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Cunnus: Sexo y poder en Roma
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Libro electrónico422 páginas6 horas

Cunnus: Sexo y poder en Roma

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La sexualidad puede parecer algo natural, como el comer, y, sin embargo, más allá de la biología, comporta una enorme carga social –como también lo hacen la gastronomía y los modales en la mesa–. Así, el elemento natural se va cubriendo de capas y más capas de normas, tabúes, prejuicios, deseos y miedos, en una convivencia difícil de ternura y violencia, de amor y de odio, de lo tópico y de lo transgresor. Por supuesto, la antigua Roma no fue una excepción en su tratamiento del sexo, y conocer mejor cómo los romanos concebían el cuerpo y el deseo, cómo entendían la reproducción y el matrimonio, cómo usaban el sexo en la política o cómo se impregnaba de sacralidad, nos ayuda a entender mejor su sociedad –y la nuestra–. ¿Podemos fiarnos de las maledicencias sobre la lasciva Mesalina o sobre el ambiguo Heliogábalo? Mejor, cuestionemos las fuentes, intentemos adivinar cuánto hay de real en sus exageraciones o acudamos a la iconografía, aunque sea problemática y no siempre bien conservada. Si con Soror. Mujeres en Roma Patricia González nos hizo ver el mundo clásico a través de los ojos de esa mitad de la población tan a menudo ocultada, en Cunnus. Sexo y poder en Roma recorre los diferentes aspectos del sexo y las distintas sexualidades que existieron en Roma: desde cómo se nombraba el sexo y el cuerpo hasta la pornografía y los juguetes sexuales, desde el matrimonio a la violencia sexual y desde las castas vestales hasta las insaciables brujas capaces de corromper a los hombres. Comprender cómo se naturalizaban ciertas prácticas, se rechazaban otras o cómo se crearon algunos prejuicios, nos ayuda a deconstruir nuestras propias ideas preconcebidas y nuestras, aparentes, esencias. Nos ayuda, en suma, a cuestionarnos, que es algo a lo que toda buena mirada al pasado debe empujarnos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 ago 2023
ISBN9788412716610
Cunnus: Sexo y poder en Roma

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    Cunnus - Patricia González Gutiérrez

    1

    LA CONSTRUCCIÓN DEL CUERPO Y EL DESEO

    El mundo, nuestra identidad, la relación con los otros y la comunidad no son aspectos que nos lleguen «en bruto», sino que son elementos que construimos a través de una serie de filtros. Todo en el ser humano procede de la cultura, que también afecta a la misma realidad observada. Incluso nuestro cuerpo, que podría parecer una página en blanco, una unidad natural, se conforma y percibe dentro de unos parámetros culturales complejos. Foucault hablaría de biopoder y Bourdieu de habitus, refiriéndose a esas repeticiones de costumbres, esas normas estéticas, ese control social del cuerpo que lo moldea para ser socialmente aceptable.

    La estética corporal no es una norma universal, ni tampoco lo deseable o deseante. Las esculturas idealizadas masculinas en el mundo clásico muestran penes pequeños, mientras que los cuerpos femeninos son redondeados y las Venus que aparecen arrodilladas exhiben lo que hoy consideraríamos michelines. Estas imágenes contrastan con los cuerpos pintados por Rubens, pero también con la estética de líneas rectas y que se encuentra al borde (o sobrepasa) la malnutrición de las modelos de hace unos años. La malnutrición y la falta de ejercicio en las mujeres moldeaba cuerpos también más débiles, que permitían justificar la sumisión, igual que hoy hay sectores que consideran poco atractivo que las mujeres entrenen en fuerza o sean musculosas.

    Por ello, antes de meternos en cuestiones de emperadores lujuriosos, castas matronas, prostitutas conspiradoras o vírgenes vestales, deberíamos empezar por un pequeño recorrido sobre cómo se construía la sexualidad y el cuerpo en un sentido más general. Desde qué lenguaje se usaba, que no era inocente, hasta cómo se concebían el género y sus roles. Al fin y al cabo, el lenguaje y el cuerpo son las dos fronteras fundamentales en nuestra relación con el mundo y con los otros; sin ellos, poco podemos comprender, sentir o definir.

    LENGUAJE Y SEXUALIDAD

    Si hay un filtro primario y fundamental es el del lenguaje. Lo que no somos capaces de nombrar, no existe, mientras que lo que definimos, aunque no sea real, alcanza una cierta entidad y consistencia. Wittgenstein afirmó una vez que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo.1

    Los romanos, por ejemplo, no tenían un nombre para el color naranja, pese a que era el color esencial en las bodas, el del velo de las novias y el de sus zapatillas. Podían hablar del color del fuego o del azafrán, o de un rojo amarillento o un amarillo rojizo, pero jamás crearon una palabra concreta. Tampoco tenían un nombre para el concepto de «consentimiento» como lo tenemos hoy y, en realidad, a diferencia del naranja, era la propia idea la que se les escapaba. Sin embargo, tenían un amplio vocabulario para definir a las prostitutas o para hablar del sexo.

    Pero ¿cómo acercarnos a lo obsceno, a lo que no debe ser dicho? Porque, en realidad, se decía mucho. No lo encontramos solo en los grafitis, vulgares e insultantes, sino en las fuentes, desde la sátira de Juvenal y los insultos de Marcial hasta los juegos de palabras en los Priapeos o la poesía amorosa. Nos encontramos numerosas variantes, metáforas y groserías para nombrar tanto los genitales como las relaciones sexuales, tanto la norma como la alteridad en la forma de desarrollarlas. Y estas combinaciones nos dan una cierta idea de cómo los romanos construían su realidad, de cuáles eran los límites de su mundo y cómo lo construían dentro de ellos.

    Los genitales femeninos, por ejemplo, recibían, en general, el nombre de cunnus (vulva es una palabra posterior). Es un término bastante genérico, que podía hacer referencia tanto a la vulva como al ano, o a la cloaca de un animal, y que poseía un amplio simbolismo asociado a la suciedad.2 También ficus, higo, se usaba tanto para la vulva como para el ano, pero también para las llagas. De hecho, en general, las palabras y metáforas usadas para la vagina/vulva y el ano son bastante intercambiables.3 En otras ocasiones, de forma muy poco sutil, se vinculaba la palabra porcus (cerdo) con los genitales femeninos. Varrón hace una cierta voltereta en este caso, y lo asocia al himen, pues afirma que el vínculo procede de que se solía sacrificar un cerdo en las bodas.4 La genitalidad se convertía así en un elemento de insulto y de escarnio. El mismo simbolismo que traspasa, como ya veremos, al cunnilingus, una práctica que para los romanos era el epítome de la humillación y la suciedad. Aun hoy podemos percibir parte de este universo simbólico en las referencias al olor, los chistes con pescados o las bromas machistas, que adquieren un tono muy distinto cuando se refieren al pene. Lo mismo sucede con cuestiones como la sangre menstrual, que hasta hace muy poco suponía un peligro debido a las mil calamidades que llevaba asociadas y acumulaba una gran cantidad de tabúes.

    Illustration

    Figuras 3 y 4: Exvotos romanos de una vulva y un pene (200 a. C.-200 d. C.), Museo de Ciencias, Londres. © Wellcome Collection.

    Las metáforas relacionadas con cuevas, sacos y fosas también eran habituales, tanto para la vulva como para la vagina o el útero, por razones evidentes. En algunas ocasiones, simplemente se intentaba omitir una referencia directa mediante el uso de expresiones genéricas o eufemísticas como loci o pudenda muliebria,5 algo que también se haría con los genitales masculinos, con los mismos términos de locus o pars, o naturalia y partes naturales, incluso. El clásico «bueno, ya sabes, eso de ahí». El pene también recibía varios nombres, como mentula, cauda [cola] o penis, que también podían ser usados como insulto, más como una sinécdoque con carga moral que por un rechazo en sí mismo a los genitales. Algunas palabras como mutto son oscuras y poco usadas y otras como fascinus tienen una carga ritual.6 Algunas, como verpa, se cargaron de una vulgaridad aún mayor que la palabra común y aparece solo en poemas insultantes y sátiras, como las de Catulo, Marcial o los Priapeos, pero florecía con fuerza en los grafitis, más cercanos a los usos comunes.7

    Los términos médicos, en algunos casos, usaron el griego para suavizar las palabras, o para darles un cierto barniz cultural que, quizá, los médicos veían más adecuado para su reputación. Así, virga, la palabra usada para «vara», se refería al pene, y glans al glande, en vez de la palabra latina caput [cabeza], más vulgar. La palabra glans, en latín, también significaba «bellota» y con esto juega Marcial en un epigrama, en el que habla de niños usados sexualmente, al decir que tenían las nalgas llenas de bellotas.8 En algunos casos, se usaban calcos, como pinnae para los labios de la vulva, desde la palabra griega Πίννα usada para referirse a las alas.9 A veces, hasta los romanos podían ser poéticamente metafóricos en estos asuntos.

    Por supuesto, también hay metáforas y calcos que, aunque nos parezcan poéticos, lo son algo menos de lo que podríamos esperar. Un juego de palabras como el uso del vocablo gorrión (stuthreum) en lugar de mentula parece gracioso e inocente, aunque no deja de connotar, según Festo,10 un cierto desprecio, ya que se asocia a la lascivia del pajarillo. No vamos a analizar por qué consideraban que los gorriones eran especialmente lujuriosos, sin embargo, sí vamos a destacar la tendencia a encubrir las palabras que se consideraban obscenas. En ocasiones, con un carácter lúdico, nos encontramos, en latín y en casi cualquier idioma, situaciones en las que el pene se menciona empleando juegos de palabras en los que se usa el nombre de casi cualquier cosa, desde plantas a términos marítimos, desde instrumentos musicales a animales. Pero, más allá de eso, a los romanos también les coartaban la timidez y el tabú de lo que se consideraba obsceno. En uno de los Priapeos, se divierten con la vergüenza que se siente al decir palabras obscenas, consideradas impuras.11 No deja de ser un bochorno, algo que se sale de la alta moralidad del mos maiorum, aunque luego la realidad nos deje ver que igual no tenían tantos reparos. Más aún, si quien hablaba era una mujer.

    Hay otro caso curioso en este sentido, que demuestra que no solo las palabras que al principio eran obscenas se acababan disimulando con el uso de eufemismos, sino que los propios eufemismos acababan cargados de significado y sustituyéndose a su vez (quizá podamos hacernos una idea con la evolución de las palabras usadas para referirnos al baño, desde váter a servicio, y su constante necesidad de renovación). También nos indica que los romanos tenían un sentido del humor muy pueril en lo que a sexualidad se refiere, de hecho, a continuación veremos que Cicerón se enrabietaba con facilidad. Hablamos de una de las famosas cartas a sus familiares, una extensa y «lingüística».12 En ella, se quejaba de no poder llamar «a las cosas por su nombre» y de lo curioso que resulta que «follar» sea una palabra más obscena que «violar», pese a la carga negativa del segundo término. También nos habla de cómo penis se había convertido en una palabra obscena, aunque había sido un eufemismo para mentula. Pero pronto pasó a quejarse de que ya ni siquiera ciertas combinaciones de letras se podían decir, si sonaban a una palabra sexual, como cum nos [con nosotros], que suena a cunnus [coño], o illam dicam [diré aquella], por landica [clítoris]. Uno puede imaginarse a los serios senadores conteniendo risillas maliciosas, como niños que gritan «ha dicho culo» cuando alguien hace mención a un «artículo» o un «cálculo». También comentaba el mismo caso respecto a diminutivos como pavimentula [una baldosa pequeña], que contiene la palabra mentula, visiblemente exasperado.13 Aunque bueno, acaba diciendo que es como pensar que tirarse un pedo es indecente, justo antes de que todos se vieran desnudos en las termas. Quizá podemos pensar que, definitivamente, ese no fue un buen día para Cicerón en el Senado.

    Parte de este vocabulario sexual, además del eufemístico, también tenía influencia griega. Esto era normal en un mundo en el que «vivir a la griega» era símbolo de vino, molicie, depravación y sexualidad, un mundo en el que los juegos políticos entre antihelenismo y prohelenismo le achacaban al pueblo conquistado desde el vicio a la filosofía. La homosexualidad pasiva, por ejemplo, se nombraba en griego con términos como pathicus, catamitus o cinaedus que se refieren precisamente a esa pasividad,14 no fuera que alguien pensara que se trataba de un invento de los viriles romanos. No solo era algo reprochable, sino también ajeno. Lo mismo pasaba con el término creado por los romanos y procedente del griego, tribades, que significaba «frotadoras» literalmente, aunque, de hecho, en griego no se usó para denominar a las lesbianas hasta que la resignificaron los romanos. La idea no solo era alejar la tendencia, sino situarla en los límites de lo real.15 Es significativo, también, que pathicus, palabra derivada del verbo griego usado para «sufrir», fuera usado tanto para hombres pasivos como para mujeres. En el sexo, según ellos, si no eras la parte viril y activa, se sufría, no se disfrutaba. Era algo que soportar, un peaje a pagar. Ya desarrollaremos más esta idea, pero conviene apuntarla, aunque solo sea para dejar claros algunos conceptos romanos sobre el deseo y el consentimiento, que arraigaban en lo más hondo de su imaginario colectivo.

    Tampoco el pene y la vulva eran las únicas partes de los genitales que se conocían. Por supuesto, los testículos aparecen debidamente nombrados, tanto por su nombre como por los mismos eufemismos que hemos visto antes (partes viriles, peso…). De hecho, testiculus es un diminutivo de testis.16 Lo mismo pasaba con el clítoris, que recibía el nombre de «ninfa» (un préstamo del griego) o landica, y cuya existencia conocían muy bien. Marcial, de hecho, atribuye anomalías en el tamaño al de Basa, una lesbiana a quien dedica un poema poco elogioso.17

    El vocabulario referido a las relaciones sexuales también podía ser vulgar y, además, diferenciaba entre distintas prácticas y sexualidades. Futuo [follar] era el verbo más habitual y obsceno. En general se ha asociado a la parte activa, es decir, la penetradora, aunque algunas pistas nos permiten pensar que la penetración no sería la única indicación de actividad y que el movimiento o la iniciativa también contarían. Un caso particular es el de un grafiti pompeyano hallado en un burdel, en el que una prostituta, Mola, es definida como fututris (en alfabeto griego), lo que indica una agencia activa, pese a que lo más probable es que fuera ella la penetrada.18

    Además de futuo encontramos otros términos como pedicare e irrumare, referidos al sexo anal y oral, bien conocidos por el poema de Catulo.19 Ambos son más bien neutros en torno al género de la persona a la que se refiere, mientras que cunnus lingere [lamer el coño] y fellatio [felación] son más concretos respecto a los genitales que se estimulan en cada caso. Ambos vocablos definen prácticas consideradas un elemento de enorme humillación y desprestigio, por lo que aparecen mucho más en los grafitis y las sátiras que en otro tipo de fuentes. Tampoco abundan en las representaciones iconográficas, aunque podemos encontrar algunas, por ejemplo, en las termas suburbanas de Pompeya. Llegado este punto podríamos preguntarnos cuánta información desconoceríamos de la sexualidad romana si la ciudad hubiera seguido con su vida normal y no conserváramos sus muros o si los romanos hubieran sido menos vandálicos en ella.

    La denominación más eufemística, concubitus [coito], se mezcla en las fuentes con el festivo ludere (relacionado con el juego), o las explícitas metáforas sobre frotarse u horadar. Estas metáforas nos demuestran que no hemos cambiado tanto en algunas cosas. Otros términos hacen referencia al propio deseo, como libido, o las palabras más «tangenciales» como voluptas (en realidad, placer en general) o amor. Y, por supuesto, tenemos todo el campo semántico de las palabras relacionadas con la ausencia de relaciones, o con la moralidad, como pudicitia, continentia, modestia o castitas [pudor, continencia, modestia y castidad respectivamente]. Muchas son muy reconocibles, aunque deberíamos tener cuidado con las asociaciones automáticas, ya que el contenido, moral y simbólico, no es, ni puede ser, el mismo.20

    Un campo semántico metafórico habitual, también, al hablar de las relaciones y los cuerpos, es el agrícola, pues se emplean palabras referidas al cuerpo femenino que la asimilan con campos de cultivo, como ager o saltus, pero también a jardines o huertos.21 Así, la mujer y sus genitales son asociados a la tierra, un elemento pasivo que debe ser domado, trabajado y penetrado para obtener un fruto. En algunos casos, el término podía llegar a ser bastante despectivo, como el uso de eugium [suelo] en Laberio o Lucilio.22 El uso metafórico se extiende a los sueños en el libro de Artemidoro, según el cual, soñar con cuestiones agrícolas está relacionado con los hijos, que son comparados con las semillas y el cereal (por supuesto, los de menor calidad son los asociados a la feminidad), o en Platón, que usa también la metáfora de la tierra y los frutos en el Timeo.23 Esa imagen no es inocente, pues la mujer no es solo un elemento pasivo del que obtener un beneficio, también es uno peligroso o estéril si no se sabe tratar y cultivar.

    Por el contrario, el hombre era comparado con el arado. También con los palos y varas, como hemos visto, pero, sobre todo, con las armas, mediante el uso de términos como arma, palus, pilum o gladius, hasta el punto de que la comedia usaba, a veces, elementos de la época, para jugar con el doble sentido sexual.24 No solo en la comedia, Suetonio recordaba una anécdota de Vespasiano, donde usaba un verso de la Ilíada en el que se hablaba de la sombra de una larga lanza para hablar de otras cosas igualmente largas. Justino menciona que Mitrídates hizo la misma broma a un oficial que le registraba y le dijo que no fuera a encontrar otra «arma» diferente a la que buscaba,25 lo cual era especialmente gracioso porque Mitrídates, en efecto llevaba una daga de verdad y acuchilló al príncipe que le había mandado registrar. Consecuencias fatales del pudor, supongo. De nuevo, en el imaginario colectivo, es significativo un uso tan agresivo de la sexualidad, al hacer comparaciones con elementos usados para hacer daño y no para proporcionar placer. La misma asociación la encontramos en un relieve de Ostia, en el que conviven un pene y una lanza, en una clara conexión. En los poemas Priapeos abundan estos vínculos y se hace que el dios compare su falo, que considera su arma, con el tirso de Baco o la espada de Marte, o afirmar que va a «atravesar» a un muchacho.26 Quizá, y solo quizá, tampoco es casualidad que se mencione a Doríforo, el «portador de la lanza» y liberto de Nerón, de quien era pareja sexual. Como tampoco lo era el uso de nombres de peces, un alimento asociado al placer y a los banquetes, para nombrar a las prostitutas griegas. Recordemos que los esclavos (como las mujeres) no tenían derecho a tener un nombre y que el dueño podía cambiárselo a placer, incluso por nombres irónicos o humillantes.27

    En definitiva, el lenguaje responde al deseo y a la estética, a normas y modelos, pero también los construye. Y esto afecta tanto a la ideología como a la propia corporalidad, porque los cuerpos distan de ser páginas en blanco, elementos asépticos y puramente naturales. Los cuerpos también se construyen para ajustarse a ideales, para transgredirlos, o para reafirmar la identidad. La alimentación (y la perenne cultura de la dieta en las mujeres, por ejemplo), el ejercicio, los tatuajes, las modificaciones corporales rituales y no tan rituales, el color de la piel o el maquillaje entran dentro de una continua carrera para adaptarse a normas arbitrarias y cambiantes. El control social también supone el control del cuerpo.

    LA CONSTRUCCIÓN DEL GÉNERO Y EL CUERPO

    Los cuerpos son el primer escalón de los pueblos para construir las sociedades y comunidades. Antes que nada, los habitamos y nos relacionamos desde ellos. Nos percibimos en ellos y sobre ellos construimos nuestra identidad. Son la unidad básica.

    La sociedad romana concebía el género de una forma binaria. En teoría, solo podían existir los hombres y las mujeres y cada cual tenía un lugar en la sociedad, la familia y la naturaleza. Sin embargo, en realidad, concebían el cuerpo de forma unitaria. Los hombres eran el modelo, el resultado perfecto, mientras que las mujeres no eran más que un fallo estructural que la naturaleza usaba para permitir la reproducción. Eran un hombre incompleto, a medio cocer. Eso permitía a los romanos ordenar su mundo y justificar las desigualdades de su sociedad. Y, aunque la sexualidad no se concebía, como hoy, ordenada en torno al género, el concepto de corporalidad y división sexual sí marcaba algunos aspectos de la misma, desde la posibilidad de contraer matrimonio hasta los derechos o el comportamiento esperado. Sin embargo, también eran conscientes de que no todo se ajustaba a la perfección a sus parámetros ideales y que las excepciones, la fluidez o las transgresiones existían pese a todos sus intentos de encajar la realidad en moldes cerrados.

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    Figura 5: Venus calipigia (ss. I-II d. C.). Copia romana de un original helenístico del s. III a. C., Museo Arqueológico de Nápoles. © Sailko.

    Al ordenar esa sexualidad, también ordenaron cómo debían ser los cuerpos y qué era deseable, además de quién podía desear. Los cuerpos se jerarquizaron, se establecieron escalas, tanto intergénero como intragénero, se modificaron y se domesticaron. Sus volúmenes, curvas, textura, el color de su piel, su simetría o asimetría, sus marcas, grasa y músculo se volvieron un elemento no solo estético, sino también moral. Ante la transgresión, reaccionaron de formas diversas, según las circunstancias, el momento y las personas. Es decir, el cuerpo no es un elemento neutro, ajeno a la cultura en la que se desarrolla, sino que tiene historia, al igual que el sexo y la sexualidad.

    La belleza o la fealdad forman parte de la historia, la mitología y la iconografía. Cuerpo, norma y tabú constituyen una parte importante de cómo se concebía y se concibe el deseo, por lo que tan solo cabría repetir que esos cuerpos, esas normas y esos tabúes son algo social que nos permite ver más allá de lo biológico. No, la atracción no es algo que olfateemos, como a veces se ha dicho, sino que es una cuestión un poco más compleja, relacionada no solo con las feromonas sino también con los cánones de belleza preestablecidos por las distintas culturas.

    Las fuentes nos hablan de concursos de belleza en Grecia y Roma, no en vano la Guerra de Troya empezó por una disputa entre Hera, Atenea y Afrodita para decidir quién era más bella. Ateneo cuenta que Cípselo había instituido un certamen de belleza que se celebraba en las fiestas a Deméter Eleusis, donde las participantes eran denominadas «portadoras de oro»; menciona también otro que se celebraba en la Élide, en esta ocasión, masculino, y con armas como premio.28 Asimismo, el poeta Rufino construyó un relato, entre irónico, erótico y poético, sobre dos concursos de belleza, uno de culos y otro de vulvas, a las que comparaba con rosas que goteaban néctar.29 Algunos aspectos del deseo pueden sorprendernos si lo observamos desde nuestra mirada actual. En aquel momento, los penes pequeños eran deseables, mientras que los grandes se consideraban grotescos, una burla, algo propio de esclavos, extranjeros o de Príapo, el dios de los jardines. Eso sí, aun pequeño, seguía siendo un símbolo de poder y protección. El tamaño es importante, pero, como vemos, no siempre de una forma acorde a los parámetros actuales.

    Tampoco en todas las sociedades resultan eróticas las mismas partes del cuerpo, más allá de la mera genitalidad. Las nalgas, por ejemplo, eran una zona de atención preferente en el mundo clásico. Cuando Luciano de Samósata, en su obra Amores, relata un viaje turístico a Cnido para ver la famosa escultura de Afrodita, en un diálogo probablemente imaginario, afirma el deseo de su colega por la parte frontal de la escultura, pues le gustaban preferentemente las mujeres, mientras que el amigo que prefería a los hombres admiraba la parte trasera de la escultura, a causa de las famosas nalgas de la diosa. El ya mencionado Rufino comentaba también que no hay que escoger a la mujer muy delgada ni muy gruesa, y en su poesía destacan las nalgas femeninas blancas, redondas, suaves y con hoyuelos, desde un deseo heterosexual.30

    Illustration

    Figura 6: Fragmento de una pequeña estatua de una Venus púdica para un altar doméstico (s. II d. C.). Antiquarium, Sevilla.

    También los muslos se consideraban eróticos, sobre todo en el deseo homoerótico, lo que ha servido para asegurar que el sexo, en el mundo heleno, entre el erastés y el erómenos, era básicamente intercrural. Además, eran atractivos solo los muslos jóvenes, los que empezaban a tener el vello adulto perdían el atractivo.31 Si bien es cierto que el sexo anal no se representa mucho en contextos homoeróticos ciudadanos quizá sea bastante aventurado negarlo en general. Los pocos ejemplos que conservamos pertenecen, en general, ya al mundo romano, como, por ejemplo, la famosa Copa Warren, conservada en el Museo Británico, un objeto de lujo fabricado en plata. De hecho, eso es precisamente lo que la hace especial, ya que, frente a las representaciones en terra sigillata o cerámica común, la plata es un elemento que no salió precisamente barato a su dueño. De hecho, puede que no fuera un objeto solitario y hayamos perdido, al menos, una pareja de la copa, ya que se conservan vajillas similares que formaban conjuntos, como el llamado tesoro de Menandro, en Pompeya. De hecho, otro objeto similar fue encontrado en Estepa (Sevilla), realizado en vidrio de camafeo, en una postura muy similar y con el muchacho joven también muy feminizado, con el pelo largo y en un estilo claramente servil.32 Aun así, también encontramos alguna representación griega, como una cerámica conservada en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.

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    Figura 7: Terracota de una mujer (s. I a. C.), encontrada en Esmirna, probablemente enferma o anciana, pero representada con la postura, peinado y vestido de una mujer joven. The Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

    Un cuerpo fuerte era deseable. No solo eso, sino que también se asociaba a la virtud y la dignidad. Los dioses siempre son bellos, porque son perfectos, y las grandes mujeres modélicas del pasado deslumbraban por su belleza, aunque no fuera su principal virtud, como pasaba con la casta Lucrecia, que tejía hasta por la noche. Quizá el mejor ejemplo sea el de las esculturas que representaban a Claudio, que sabemos que no era el emperador más atlético y fornido del mundo, pero le representaban a la manera tradicional. Por el contrario, Suetonio, cuando describía los defectos físicos de este, además de las piernas vacilantes, su nariz siempre moqueante o los temblores, incluía características como la risa estúpida, que se quedaba con la boca abierta o que la rabia le hacía echar espumarajos.33

    La belleza física y la moral solían confundirse. Los criterios estéticos y políticos siempre han estado muy vinculados y el cuerpo es el perfecto campo de batalla para ello. El folclore –o, más bien, los chismes que contaba Ateneo– comentaba que cuando Arquidamo, rey de Esparta, mostró preferencia por una esposa fea y rica frente a una pobre y bella, los éforos le echaron en cara su decisión.34 Kalos kai agathos, en castellano «bello y bueno», era una combinación que había que desmentir más que demostrar. Cicerón se preguntaba si «acaso los defectos del cuerpo si son muy notorios van a tener algo de repugnante, y no lo va a tener la deformidad del alma cuya fealdad puede contemplarse con toda facilidad a través de los mismos vicios».35 Esa visibilidad de la fealdad del alma se concretaba, por ejemplo, en un Catilina degenerado físicamente por sus vicios morales, demacrado y

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