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El Espejo Humeante
El Espejo Humeante
El Espejo Humeante
Libro electrónico242 páginas3 horas

El Espejo Humeante

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Información de este libro electrónico

Carol y Johnny Garza son gemelos de doce a os cuyas vidas en un peque o pueblo de Texas cambian para siempre luego de la misteriosa desaparici n de su madre. Enviados a familiares en Mé xico por su afligido padre, los gemelos se enteran de que su madre es una naguala, una cambiaformas, y que han heredado sus poderes. Para rescatarla, tendr n que descender al inframundo azteca y enfrentarse a los peligros que les aguardan.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 oct 2022
ISBN9781922556943
El Espejo Humeante
Autor

David Bowles

David Bowles is the award-winning Mexican American author of They Call Me Guero and other titles for young readers. Because of his family’s roots in Mexico, he’s traveled all over that country studying creepy legends, exploring ancient ruins, and avoiding monsters (so far). He lives in Donna, Texas.

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    diverse children's middlegrade fiction (5th grade and up--mesoamerican mythology/magical adventure)
    I found the 9 circles of the Underworld to be fairly tedious when one scarcely has anything to do with the other, but this would work nicely for a kids' adventure, and also great for a chapter-a-day readaloud (provided the reader can pronounce the Spanish words alright). Includes a glossary for the Spanish words/phrases, as well as an explanation of the various deities the twins encounter.

    parental note: no language or sex (or even kissing) or drugs, though there is a bit of gore involving a "removal of the heart from human sacrifice" ritual, which is over with fairly quickly.

Vista previa del libro

El Espejo Humeante - David Bowles

9781922556943.jpg

Gemelos Garza ~ Libro uno

El espejo humeante

David Bowles

Traduccion de Libia Brenda

Esta es una obra de ficción. Los sucesos descritos son imagin­arios. Los escenarios y caracteres son ficticios y no intentan representar lugares específicos o personas vivientes. Las opiniones expresadas en este manuscrito son únicamente las opiniones del autor y no representan necesariamente las de la editorial.

Espejo Humeante

Todos los derechos reservados

ISBN-13: 978-1-922556-94-3

Copyright ©2022 David Bowles

V1.0

Este libro no puede ser reproducido, transmitido o almacenado, ya sea por procedimientos mecánicos, ópticos o químicos, incluidas fotocopias, sin permiso de la editorial, excepto en el caso de breves citas incorporadas en artículos críticos y reseñas.

Gold Coast, Australia

IFWG Publishing International

www.ifwgpublishing.com

Para Angelo y Charlene, los mejores amigos que un padre podría desear.

Agradecimientos

El espejo humeante tiene sus raíces en la cultura de mi comuni­dad en la frontera entre el sur de Texas y México. Los lugares descritos son reales, aunque los he usado de manera ficticia. Muchos de los seres sobrenaturales de estas páginas aparecieron por primera vez en los cuentos que escuchaba a los pies mi abuela, Marie Garza, o de otros parientes y amigos a lo largo de los años.

Debo mi familiaridad con Monterrey y Saltillo a la familia de mi esposa, cuyos consejos y amor en los momentos difíciles de mi vida me dieron fuerzas para seguir siempre adelante. También han sido fundamentales en la génesis de este libro los centenares de estudiantes que pasaron por mis aulas durante mis catorce años como maestro de secundaria y preparatoria. Aprendí tanto de ellos como ellos de mí.

Sin duda, El espejo humeante no existiría si no fuera por mi esposa e hijos, quienes siempre me apoyan con mis proyectos literarios y aguantan mis horas extrañas y lecturas improvisadas de escenas clave. Lo mismo debe decirse de la comunidad de escritores de Texas y el suroeste, especialmente Guadalupe García McCall, Xavier Garza, Malín Alegría y Jason Hender­son. Su generosidad amistosa facilitó este proyecto.

Finalmente, al elaborar mi versión ficticia del inframundo mesoamericano, me he basado en varios documentos de fuentes primarias, como el Códice Florentino y el Popul Vuh. El lector debe notar que combiné elementos de la mitología azteca y maya, y cualquier diferencia importante con las creencias reales de los pueblos indígenas de México surge de mis propias elecciones creativas.

Capitulo uno

Carol se despertó por el picoteo del sol matutino en la nuca, con una comezón insistente en su mejilla izquierda. Apenas estaba abriendo los ojos, mientras bostezaba, adormilada, cuando la sobresaltó ver mucho pasto a su alrededor. Levantó la cabeza y se dio cuenta de que estaba tendida en el patio trasero. Tenía los brazos estirados y ahí, entre las manos, se extendía una liebre muerta.

¿Qué caram…?, musitó Carol, y se sentó sacudiendo las manos. Se dio cuenta de que su camisón estaba roto en varios lugares. Se puso de pie agitadamente, ignoró su propia confusión y corrió hacia la casa. Logró deslizarse por la puerta trasera, cruzó el recibidor, y luego entró a su cuarto. En su mente daban vueltas miles de posibilidades mientras se ponía el uniforme de la escuela y escondía el camisón roto debajo del colchón.

En el baño, se miró cuidadosamente en el espejo para corrob­orar que no hubiera en su cara signos de miedo ni rastros de pánico. En los últimos seis meses había aprendido a esconder bien esas emociones. Sus ojos oscuros la miraban fríamente desde su reflejo mientras se alisaba el cabello. No hay nada malo conmigo, nope, medio se sonrió a sí misma.

Cruzó el pasillo y entró en el cuarto de su gemelo, encendió la luz y anunció:

—Ya es hora de levantarse, Johnny.

Una voz adormilada murmuró debajo de la almohada:

—¿Ya se levantó papá?

—No sé, no he ido a ver. Pero ya son las siete y quince, y tú necesitas apurarte.

—Bueno. Ya voy.

Su gemelo se desenredó de entre las sábanas, que estaban torcidas y desordenadas luego de una típica noche de jaloneos y vueltas sobre la cama. Con la torpeza característica de los chicos de doce años, se levantó y a tropezones se tambaleó hacia el baño.

Carol atravesó la cocina hacia el estudio de su papá, con un momentáneo nudo en el estómago. Tal como lo había imaginado, papá estaba hecho bolita como un niño, en el sofá que daba hacia su escritorio. Múltiples diplomas y premios colgaban de la pared, medio torcidos y olvidados. En el suelo junto a él estaba una botella de alcohol semivacía.

No voy a llorar. No voy a llorar. Carol tocó con cuidado su hombro.

—¿Pa?, ¿vas a ir a trabajar?

—¿Hmmm? No, no. —La miró de soslayo con unos ojos castaños que estaban hundidos y rojos.

—Váyanse a la escuela, Carolina. Yo estoy bien. Hay dinero en el escritorio.

La niña quería abrazarlo y decirle que sabía que no estaba bien, que ella tampoco estaba bien y que el corazón de Johnny estaba tan roto como el suyo, pero en lugar de eso, Carol tragó en seco, tomó cinco dólares del escritorio y se fue cerrando la puerta con suavidad.

Carol y Johnny caminaron los ochocientos metros a la Sec­und­aria Veteranos en silencio, hasta que él la miró raro y le dijo:

—¿Te pintaste el pelo o algo?

—No, baboso, ¿por qué?

—Ve. Te ves, no sé, diferente.

—Alucinas. Me veo igual que siempre. Déjame en paz. —Su hermano se dio cuenta de su irritación.

—Sí, bueno. Como sea.

Llegaron al estacionamiento y Johnny se adelantó, desvane­ciéndose entre los estudiantes que bajaban como una oleada del autobús escolar.

¿Por qué ya no podemos hablar? Ahora todo el tiempo estamos enojados y somos groseros. ¿Por qué no podemos soltarlo?

Pero Carol sabía que las familias no dejaban ir una pérdida tan fácilmente. La señora González, la consejera, había hablado del proceso de duelo con tanta frecuencia que Carol ya se sabía las frases más comunes: es mejor no ocultar nuestro dolor; es necesario hablar con alguien de la pérdida; toma tiempo volver a integrarse a la vida…

Y, con todo, el problema ni siquiera era la pérdida en sí. Lo que estaba destruyendo a su familia era no saber qué había pasado. No había un cierre, eso que la señora González decía que era tan necesario. Cómo puedo superar este duelo si ni siquiera sé qué le pasó.

Seis meses antes, la mamá de Carol y Johnny había desapar­ecido. Y nadie sabía cómo, o por qué, o siquiera si estaba viva.

La tragedia era peor porque su papá se estaba cayendo a pedazos: creía que había hecho algo para que ella se fuera. Johnny estaba seguro de que estaba muerta. Y Carol…

No está muerta. No es que huyera. Algo se la llevó. No sé cómo, pero lo sé. Algo o alguien se la llevó, la están lastimando, y no hay nada que yo pueda hacer para evitarlo.

Por si fuera poco, Carol también estaba segura de que estaba enloqueciendo. Despertarse con una liebre muerta en las manos era la evidencia de su desequilibrio.

Se apareció en la biblioteca y metió su contraseña en una de las computadoras para buscar sonambulismo. Un vistazo a los resultados le aclaró que caminar dormida podía ser causado por estrés, físico y psicológico. Sin duda había elementos estresantes en su vida: perder a su mamá, ver cómo su papá —el hombre al que más admiraba en el mundo— se hundía en la depresión, sentir cómo su gemelo se apartaba cada vez más de ella. ¿Y la liebre? De eso sí no tenía idea.

Estaba exhausta y, pese a todo, pudo aguantar las clases; aunque la imagen de la liebre continuaba apareciéndosele y de cuando en cuando parecía percibir el olor agudo de la sangre fresca. Lo que más la asustaba es que ese olor provocaba que se le hiciera agua la boca.

Correr. Bajo las estrellas. El rastro apenas perceptible de la liebre a través del suelo terroso. Acuclillarse, extender las garras. El salto de algo informe a la luz de la luna. Hundir los dientes profund­amente en la suave carne…

¡Carolina Garza!

Carol levantó la cabeza con alarma, mirando de reojo a sus compañeros que lanzaban risitas. Se había quedado dormida. Su maestra de matemáticas, la señora Ramos, la miraba preocupada y con desaprobación.

—Carolina, no te puedes dormir en la clase. ¿Necesitas ir a echarte agua en la cara, mija? Te doy un pase para que vayas para despertarte, ¿sí?

Con la ficha de madera en la mano, Carol se dirigió al baño. Se frotó la cara con agua, hundió los nudillos en sus ojos adormi­lados y luego se miró al espejo.

Sus ojos tenían un color amarillo inhumano, lanzó un leve grito.

—¿Carol? —era Nikki Jones, su mejor amiga, quien estaba empujando la puerta. Con el corazón acelerado Carol volvió a verse al espejo y vio que sus ojos eran los de siempre, aunque muy abiertos por el miedo y enrojecidos.

—Ah. Hola, Nikki.

—¿Estás bien? Te vi pasar por la ventana de la puerta y vine a saludar. Pero creo que te oí gritar.

—No. Era solo… solo un bostezo. No dormí muy bien.

—Te mandé un mensaje anoche.

Carol suspiró.

—Me cortaron el servicio del celular. Mi papá no pagó el recibo.

—Agh, qué mal. Oye, tengo que regresar a clase, pero vas a ir conmigo en junio, ¿verdad?, ¿al campamento de verano de mi iglesia?

A pesar de que una parte de ella no quería ir, Carol ya había decidido que necesitaba alejarse de casa un tiempo, enfocarse en cosas diferentes. Se sentía horrible por la depresión de su papá, y por eso todavía no le pedía permiso.

—Hoy en la noche hablo con mi papá, ¿sale? Mañana seguro te digo.

El resto del día escolar pasó sin novedad. Faltaban solo unas cuantas semanas para las vacaciones y tanto alumnos como maestros tenían la mente en el futuro inmediato.

Carol y Johnny caminaron de regreso a casa en silencio. Los ojos de ella se iban detrás de algunos movimientos rápidos entre la hierba alta y los matorrales. Liebres, Carol pensaba que eran lindas y detestaba que los perros salvajes o los gatos las mataran. ¿Por qué carambas ella habría recogido una liebre muerta, incluso si estaba sonámbula? Aunque, ¿ya estaría muerta cuando la agarró? Pero pensar eso ya era muy loco. Ella no hubiera podido alcanzar y matar a una liebre salvaje, y aunque hubiera podido, no lo haría.

El silencio continuó mientras los hermanos hacían su tarea y siguió, ininterrumpido, cuando se sentaron a la mesa a cenar las hamburguesas que su papá había traído cuando volvía a casa. Ese silencio era insoportable. Carol hubiera querido gritar, luchar con furia contra él antes de que engullera todo hacia el vacío. Su padre siempre era el que rompía esa horrible ausencia con su risa o con una canción; y ella necesitaba que fuera su protector, como siempre. Pero Óscar Garza se había rendido al silencio.

Algo ocupaba su mente, Carol podía verlo, parecía que estaba buscando la mejor manera de darles una noticia que no les iba a gustar. Era casi exactamente la misma expresión que tenía cuando les informó que su mamá había desaparecido.

Luego de un minuto, más o menos, su papá empezó a hablar, despacio, con suavidad, con su voz profesional y seria.

—Niños, yo sé lo duro que ha sido todo en estos últimos meses. Y también sé que yo no he estado con ustedes como debería. Es solo que… —su voz se quebró un poco—, es solo que yo quise a su mamá mucho, muchísimo, y mi alma no puede lidiar con su ausencia, con esta traición.

—Pero mamá no nos traicionó —lo interrumpió Carol—. Tú no sabes si lo hizo.

Su padre asintió, mirando con fijeza distraída un punto en la pared detrás de ella, luego continuó como si ella no hubiera dicho nada.

—Necesito más tiempo para superar esto. Y a ustedes los estoy descuidando, lo sé. Así que hoy hablé con su tía Andrea…

—Ay, no —exclamó Johnny.

Capitulodos

El doctor Garza ignoró a su hijo y continuó.

—Ya hablé con su tía, y dice que sí los puede cuidar durante el verano, mientras yo me atiendo de manera profesional.

Johnny Garza no podía creer lo que oía. La tía Andrea, en Monterrey, México. Durante tres largos meses.

Carol hizo un sonidito ahogado. Johnny volteó a verla muy sorprendido, era la primera vez desde que desapareciera su mamá que su hermana gemela se echaba a llorar.

—Ah, muy bien, papá —repeló Johnny, levantándose abruptamente—. Increíble tu técnica paterna de crianza, eh.

Se fue corriendo a su cuarto, azotó la puerta y se dejó caer sobre la cama. Sentía hervir en sus entrañas la ira y la pérdida. Tomó la tablet y los audífonos, eligió lo más oscuro de la sección musical de dubstep y dejó que el ritmo envolviera su mente y lo ensordeciera hasta que se quedó dormido.

Johnny atravesó una barrera acuosa y se encontró en un lugar oscuro. Lo rodeaba el sonido de agua que goteaba. Sentía una amenaza o como si algo maligno estuviera acech­ando en las sombras. En cuanto sus ojos se adaptaron a la penumbra pudo ver una forma. Era su mamá, con los brazos extendidos y un gesto desesperado de dolor. Johnny —gemía ella—, Johnny, ven, encuéntrame. Encuéntrame antes de que él me lastime de nuevo.

En ese momento, Johnny se despertó, preocupado por lo extraño de la escena. Su mamá nunca le había dicho Johnny, en sus casi trece años de vida. Para ella, siempre era Juan Ángel, y si lo llamaba, era con otro lenguaje: ven, mijo, ven acá.

Pero esta era la tercera vez que soñaba con algo así desde que su padre hiciera el anuncio de su desaparición: la oscuridad, la voz de su madre, la certeza de que ella estaba viva, pero en peligro. Eso debía significar algo. Por extraño que pareciera, Johnny creía que su mamá estaba buscándolo, solo que él no tenía idea de cómo siquiera empezar a buscarla.

Por supuesto que nunca hablaba de esto con sus pocos amigos cuando iba a la escuela, pero esa mañana, en la cafetería, acabó por contarles las malas noticias acerca de sus vacaciones de verano.

—¿México? —exclamó Jaime Villanueva, mientras sorbía su jugo de naranja—, ¿en serio? Vamos a tener suerte si te vemos el año que entra, con todo eso de la violencia de los cárteles y cosas así.

—Sí, está muy gacho, mano —murmuró su mejor amigo, Robert Blanco—. Y yo que te iba a invitar a nadar en nuestra alberca, pero… bueno.

Cody Smith, el hijo del alcalde y el enemigo de Johnny desde el kínder, se mostró muy complacido con la noticia.

—¡Dude, pero si tú ni siquiera hablas español!

—Sí lo hablo, Cody. Solo que no delante de ustedes, pobres monolingües.

—¡Guuuaaau! Johnny Garza usó una palabra de grandes, marquen el calendario.

—Eres un idiota, Cody.

En un pueblo como Donna, Texas, las noticias se esparcen rápido. Al otro día Johnny recibió un bombardeo de preg­untas de gente que él ni siquiera conocía. Con cada pregunta y énfasis interrogativo, sentía una extraña presión que crecía en su interior, como una náusea, o miedo o ira. Todo, desde la falsa superioridad de Cody hasta las miradas de lástima de los profesores, empezó a crisparle los nervios hasta desesperarlo.

—¿No te preocupa que te vayan a secuestrar? —le preguntó una de las porristas de la nada.

—No. ¿A ti no te preocupa que tu pelo esté en una estúpida coleta tan apretada? —Johnny respondió de malas.

—Escuché que la policía no tiene ninguna pista —dijo algún baboso de segundo de secundaria, de la nada—. Eso debe ser difícil.

—No tan difícil como andar por la vida con una cara tan fea como la tuya, idiota —Johnny gruñó.

—Mi mamá dice que tu papá está yendo con el doctor Flores, el psiquiatra. Ella es la recepcionista del dentista de junto. —Ese era Lorenzo, un chico que siempre pedía dinero prestado a quien fuera—. ¿Sabes?, yo también voy con un psiquiatra.

—¿En serio? No me digas. Guau. Nunca me lo hubiera imaginado…

Luego de unos días así, la gente dejó de acercársele por completo. Johnny podía ver cómo su hostilidad estaba alejando incluso a sus pocos amigos cercanos en la Secundaria Veteranos, pero una parte de sí mismo ya ni siquiera se preoc­upaba. Lo único en lo que podía pensar era en su mamá, sola en la oscuridad, y en que él estaba indefenso y no podía hacer nada.

De nuevo se hallaba en la oscuridad, Johnny podía sentir que su mamá estaba cerca, agazapada y asustada. El silencio era espeso y negro, de repente escuchó una voz recorriendo las mismísimas rocas a su alrededor: La voy a romper, niño, la reduciré a polvo. ¿Tienes la fuerza de voluntad para detenerme, tú, un bufón quejumbroso? Estoy esperando.

Johnny saltó en el sueño y se despertó de pronto, se bajó de la cama de golpe con el pecho agitado y la camisa de la pijama húmeda de sudor. Se sintió sobrecogido por una rabia impotente y estampó los puños contra el suelo, ¿qué me está pasando?, dijo con la voz ronca hacia lo profundo

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