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La cuchillada en la fama: Sobre la autoría del Lazarillo de Tormes
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La cuchillada en la fama: Sobre la autoría del Lazarillo de Tormes
Libro electrónico327 páginas4 horas

La cuchillada en la fama: Sobre la autoría del Lazarillo de Tormes

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¿Quién escribió el Cantar de mío Cid, La Celestina o el Lazarillo? ¿Cómo valoramos una obra literaria a partir de su autoría? ¿Cómo se enriquece la interpretación de los personajes y contextos? ¿Es mejor echar tierra sobre la firma de un narrador o intentar esclarecerla? Sin duda, identificar el autor permite captar la verdadera dimensión de una obra y el aluvión de investigaciones facilita la entera interpretación y valoración de cada texto literario. En el caso de la autoría del Lazarillo, entre tantos candidatos, sobresale la personalidad y dimensión literaria de Diego Hurtado de Mendoza, con su anverso humanista y bibliófilo, y su reverso político y vividor, «confesando yo no ser más santo que mis vecinos».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 may 2014
ISBN9788437093147
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    La cuchillada en la fama - Joaquín Corencia Cruz

    Introducción

    «NUESTRO VICTORIOSO EMPERADOR»

    Harto difícil es aportar algo nuevo a una obra literaria tan excepcional y tan expertamente analizada antes de nuestro modesto intento crítico. La feliz expresión de que no hay que buscar a su autor, porque así lo quiso él o porque está evidenciado en su protagonista, Lázaro de Tormes, no debe poner freno al intento de encontrarlo en su escondite. No obstante, somos conscientes de que la autoría no es lo más importante de la novela, aunque sí es cierto que desde ella emerge la verdadera dimensión de algunas de sus críticas, personajes y contextos.

    El paso de los años y los afortunados asedios críticos nos han ido aproximando al narrador y su fresco social, pese a las desventuras que ha sufrido la novela con otros intentos espurios.

    José Hierro solía decir que la poesía, como la literatura, para ser más verdadera, tenía que mentir. Y eso ha hecho nuestro novelista en su texto, presentarlo como anónimo y unívoco. Por nuestra parte, ensayamos también un acercamiento poético a la novela, y así, al observar cómo se articulaba la realidad representada y su imaginario desde un momento tan importante como el final del texto literario, pensamos que el Lazarillo recobraba otros valores decisivos. Las últimas líneas de la novela no trataban exclusivamente de datar un texto a partir de unas fechas o hechos históricos que se citan en la conclusión. Creemos que debemos detenernos y analizar qué es lo que el autor ha seleccionado para finalizarla, y contemplar, con la misma ironía que recorre toda su creación, esas fechas, personajes y acontecimientos históricos.

    En efecto, una ficción narrativa en la que la ironía y la sutil sátira no han dejado títere ni estamento con cabeza, no detendrá su visión irónica precisamente al final. Pues decía también José Hierro que la poesía es un texto que se abre desde dentro y desde el final, como una caja fuerte, que tuviera sus cerrojos en el interior y en su parte postrera. Y este ha sido nuestro camino. Hemos intentado desentrañar la novela aprendiendo de todos los muy importantes estudios que nos han precedido y ayudado; pero sin perder de vista el interior de la novela, sus adentros, y, especialmente, su final. Creemos que el creador de una buena poesía o una buena novela sabe que los últimos versos o líneas son su clímax, el momento culminante no sólo por su ubicación estratégica; sino porque es el broche desde donde el autor intensifica la especificidad de su mensaje, nos resuelve sintética y concluyentemente su intención y emoción, culmina, en definitiva, la trayectoria y sentir de todas las palabras que preceden a este momento dominante. Y un poeta del 27, Pedro Salinas, decía que dicha secuencia climática contiene, además, una sensación de despedida. En verdad, ahí deja escrito datos esenciales, termina su entero mensaje e intención comunicativa, abandona a su criatura para ceder el paso al lector.

    El colofón de la novela es precisamente el momento en que leemos, por ejemplo en su edición de Medina del Campo de 1554, que «nuestro victorioso Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró, y tuvo en ella cortes, y se hicieron grandes regocijos y fiestas, como Vuestra Merced habrá oído». El final de la novela no debe ser entendido sólo, pues, como una fechación, para eso ya estaba el remate de los impresores o editores. El final del Lazarillo es de su autor, pertenece al mismo autor del resto de la novela. Y este antepone, pensamos que con el mismo tono irónico de toda la narración, el adjetivo «victorioso» a su emperador, e «insigne» a la ciudad de Toledo. Pero las Cortes de Toledo (1538-1539) están escritas con minúscula –«cortes»– ampliando la polisemia del vocablo porque los nobles no le dieron ni un ducado a su empobrecido y «victorioso» emperador, que venía, por cierto, de ser derrotado en Préveza (1538) y se dirigía, terco y torpe, hacia el calamitoso y silenciado gran desastre de Argel (1541). Y no se hicieron «grandes regozijos y fiestas», como era costumbre al finalizar las Cortes, aunque el autor sí escribió «regocijos y fiestas» con ánimo burlón porque rescataba de la memoria los acontecimientos políticos y personales que agraviaron a su emperador al acabar dichas Cortes. Sucesos que Lázaro de Tormes, el protagonista de la ficción novelesca, pregonaría por la ciudad de Toledo y que llegarían a oídos de «Vuestra Merced».

    Se han buscado datos históricos en el colofón del Lazarillo para fechar el texto, estudio sustancial y necesario; pero la historia oficial dista de la interpretación de sus contemporáneos, aquella dimensión intrahistórica unamuniana. Y, sobre todo, el colofón de la novela y su irónica e histórica interpretación son propiedad de su autor, las palabras postreras y su intención comunicativa le atañen a él, y no al impresor o historiador, porque siguen siendo parte de su novela, su momento culminante –«la cumbre de toda buena fortuna»–, el instante climático en el que su fina ironía se dirige explícitamente al emperador y su hueca capital, por la que ha hecho desfilar a todo tipo de personaje poco «insigne». El mismo planteamiento topamos en el contemporáneo Liber facetiarum et similitudinum de Luis de Pinedo: «Sopló el odrero y levantóse Toledo».

    Sabemos que nuestra tentativa de clave acróstica es discutible como todas las anteriores, pero parte de unos aspectos textuales que están ahí y que confluye con otros intentos, aunque, obviamente, puedan aceptarse o rechazarse en pleno. Con todo, no es lo importante de nuestra aportación, ni lo pretende. Sí lo es nuestra modesta invitación a otra lectura, a otra aproximación interpretativa de la novela que pretende escapar de ideas preconcebidas y de verdades absolutas.

    En este sentido, habría que analizar cuánto daño hizo Alfred Morel-Fatio a don Diego Hurtado de Mendoza. Aunque, ¿qué sería de nosotros sin los sabios trabajos de tantos hispanistas y esa luz que nos viene de fuera? O, tomándole prestado unas frases a Max Estrella, «¿Qué sería de este corral nublado? ¿Qué seríamos los españoles? (...) Quizá un poco más tontos». No obstante, hombres fueron como nosotros, y como nosotros también se equivocaron. Ahí está, por ejemplo, la errónea interpretación de Hugo Friedrich sobre los romances y el «Romance sonámbulo» de Lorca, o la opinión ligera y desacertada de Morel-Fatio sobre Hurtado de Mendoza. Sin que por ello sufra, en nuestra sincera opinión, la más mínima mella el valor, vigor y vigencia de muchas de sus investigaciones y desvelos. Pero su idea del círculo erasmista de los hermanos Valdés para la autoría del Lazarillo, y su valoración de obra poco digna de un noble como Hurtado, barrieron de un plumazo cualquier juicio previo favorable al aristócrata, pero golfo humanista. Y, sobre todo, se empezó a descartarlo de la candidatura sin apenas leerlo. Sin embargo, una simple lectura de su prosa, cartas literarias y personales, y, sobre todo, su poesía, desmienten de golpe un criterio poco atinado.

    Si en un primer momento Hurtado compitió en buena lid por la autoría del Lazarillo con fray Juan de Ortega, su caída en desgracia ocultó a ambos y abrió la candidatura a considerables aspirantes: Alfonso y Juan de Valdés, Luis Vives, Sebastián de Horozco, Lope de Rueda, Hernán Núñez de Toledo, Pedro de Rúa, Fernando de Rojas, Torres Naharro, Juan Maldonado, Cervantes de Salazar, Juan Arce de Otálora, fray Juan de Pineda, Gonzalo Pérez, etc. No hay una sola obra literaria con tal cúmulo de estudios pretendientes a su autoría. Ante tantas opciones, algunas fútiles y poco fértiles, comenzamos nuestra investigación rescatando a los dos primeros contendientes en liza que fueron propuestos por aquella su crítica coetánea (fray José de Sigüenza, Valerio Andrés Taxandro, Andrés Schott). Y es ahí donde don Diego Hurtado de Mendoza presenta las mejores credenciales de sus experiencias y destrezas con varias prosas. Con ellas va creciendo como novelista al tiempo que vemos desfilar y depurar rasgos, técnicas, temas y personajes del Lazarillo: Diálogo entre Caronte y el ánima de Pedro Luis Farnesio, Carta del bachiller de Arcadia al capitán Salazar, Respuesta del capitán Salazar, Carta a Feliciano de Silva, Carta de los catarriberas, y, muy especialmente, el Sermón de Aljubarrota, un texto narrativo de mayor madurez creativa y vinculación con el Lazarillo (desde el uso de la primera persona narrativa a la presencia de bulderos, hidalgos pobres, sátira clerical, etc.). Vinculación que también comparte el Liber facetiarum et similitudinum de Pinedo con quien don Diego colaboró. Su versatilidad narrativa –dejando de lado su amplia, italianizante y diversa obra lírica– se refrenda con su Historia de la Guerra de Granada hecha por el rey D. Felipe II contra los moriscos de aquel reino, sus rebeldes.

    Estas últimas líneas son, como las de un poema, de despedida e invitación. Un pequeño contrasentido. La función de unas páginas introductorias es siempre de iniciación y apertura, de acercamiento primero. Y, a nuestra invitación a la lectura, se solapa la sensación de lance que añade todo prologo. Un rasgo paradójico que comparte con el poema, el cuento, y esta maravillosa novela de cuentos con un final poco apreciado, pese a su táctica posición natural y su condición de cumbre y guinda de una novela de fortunas. Ciertamente el Lazarillo es una ficción afortunada; pero sin duda que no le hicieron ni pizca de gracia a su «victorioso Emperador», Carlos V, aquellos «regocijos», aquella cuchillada.

    Capítulo 1

    AUTORÍA: ESTADO DE LA CUESTIÓN

    El anónimo autor de La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, y hay más de una docena de estimables candidatos al mérito, no gozaba de una personalidad mediocre o zafia, ni podía ser una persona sin importancia social, ni un escritor sin un significativo bagaje lector y cultural, clásico y renacentista. Su destacada posición social es precisa y presuntamente la que le obliga a preferir el anonimato, pues la cruda visión que elige para sus personajes y la selección que hace de estos, así como las ironías con que concluye los últimos párrafos, son razones suficientes para ocultar su firma.

    En efecto, no suele un autor vulgar decidir la ironía también desde el inicio como primer recurso narrativo. Su habilidad y refinamiento con esta técnica literaria entraña un particular genio personal y una madurez que le permiten un inteligente distanciamiento tanto burlón como demoledoramente crítico con una sociedad contemporánea de la que va a mostrar sus íntimas vergüenzas. Es un autor culto como lo demuestran las citas clásicas del prólogo, las de la novela (Galeno, Alejandro Magno, Penélope, Macías, Ovidio, santo Tomás) y las relaciones intertextuales del Lazarillo con otros textos señalados como El asno de oro de Apuleyo, el Retrato de la lozana andaluza de Francisco Delicado, la versión castellana en prosa del poema macarrónico Baldo de Teófilo Folengo, el Novellino de Masuccio, La Celestina de Fernando de Rojas, la Propalladia de Torres Naharro, obras de Erasmo de Rotterdam, Luis Vives, Antonio de Guevara, etc.

    Como no podía ser de otra manera, de forma natural, este autor culto, junto a las fuentes folclóricas, nos traslada rasgos de alguna de sus lecturas, de los textos de sus contemporáneos, así como de los que conforman su propia biblioteca.

    Varias personalidades han optado a la autoría de tan maravillosa novela. Haremos un sucinto recorrido por los candidatos más acreditados recientemente, y nos detendremos en los tres que han centrado la atención o polémica crítica durante la última década: Alfonso de Valdés, Luis Vives y Diego Hurtado de Mendoza.

    En 1605, fray Juan de Ortega fue propuesto por su hermano de orden, fray José de Sigüenza (Historia de la orden de San Gerónimo), como autor, porque «dicen que (...) hizo aquel librito que anda por ahí, llamado Lazarillo de Tormes (...) El indicio desto fue haberle hallado el borrador en la celda, de su propia mano escrito». No sabemos si se trataba ciertamente del original, de unos resúmenes a partir de él, o de una copia manuscrita que hubiere realizado Ortega. Sólo tenemos la atribución de un fraile admirador, sin más pruebas que una fórmula impersonal e imprecisa: «dicen».

    Fray Juan de Ortega, de «ingenio tan galán y fresco» fue General de los jerónimos de 1552 a 1555, una razón objetiva para no firmar tal obra. En 2002 su autoría volverá a reivindicarse por Antonio Alatorre.¹

    En 1607, de Diego Hurtado de Mendoza escribe Valerio Andrés Taxandro (Catalogus clarorum Hispaniae scriptorum) que fue autor de «poesías en romance y el libro de entretenimiento llamado Lazarillo de Tormes». Y en 1608, Andrés Schott (Hispaniae bibliotheca) apoyaba la posible autoría de Hurtado de Mendoza: «Se piensa ser obra suya el Lazarillo de Tormes, libro de sátira y entretenimiento». Nuevamente una atribución sin pruebas y cierta impersonalidad: «se piensa». Sin embargo, a su favor observamos que se apresuran a enmendar a Sigüenza y que la atribución procede de dos autores distintos, profesionales, independientes y sin sometimiento alguno al autor que proponen. Y otro dato favorable: como obra de Hurtado se imprimió La vida de Lazarillo de Tormes por Antonio Facchetti (Roma, 1600) y por Juan Pérez de Valdivieso (Zaragoza, 1599) como constata Alexander S. Wilkinson.² Es importante el hecho de que las reseñas provengan de dos localidades diferentes, y tan dispares. Después, Tamayo y Vargas ratificaba a don Diego en su Junta de libros la mayor que ha visto España en su lengua hasta 1624, y citaba por suya la edición vallisoletana de 1603 y por Luis Sánchez.

    Nicolás Antonio en 1873 remite como probables autores a Ortega y Hurtado, y, en 1970, E. Spivakovsky³ reafirma la paternidad del segundo. Ya en 2010, Mercedes Agulló⁴ vuelve a defender para don Diego dicho honor. Agulló publica el testamento y el inventario de bienes de Hurtado de Mendoza y basa su tesis en que en el cajón de los libros del secretario de Felipe II y administrador de Diego Hurtado de Mendoza, Juan López de Velasco, había «Vn legajo de correçiones hechas para la ynpressión de Lazarillo y Propaladia

    En nuestra modesta opinión, el hallazgo es importante, pero la frase no prueba mucho. De un lado, tiene un valor de credibilidad parejo a la frase de fray Juan de Ortega sobre el «borrador» de José de Sigüenza: no hay texto conservado, ni el «borrador» ni las «correçiones», sólo un intento de atribución basado en suposiciones entusiastas. De otro, se citan dos conocidas obras literarias corregidas, censuradas, al parecer, por una misma persona, pero no se identifica plenamente quien hizo las correcciones para la impresión. ¿Velasco o Hurtado? ¿Qué modificaciones estaría haciendo Hurtado en obra ajena como la Propalladia? ¿Por qué razón iba a imprimir el texto de Naharro? Y, si como humanista y exquisito bibliófilo hubiera decidido editar obras modernas, ¿para qué enmendar a otros autores? ¿Por qué sería él y no el censor Velasco el autor y dueño del legajo y de las presuntas «correçiones» en ambas obras?

    Parece que todas las respuestas apuntan a López de Velasco puesto que sí sabemos que Velasco, por ventura, adaptó a los criterios inquisitoriales, «castigó», el Lazarillo de Tormes, la Propalladia de Torres Naharro y las obras de Castillejo. De manera que, a pesar del relativo orden de los inventarios de libros, legajos y documentos variados, pensamos que bien podrían ser los propios papeles del administrador Velasco, ya fallecido, mezclados con los de su administrado don Diego. El legajo subrayado por Mercedes Agulló estaba junto a «Vnos cuadernos y borrador de La rebelión de los moriscos de Granada y otras cossas de don Diego de Mendoça»; pero leemos que también con otro «legajo de papeles de Indias»⁵ que seguramente no era suyo y sí de Juan López de Velasco, a la sazón, cosmógrafo y Cronista mayor de las Indias.

    Felipe II encargó a López de Velasco su futura biblioteca de El Escorial. Velasco es conocido porque fue quien censuró el Lazarillo vedado por la Inquisición en el Índice de libros prohibidos de 1559, y quien lo editó «castigado» en 1573 (Madrid, Pierre Cosin). Además, fue el encargado de la administración de los bienes de don Diego Hurtado de Mendoza durante 14 o 15 años. Al morir López de Velasco, fue su testamentario el abogado Juan de Valdés, este recibió también los papeles de Hurtado de Mendoza. Cuando muere el jurista en 1599, su hermana, Francisca de Valdés, inventarió todos los libros y documentos de Hurtado, Velasco y Valdés, ya clasificados previamente por alguno de estos dos últimos.

    Rosa Navarro Durán,⁶ a quien veremos a continuación respaldando la autoría de Alfonso de Valdés, critica con cierta arbitrariedad las aportaciones del libro de Agulló, negando la candidatura de Hurtado, según ella «un prosista mediocre», al que atribuye la Segunda parte de Lazarillo de Tormes que define como alegoría política contra Carlos V (pero no se percata de la que existe en la primera parte). Mercedes Agulló se defiende⁷ cuestionándose el porqué de la reedición del Lazarillo en 1573, sugiriendo que, a cambio de ella, Hurtado donaría sus libros a la biblioteca de El Escorial de Felipe II. Agulló se pregunta también si el hecho de que en el Índice de libros prohibidos no se etiquetase como anónimo supondría que conocían a su autor. Propone a Gonzalo Pérez como «Vuestra Merced». Insiste en que la carta de don Diego a su sobrino en 1557 incluía un libro para Felipe II que podría tratarse del Lazarillo y que Hurtado cuenta «con muchas posibilidades para ser considerado el autor». Desde luego es indudable su buena relación con Velasco y que, puestos a suponer, debido a su pasión por la literatura y condición de experto bibliófilo seguramente colaboraría en las correcciones del Lazarillo expurgado.

    No podemos olvidar a otros muchos autores que optan a la autoría de la novela. Morel-Fatio y Manuel J. Asensio señalaron, basándose en el espíritu supuestamente anticlerical y erasmista de la obra, a Juan de Valdés (1499-1541) o algún «alumbrado» de su entorno ideológico. También su hermano, el secretario real de cartas latinas Alfonso de Valdés (1490-1532), fue propuesto como posible autor por Morel-Fatio (1904), M. J. Asensio (1959), Joseph V. Ricapito (1976). Más recientemente, en 2003, Rosa Navarro Durán lo afirmó tajantemente y llegó al extremo de editar la novela con su nombre, aunque su hipótesis no hubiera sido planteada a partir de objetiva y rigurosa argumentación. En ambas atribuciones, debido a las tempranas muertes de los dos hermanos, es incuestionable que la escritura del Lazarillo tendría que anticiparse dos décadas, exagerado salto retrospectivo para un texto tan popular y exitoso que no cuadra con un silencio editorial de 22 años, con la orden municipal de expulsión de mendigos y vagabundos de Toledo de 1546, con la cronología de la segunda parte de la novela (Amberes, 1555) que arranca con posterioridad a las Cortes de 1538-1539 y con Lázaro embarcando para la guerra de Argel de 1541, y, sobre todo, con la fecha de las cuatro primeras ediciones conservadas de 1554 (Burgos, por Juan de Junta; Medina del Campo, por Mateo y Francisco del Campo; Alcalá, con interpolaciones y editada por Atanasio de Salcedo; Amberes, por Martín Nucio).

    Rosa Navarro Durán imagina una hoja arrancada en el Lazarillo que incluiría, casualmente, el argumento. Este sería erasmista al estar basado, por las buenas, en el secreto de confesión. Además, «Vuestra Merced» sería una mujer, y la obra anterior a 1532 para que se armonice con la defunción del humanista.

    Félix Carrasco y Valentín Pérez Venzalá,⁸ con un modélico estudio, y, siguiendo su estela, Marco Antonio Ramírez López y Pedro Martín Baños,⁹ entre otros, desmontaron razonadamente cada precipitado paso de Navarro Durán (el folio perdido, Vuestra Merced es una dama, etc.), incluso las gratuitas comparaciones entre el Lazarillo y los diálogos de Valdés con la obra de Rojas, Delicado y Naharro. También criticó su tesis Francisco Calero por «la metodología utilizada por R. Navarro, que consiste en descubrir lecturas del autor del Lazarillo, sin hacer ninguna comparación con obras de A. de Valdés»¹⁰ quien, por cierto, no parece ser el autor acertado si recibía críticas del cardenal García de Loaysa en su comunicado a Cobos sobre su incompetencia latina: «suplico á vuestra merçed tomeys un gran latino y no lo es Valdés, porque aca se burlan de su latinidad.» A primera vista, es el mismo y exiguo reconocimiento que obtuvo su hermano Juan en su estancia en Nápoles. En 1600, Scipione Miccio le citaba en su Vita de don Pietro de Toledo: «un certo Valdés Spagnolo; uomo ignorante e balbo (…) faceva professione d’intendere la Sacra Scrittura senza ajuto de glosa ordinaria, ma solamente col perverso suo giudizio».¹¹

    El paradigmático modelo de inventio de nihilo que propone Navarro Durán, falto de moderación y de fundado apoyo textual visible, es, desde una fiel lectura de la novela, muy cuestionable.

    Las sangrías harinosas del padre de Lázaro de Tormes y la sisa sobre carne, harina, etc., del impuesto directo del emperador en las Cortes de 1538-39 tuvieron consecuencias negativas para el futuro de un modesto molinero y de los estamentos nobiliario y eclesiástico. Frente a ambos resultados adversos, la subjetiva sustracción o sisa del prólogo que Navarro imagina no deja de ser una entelequia con efectos asombrosos, pues publicó el presunto texto erasmista alegando la indiscutible autoría de Valdés,¹² y con una secuela importante ya que dejó el camino expedito para que la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes se lanzara a una edición en 2006 con el nombre de Alfonso de Valdés.

    Desde otro tiempo y circunstancia, es llamativo también que en 1605 fray José de Sigüenza no detectara nada erasmista y se limitara a ponderar los valores literarios del librito: «mostrando en un sujeto tan humilde la propiedad de la lengua castellana y el decoro de las personas que introduce con tal artificio y donaire, que merece ser leído de los que tienen buen gusto». Sigüenza muestra complacencia con la «propiedad de la lengua», con el «decoro» de los personajes, el «buen gusto», es decir, con la adecuación real y verosímil a cómo eran los comportamientos de los personajes seleccionados con respecto a su condición social. Sigüenza no percibía ningún contenido heterodoxo: anotaba que la caracterización de cada personaje y las acciones de los clérigos novelados entraban dentro del comportamiento social de la época. Lo mismo le sucede a V. Andrés Taxandro que define la novela como «libro de entretenimiento.» Y recuérdese que el texto expurgado seguía mostrando la codicia e impiedad de sus personajes.

    Pablo Jauralde¹³ se congratula del hallazgo de Agulló afirmando que en el inventario de los bienes de Hurtado de Mendoza, uno de sus «cajones contiene inequívocamente las correcciones del Lazarillo». Afirmación algo extremada, como su frase «de mano del propio autor iba el texto expurgado por Velasco», porque la cita del «legajo» no prueba razonadamente su autoría, y porque nada se dice de que el texto fuera un manuscrito de Hurtado. Jauralde en un sugerente artículo posterior¹⁴ avanza sobre la hipótesis de Agulló señalando que las enmiendas textuales del censor Velasco pueden provenir del propio autor, defiende la edición crítica de Aldo Ruffinatto¹⁵ y sus variantes, y funde investigación documental e histórica. Su muy importante trabajo trae cordura al revuelto río lazarista: recorre la biografía de Hurtado, le atribuye la escritura de la novela tras caer en desgracia después de sus gestiones en Siena, indica que la impresión expurgada por Velasco cuenta con la mano del autor, corrobora su relación con santa Teresa, que estaba en contacto con la Corte al tener como confidente a Velasco, y que «las correcciones del Lazarillo estaban entre los papeles de dhm, y posiblemente eran de su letra.»

    Diversos estudios de Francisco Calero niegan las tesis de Rosa Navarro Durán y atribuye la novela al humanista de origen judío Juan Luis Vives (1493-1540) al cotejarla con palabras, expresiones e ideas expuestas en sus obras latinas. Sin dejar de reconocer el interés de sus trabajos, nos parece exagerada su atribución basada en la presencia, precaria en varios casos, de una misma palabra¹⁶ o giro expresivo similar en obras latinas de Vives y en

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