Tener una vida
Por Daniel Jándula
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La condición de fantasma de este flâneur inmóvil del siglo XXI, que recuerda al funcionario de Memorias del subsuelo de Dostoyevski, se complica todavía más cuando en la pared del salón de su casa aparece un agujero que comienza a tragarse, selectivamente, las pocas pertenencias que aún le quedan. Mientras lucha por entender el porqué de este inquietante suceso (con la ayuda de Héctor, un extravagante físico solar que vive en el piso de al lado), el narrador trata de ordenar sus emociones y recuerdos, especialmente los que le ha dejado su relación recién terminada con Lidia, tal vez la única persona capaz de ayudarle a recuperar su entereza. Aunque el lector intuirá pronto que el claustrofóbico conflicto de esta singular novela, escrita con el entusiasmo de Aira por la brevedad y el gusto por lo insólito de Levrero, revela mucho más que lo que el personaje va a averiguar: el vacío del hombre sin atributos de nuestro tiempo, la fragilidad de la memoria individual o la necesidad de aferrarnos a la imaginación para sobrevivir a lo que amenaza con engullir nuestro futuro.
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Tener una vida - Daniel Jándula
Daniel Jándula
Daniel JándulaDaniel Jándula (Málaga en 1980). En 2009 publicó El Reo, ficción sobre la biografía del disidente alemán Dietrich Bonhoeffer, tras realizar unos cursos de Teología en Madrid.
Algunos relatos suyos han aparecido en The Barcelona Review, Bcn Mes, Vulture y Paralelo Sur. Colabora en radio (El Prat Ràdio) y prensa escrita (en las revistas Quimera y Viaje a Ítaca), explorando nuevas formas de periodismo cultural, y ha ejercido de redactor en medios decanos como Ruta 66 y Revista de Letras.
Candaya Narrativa, 46
TENER UNA VIDA
© Daniel Jándula Martín, 2017
Primera edición impresa: octubre de 2017
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
www.candaya.com
facebook.com/edcandaya
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Francesc Fernández
Maquetación y composición epub
Miquel Robles
BIC: FA
ISBN: 978-84-15934-77-6
Depósito Legal: B 24739-2017
Table of Content
Portada
Autor
Créditos
ÍNDICE
DESPERTAR
RESPIRAR
CAMINAR
ESCONDER
ALIMENTAR
LLENAR
OBSERVAR
PENSAR
DESCUBRIR
TRABAJAR
ESPERAR
DESCANSAR
RECORDAR
VIAJAR
TEMER
CRECER
FRACASAR
SALIR
DESPERTAR
En la pared del salón de mi casa hay un agujero que no deja de crecer. Es del tamaño de una manzana. Anoche, antes de irme a dormir, probé a soplar un puñado de harina en su interior: la voluta quedó en suspensión por unos segundos, y luego se dispersó en minúsculas migajas que marcharon obedientes hacia el borde del agujero, trazando una ensayada espiral hacia el centro.
Desconozco cuánto lleva ahí. Lo descubrí a principios de semana, mientras bajaba el cuadro que ha estado colgado sobre el espacio que ocupó el sofá. He visto esa misma reproducción en montones de pisos habitados por personas de mi edad: una playa desierta, en blanco y negro, con una hilera de estacas de madera que conduce a una barca inutilizada y hundida en la arena. Lejos de transmitir serenidad, la imagen me pone nervioso. No dice mucho de mí. He tardado casi cuatro años en tomar conciencia de su aspecto desangelado, y esto no ha sucedido de un modo reflexivo, tras un análisis profundo, sino por una simple exposición a su presencia.
Ese cuadro forma parte de un pequeño grupo de objetos que ya estaban en la casa antes de que llegara yo, como la mesa cuadrada que queda a mi derecha al entrar al salón y un mueble oscuro donde guardaba los libros. He vendido el resto del mobiliario y cerrado todas las puertas. En cada habitación hay un reloj parado a las tres menos diez. La cocina y el baño desprenden todavía olor a amoniaco y a pino industrial. Duermo en un colchón junto al televisor, para paliar la fuerte sensación de desconcierto que me invade en el piso vacío. Tengo la tele encendida toda la noche, y a menudo me he desvelado sumergido en su resplandor azul. Como un sonámbulo recorro el pasillo que conduce a la puerta de la entrada y reviso que todo esté en orden. Regreso a mi colchón y compruebo que el agujero sigue en su sitio. Cuando me cuesta dormir, cierro los ojos y le planteo a mi mente acertijos que ayuden a vencer al cuerpo. Me pregunto en qué momento el agujero decide crecer esos centímetros diarios que llaman mi atención. Me pregunto por qué se abre de modo asimétrico, qué cantidad de pared se ha tragado, por qué le atribuyo capacidad de decisión, cuándo podré verlo desde el exterior del edificio.
Las preguntas resisten hasta que se hace de día. Estoy acostumbrado a clasificarlo todo en carpetas, a buscar un sistema detrás de cada montaña de información, así que las preguntas acumulan preguntas nuevas y percibo los pensamientos más desordenados y atropellados de lo que seguramente están. Pienso que tal vez las respuestas las tengan otros, los que se despedazan y se levantan de la cama quejándose, los que no tienen anomalías en sus paredes y no se paran a preguntarse estas cosas, porque justo al contrario que yo tienen demasiadas actividades que consumen su tiempo.
Veo que el reloj digital conectado a la corriente, el que he venido utilizando como despertador, parpadea. Eso me confirma que durante la noche ha habido un apagón. La claridad que entra por la ventana hace que me incorpore de un brinco. Es raro que recuerde lo soñado durante la noche, pero esta vez es distinto y algunas imágenes me asaltan en cuanto aliso las sábanas. Me balanceo como un equilibrista que hace una pausa en medio de su ejercicio. Una voz que no es mía pero que llevo dentro y me resulta familiar, me dice que abra los ojos.
Obedezco y me estiro tratando de aliviar el dolor muscular de la espalda. Busco el canal de noticias para ver la hora de verdad. Tardo unos segundos en darme cuenta de que hace un rato despegó el avión en el que debía volar hacia Santiago de Chile. Después, una serie de cortas escalas me habrían llevado hasta la península de Magallanes.
Deseo que el agujero sea lo suficientemente grande como para esconderme en él. Si uno se encuentra en una situación así, no sabe qué decisión tomar, aunque ahora todas las opciones se han reducido a la resignación. Llamo a la empresa que se encargó de transportar mi equipaje para evitarme el molesto procedimiento de la facturación. Salta un contestador con el horario de oficina. Me tiembla el pulso. Voy al baño y me lavo la cara. Trato de imaginar mi nombre resonando en el amplio espacio del aeropuerto. Poca gente sabe todavía que un avión cruza el Atlántico con ochenta kilos menos de peso, ahorrando 2’3 litros de combustible cada 100 kilómetros. Y espero que esto siga así durante un buen rato, por lo menos hasta que sepa cómo explicar que he perdido el avión y por qué me he quedado dormido.
No he usado el retrete, pero tiro de la cadena. Ante situaciones de bloqueo como esta, tiendo a los movimientos mecánicos. Intento seguir como si no hubiera pasado nada, como si el problema lo tuviera otro que se llama igual que yo. De manera que sacudo las sábanas y apago el televisor.
Una de las puertas que llevaba días manteniendo cerrada se encuentra abierta de par en par. Es la del antiguo dormitorio, la primera que hay en el pasillo, junto al cuarto de baño. La luz natural que penetra por la ventana de esta habitación es bien distinta a la intensa luminosidad del salón. No recuerdo haber entrado aquí desde hace una semana, cuando saqué la ropa para empezar a preparar mi maleta. Tampoco recuerdo lo que hice anoche aparte de investigar el agujero, lo que por cierto me mantuvo bastante ocupado. Desde que lo descubrí es como si se hubiese tragado mi vida, mi atención se ha visto atraída hacia él del mismo modo que las partículas de harina o los granos de arroz de la noche anterior.
RESPIRAR
Me salto el desayuno y me quedo de pie en la puerta, con las llaves colgando del índice. Tengo buena memoria para lo extraordinario, pero no para lo cotidiano. Recuerdo cada uno de los incendios, terremotos, inundaciones y tsunamis que han devastado mi ciudad, a menudo exagerados y descontextualizados por los testimonios de mis conciudadanos. Pero no recuerdo nada de lo que hice ayer, cuando fui a imprimir los pasajes. He olvidado cómo hice las maletas. Sé que tuve que entregarlas a un repartidor para su envío. Busco sin éxito una copia del resguardo de entrega en el estante de la entrada donde suelo dejar las llaves y la correspondencia. Los catálogos de propaganda caen al suelo como hojas en la calle. Empujo los papeles con la punta del zapato. Aunque me conviene salir y tratar de ordenar las ideas, mi perplejidad me mantiene paralizado en el recibidor. Desde el interior del piso es verdaderamente complicado saber qué tiempo hace fuera. Ni siquiera contemplando el cielo desde la ventana estoy seguro de salir con la ropa apropiada.
Siguiendo los consejos de Lidia, dirijo la atención a mi respiración. En el silencio del pasillo, cualquier sonido se percibe distorsionado. Presto mis oídos al silbido de mis inspiraciones, trato de expulsar el dióxido de carbono con toda la voluntad que puedo reunir. Sé aproximadamente dónde está mi diafragma, imagino un globo rosa en expansión, apartando y aprisionando mis entrañas. Siempre me ha contrariado la capacidad que ciertas personas tienen de concentrarse en aquello que a muchos nos pasa desapercibido durante la mayor parte de nuestra vida. En cualquier caso, me esfuerzo en respirar regularmente, con un ritmo que