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Diez mitos de la democracia: Contra la demagogia y el populismo
Diez mitos de la democracia: Contra la demagogia y el populismo
Diez mitos de la democracia: Contra la demagogia y el populismo
Libro electrónico219 páginas2 horas

Diez mitos de la democracia: Contra la demagogia y el populismo

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Los mitos de la democracia son necesarios en nuestra forma de vida. No queremos prescindir de ellos, y todas las alternativas parecen inviables y peores. Pero usados de manera totalitaria y sobre individuos manipulables, pueden ser muy peligrosos. Mucho más que un martillo.

La democracia es hoy una forma de vida y de gobierno incuestionable. No hay nadie que reniegue de ella o que no afirme querer defenderla. Pero tal éxito es compatible con que no nos pongamos de acuerdo sobre a qué nos referimos cuando hablamos de democracia. Como estamos viendo, también es compatible con la degradación de la vida pública y con el cuestionamiento de las instituciones y procesos que la encarnan. En ocasiones, la idea de democracia que se propugna se contradice con otros valores, o está sostenida en tópicos vacíos, prejuicios y mitos. Se olvida su carácter político, histórico y conflictivo. Las consecuencias pueden ser varias y peligrosas: desde el desinterés por la política hasta, en el extremo opuesto, la inflación populista de ella.
Este excelente libro de Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón -filósofos, especialistas en pensamiento político- analiza diez mitos de la democracia que corren el riesgo de convertirse en dogmas excluyentes: los de pueblo, participación, privado-público, derecha-izquierda, libertad, igualdad, entre otros. Mitos que defendemos, que hacemos nuestros, cruciales para la forma de vida política más valiosa que poseemos. Pero es preciso no olvidar su carácter de mitos, es decir, de creencias y rituales contingentes y revisables, para que el brillo falso no nos deslumbre y aprendamos a diferenciar la mena de la ganga. Analizar los peligros que encierran los principales mitos que sostienen la democracia y, a la vez, son sostenidos por ella, se antoja necesario porque engloban riesgos que, si permanecen impensados, pueden arruinar y sofocar su valor, convirtiendo lo que puede ser precioso en terrorífico. Sólo una sociedad que no se abandone a la inercia de asumir acríticamente mitos convertidos en dogma, evitará la demagogia populista y mantendrá viva la conciencia del carácter constituyente y abierto de la democracia.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento9 ene 2017
ISBN9788417044015
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    Diez mitos de la democracia - Alfonso Galindo Hervás y Enrique Ujaldón Benítez

    INTRODUCCIÓN

    Los mitos políticos como herramientas de la democracia

    Lo peor que le puede pasar a cualquier cosa que sea valiosa para los seres humanos es su naturalización, es decir, que se considere algo normal y definitivo, gratuito y espontáneo, algo obvio y garantizado para siempre. Tal peligro es especialmente grave cuando atañe a conquistas sociales y políticas como los derechos humanos, la libertad o la igualdad y el progreso económico, entre otras muchas. Quienes hemos nacido en sociedades donde tales valores y realidades se comparten y respetan (aunque siempre existan deficiencias, obviamente), podemos caer en la tentación de pensar que son algo natural y definitivo, imperdible e incuestionable, algo no necesitado de revisión y de crítica permanente con el objetivo de ampliar y renovar los argumentos para su defensa y resistir a quienes, consciente o inconscientemente, contribuyen a menoscabarlos. Ello es un error que puede acarrear graves consecuencias.

    La democracia, entendida tanto como forma de vida política como sistema específico de gobierno, es una de esas realidades humanas cuyo peligro estriba en gran medida en su éxito. Es verdad que los ciudadanos de la mayoría de las sociedades occidentales nos quejamos frecuentemente de deficiencias en el funcionamiento de nuestras instituciones, o reivindicamos mejoras en los servicios, o denunciamos anomalías en el ejercicio de los diferentes poderes del Estado, etc. Pero detrás de esas carencias, ya sean reales ya lo sean menos, subyace una forma de gobierno y de vida política estable, la democrática, que ni parece verse amenazada ni, lo que es peor, necesitada de defensa teórica o práctica. Los ciudadanos de estas sociedades vivimos plácidamente instalados en la convicción de que la democracia persistirá y que tanto sus virtudes como los bienes asociados a ella son inamovibles, evidentes y compartidos. Vivimos, en suma, considerando la democracia una planta natural que brotó espontáneamente y crece segura e imperturbable con el mismo automatismo.

    Esto, sin embargo, no es así. La democracia hunde sus raíces en fuerzas y procesos históricos revolucionarios de largo alcance que hoy han quedado ocultos, perdidos en un pasado más o menos lejano pero, en cualquier caso, considerados una etapa conquistada y superada. Esos procesos son prueba del carácter contingente, frágil, falible y finito, ¡político en suma!, de la democracia. Justamente por esos rasgos, la democracia, tanto su concepto como su puesta en ejercicio no son ni totalmente evidentes ni totalmente claros, de ahí que quepa el debate sobre los mismos. Ello se constata en la paradójica y sorprendente autodenominación de los diversos regímenes dictatoriales como democracias; escandaliza ver cómo dirigentes de Corea del Norte, Cuba o Zimbabue, por nombrar algunas de las más antiguas, se presentan como ejemplo de verdadera democracia. Pero no sólo eso, dentro de los propios Estados de derecho no faltan grupos políticos que defienden que la democracia existente no es auténtica y se postulan a sí mismos como vehículo de la verdadera democracia. En definitiva, la democracia es objeto de disputa y de reivindicación. Hoy nadie en el mundo deja de reclamarla, nadie parece cuestionarla. Pero lo que se reclama puede ser en cada caso diferente y, en ocasiones, muy alejado de lo que usted probablemente consideraría propio de la democracia.

    Estos ejemplos y otros análogos demuestran que la forma de vida y de gobierno democrática no sólo es una conquista difícil que puede perderse y, en la misma medida, que debe defenderse con estrategias y argumentos renovados, sino que es una realidad indefinible e inaprehensible en su totalidad justamente por ser inacabada e inacabable, una forma de vida y de gobierno sin principios dogmáticos ni rituales incuestionables; propiamente abierta —o, si se prefiere, lo abierto de toda forma de vida y de gobierno—.

    En consecuencia, nuestro objetivo de defensa de la democracia no pasa por ofrecer un nuevo concepto de la misma que zanje el debate sobre su naturaleza; ello sería contradictorio con ese carácter abierto que la caracteriza. Más bien el debate sobre la democracia es inacabable y constitutivo de ella —no es casual que en las sociedades totalitarias dicho debate esté vedado—. Nos proponemos, en cambio, identificar los índices y los factores, las experiencias y los pilares de la democracia que han acabado naturalizándose y adquiriendo rasgos dogmáticos. La democracia, aunque es una forma de vida y de gobierno abierta, va acompañada de creencias, principios e ideales, también de rituales y de costumbres; en suma, de mitos. Pero lo característico de los mitos es justamente que su sentido se debate permanentemente y se renueva en cada generación, ya sea a instancias de acontecimientos traumáticos, ya lo sea a raíz de grandes experiencias colectivas (tanto críticas como gloriosas). El peligro de la naturalización de la democracia al que aludíamos anteriormente radica precisamente en la detención de tal renovación y la consiguiente cristalización dogmática de esos mitos, de esas creencias y esos rituales que sostienen la democracia y que, paralelamente, son sostenidos por ella. Lo que sucede entonces es que la democracia se convierte en una nueva religión; las convicciones míticas que la acompañan, en una nueva teología; los rituales que la caracterizan, en una nueva liturgia. Lo que sucede propiamente es que los mitos de la democracia acaban legitimando formas de vida excluyentes y un arsenal represivo. En una sociedad así lo políticamente correcto puede asfixiar la vida pública; una consecuencia de ello es que la gente acaba desentendiéndose de lo común, refugiándose en la privacidad, quedando a merced de la demagogia populista¹, o exponiéndose a la peor de las tiranías, a saber, la aparentemente inocua y virtuosa que se expresa por medio de potentes mitos que excitan nuestras pasiones y nublan nuestro entendimiento.

    [1] En este ensayo usamos el concepto de «populismo» (y la familia semántica a él anexa) en sentido amplio y considerándolo equivalente a una de sus principales dimensiones: la del uso de la retórica demagógica con la finalidad de forjar homogeneidades políticas. Somos conscientes de que el populismo es objeto de una historia conceptual que desentraña su genealogía y pone en valor su potencialidad política constituyente. A este respecto, encontramos una referencia inexcusable en la monumental trilogía de Bruce Ackerman, We The People, Belknap Press, Cambridge MA, 1991, 1998 y 2014 respectivamente. Merece citarse la reciente obra de José Luis Villacañas, Populismo, La Huerta Grande, Madrid, 2015.

    Lo que resulta innegable es que vivimos en el mito, rodeados de mitos, nutridos por mitos. En nuestros modernos mitos no aparecen ya seres fabulosos con poderes sobrenaturales que ponen orden en el caos del universo y están detrás de los acontecimientos. Siguen siendo creencias heredadas, compartidas y celebradas por costumbre, por inercia, por confort, porque sí; pero también creencias que se renuevan continuamente, que se transforman y se reinventan. Su perdurabilidad se debe, sobre todo, a que son creencias que sirven para explicarnos nuestro mundo, que confieren sentido a lo que no parece tenerlo o a realidades humanas tan complejas que no quedan explicadas satisfactoriamente por la ciencia natural o los saberes sociales.

    A nivel individual, los mitos nos motivan, ofrecen un sentido a nuestra vida, a nuestro día a día; son el sostén cotidiano de cualquier individuo y, aunque cada uno tiene los suyos, la mayoría son comunes. A nivel colectivo, contribuyen a crear unidad, nos hacen ser y sentirnos un grupo, una comunidad homogénea. Y todo ello no tanto porque ofrezcan respuestas claras y precisas; de hecho, y como veremos en las páginas que siguen, los mitos son confusos, cuestionables, polisémicos, aporéticos, problemáticos. Las aportaciones de los mitos provienen más bien de que evitan la proliferación interminable de las preguntas, de las dudas, de la incertidumbre, de la inseguridad. En esta medida, proporcionan una respuesta que es a la vez una guía, una norma de conducta, una fuente de sentido. Y, por ambiguas e infundadas que parezcan las respuestas y las convicciones míticas, siempre es preferible poseer unas cuantas y abrazarlas que carecer de ellas ya que la vida es corta y este mundo es hostil y amenazador. Además, el hecho de que los mitos sean compartidos refuerza la sensación de seguridad y contribuye a cercenar la cadena de preguntas.

    Cuando hablamos de mitos pensamos de forma inmediata en nuestras tradiciones míticas por antonomasia: la griega y la romana. Inundan la historia del arte, dan nombre a los planetas y a algunos días, forman parte del bagaje cultural básico de Occidente, nutren el imaginario colectivo y constituyen una fuente riquísima de costumbres y de enseñanzas, modelos de conducta y referentes, aspiraciones y temores, virtudes y vicios. En general, los mitos son bellos, entretenidos y apelan a pasiones y emociones básicas de los seres humanos; eso los hace universales e imperecederos. Para nosotros tienen un carácter fundamentalmente literario. Por poco más que sepamos, sabemos también que hay mitos en todas las culturas y que estos tienen raíces comunes. Influyen más sobre nosotros los mitos judíos que los grecolatinos, aunque no seamos siempre conscientes de ello. Y también sabemos que los mitos no son verdad. Este no ser verdad se mueve entre lo que Vargas Llosa llama «la verdad de las mentiras», mentiras hermosas que nos cuentan historias que encierran verdades, algunas terribles, como que los padres, en ocasiones, son capaces de matar a sus hijos; o que, también en ocasiones, somos capaces de todo tipo de locuras por amor. Y entre lo que podemos llamar «mentiras a secas», falsas explicaciones, a veces ingenuas, de personas ignorantes que se dan mitos porque carecen de ciencia. Mentiras que también en ocasiones no son nada ingenuas y sirven para que unos seres humanos se sientan y se crean por encima de otros. Mentiras como que los males del mundo provienen de una tal Pandora o una tal Eva.

    Los mitos han fascinado siempre a los seres humanos, también a los filósofos. Pero nos han repetido mil veces la historia (¡el mito!) de que la ciencia y la filosofía, durante siglos una misma cosa, entablaron una épica batalla contra el mito en pos de la verdad. Como caballeros en búsqueda del Santo Grial, se enfrentaron a múltiples peligros con el objetivo de hallar la verdad y algunos murieron en la tarea. Y éste, como todo mito, tiene también su parte de verdad.

    El lector ya habrá comprendido que extendemos el concepto de mito y ya no hace falta que aparezcan seres sobrenaturales y poderosos para que hablemos de mitos. No pretendemos con esto ser originales. Ya la Real Academia recoge todos estos sentidos de mito. Y lo hace muy bien. En la cuarta de las acepciones entiende por mito «persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen».

    Los mitos son fascinantes y peligrosos, lo que los hace aún más fascinantes. Las explicaciones míticas confieren sentido al desorden del mundo, contribuyen a crear comunidad, son fuente de identidad (individual y colectiva) y difunden ideales morales. Como ya hemos afirmado, son muchos los mitos, o muchos aspectos de muchos mitos, que aportan algo útil y favorecedor de la convivencia y de la vida. Pero también encierran peligros y también pueden contribuir a la división, a la perpetuación de estructuras de poder basadas en la desigualdad y la explotación y a la producción de enemistad y de muerte. Cuando esto ocurre, ver el mito como mito es una manera de desactivarlo, esto es, de interrumpir su conversión en dogma y su consecuente traducción programática en normas y rituales represores y excluyentes. Piense, por poner un ejemplo claro, en el mito de la raza aria, o en el de cualquier raza. Convencer de que tal explicación es mítica, o sea, ni científica ni basada en datos históricos sino más bien necesitada de revisión y de actualización, de distanciamiento y de ironía, contribuiría a impedir su conversión en fundamento de acción política alguna y, en esta medida, a quitar la espoleta de la bomba. Éste también ha sido el trabajo de la filosofía y de la ciencia, pero es la parte «fácil» de ese trabajo.

    En otras ocasiones el peligro del mito no está en la mentira que intenta hacer pasar por verdad. El mito se vuelve más difícil de tratar, más sibilino e insidioso y, en consecuencia, más peligroso, cuando más verdad porta. Veremos diez grandes mitos que están cargados de verdad, pero también de mentira. Aunque este libro trata precisamente de esto, es importante que el lector tenga claro el modelo de mito que vamos a tratar. El mito es peligroso cuando absolutizamos o idealizamos la significatividad y la motivación que porta, o sea, cuando detenemos el debate sobre su sentido y consecuencias, cuando liquidamos su ilimitación semántica. Debemos ser especialmente precavidos ante mitos en los que se privilegia su utilidad para sostener la acción (individual o colectiva) o forjar unidad, frente a su fértil polisemia y apertura, como es el caso, por ejemplo, del mito del pueblo. Mientras que estos últimos rasgos reclaman una interpretación inacabable, es decir, recepción y diálogo, la funcionalidad que poseen los mitos para inducir a la acción y para fomentar homogeneidad es potencialmente idolátrica y excluyente; o sea, con el fin de promover y asegurar la eficacia y la unidad de la acción y del sujeto (de constituir ambos propiamente), los mitos deben ser convertidos en dogma (moral, jurídico, económico, político…) y ello exige una tarea de fijación y de negación.

    Como reza su título y ya hemos adelantado, en este libro pretendemos señalar y analizar diez mitos de la democracia. Que sean diez los mitos es un guiño irónico al lector. Evidentemente pueden ser muchos más, pero el número diez sigue teniendo tal capacidad simbólica, evocadora, que hemos querido caer en la tentación ¡mítica! de los números. Veremos que estos mitos esconden otros muchos, en un juego que probablemente puede prolongarse hasta el infinito. Por eso también el título, y el libro, es una invitación a que el lector reflexione sobre actitudes ocultas o creencias simuladas que han podido necrosarse hasta convertirse en mitos dogmatizados. Las democracias no se sostienen sin ciudadanos conscientes y comprometidos con su defensa. Por ello animamos al lector, avisado desde el principio por el brillo falso del número diez, a que añada más mitos de la democracia y, cómo no, a discutir los que proponemos nosotros.

    En cualquier caso, los diez mitos han sido elegidos reflexivamente. Son mitos compartidos por la mayoría de los individuos de las sociedades democráticas contemporáneas. Son mitos que defendemos, que hacemos nuestros. Se trata de mitos cruciales para la forma de vida política más valiosa que poseemos; de ahí que no incurriremos en la frivolidad de despreciarlos o subestimarlos. Pero es preciso que no olvidemos su carácter de mitos, es decir, de creencias y rituales contingentes y revisables, para que el brillo falso no nos deslumbre y aprendamos a diferenciar la mena de la ganga. Vamos, pues, a analizar los peligros que encierran los principales mitos que sostienen la democracia y, a la vez, que son sostenidos por ella, porque tales mitos engloban riesgos que, si permanecen impensados, pueden arruinar y sofocar su valor, convirtiendo lo que puede ser precioso en terrorífico.

    Invitamos, en suma, a ver los mitos de la democracia, quizás todos los mitos, como valiosas señas identitarias y poderosas herramientas, imprescindibles de hecho para construir la democracia. El martillo es una herramienta antigua, simple y sólida, de utilidad contrastada y presente en la inmensa mayoría de

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