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Ángel de la Oscuridad
Ángel de la Oscuridad
Ángel de la Oscuridad
Libro electrónico303 páginas

Ángel de la Oscuridad

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Información de este libro electrónico

Mi nombre es Frank. Me uní a la fuerza policial para hacer la diferencia, pero desde mi primer día en el trabajo, todo lo que he hecho ha empeorado la vida de todos a mi alrededor.

Durante veinticinco años, busqué un significado para darle sentido a mi vida, pero nunca encontré ninguna respuesta.

Justo cuando decido dar la espalda al trabajo de mi vida, descubro una conspiración más siniestra que cualquier cosa que haya imaginado.

Mientras investigo, me doy cuenta de que incluso si detengo a los conspiradores, la sangre de inocentes estará en mis manos: miles morirán. Si no los detengo, toda la humanidad sufrirá una era de oscuridad…

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 may 2022
ISBN9781667426891
Ángel de la Oscuridad
Autor

Valmore Daniels

Valmore Daniels has lived on the coasts of the Atlantic, Pacific, and Arctic Oceans, and dozens of points in between. An insatiable thirst for new experiences has led him to work in several fields, including legal research, elderly care, oil & gas administration, web design, government service, human resources, and retail business management. His enthusiasm for travel is only surpassed by his passion for telling tall tales.

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    Ángel de la Oscuridad - Valmore Daniels

    Capítulo Uno

    Así sucedió que los hijos de los hombres se multiplicaron, en aquellos días nacieron de ellos hijas bellas y hermosas.

    Y los ángeles, hijos de los cielos, las vieron y sintieron lujuria por ellas, y se decían unos a otros: Venid, elijamos esposas para nosotros de entre las hijas de los hombres y engendremos descendencia.

    – Libro de Enoc 6:1-3

    Se suponía que iba a ser una prueba de fuego. Al menos, así lo llamó el sargento de guardia cuando nos entregó la tarea a los cuatro en nuestro primer día en la jefatura de Brooklyn.

    Ahora, siete horas después, mi emoción fue reemplazada por un vago sentimiento de decepción; la anticipación de la acción había mermado por pensar cuan adoloridos tenía mis pies.

    Como la mayoría de los que acababan de salir de la academia de policía, mi primera misión fue lo que los supervisores llamaron ‘Operación Impacto’: patrullar a pie uno de los barrios más violentos de la ciudad. Cada uno de nosotros tomó una sección de una cuadra, y nuestras órdenes eran dar a conocer nuestra presencia, permanecer atentos a cualquier disturbio y estar listos para ayudar a cualquiera de los otros oficiales en caso de problemas.

    Mi ronda consistía en un pequeño parque, varias tiendas y restaurantes, y dos complejos de apartamentos en el barrio de Gowanus. Solo había estado en Brooklyn unas pocas veces antes, pero ese día llegué a conocer bastante bien el área.

    Hasta ahora, el incidente más peligroso había sido cuando un patinador que cruzaba la calle a media cuadra de distancia había evitado por poco ser atropellado por un taxi y luego chocó con un peatón que caminaba a casa desde el trabajo. Para cuando llegué allí, el niño estaba corriendo y el taxista se había ido a toda velocidad. Aparte de una espinilla magullada, el peatón estaba bien. Se pasó unos buenos tres minutos quejándose de cómo la ciudad —y todo el país— se estaban yendo al infierno, pero finalmente logré que se calmara y siguiera su camino.

    Algunas veces a lo largo del día, veía a uno de los otros novatos caminando por su ruta y saludaba. Se suponía que no debíamos usar nuestras radios a menos que fuera necesario. Sabía sus nombres, pero ninguno de nosotros habíamos tenido tiempo de conocernos.

    Media hora antes del final del turno, el oficial Scott Goodwin, que había estado en el mismo patrullero que nos dejó esa mañana, me vio y cruzó la calle.

    ¿Cómo te va, Frank? Preguntó.

    Bastante tranquilo, en realidad.

    Supongo que nosotros somos los afortunados, dijo sonriendo mientras me seguía el paso.

    ¿Cómo es eso?

    Al turno de seis a dos le dicen ‘viaje de rutina’. Lo peor que he visto hoy es a un imbécil robándole el lugar de estacionamiento a una señora. Sonrió. Tuve que convencerlo de que no presentara cargos cuando ella le arrojó un zapato a la cabeza.

    Dejé escapar una sutil risa. ¿Y no pediste refuerzos?

    Sonriendo, dijo: Debería haberlo hecho; después de todo, se supone que Gowanus es uno de los lugares más violentos de Brooklyn. Él ladeó la cabeza. Tal vez este es solo el viaje de rutina de las mañanas.

    Yo quería el turno nocturno de diez a seis. Le dije.

    ¿Por qué querrías eso? Preguntó, lanzándome una mirada preocupada. Ahí es cuando los narcotraficantes y pandilleros salen a jugar. Estarías apostando tu vida.

    , dije. Me convertí en policía para hacer algo al respecto.

    Conocía a los tipos como Goodwin; había conocí a muchos de ellos en la academia. Probablemente se convirtió en policía por el estatus que le daba la placa. Pasaría unos años hasta que le asignaran un escritorio. Supuse que su primera asignación después de la patrulla a pie sería en registros o suministros.

    Conque un paladín, ¿eh? Goodwin guiñó un ojo cuando lo dijo. Entonces, ¿cuál es tu historia? ¿Sangre azul en tus venas? ¿Eras parte de una pandilla y viste el error de tus actos? ¿Qué?

    Nada de eso, dije. En realidad, crecí en un barrio bastante decente en un suburbio de Trenton.

    Un chico de Jersey, ¿eh?

    Asentí. Mi padre es contador y mi madre es voluntaria.

    ¿Te cansaste de aburrirte? dijo Goodwin, y lo miré. Chasqueó los dedos. Déjame adivinar. ¿Viste demasiadas películas de policías cuando eras niño y pensaste ‘ahí es donde está la acción’?

    Apreté mis labios. Lo último que quería era que los otros oficiales pensaran que tenía algo que demostrar. Nadie quería estar cerca de un ‘héroe’. No tenía intención de quedar atrapado en un tiroteo o una persecución de coches; no quería morir todavía. Aun así, siempre me había fascinado resolver acertijos. Consumía novelas de misterio y, por lo general, podía descifrar el final mucho antes de terminarlas.

    ¿Tengo razón? Preguntó Goodwin.

    Caminamos hasta el final del parque y doblamos la esquina al terminar la cuadra, pasando por un complejo de apartamentos.

    Admití: Cuando estaba en secundaria gané una feria de ciencias con una presentación forense.

    Ajá. Un futuro detective. Se señaló a sí mismo con el pulgar. Yo, voy a ir a administración. ‘Capitán Goodwin’ suena bien, ¿no es así?

    Dejé escapar una fugaz risa. No ganarás mucho renombre repartiendo multas de estacionamiento.

    Cierto, dijo, pero hay otras formas de hacerse notar además de cerrar grandes casos--

    Unos fragmentos de vidrio cayendo sobre la acera a unos trecientos metros frente a nosotros nos sorprendieron y nos pusimos en acción.

    Inmediatamente, mi mano fue a mi pistolera y revisé el área. Señalé el segundo piso y vi la ventana rota. Escuché gritos provenientes del departamento y una maceta salió volando a la calle, explotando en mil pedazos al impactar el concreto.

    Goodwin dio un paso más cerca del edificio, fuera del camino de más objetos que caían, se puso el receptor de radio en la boca y llamó a la central.

    Se identificó a sí mismo y dio nuestra ubicación, luego le dijo al operador: Algún tipo de disturbio; doméstico, creo.

    El operador respondió: ¿Necesita ayuda, oficial Goodwin?

    Podemos manejarlo.

    Proceda con precaución.

    Me dio un golpecito en el brazo con el dorso de la mano. Parece que finalmente diste con algo de acción. ¿Quieres ir primero?

    Asentí y señalé la entrada. Estaba justo debajo de la ventana rota. Mientras nos dirigíamos a ella, seguí mirando hacia arriba en caso de que el ocupante arrojara algo más afuera.

    La puerta del edificio de apartamentos estaba cerrada, así que presioné el timbre del superintendente.

    Un momento después, una voz temblorosa dijo: ¿Hola?

    Policía, dije.

    Llegaron rápido. Acabo de llamar, dijo el superintendente.

    ¿Que está pasando?

    Un tipo acaba de subir a lo de Stella Markowitz en el doscientos uno. Lo había visto un par de veces antes. Creo que es su novio. Parece que se están matando.

    Déjenos entrar. Nosotros nos encargaremos.

    La puerta se abrió y entré corriendo, con Goodwin un paso detrás.

    Las escaleras estaban a la izquierda, y las subí de dos en dos, sin preocuparme por el ascensor que estaba al lado.

    Mientras nos acercábamos a la puerta del apartamento, me sobresalté cuando algo pesado golpeó la pared, el ruido sordo resonó por el pasillo. Escuché gritos, tanto masculinos como femeninos.

    Maldita sea, dijo Goodwin. ¿Derribamos la puerta?

    Negué con la cabeza, pero puse la mano en la funda de mi arma. Con la otra mano llamé a la puerta.

    Esta es la policía. ¿Necesita de asistencia? Abra la puerta.

    No hubo respuesta a mi orden, pero escuché lo que sonaba como platos rompiéndose.

    Asintiéndole a Goodwin, me moví para darle la espalda a la puerta. Mirando hacia atrás, apunté al punto justo debajo del picaporte y lo pateé. Habíamos practicado hacerlo de esta manera varias veces en la academia.

    La madera, un pino endeble, se astilló bajo la fuerza de mi patada. El picaporte se soltó del pestillo y la puerta se abrió hacia dentro, estrellándose contra la pared con un fuerte crujido.

    Goodwin, de pie al otro lado de la puerta con su arma en mano, giró hacia la abertura y se agazapó. Adelantó un pie para evitar que la puerta se cerrase en nuestras caras y bloquease nuestra vista.

    Policía. Estamos entrando. Si tiene cualquier arma, arrójela al suelo ahora.

    Saqué mi arma y me paré un paso detrás de Goodwin, escaneando lo que podía ver del apartamento desde la puerta. No había nadie en mi línea de visión, pero podía escuchar a alguien gritando.

    ¡Te voy a matar, puta loca!

    Inmediatamente, toqué el hombro de Goodwin para hacerle saber que estaba justo detrás de él y que teníamos que llegar rápido.

    Él se puso en pie de un salto y dio unos cuantos pasos medidos dentro, con el arma en alto.

    Repito: esta es la policía. Todos dejen lo que están haciendo y tírense al suelo.

    Nos abrimos paso a través de un corto pasillo hacia una sala de estar, y ahí fue cuando Goodwin gritó: ¡No se mueva!

    Me apresuré a respaldarlo y, periféricamente, observé todo lo que había en la habitación.

    Era un típico apartamento de alquiler barato. Ninguno de los pocos muebles hacía juego y parecían gastados y de segunda mano.

    Fuimos entrenados para buscar personas escondidas detrás de sofás o en las esquinas; si no tenías cuidado, alguien podría salir y atacarte cuando estabas de espaldas.

    Solo había dos personas allí.

    Un hombre muy alto y fornido empuñaba un cuchillo de cocina ensangrentado y estaba de pie junto a una mujer que yacía boca arriba en el suelo. Había sangre acumulada alrededor de sus piernas. Su vientre estaba hinchado y me di cuenta de que estaba dando a luz.

    El hombre pasó una pierna por encima de la mujer y sostuvo el cuchillo por encima de su cabeza.

    Aléjate, poli, gruñó. ¿Tienes idea de lo que está haciendo ella? Está loca, ¿no lo entienden?

    Fue entonces cuando noté que las manos de la mujer estaban atadas a la mesa de la cocina. Estaba gritando, aunque no estaba claro si era por el dolor del parto o por el miedo a la muerte inminente.

    Era obvio que el hombre estaba teniendo algún tipo de episodio psicótico.

    Baja el cuchillo, gritó Goodwin.

    No puedo. No lo entienden. Tengo que detenerla.

    La mujer lanzó un grito que sonó como si la estuvieran partiendo en dos, y vi que el bebé estaba coronando.

    Goodwin dijo: Déjanos ayudarla. El bebé viene ahora mismo. Retrocede y podemos ayudar.

    No puedes ayudar. No puedes detenerla. Déjame hacer lo que tengo que hacer.

    La mujer gritó una vez más y la cabeza del bebé salió de ella.

    En ese momento, el hombre levantó el cuchillo en alto. Sus ojos estaban fijos en la mujer.

    Goodwin disparó dos veces al torso del hombre antes de que pudiera apuñalarla. El hombre gruñó, voló hacia atrás y chocó con la pared. El cuchillo cayó al suelo junto a la mujer.

    Mientras Goodwin corría para ayudarla, yo fui hacia el hombre, apuntándole con mi arma y verifiqué si seguía vivo. Lo estaba, pero su respiración era débil; estaría muerto en cuestión de minutos.

    La mujer gritó cuando aparecieron los hombros del bebé. Después de desatarle rápidamente las muñecas, Goodwin se posicionó para ayudarle, arrodillándose sobre la sangre alrededor de sus piernas.

    Ya está a salvo. Vamos, le dijo. Un empujón más y será todo.

    Respirando entrecortadamente, la mujer apretó los dientes y se esforzó. Goodwin, con una mano sobre la cabeza del niño y otra debajo de su espalda, dijo: Aquí está, mientras el bebé salía.

    ¡No! gritó el hombre. Se lanzó hacia arriba con las manos extendidas y sus dedos como garras. No se fijó en mí; su objetivo era la mujer.

    Instintivamente, disparé, y antes de que la bala impactara, supe que era un tiro mortal. La sangre brotó de su pecho.

    El repentino grito detrás de mí no provino de la mujer, sino del bebé. Mi estómago se revolvió ante el horrible sonido. Sorprendido, no pude respirar por un momento; fue como si una mano poderosa estrujara mis pulmones.

    Goodwin cayó hacia atrás, resbalando en la sangre de la mujer y casi deja caer al bebé. Se las arregló para sostenerlo, pero cayó sentado, acunando al bebé en su regazo.

    La mujer gritó. Se incorporó y abofeteó a Goodwin.

    Entonces, la sangre brotó del cuello de mi compañero. Fue entonces cuando me di cuenta de que no había sido una bofetada. La mujer había recogido el cuchillo.

    Una mirada estupefacta de asombro apareció en el rostro de Goodwin mientras intentaba tragar aire. Lentamente, volvió la cabeza hacia mí, como para preguntarme qué había sucedido.

    Su boca se movió y una burbuja de sangre salió cuando trató de hablar. Pensé que dijo mi nombre, Frank, pero no estaba seguro.

    Entonces la luz se apagó de sus ojos y se desplomó en el suelo, con el bebé encima de él.

    Sorprendido por lo que acababa de ver, tardé en reaccionar.

    La mujer, ignorándome, levantó el cuchillo por sobre su cabeza. Con los ojos fijos en el bebé, bajó el brazo con un veloz movimiento.

    Disparé dos veces, ambos proyectiles le dieron en la cabeza.

    Hubo un ruido húmedo cuando su cuerpo golpeó el suelo, pero el único sonido que escuché fueron los continuos llantos del bebé que acababa de quedar huérfano.

    Capítulo Dos

    Y Semjaza, que era su líder, les dijo: Temo mucho que no estaréis de acuerdo con realizar esta acción, y habré de ser yo solo quien pague la pena de un gran pecado.

    Y todos a él respondieron y le dijeron: Hagamos todos un juramento, y atémonos todos a éste por mutua imprecación a no abandonar este plan, sino a cumplirlo. Entonces todos juntos prestaron juramento y mediante mutuas imprecaciones se ataron a éste.

    – Libro de Enoc 6:3-6

    Sonó el teléfono celular y salté de la cama. Sentí como si hubiera una bola de acero dentro de mi cabeza rebotando en el interior de mi cráneo. Gemí y alcancé el teléfono antes de que volviera a sonar, tirando accidentalmente la media botella de escocés que había estado bebiendo la noche anterior hasta que me desmayé.

    Maldije, Mierda, luego logré hacer clic en el botón de respuesta antes de que el timbre sonara por tercera vez.

    Hollingsworth, dije, mi lengua seguía entumida por el sueño y el alcohol. Me froté los ojos y miré el reloj. Son las dos de la maldita mañana. Más vale que alguien haya muerto.

    Frank, soy Verne. Sé que estás de licencia, pero deberías venir a la estación de inmediato. El mierda se está desbordando.

    Déjame adivinar... ¿Asuntos Internos?

    Sí, un par de trajeados aparecieron hace media hora agitando una orden en mi cara.

    Mi corazón se retorció. ¿Oh?

    Están revisando tu escritorio ahora mismo. Es solo cuestión de tiempo antes de que te envíen un citatorio. Creo que te iría mejor si los enfrentaras.

    Un poco más de veinticinco años como policía, y solo tuve que disparar mi arma en dos ocasiones. Cuando disparé y maté a Stella Markowitz y a su novio, Jared Tomko, era mi primer día en el trabajo, y casi fue el último. No era culpa por sus muertes, sino por la de Scott Goodwin. Si hubiera reaccionado más rápido o asegurado el cuchillo, hoy podría estar vivo.

    La segunda vez que usé el arma, maté a un monstruo. Lawrence Bukowski había sido una mala semilla desde el principio. Lo que nadie entendería es que se necesitó la posesión bastardeada de un ángel caído para volverlo verdaderamente malvado.

    No me arrepiento de haberlo eliminado, pero no podía explicar las circunstancias que me llevaron a ponerle una bala en el cerebro.

    Me esperaba que Asuntos Internos me hiciese pasar un mal rato. Di tantas respuestas como pude en mi informe oficial, pero era obvio que no les gustó lo que dije.

    El capitán Verne Ritzik había estado a cargo de la jefatura durante los últimos diez años y, en todo ese tiempo, me había dado toda la libertad que necesitaba para hacer el trabajo. La única vez que me dijo algo al respecto fue: Solo asegúrate de no acabar con tu carrera.

    Ahora, pensaba que había hecho exactamente eso.

    Respirando hondo, dije: Gracias por avisar, Cap. Llegaré tan pronto como pueda.

    * * *

    Si iba a caer, estaba decidido a dar pelea. Después de afeitarme la barba de tres días, me di una ducha caliente y me puse el traje que usaba cuando debía presentarme a la corte.

    Tomando algunos analgésicos para tratar de calmar mi jaqueca, me subí a mi auto, empujando el envoltorio de la última hamburguesa con queso que había comido en el asiento. Arranqué el vehículo y me dirigí a la estación.

    Habían pasado algunas semanas desde que vi a Kyle Chase y sus amigos yéndose a Colorado. Les dije que los contactaría si obtenía alguna información sobre la Sociedad Internacional de Exorcistas, hasta ahora no había logrado nada.

    No había vuelto a la estación desde que fui a Wisconsin para decirle a la esposa de Chase que había muerto. Después de enviar mi informe por correo electrónico, me puse en contacto con un amigo en la oficina del asesor del condado para pasarles el dato de las propiedades de la Sociedad de Exorcistas, la mayoría de las cuales habían sido mal habidas. La mayoría de los distritos gubernamentales tenían problemas de liquidez y se habían apresurado a aprovechar la información.

    Ellos, a su vez, le dieron un soplo al IRS, que rápidamente congeló todas las cuentas asociadas con la Sociedad y sus miembros.

    Con el padre Webber muerto, la organización no tenía a nadie que recogiese los pedazos o luche contra las incautaciones. Si quedaba algún sacerdotes que no resultó muerto en el barco de carga cuando se hundió, ya estaban escaseando.

    Tenía algunas vacaciones acumuladas y las tomé para recuperarme de mi encuentro con Lawrence. Al menos, esa era mi razón oficial.

    Había pasado la última semana recorriendo las calles, hablando con cada informantes que conocía y llamando a cada policía con los que había trabajado, pero no había ni rastro del padre Putnam; el segundo al mando del padre Webber; el hombre que lo había matado a él y a los otros sacerdotes al hundir el carguero en el lago Michigan.

    Casi a punto de rendirme en buscar al padre Putnam en Chicago. Supuse que probablemente se había ido de la ciudad. Ya sin pistas, mi frustración se apoderó de mí anoche.

    Tras media botella de escocés, pensé en dejar la fuerza y salir a buscar a Chase y los demás. Dedicaría todo mi tiempo a luchar contra los Vigilantes. Ellos habían matado a Vanderburgh. Era la segunda vez que perdía a un socio y necesitaba revancha.

    Cortar lazos no era la respuesta. Perdería la mayoría de mis contactos y recursos si renunciaba. A pesar de que podría no tener mucha influencia fuera de Chicago, todavía conocía a mucha gente en todo el país en la comunidad policial.

    Si me pusieran en licencia administrativa, me suspendieran o me despidieran, muchos de mis colegas ya no podrían atender mis llamadas, aunque quisieran.

    La mejor forma de ayudar a Chase ya los demás era conservar mi placa. De alguna manera, tenía que convencer a Asuntos Internos de que todo lo que había hecho durante las últimas semanas había sido de acuerdo con el libro, que había actuado dentro de los límites de la ley, que Lawrence Bukowski había sido una muerte justa.

    Poniéndome en el lugar de Asuntos Internos, traté de pensar qué tipo de preguntas me harían. Recordé lo que había escrito en mi informe, las partes que había dejado fuera. Como la sala de interrogatorios no era un campo nuevo para mí, pensé en las lagunas que podría crear en mi propia historia.

    Cuando llegué al estacionamiento de la estación, pensé que estaba bien preparado para cualquier pregunta sobre la muerte de Lawrence.

    * * *

    El nivel de ruido disminuyó notablemente en el momento en que entré en el salón de la brigada. Todos sabían lo que pasaba. A veces, creo que hay más chismes en una jefatura de policía que en el patio de una escuela secundaria.

    Mi primer instinto fue ir a mi oficina y terminar de una vez. Tal vez podría tomar a los investigadores con la guardia baja y averiguar qué buscaban.

    El capitán Ritzik me vio y salió al pasillo. Hollingworth. Me dedicó un comprensivo gesto y me indicó que pasara a su oficina.

    Dudé y miré por el pasillo, como si pudiera ver a través de las paredes.

    Al entrar en la oficina del capitán, me senté frente a su escritorio cuando me lo señaló.

    Fue un buen disparo. Él me habría matado. Incluso mientras lo decía, sabía que estaba malgastando saliva. No necesitaba explicarme ante él.

    El capitán me detuvo con un

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