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Seres vivos
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Libro electrónico215 páginas3 horas

Seres vivos

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"Todo el mundo busca algo. Una respuesta. Sin embargo, eso a veces conlleva a visiones más deslumbrantes."

Las respuestas que Laume buscaba no se encontraban en los libros. Su vida dio un giro de ciento ochenta grados cuando en su decimosexto cumpleaños asesinaron a su madre ante sus ojos. Sola y sin poder contar con nadie, más que con su amigo canino, decidió vivir en soledad, oculta entre los árboles del bosque. Siendo de una especie mágica, de aspecto similar a la humana y con una discapacidad mental, Laume se encontrará dividida en tierra de nadie hasta que descubra el pueblo de Ángora, dónde encontrará un nuevo camino a seguir y con suerte, respuestas que ese nuevo mundo le mostrará.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jul 2023
ISBN9788411811446
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    Seres vivos - Leticia Corona Rodríguez

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Leticia Corona Rodríguez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-144-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    A toda mi

    familia y amigos, que

    fueron imprescindibles

    para dar vida a esta novela.

    A mi adorado Chawy (2006 - 2021)

    que me inspiró para el personaje de Charlie.

    Capítulo 1: Alas Crecientes

    Se dice que el universo es infinito sin saber siquiera dónde empieza. ¿Realmente no tiene fin? La Tierra también está llena de misterios y secretos del pasado sin responder. Temiendo perder el conocimiento de los errores y triunfos que el hombre ha sido capaz de vivir hace siglos, tan lejanos e influyentes, historiadores buscan por lo profundo y sagrado de las tierras del mundo para encontrar respuestas, a veces suposiciones, y otras muchas veces verdades. Y los curiosos niños y no tan niños mantenían a la humanidad con ese interés sin ser conscientes de ello, tan solo pendientes de buscar respuestas. Todo el mundo tiene preguntas. Todo el mundo busca algo. Una respuesta. Sin embargo, eso a veces conllevaba a visiones más deslumbrantes. La necesidad de saber y encontrar respuestas a veces lleva a los seres vivos a vivir con sueños y esperanzas su fácilmente destructible vida. Otra gran pregunta es de dónde vienen los sueños. ¿Y dónde nacen las esperanzas? ¿Y la vida? ¿La libertad?

    A veces las preguntas más increíbles e importantes no son las que aparecen viajando al frío y oscuro espacio, lleno de silencio y soledad. No. A veces las preguntas que llegan a definir a los seres que gozan de vida propia y razón, son las más cercanas y simples. Pueden formularse con una pequeña criaturita que ve su primer amanecer junto a la fémina que lo amará el resto de su vida, cómo, ¿y ahora qué?

    Las preguntas que se formulan en uno mismo o en compañía de otros, llegan a ser las más importantes y las más relevantes en la vida y en la forma de vivirla. Y dichas preguntas no se encuentran más allá de lo que ven o lo que no llegan a ver. Aparecen sin más, en cualquier momento y lugar, sin esperarlo. Pueden salir del corazón o de la mente y repetirse una y otra vez como un flashback. Más cerca de lo que cualquiera podría imaginar.

    No hacía falta salir del país o de la misma Tierra para encontrar respuestas, estas se encuentran en uno mismo o en su alrededor. No siempre es fácil pero nunca es imposible. Las respuestas se encuentran en lugares cercanos, conocidos y en compañía de otros seres, no en un espacio helado, oscuro y solitario.

    Otra gran pregunta: ¿cuál es el sentido de la vida?

    Ella no tenía dudas respecto a esa pregunta. Para Laume era una respuesta tan simple y lógica que nunca se vio obligada a buscar en los escombros una respuesta.

    La gente.

    Al igual que para buscar respuestas a preguntas desconocidas, la gente tiene un papel importante en la vida y ese es el darle sentido a la existencia de cada ser vivo en el mundo. Las personas cambian a las personas. Para bien o para mal.

    Laume lo tenía claro. O más bien lo tuvo claro. Hace años. Ya no.

    Ahora no era más que una de muchas de esas personas que formaban la vida en la tercera constelación del sistema solar. No obstante, cada ser tenía sus misterios, secretos y virtudes al igual que defectos e imperfecciones, y descubrir con una sola persona esa hermosa sensación de pasión por vivir...

    Toda esa pasión se perdió aquella noche, en la que una chica de ojos azules brillantes como la mar cuando el sol se posaba ante ella y la iluminaba con su luz pura y natural, deslumbrándola con todo su esplendor, se perdía en un mundo extraño e injusto. Lo que pasó aquella noche era algo lejano y tan cercano al mismo tiempo que su tristeza no caducaba en los días que pasaban y quedaban por pasar. O al menos eso esperaba. A pesar de lo de esa noche, Laume estaba decidida a quedarse en su hogar, pero las diferentes réplicas la tomaron por ilusa, y la obligaron a marcharse.

    Laume apretó su mandíbula.

    Le pasaba siempre que se enfadaba o recordaba algo que le hacía rabiar.

    Esas personas que la dejaron a su suerte en el primer transporte público que pasó por delante nunca la apoyaron. Ni a ella ni a su madre. En realidad, no apoyaban a nadie que viviera en las entrañas de la montaña del remoto pueblo de Katsunagi. Un pueblo aislado del mapa y de las personas que no tienen descendencia allí. Ni comunicación, ni transporte que llevara más allá del pueblo, ni lujos de los que poder abusar. Muchos lo asumían como una desventaja y un lugar inapropiado para criar a una hija en solitario. Pero Laume era feliz. Siempre había sido feliz. Hasta el día de hoy. Un día soleado y lleno de color que dejaban ver en su rostro una pequeña sonrisa conformista, dando a entender a cualquiera con dos dedos de frente, que podía quejarse eternamente por su desdicha pero que nada de eso cambiaría el presente. Tenía que lidiar con ello dado que no tenía remedio. Como decía su madre; todo tiene remedio... Salvo la muerte.

    Muerte.

    Esa era una palabra que no quería mencionar.

    A pesar de sus tristes recuerdos, Laume miró el lado bueno de la situación, como siempre había hecho, y sonrió, esta vez con más ánimo.

    La chica miraba por la ventana como si no hubiera nada más interesante que hacer. Su mente estaba en las nubes. Algo que fascinaba de verdad a la joven era imaginar diferentes paisajes, animales, personajes. Poseía una gran imaginación y eso le encantaba. Era muy creativa y desataba su pasión entre lienzos y folios. En su mente no había cuerdas que desatar. Lo único que podía frenarla era el límite de su imaginación. Y ella no lo tenía.

    Estaba siendo un viaje muy largo a pesar de la velocidad del tren y de las pocas paradas que existían en el trayecto. El primer día llovió y en el segundo el cielo se nubló. A Laume la metieron en ese tren con la esperanza de que se la llevaran lejos y no volvieran a verla. Nunca entendió por qué el pueblo las odiaba tanto, a ella y a su madre. Aunque ciertamente tampoco le importaba. Lo único que tenía en cuenta, era que su madre siempre estaba con ella y que la quería. Más que a nada en el mundo. No tenía dinero suficiente para dormir en uno de esos vagones de tren en los que incluían camas individuales o literas. En su maleta tan solo llevaba lo imprescindible; ropa y un sobre blanco viejo que contenía una carta.

    Dicho sobre indicaba que era para ella de parte de un nombre cubierto de sangre seca.

    Siempre tuvo curiosidad en leerla y en saber por qué su madre lo llevaba encima precisamente esa noche. Sin embargo en una de esas preguntas tenía una respuesta clara. En la parte de atrás del sobre ponía que no podría leerlo hasta que cumpliera veinte años.

    No era exactamente un problema ya que al tener cerca el fin de sus diecinueve años solo faltaban las estaciones de primavera y verano, hasta llegar el día de su nacimiento, que comenzaba a finales de otoño. Curiosamente el día en que nació el sol quedó postrado en el cielo como si quisiera bendecirla con su luz. A ella y a otros millones de bebés que nacieron ese mismo día de diciembre. Al día siguiente, nevó. Su madre le contó que siempre nevaba en su pueblo y que tenía una canción que honraba y animaba a la nieve a seguir cayendo como si de un milagro se tratara. La estación favorita de ambas era el invierno aunque a Laume también le gustara la primavera. Su madre siempre sintió apego por la nieve. Cuando había suficiente nieve helada en la montaña era ella la primera en tumbarse y hacer ángeles de nieve como una niña pequeña. Siempre le cantaba esa canción al irse a dormir, mientras miraba a su sonriente madre delante de una ventana en la que, al mismo tiempo, podía ver los copos de nieve caer con gracia y dulzura. En su mente aun resonaba esa cancioncilla.

    Si feliz quieres ser, deja a la nieve caer. Sobre tu cara y cabello su frío te abrazará, como una manta que jamás se irá. Corre, vuela, sonríe y sueña. Y contigo siempre estaré. Deja a la nieve caer y a tu lado siempre estaré.

    Si la letra carecía de sentido, Laume nunca le dio importancia. Esa canción era parte de muchos recuerdos felices que tenía con su madre. Y ahora no estaba. Se fue. Y no volvería nunca. Era triste a la vez que desolador.

    Un rayo de sol atravesó la ventana molestando los ojos de la chica, haciendo que esta apartara la mirada por un momento. Entonces pudo ver un extenso prado verde con dientes de león de adorno y hermosos corceles trotando y pastando tranquilamente. Era un paisaje simple pero hermoso a la vez. La chica volvió a sonreír y observó a los animales. Castaño, alazán, negro con el morro blanco, tordo, otro castaño de un tono más oscuro... La imagen le pareció tan pacífica que deseó poder convertirse en uno de esos caballos y galopar sin cansarse.

    Pero se recordó que tenía que controlar esas ansias de libertad, si no podría acabar siendo uno. Literalmente.

    A pesar de su apariencia, tan común en cualquier persona, Laume no solo destacaba por sus extraños y brillantes ojos azules, sino también por el hecho de que en realidad no era humana.

    Existían unas criaturas sorprendentes desde el comienzo de la vida en la Tierra que poseían poderes increíbles. Magia de todo tipo: Fuego, Aire, Tierra y Agua entre otras muchas difíciles de creer posibles. Pero ese no era su único don. Esas criaturas eran capaces de transformarse en otros seres, como las criaturas mitológicas de las novelas favoritas de Laume, animales comunes... y seres humanos.

    A aquellas criaturas se les reconocían por el nombre de Inframundos o Infras, para abreviar. Aunque en realidad nadie sabía de su existencia realmente. Desde el inicio de los tiempos, los Infras se abstuvieron de mostrar su verdadera naturaleza a los ojos humanos, evitando durante siglos las amenazas de muerte y discriminación. Tal vez pareciese excesivo ocultarse al mundo permanentemente, mas ellos se habían pasado la mayor parte de su existencia vigilando y evaluando a los humanos y en la mayoría de los casos, los resultados fueron nefastos. Veían cómo maltrataban incluso a los de su especie y no les provocaba más que desagrado. Eso podía entenderlo, pero... Pasarse toda la vida ocultándose con miedo y sin libertad sin poder hacer nada más que soñar con un mundo que nunca iba a llegar. Eso era... ¿cómo describirlo? ¿Injusto? ¿Triste? ¿Penoso? ¿Indigno? ¿De verdad sus antepasados creyeron que ese era el camino que debían seguir? Laume se tensó ligeramente. ¿Su madre también habría pensado lo mismo?

    Retiró esa suposición de su cabeza. Ella no era ese tipo de persona. Se corrigió: ella no era ese tipo de Infra. ¿Qué más daba de todas formas? ¿Qué diferencia había entre las personas y los Infras? Aparte de los poderes. Creía tener la respuesta pero temía que los de su especie la tacharan de loca. Además, no era una opción muy popular, pensó con ironía.

    Perdió de vista a los caballos y entraron por un túnel que se iluminaba cada tres segundos por una línea de bombillas. Después de quince segundos el paisaje volvió con su brillo y el humo del tren alrededor, perdiéndose en las lejanas y blancas nubes del día.

    Laume suspiró. Aunque pudiera aparecer un libro en sus manos en ese instante, se limitó a suspirar y a recordar lo que su madre le decía en casos así. Sin embargo, por una vez en su vida, deseó pensar en alguien o en algo que no tuviera que ver con su madre, no por maldad se dictó, sino por desconectar un poco de ese triste momento de su vida.

    Empezó a imaginarse qué tipo de vida le esperaba allí. Los del pueblo le dieron también una dirección o más bien un nombre, concretamente el nombre de un pueblo que todo Infra conocía; el pueblo de Ángora.

    A pesar del ambiente agradable que regalaba el día, tan soleado y radiante, la chica no paraba de mover nerviosamente la pierna de arriba abajo, provocando un leve murmullo en la alfombra carmesí del vagón. Se sentía nerviosa y molesta. Estaba enfadada porque los del pueblo, directamente, la desterraron de allí. No era justo y además le hablaron de una especie de internado al que tendría que asistir hasta que la hicieran trabajar en una de sus oficinas como secretaria. O por lo menos eso había entendido ella. Al parecer escuchó a uno del pueblo hablar con alguien sobre un lugar en el que alojarse y estudiar por cinco años para conseguir un título y un trabajo fijo. Por su experiencia en las clases que su madre le daba en casa, supo que hablaban de una especie de aula de apoyo. Había de diferentes tipos, pero imaginó que en todas tendrían los mismos seguros y derechos. Con tan solo ir al internado de Ángora, supo que su futuro estaría asegurado. Estudiaría durante cinco años y tendría un trabajo para toda la vida sin necesidad de tener un contrato. Tal vez solo Ángora tenía esa condición tan apetecible o tal vez hubiera diferentes países con la misma condición, pero en cualquier caso todo estaba sucediendo demasiado deprisa para Laume. Aquella noche que perdió a su madre también perdió su felicidad y su libertad. Pasaron tres años desde entonces y durante ese periodo de tiempo había vivido en el bosque de la montaña como la Infra que era. Al principio todo iba bien, sin embargo, a los pocos días, los que vivían en el pueblo, a varios kilómetros de la montaña, la buscaron por el bosque e invadieron su territorio para echarla del lugar, sin éxito al principio, pero al tiempo comprendieron que tratándola como a un animal no conseguirían los resultados esperados. Supieron que tenían que atacar en su flanco débil. Y ese flanco era su amigo y compañero Charlie.

    Un ligero empujón en su pierna hizo que Laume parara de moverla ansiosa y que saliera de su ensimismamiento.

    —Tranquilo, Charlie. Ya queda poco para llegar.

    El pequeño animal que respondía al nombre de Charlie era un simpático West Highland White Terrier (Westie, para abreviar) de tres años de color blanco, pelaje ligeramente largo y ojos oscuros como la caoba. Tenía un temperamento tranquilo, pero era muy cabezota. Suele obedecer a su dueña la mayoría de las veces, pero había momentos en las que él tomaba el mando. Laume lo tenía, precisamente, desde hace tres años, cuando escapó al bosque y lo encontró perdido siendo un cachorro de medio año de edad. Tuvo que adiestrarle y alimentarle para que sobrevivieran, tanto él como Laume.

    Sus esfuerzos por animar a su perro a que aguantara las ganas de ir al baño (por lo menos su baño) fueron insuficientes para el pequeño. Laume procuraba que, en cada parada de largo descanso, Charlie saliera a estirar las patas y volver a entrar al tren sin que nadie del servicio, y en especial el grupo de ancianas cotillas que tomaban café todas las mañanas en el vagón de la cafetería, les vieran. No era fácil, pero le rompería el corazón separarse de él. Y sabía que Charlie sentía lo mismo. No por nada el perro intentó abalanzarse contra la puerta del tren cuando creyeron que los separarían al echarla del pueblo. Sin duda era un animal muy cabezón.

    Salió del vagón de tonos rojizos con asientos del estilo del siglo XIX para dirigirse al servicio. Se aseguró de que Charlie se escondiera dentro de su maleta, ya que aun era lo suficientemente pequeño para entrar sin ser visto, y cerró la puerta desplegable de madera.

    Se fue directamente a verse en el espejo. No le gustaba mucho hacerlo pero era

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