Genoveva de Brabante: Edición juvenil e ilustrada
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Genoveva de Brabante es una historia rescatada de las antiguas tradiciones de Centroeuropa, aunque su carácter real puede estar inspirado por Maria de Brabante, quién en el siglo XIII fue acusada falsamente de adulterio y decapitada. En esta edición se presenta una cuidada edición ilustrada, adaptada al público más joven, y para los adultos que quieran revisitar las vicisitudes de Genoveva y su hijo, y el destino que le aguardó a Sigfrido, de una manera rápida y amena.
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Genoveva de Brabante - Christopher Schmid
ROMANCE DE GENOVEVA Y SIGFRIDO
CAPÍTULO I
E
N AQUELLOS TIEMPOS, la religión cristiana había irrumpido arrolladora y magnífica en Alemania, hasta entonces sumida en las tinieblas del paganismo. La gente se dedicó con más amor al cultivo de la tierra, después de tenerla bastante abandonada y las mieses sirvieron de alimento a todos, mientras surgían jardines deliciosos que hacían la alegría de los niños.
Por aquel entonces, vivía en los Países Bajos un noble, conocido por el nombre de duque de Brabante, admirado y querido por cuantos frecuentaban su trato.
Muy amante de la justicia, no por ello dejaba de ser humanitario y clemente. Su esposa, dama honorable, se hallaba sumamente compenetrada con él y ambos adoraban a su única hija, Genoveva.
Desde muy niña, Genoveva había demostrado una inteligencia privilegiada. Sus ingeniosas preguntas, sus respuestas vivaces, causaban estupor a la duquesa, que se complacía en instruir a Genoveva cuanto le era posible.
Cuando vestida de blanco acudía junto con sus padres a la iglesia, con sus rizos de oro cayéndole por los hombros y los ojos azules, límpidos y alegres, las gentes decían al verla pasar:
—Parece un ángel...
Conforme iban pasando los años, su comportamiento era también ejemplar, ya que se la encontraba siempre en las chozas más humildes, a la cabecera de los enfermos y con los pobres, a los que entregaba todo el dinero que su padre le entregaba para «alfileres», como entonces se llamaba a la asignación para vestidos y adornos.
Y de esta forma pasaron sus primeros años y transcurrió su adolescencia.
Un joven caballero, el conde Sigfrido, que unía a la nobleza de su rostro y cuna, la de los sentimientos, salvó en cierta ocasión al duque de Brabante y éste, agradecido, instó al joven para que visitara su corte y conociera a su familia.
Sigfrido amó a Genoveva nada más verla y ella le correspondió. Tanto el duque como su mujer vieron con simpatía aquellos amores y, cuando el joven la pidió en matrimonio, los padres concedieron la autorización con la alegría lógica de entregarla a un caballero dotado de todas las virtudes y el pesar de tener que separarse de ella.
Los pobres de la comarca, al saber que su gentil protectora ya no estaría junto a ellos, se sintieron desolados.
—Gracias a su ayuda, mis hijos no han muerto de hambre este invierno —proclamaba una pobre viuda.
Llegó el día de la boda y la joven apareció bellísima con su sencillo vestido blanco, emocionada y feliz. Como una vez terminada la ceremonia los nuevos esposos partían para las posesiones de Sigfrido, el anciano padre, estrechando a su hija entre sus brazos, dijo:
—Adiós, hija querida; tu madre y yo somos ya viejos y no sé si el Cielo querrá concedernos la dicha de volver a verte, pero Dios estará siempre contigo.
Luego fue su madre quien la rodeó con brazos trémulos y, ahogada por los sollozos, musitó:
—Adiós, Genoveva. ¡Que Dios te proteja y acompañe siempre! No sé lo que te deparará el destino, pues mi corazón está oprimido por tristes presentimientos... Siempre fuiste nuestro consuelo, nuestra mayor alegría sobre la tierra; procura ser siempre como has sido hasta ahora y no hagas nada de lo que puedas avergonzarte ante Dios o ante tus padres. Y si es la voluntad del Altísimo que no nos volvamos a ver en la tierra, nos reuniremos en el Cielo.
—Vamos, madre, no debes pensar en cosas tristes, pues estoy segura de que podremos vernos de vez en cuando, a pesar de lo lejos que se encuentran las posesiones de Sigfrido. Sabes lo mucho que le amo y esto me hace dichosa, aunque sufro por tener que alejarme de vosotros.
Los duques, abrazándola de nuevo, se volvieron después hacia el conde.
—Hijo mío —le dijeron—, recibe a tu esposa, nuestro más preciado tesoro; ámala y sé desde ahora no sólo esposo, sino al mismo tiempo padre y madre.
El conde Sigfrido, emocionado, así lo prometió; después, junto con Genoveva, ambos se hincaron de rodillas y recibieron la bendición paterna.
El arzobispo Rodolfo, un anciano de cabellos blancos, que había consagrado la unión de los jóvenes, elevó en aquel momento sus manos al cielo y bendijo fervorosamente a la joven pareja.
—No lloréis, princesa —dijo a Genoveva—, Dios os ha reservado una gran felicidad, pero es muy distinta de la que imaginan todos. Día vendrá, sin embargo, en que daremos a Dios las gracias por ella con lágrimas de gozo. ¡Que el Señor sea con vosotros!
Las despedidas habían terminado. El conde Sigfrido hizo montar a su querida Genoveva en un magnífico corcel y luego saltó ágilmente a su cabalgadura. Acompañados por un brillante cortejo de caballeros, se lanzaron al trote, mientras la joven recién casada agitaba su mano en señal de despedida, no sólo de sus padres, sino de amigos, conocidos y todo lo que hasta entonces fuera su mundo.
***
El castillo del conde Sigfrido se hallaba en un lugar sumamente pintoresco, asentado sobre una colina y desde él se dominaba un panorama lleno de encanto. Los ríos Mosela y Rhin discurrían entre verdes valles apacibles y prósperos.
Como se había anunciado previamente la llegada del joven conde con su esposa, toda la población se hallaba congregada con sus mejores galas para recibirles. Arcos triunfales y floridas guirnaldas aparecían de trecho en trecho, mientras que el suelo estaba cubierto de una alfombra de flores y hojas verdes.
Al aparecer el cortejo, con los recién casados al frente, todos los ojos se prendieron en Genoveva, admirados de la singular belleza, la gracia y el encanto de la joven princesa. Ella respondía a las aclamaciones saludando con la mano alzada y, al mismo tiempo, sonreía ante las aclamaciones de simpatía con que era acogida.
En la expresión de su rostro se reflejaba la pureza y diafanidad de un alma generosa y sencilla.
Cuando Genoveva se apeó del caballo, fue saludando a todo el mundo con afabilidad llena de gracia y dulzura, hablando con respeto a los ancianos, preguntando a las madres el nombre y edades de sus hijos, sin olvidar la entrega de ricos presentes. Todos los habitantes del castillo y cuantos de él dependían, sintieron llenarse sus corazones de reconocimiento y amor hacia la nueva condesa.
—Amigos míos —dijo ella con sencillez—, espero que seamos una gran familia, pero las familias necesitan un pasar decoroso y he decidido que todos aquí, soldados y criados, reciban doble paga de la que han disfrutado hasta ahora. En cuanto a los vasallos, quedarán libres de contribuciones y se distribuirá a los menesterosos cereales y leña.
Las gentes, entusiasmadas, prorrumpieron en aclamaciones.
—¡Oh, no tenéis nada que agradecerme! —respondió sonriendo—. Mi esposo siente tanto placer con estas disposiciones como yo misma.
—¡Feliz el hombre que posee una esposa como la princesa Genoveva! —decían los súbditos del conde—. ¡Feliz el país que es gobernado por tales príncipes!
Todos fueron pasando ante los enamorados esposos, haciendo votos por su felicidad. Pudo verse a viejos guerreros, inmóviles sobre las armas, que vertían a raudales lágrimas de enternecimiento, lágrimas que iban a perderse entre sus largas barbas.
Una vez sola la pareja, Genoveva pudo decir a su esposo:
—Me siento inmensamente dichosa: tu castillo es perfecto y las gentes maravillosas.
—Sí, querida mía. Y espero que, hasta el final de nuestras vidas, seamos tan dichosos como en este momento —repuso él, radiante de felicidad.
Sin embargo, el destino había previsto que aquella dicha no perdurase.
Una noche, cuando pasaban la velada agradablemente entretenidos en cantar acompañados con su laúd, se oyeron de repente los bélicos sones de un clarín y ambos enmudecieron.
El escudero del joven conde penetró en la amplia sala, gritando:
—¡Señor, la guerra! ¡Ha llegado la guerra! Los moros del Sur acaban de irrumpir en Francia y amenazan invadirlo todo, arrasándolo a sangre y fuego. Dos caballeros acaban de llegar con órdenes de Su Majestad. Nos ordena unirnos esta misma noche al ejército real.
Genoveva había palidecido. La palabra guerra ponía temblores en su corazón. El joven conde tomó sus manos entre las suyas, tratando de infundirle valor.
—Querida mía, debes ser valiente y aceptar lo que el destino nos envía. Sabes lo que me cuesta separarme de tu lado, pero la patria nos llama y mi honor exige que me una a la contienda.
Ella afirmó, tratando de contener sus lágrimas, pero ¡cuánto dolor había en su corazón!
Luego, el príncipe se apresuró a bajar para recibir a los caballeros enviados por el rey y Genoveva, fiel a su deber, se dirigió a las dependencias del servicio, al objeto de ordenar que los huéspedes fueran atendidos.
El conde, por su parte, después de conversar brevemente con los recién llegados, se ocupaba de los preparativos para la marcha, poniendo en pie de guerra a sus mesnadas. También envió mensajeros por todo su territorio, al objeto de reunir a los vasallos, sin olvidarse de tomar