruana

    Raúl Cachay A.

    Sonideros y otras cumbias

    Carlos Icaza

    Figuras

    Rossy War, la pionera de la tecnocumbia en Perú

    Zoila Antonio Benito

    Pablo Lescano, génesis y auge de la cumbia villera

    Gabriel Plaza

    Cumbia, andas de lado: Eblis Álvarez, Mario Galeano y Pedro Ojeda

    Umberto Pérez

    Me convertiste en santo: la peregrina historia de Chico Trujillo

    Johanna Watson

    Yeison Landero, el heredero de la cumbia

    Luisa Piñeros

    La Delio Valdez, una aplanadora subtropical

    Facundo Arroyo

    Sonido Gallo Negro: la transformación mística, mexica y sideral de la cumbia

    Juan Carlos Hidalgo y Jaime Acosta

    Transformaciones

    Los años cumbieros de Mingus

    Jaime Andrés Monsalve B.

    Excentricidades y rarezas de la cumbia azteca

    Enrique Blanc

    Veinte años del nacimiento de la nueva cumbia chilena

    Cristóbal González

    Cumbia digital: origen, auge y nostalgia de un flash en la pista de baile

    Mariano Del Águila

    Anexos

    Playlists

    Autores

    Dedicado a la memoria de Rubén Scaramuzzino y Teto Ocampo

    Prólogo

    Mario Galeano Toro

    Bogotá, Colombia, octubre de 2023

    Me llegó, por parte de Enrique Blanc, la grata invitación de escribir un texto a modo de prólogo para este pertinente compilado de perfiles e historias alrededor del estilo musical más extendido del continente. Una buena ruta por seguir sería la de un texto con una aproximación más de tipo vivencial, lúdica, que aborde la experiencia de vida de un músico que, como yo, pasa sus días grabando, tocando, componiendo y pensando en cumbias y en el círculo más amplio de su entorno tropical.

    Al recibir su invitación hace un par de semanas, le respondí que, aunque mis habilidades de redacción andaban oxidadas por falta de uso, aceptaba y agradecía su confianza al brindarme este espacio, lugar crítico para acercar o alejar de la lectura del resto del libro. Entonces mi problema ahora es qué decir en estas líneas.

    Abordarlo desde lo histórico o académico no viene al caso. Y pues bueno… Si se requiere hacerlo desde lo vivencial, creo que mi mejor movida es, precisamente, compartir lo que han sido mis últimas dos semanas de toques, trabajos, correrías, juergas y fiestas junto a los amigos y colegas de la ruta tropicalista: del 13 de octubre, fecha en la que me pidieron el texto, hasta el 27. Ahora, definitivamente la idea no es hacer un cronograma o entradas de diario. Voy a intentar hilar cada experiencia con lo que representa dentro de la vivencia cumbiera, lo que nos regala y cómo nos nutre en su incesante y, a veces, inesperado fluir.

    Voy a iniciar con un ángulo fundamental del culto guacharaquero: el discográfico. Aproximadamente desde los años cincuenta, la cumbia empieza a tener una difusión comercial significativa, y es ahí que empieza su recorrido desde Colombia hacia todas las esquinas del continente, ya que los discos viajaban mucho más fácil que las agrupaciones de la época. El disco, a mi modo de ver, viene a ser la pieza, el objeto fundacional más importante; el que dispara la curiosidad en pies y oídos. 

    Así como en muchas esquinas del mundo tropical, hay combos de coleccionistas, de selectores, dj, sonideros, picoteros, etc. Aquí en Bogotá mi socio Mateo Rivano y yo tenemos nuestro combo de selectores, llamado Los Guaqueros, y nuestro sonido móvil, MediaCaña Hifi. Entonces, el día 19 sacamos los parlantes para recibir a un invitado que llegaba desde Monterrey, México, el compañero Jorge Balleza de Sabotaje Media, un colectivo audiovisual que registra y documenta la escena de la kolombia de Monterrey, los también llamados Cholombianos, quienes manejan como una de sus banderas estéticas la de bajar las revoluciones a los discos de cumbia (generalmente de 45 rpm a 33), una práctica que se conoce con el nombre de cumbia rebajada.

    Los Guaqueros presentan 100 % rebajadas, fue el nombre que le dimos a la fiesta que convocó alrededor de trescientas personas en un garaje de Chapinero. Fueron cinco horas de la cuarta dimensión de la guacharaca, pues al estirar el tiempo se evocan las teorías más esotéricas de la cuántica, percibiéndose casi como una alteración inducida de los sentidos. No todas las cumbias son rebajables, por lo que hablamos entonces de un profundo escarbe en el repertorio grabado (el trabajo del selector) y una validación en la pista por parte del bailador. Archivo, experimentación, baile, sonido y comunidad reunidas en un solo acto.

    El hecho de resignificar esas grabaciones, que músicos como Landero o Los Hermanos Tuirán jamás hubieran imaginado rebajadas, es de verdad notable, simplemente es algo que no pasa en otros géneros hispanoamericanos. Aquí empezamos a ver las características excéntricas de la cumbia. Si me preguntan, para mí es la hija más extravagante, curiosa, experimental y mutante del mestizaje musical americano. Estas formas atípicas de ser me ayudan a seguir con mi relato, pues aquí entra una faceta digna y altiva de la cumbia: su capacidad de fusionarse, amalgamarse e incorporarse en otros ambientes.

    El sábado 14 tuvimos un toque con Los Maquineros de Bacatá. Somos cuatro y tocamos únicamente instrumentos electrónicos. En lugar de una tarima, nos situamos en una mesa, con el público alrededor, y sobre la misma montamos decenas de equipo: secuenciadores, sintetizadores, consolas, cables, máquinas de ritmo, samplers, caseteras, delays, sirenas… Entre ritmos propios del house, kompas, afrobeat o techno, casi siempre hay un llamador y una guacharaca presente. Si bien hay un inmenso mundo rítmico que el ancestro africano le imprimió a la cumbia, parte de su evolución llevó a que estos dos elementos, llamador y guacharaca, se convirtieran en su mínimo común denominador, y ya con su presencia hacen que la cumbia se materialice.

    Para algunos, los nuestros son experimentos bastardos que no respetan la tradición. Pero la tradición la tenemos para asumirla nuestra y darle los giros que los tiempos y geografías nos traen. Solo pensemos en la transcripción melódica de las flautas indígenas al acordeón, órgano, clarinete, sintetizador, guitarra eléctrica, sampler y computador. Esta constante mutación y evolución es una que se registra semana tras semana en miles de estudios caseros y profesionales del continente; y aunque el ángulo más comercial de la cumbia tiene algunos grupos con inmensa difusión, yo diría que en su gran mayoría la cumbia actual se produce en estudios independientes que nutren escenas locales particulares.

    Este es el caso del estudio Mambonegro, la sede de operaciones en la que grabamos y producimos la música que hacemos en Bogotá. Un estudio de vocación punketa y que aloja a muchos grupos de nuestra comunidad musical. Entre grabaciones, dos eventos destacados sucedieron estas semanas en la casa: el sábado 21, con la socialización del proyecto que llevó a mi socio del estudio, Daniel Michel, a la isla francoantillana de Guadalupe, donde fue a terminar de mezclar su nuevo disco en los estudios del mítico sello DEBS (obvio, hay unas cumbias dentro de la ecuación); y el martes 17, con la fiesta de cumpleaños de Diana Sanmiguel, una de las duras de la movida tropical de Bogotá. 

    Bogotá tiene una escuela particular de nuevas músicas tropicales. Lo que sucede aquí yo le llamo tropicalismo de alta montaña o tropicanibalismo. Tiene un ambiente más bien oscuro y ácido, como el de nuestra ciudad, y nace del anacronismo de hacer música que se asocia con las costas, pero desde un páramo a 2 600 metros del nivel del mar. Esta característica bipolar es algo que juega a nuestro favor. Para celebrar la escena, el domingo 15 se realizó un evento curado por Biche Musical, nuestra casa de gestión, llamado Crónicas del trópico sabanero (haciendo referencia a la Sabana de Bogotá). En este, tocamos con mi proyecto principal, el Frente Cumbiero, y otros proyectos, como Mula, Gatoemonte y el dj Cheetah Latina; hasta el compa mexicano Toy Selectah se subió a los tornas. Unas 1 500 personas llenaron una senda casona del centro histórico de Bogotá. Nuestra escena es independiente, pero su impronta estética ya ha dejado una escuela que se reconoce dentro del mapa latinoamericano. 

    Este mapa de cumbias independientes, por decirlo así, ya tiene una movilidad particular por el continente. El sábado 20 estuve acompañando como dj el toque de los chilenos Chico Trujillo. La banda del Macha Asenjo hizo su paso por Bogotá antes de seguir subiendo a México, lugar al que también tocará en un festival junto mi otra banda, Los Pirañas, con la que ensayamos el miércoles 25. De norte a sur bandas como las mencionadas y otras decenas más como Son Rompe Pera, Meridian Brothers, Romperayo, La Delio Valdez, entre muchas otras, hacen el recorrido de arriba a abajo del continente y, por supuesto, fuera de él; desde hace más de una década casi que no hay festival en Europa e incluso Asia donde no se presente un grupo de nueva cumbia. 

    Y hablando de nuevas cumbias, lo último que hice en esta ventana de tiempo fue lo de hoy, 27 de octubre. El año pasado en Mambonegro las cabezas de Amantes del Futuro, Turbo Sonidero, Conjunto Medialuna, Mextape, Romperayo, Bandejas Espaciales y Frente Cumbiero nos reunimos con la misión de grabar dos temas de corte navideño. Los audios quedaron geniales y la tarea del día fue revisar el concepto gráfico de ese junte fantasma al que bautizamos Organización Ropopompom. El sello La Roma Records va a sacarlo en vinilo en el clásico formato ochentero de disco ilustrado, con un lado diseñado por Mateo Rivano y el otro por Pablo Marín, para esta Navidad de 2023.

    De verdad que fue así, todo esto pasó en dos semanas. Termino mi texto con la pregunta: ¿cuál será el futuro de todo este presente? Como ya he hablado mucho en primera persona, pongo este cierre en palabras de alguien más. En un disco del año 1967, llamado 40 años de música costeña, el narrador nos da la respuesta. La cumbia tal vez ha de seguir alejándose cada vez más de sus reminiscencias nativas. Tal vez en el año 2000 ella será como las gentes de esa época quieran que sea. De verdad que es así.

    La cumbia, una eterna peregrina

    Jaime Andrés Monsalve B.

    Bogotá, Colombia, mayo de 2023

    En agosto de 1981, ad portas de la realización de una nueva edición del Festival Nacional de la Cumbia en la población ribereña de El Banco, a orillas del Río Grande de La Magdalena, un periodista de la radio cultural bogotana HJCK le preguntaba al compositor José Barros (1915-2007), ilustre banqueño y uno de los más grandes y reconocidos autores del sonido tropical colombiano, qué es la cumbia.

    Barros prefirió responder con un poema de su autoría:

    La cumbia es una princesa del país de Pocabuy.

    Su papá, viejo chimila, con el cacique Guamal

    la atrajeron al viejo puerto, porque aquí se iba a casar

    con el hijo de Chilló, el cacique sin igual.

    Y al llegar al viejo puerto todo fue ceremonial:

    El amor abrió sus alas y la princesa sonrió.

    Así se formó el imperio que se haya visto jamás,

    el imperio de la cumbia, en El Banco tropical.

    José Barros es el autor de La Piragua, una cumbia bucólica y descriptiva llamada al éxito inmediato tras su grabación en 1969 por parte de la orquesta juvenil Los Black Stars, de la muy montañosa e interiorana ciudad de Medellín, a más de 550 kilómetros de distancia de El Banco. El tema narra la leyenda de La Piragua de Guillermo Cubillos, una embarcación que partía de El Banco, viejo puerto / a las playas de amor en Chimichagua, conducida por doce bogas que en las noches, a los remos le arrancaban / un melódico crujir de hermosa cumbia.

    Ese tema, hoy obligado en cualquier lista de música dedicada a la sonoridad del género tropical latinoamericano por antonomasia, terminó por llegar un día —era de esperarse— a todos los territorios donde la cumbia es cumbia. Pero quiso el destino que, aparte de Colombia, el siguiente lugar en el que cobrara inmediata popularidad fuera la isla de Cuba, incluso antes de la aparición de A toda máquina (1969), el disco de Los Black Stars que contenía el tema. Y todo por un motivo que raya en el surrealismo más bananero: en plena gira promocional del tema, el avión que llevaba a la orquesta de regreso a Medellín desde Barranquilla fue secuestrado y desviado hacia Santiago de Cuba.

    Si bien el insuceso duró apenas de un día para otro, los músicos, comandados por el saxofonista Alfonso Fernández y por el cantante Gabriel Rumba Romero, terminaron tocando en una fiesta en el hotel Versalles de Santiago ante un público mayoritariamente conformado por militares, quienes les hicieron repetir La Piragua al menos cuatro veces. En la isla se quedaron, estratégicamente distribuidos entre representantes de la radio, los sencillos promocionales del tema. Recordaba el historiador cubano Emir García Meralla cómo, a partir de los carnavales habaneros de 1973, el nombre de Guillermo Cubillos se repetirá hasta lo imposible, lo mismo en la radio que entre todas las agrupaciones que pudieran incorporarlo a su repertorio después de aquellas fiestas.

    Los procesos mediante los cuales la cumbia llegó hasta otras latitudes del mundo entero, con escala en enclaves muy puntuales en Latinoamérica, seguramente no resultaron tan accidentados o prosaicos como en ese evento en particular. Pero sí hablan de una suerte de embrujo aún hoy inexpugnable, de una magia que hizo que los públicos foráneos conectaran con un nivel de reconocimiento que en muchos casos no llegó a ocurrir con géneros propios, en una suerte de fenómeno de transculturización inédito y tan solo creíble a la luz de la existencia de mil y una denominaciones, como cumbia villera y cumbia santafesina en Argentina, cumbia chicha y cumbia amazónica en Perú, cumbia sonidera y cumbia rebajada en México, cumbia darienita y cumbia chorrerana en Panamá, etcétera.

    Hoy día, gracias a ello, es posible entender cómo la cumbia interpela al barrista melenudo que hincha por algún equipo de fútbol del conurbano bonaerense, al igual que al obrero de construcción de una población en las sierras peruanas; lo mismo al kolombia de ropa holgada y fanático de la música tropical ralentizada en México que al hípster caucásico de cualquier país europeo que intenta reproducir eso que oye en un acordeón recién comprado. Ante tal cosmopolitismo, sería necedad seguir reduciendo la cumbia únicamente a los tambores, la danza con pañolones, sombrero vueltiao, polleras y abarcas con un manojo de velas encendidas; a un falso e imposible ideal de pureza.

    El archivo virtual del American Historical Records reseña la grabación para Columbia Records, en junio de 1929, de un tema llamado Esto es puro cumbeo, en clave de cumbia, interpretación de la llamada Orquesta Panamericana. Un año después aparece otro registro, Carlos Jiménez, en ritmo denominado cumbiamba, por Rafael Obligado y su Orquesta Costeña. Una misma persona estaba tras las dos referencias: el compositor y pianista Ángel María Camacho y Cano (1901-1993), oriundo de la población de Arenal, departamento de Bolívar, costa Caribe colombiana. No solo ambos temas eran de su autoría, sino que el tal Rafael Obligado no era otro sino él mismo, obligado a rebautizarse para poder grabar con Columbia sin interferir en la exclusividad que había firmado con el sello Brunswick.

    Al lado de otros dos colegas costeños que viajaron a los Estados Unidos con él en 1927, Ladislao Orozco y Adolfo Mejía Navarro, Ángel María Camacho y Cano fue el primer músico colombiano en llevar la cumbia —o la idea de ella por fuera del lenguaje de las gaitas y los tambores— fuera del país. Y no solo eso: si consideramos que la industria discográfica colombiana se inició en 1934 con la creación de Discos Fuentes, claramente aquellos pioneros se encargaron de llevar la cumbia colombiana al disco por primera vez.

    Mientras eso sucedía al lado de otros géneros de origen Caribe, como el porro, el merengue (luego devenido merengue vallenato), el bullerengue y las danzas propias de los carnavales como el chandé y el fandango, la cumbia fue adueñándose de todo espacio permitido por el gusto popular como un sobreentendido, sin que muchos se hicieran las preguntas que hoy, de manera infructuosa, intentan resolver los entendidos: si su procedencia es africana y su nombre viene del Congo cumbé, que significa danza, según lo exponía el antropólogo Guillermo Abadía Morales, o si, en contraste, era José Barros quien acertaba al reclamarla enteramente indígena, producción ceremonial del llamado País de Pocabuy, territorio cuya denominación sigue siendo objeto de desacuerdos, pero que supone la circunscripción conformada por las etnias Malibú y Chimila, nativas de la llamada Depresión Momposina, al norte de Colombia.

    Pero volvamos al poder comunicante de La Piragua. Se cuenta que, previa a su llegada a los surcos por Los Black Stars, el empresario discográfico Hernán Restrepo Duque la había hecho grabar por el rey vallenato barranquillero, ese sí costeño, Alberto Pacheco Balmaceda. Con esa versión nunca ocurrió algo especialmente importante en materia de circulación. Cerraba la década del sesenta y desde hacía algunos años, las capitales del interior eran epicentro de los monopolios industriales, incluido el discográfico. Discos Fuentes, epítome del sonido caribe, trasladó sus maquinarias de Cartagena a Medellín en 1954, convirtiéndose en la competencia territorial de sellos como Codiscos y Sonolux, nacidos en la mismísima Capital de la Montaña.

    La tendencia sugería que la ejecución de los ritmos calientes del trópico por parte de nativos de una ciudad central, a kilómetros del mar, se fuera haciendo cada vez menos extraña. Que una cumbia compuesta por el más representativo creador del género hubiera trascendido al ser ejecutada por un combo interiorano, lejano del Caribe en ebullición, hablaba de esas transformaciones y del predicamento que en su propio país había tenido el género desde mediados de la década de los cuarenta, cuando las orquestas de Lucho Bermúdez y Pacho Galán empezaban a conquistar las capitales de las frías montañas y a sus acartonados habitantes con sus porros, gaitas y cumbias.

    Cada uno por su lado, separados incluso por una rivalidad que para nadie era un secreto, Bermúdez y Galán adaptaron la música costeña al formato de big band, al mejor estilo del swing estadounidense. El clarinetista Lucho Bermúdez admiraba con fervor a su colega Benny Goodman, mientras que Pacho Galán en trompeta fungía como un Harry James criollo. Así, lograron coronarse en los clubes sociales y en los salones de baile de hoteles de alcurnia en Bogotá, Medellín y Cali por más de cuatro décadas, haciendo que el público del interior se descubriera capaz de bailar al compás de aquellos ritmos, incluida una novedosa variante creada por Galán en 1955, el merecumbé, compás que, encarnado en su composición fundacional, el tema Ay cosita linda, logró hacerse a un lugar inmediato tanto en el cine mexicano como en el repertorio de La Sonora Matancera, Nat King Cole y otros grandes.

    Antes que Ay cosita linda, solo dos temas colombianos del repertorio caribeño colombiano habían logrado dar el salto hacia otras latitudes: Santa Marta tiene tren, adjudicada a Francisco Chico Bolaños y grabada por las orquestas argentinas de Francisco Canaro y Eduardo Armani, en 1945, antes que cualquier agrupación local; y "El caimán" (o Se va el caimán), cumbia del barranquillero José María Peñaranda, también estrenada por Armani y convertida en himno contracultural en la España de finales del cuarenta, censurada ante la conseja de que el caimán que se iba, de acuerdo al coro de la canción, no era otro sino el propio generalísimo Franco, que cada tanto anunciaba su dimisión.

    Luego, finalizando la década del cincuenta, llegó la popularidad del llamado sonido paisa, adaptación de las rítmicas costeñas a formatos de sextetos y octetos con saxos, timbales y teclados eléctricos Hammond Solovox, la gran mayoría de ellos con sede en la ciudad de Medellín. Se trataba de una variante acompasada, uniforme y machacona del acervo costeño, no siempre vista con buenos ojos por los defensores del sonido tropical primigenio y puro, y ni qué decir por los amantes radicalizados de la salsa y de las manifestaciones afroantillanas, que veían en cierto sobrenombre impuesto a esa tendencia, el de chucu-chucu, una prueba onomatopéyica de sus acusaciones.

    Muchos de aquellos grupos juveniles habían nacido al amparo del twist, pero a medida que tocaron las puertas de las disqueras fueron siendo adoctrinados bajo la égida, no necesariamente errónea, de que Colombia era un país de consumo localista, con énfasis en lo tropical, y que el rock no los llevaría a ningún lado. No es de extrañar, entonces, encontrarnos con ejecuciones de cumbia por parte de grupos con nombres tan rocanroleros como Los Teen Agers, Los Bobby Soxers, Los Golden Boys, Los Be-Bops, Los Dangers, Los Stereos, Los Falcons, Los Ramblers y, claro, Los Black Stars.

    Unos años después, en 1964, acaso en la búsqueda intencional de contraponer esa tendencia anglocentrista, los hermanos Jairo y Guillermo Jiménez crearon una de las orquestas paisas más famosas de cuantas hubo y la bautizaron con el nombre de Los Hispanos.

    Ya no había vuelta atrás, la paradoja estaba establecida: una música de origen folclórico, procedente de lugares invisibilizados de nuestra geografía por cuenta del centralismo político e incompatible con la versión dominante de la identidad nacional, al decir del antropólogo inglés Peter Wade, terminaba por convertirse en la corriente de mayor éxito comercial y de mayor reconocimiento internacional. En su canónico libro Música, raza y nación (2000), Wade se pregunta por ese triunfo, que tuvo lugar a pesar de encontrarse con la resistencia inicial de amplios sectores de la población que veían en ella una música vulgar y licenciosa en términos sexuales.

    De manera paralela, la cumbia empezó a asentarse con éxito en los extremos australes y boreales de la América hispanohablante. Curiosamente, al entrar a establecer una taxonomía de algunos personajes que contribuyeron al posicionamiento del género en estos territorios, nos damos cuenta de que a México llegó una importante oleada de acordeoneros costeños, ejecutantes todos de la cumbia de estilo sabanero de los departamentos de Sucre y Córdoba, mientras que quienes sembraron las bases de un movimiento en Argentina a partir de la década del cuarenta, tal vez con la honrosa excepción de Lucho Bermúdez y los componentes de Bovea y sus Vallenatos, casi todos fueron músicos provenientes del interior y de la montaña.

    Me atrevería a decir que el primer país en acoger nuestras sonoridades fue, precisamente, Argentina, donde, acaso en poética retribución por todo lo que hizo el tango por la cultura popular cafetera, la cumbia llegó para quedarse. Pionero del asunto fue el ejecutante de cobres, compositor y director de orquesta Efraín Orozco Morales (1897-1975), originario del departamento de Cauca, al suroccidente colombiano. En 1934, luego de haber trasegado por bandas de viento en su región, conformó en la ciudad de Cali una orquesta de catorce maestros con la que se fue de gira por los países sudamericanos. De Chile pasó directamente a Buenos Aires, donde su grupo, llamado indistintamente Efraín Orozco y sus Muchachos o Efraín Orozco y su Orquesta de las Américas, permaneció por dieciocho años.

    Recordaba Jaime Rico Salazar en su libro La canción colombiana (2004), que las interpretaciones tropicales de la orquesta de Orozco no se ajustaban mucho a la medida rítmica de los mismos: porros y cumbias que tocaba como bambucos fiesteros. Las mayores influencias del músico eran los ritmos del interior colombiano, como el pasillo, el torbellino y el bambuco; aunque en aras de un proyecto comercial llevaba consigo todo el repertorio costeño y en Argentina pudo hacerse de herramientas más progresivas para su acometida. Es así como nos encontramos, por ejemplo, con piezas tan singulares como Cuando suena la cumbia (1940) en coautoría con Paco de la Ceja, que, a pesar de venir marcada como tema en ese ritmo, en realidad remite al sonido de la rhumba al estilo Xavier Cugat, con una segunda parte absolutamente cifrada en clave de swing estadounidense.

    Orozco es mucho más recordado por su obra en el campo de lo andino colombiano que por sus sabrosuras exportadas. Con todo y ello dejó un camino allanado para una siguiente generación de colombianos, haciendo el camino de la cumbia en el Cono Sur, como Hernán Rojas (1932-2001), cantante nacido en el Valle del Cauca, cofundador de la inmortal orquesta Los Wawancó; Jorge Monsalve, conocido como Marfil (1917-1986), vocalista antioqueño que conformó varios grupos difusores de la cumbia en tierras porteñas luego de llevar ese repertorio hasta las orquestas de Eduardo Armani y Américo Belloto; y Helí Toro Álvarez (n. 1929), convertido en leyenda desde el 14 de junio de 1964, día en que desembarcaba del tren en la estación de Retiro, Buenos Aires, junto con sus compañeros del siempre recordado y aún en actividad Cuarteto Imperial.

    Las consecuentes evoluciones de la cumbia en tierras porteñas trajeron consigo la aparición de sustratos de consumo populares, incluso directamente marginales, que terminaron por redondear el rito con unas instrumentaciones

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