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La promesa incumplida. Ensayos críticos sobre 200 años de vida republicana
La promesa incumplida. Ensayos críticos sobre 200 años de vida republicana
La promesa incumplida. Ensayos críticos sobre 200 años de vida republicana
Libro electrónico567 páginas17 horas

La promesa incumplida. Ensayos críticos sobre 200 años de vida republicana

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Este libro retoma la tradición del Instituto de Estudios Peruanos de publicar ensayos interpretativos de largo recorridos sobre la historia peruana. Once investigadores e investigadoras de diferentes disciplinas (antropólogos, historiadores, economistas, sociólogos, científicos políticos) se preguntan por los cambios y continuidades desde el día de la independencia hasta la actualidad. Su indagación plantea preguntas clave, plenamente vigentes: qué hicimos bien, qué hicimos al y qué podemos hacer mejor para convertirnos en una nación de ciudadanos libres, independientes e iguales.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 sept 2021
ISBN9786123261283
La promesa incumplida. Ensayos críticos sobre 200 años de vida republicana

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    La promesa incumplida. Ensayos críticos sobre 200 años de vida republicana - Raúl H. Asensio

    1

    La economía y la configuración del modelo republicano en el Perú

    Carlos Contreras Carranza

    Este ensayo examina el desempeño de la economía peruana a lo largo de los dos siglos de vida independiente que el país conmemora en estos días. No ha sido un desempeño bueno. Razones de índole geográfica se combinaron con la adopción de formas de financiamiento estatal que entorpecieron las actividades productivas y generaron en las élites conductas perseguidoras de rentas antes que de ganancias. Paralelamente, la mayoritaria población indígena que contenía el país permaneció fuera de la economía comercial, sin que su acceso a la propiedad y al intercambio monetario fuese facilitado o promovido. Ciertamente, se consiguió que la economía nacional como conjunto alcanzara los equilibrios básicos que le permitieran operar, a la vez que sostener a la organización estatal que garantizaba su soberanía. Pero el precio que hubo que pagar por ello fue muy alto.

    La primera parte del texto discute las razones de largo plazo por las que la economía peruana quedó rezagada frente a las más exitosas de nuestro continente. Después, se traza un panorama de la economía del país en el momento de la ruptura con el Imperio Borbón y, a continuación, se bosquejan los caracteres de las grandes épocas que marcaron la evolución de su organización económica, tales como la era del guano, las reformas de la posguerra del salitre, las que ocurrieron durante la gran depresión de los años treinta, la adopción del desarrollismo de finales del siglo XX y el retorno a la ortodoxia más reciente.

    Un pobre desempeño, pero ¿por qué razones?

    El siguiente cuadro ofrece una visión comparada del desempeño de la economía peruana a lo largo de los siglos XIX y XX, frente a la de otros países latinoamericanos, a partir del producto bruto interno (PBI) por habitante. Se ha añadido en el cuadro a algunos países no latinoamericanos, como Estados Unidos, España y Portugal, que representan el caso de excolonias situadas en otras regiones, o el de las metrópolis a las que hasta el momento de su independencia perteneció la mayor parte de las naciones latinoamericanas.

    La comparación deja a la economía peruana muy mal parada, ya que resulta siendo la de peor desempeño en este conjunto de naciones en cuanto al crecimiento del producto por habitante entre 1820-2008. Economías que estaban debajo del Perú en el momento de la independencia, como las de Colombia o Venezuela, lo dejaron atrás para finales del siglo XX, si no antes. Otras, que en la coyuntura de la independencia estaban en un nivel semejante al peruano, como las de Brasil, Chile o México, han sacado cierta ventaja, que puede darse por considerable en el caso de Chile. En los casos de Estados Unidos, España y Portugal, la comparación es todavía más desconsoladora. Mientras que el PBI per cápita en dichos países se multiplicó por 25, 20 y 15 veces, respectivamente, en las últimas dos centurias, en el Perú solo lo hizo por 8 veces.

    Cuadro 1

    PBI por habitante de ciertos países latinoamericanos y otros no latinoamericanos, entre 1820-2008

    (en dólares Geary-Khemis de 1990)

    * Este dato corresponde a 1846.

    Fuente: Seminario (2015); salvo para Bolivia, donde el dato es tomado de Herrans-Loncán y Peres Cajías (2015); Colombia de 1820, en que el dato es tomado de Kalmanovitz (2006); y Uruguay, tomado de Luis Bértola (2016).

    Cuando la celda está vacía es porque el dato no está disponible.

    Los países latinoamericanos que aparecen en el cuadro fueron elegidos porque se cuenta con datos acerca de su PBI para el temprano siglo XIX. Este criterio no deja de contener cierto sesgo, ya que la cantidad de investigación en historia económica guarda cierta correlación con el grado de riqueza alcanzado, de modo que la muestra elegida tiende a considerar a las naciones latinoamericanas con mejor desenvolvimiento económico. De todos modos, incluso si se pudieran añadir al cuadro los casos de las economías latinoamericanas menos exitosas (se ha hecho con Bolivia, aprovechando una investigación reciente), parece difícil que el resultado de la economía peruana pueda ubicarse encima del promedio.

    ¿Cuáles fueron las causas de ese pobre desempeño económico en estos dos primeros siglos de vida independiente? Entre las primeras razones, habría que mencionar las geográficas. Un argumento que rara vez se refiere, porque los peruanos han vivido en el mito de un país rico en recursos.¹ En el siglo XIX, la cuenca comercial más importante del mundo era, sin ninguna duda, la del océano Atlántico; más precisamente, la del Atlántico norte, donde se ubicaba el continente europeo, que constituía el polo activo de la demanda mundial. Todavía para el año 1913, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, cuando ya habían emergido nuevas y promisorias áreas dinámicas para el comercio en Norteamérica y Asia, el continente europeo era el origen o destino de casi dos tercios del comercio mundial; más precisamente, un 62%. Muy detrás seguían Norteamérica, con el 13%; Asia, con el 11%; y América Latina, con el ٨٪ (Cameron y Neal ٢٠١٦). Mientras más lejos estuviese un país respecto de Europa Occidental, tanto peores serían sus oportunidades de comercio y progreso; por lo menos, comparadas con las de los que estaban más cerca.

    No es una casualidad que los países latinoamericanos que carecen de salida al Atlántico, como El Salvador, Ecuador, Perú, Paraguay y Bolivia tuviesen, en conjunto, un pobre o mal comportamiento económico durante el primer siglo de vida independiente y gran parte del segundo. La excepción sería Chile, que también está situado sobre la cuenca del Pacífico. Sin embargo, quizás no sea una casualidad que, entre todos los mencionados, tiene la salida más próxima hacia la cuenca comercialmente bendita del Atlántico. Desde mediados del siglo XVIII, la ruta de los barcos que venían de Europa hacia Sudamérica dejó de tocar Panamá (desde donde se hacía el trasbordo para cruzar el istmo), y se navegó directamente a través del cabo de Hornos o estrecho de Magallanes, para salir al Pacífico. Con la nueva ruta, Chile vino a ser el país más favorecido para el comercio con Europa de todos los ubicados sobre el océano Pacífico. Era el que se tocaba primero y que, por lo mismo, podía servir de distribuidor del comercio europeo en el Pacífico sudamericano; una función que, cuando se hacía el comercio a través de Panamá, le había correspondido al Perú.

    En este mapa del mundo de 1814 puede verse la desventajosa ubicación geográfica del Perú para el comercio con Europa, en comparación con la de los países americanos ubicados sobre el océano Atlántico, y la muy favorable que tenían las colonias de la costa este de los Estados Unidos.

    Conscientes de su mala ubicación geográfica, los países andinos desplegaron grandes esfuerzos —en la medida de sus posibilidades— para conseguir una salida comercial al Atlántico. Unas décadas después de la independencia se lanzaron a la conquista de los ríos amazónicos, a los que trataron de llegar construyendo ferrocarriles temerarios, que no parecían tener más propósito que cumplir con el sueño de salir al río Amazonas y, mediante él, al codiciado océano Atlántico. Cuando en el Perú comenzaron a construirse las líneas férreas, su diseño fue siempre transversal (oeste-este) y no longitudinal (de norte a sur), bajo la idea de unir los valles de la costa con los afluentes navegables del río Amazonas, como el Marañón, el Huallaga o el Ucayali. Las líneas ferroviarias que partían de los puertos de Paita, Pacasmayo, Salaverry, Callao, Pisco, Mollendo, Ilo y Arica debían remontar la cordillera y alcanzar dichos ríos, vistos como el pasaje al progreso. Las múltiples guerras entre Perú y Ecuador, que se prolongaron hasta el final del siglo XX, tuvieron como motivo el comprensible afán de este último país de no ser excluido de una salida hacia el Amazonas.

    Los peruanos de ayer fueron conscientes de la mala ubicación geográfica para jugar en la competencia comercial que comenzó a desatarse en el mundo a partir de mediados del siglo XVIII, y las dudas en el momento de la ruptura con España tuvieron que ver con la constatación de que España había sido, para el Perú, su gran conector con la economía europea. Si se desenchufaba dicha conexión, ¿no quedaría aislado el país en este apartado rincón del planeta que era la costa del Pacífico sudamericano? ¿No resultaría en una desventaja frente a los puertos de Nueva Granada y el Río de la Plata, mucho más próximos a Europa? Los peruanos podían entender el afán de estos países por separarse del imperio español, y eran también sensibles a ideas novedosas como la soberanía de los pueblos y el derecho al autogobierno, pero si se sopesaban dichas doctrinas frente a la de los intereses materiales (los económicos y comerciales) ¿era realmente una buena idea la independencia? ¿Se tenía cómo sustituir la conexión española con otra? Era fácil ser autonomista y estar a favor de la independencia cuando se vivía en Caracas o Buenos Aires, y más difícil si se radicaba en Guayaquil o Lima.

    Entre las razones de tipo geográfico para explicar el modesto resultado de la economía del país en el curso de estos dos siglos, también debería contarse la escasez de tierra agrícola. Las tierras aptas para una agricultura comercial, que es más intensiva en el uso del suelo que la agricultura de subsistencia, son bastante escasas en el Perú. La construcción de andenes en las laderas de los cerros, y de hoyas en las planicies semidesérticas del Altiplano, por los antiguos peruanos, demuestran la dificultad que hubo desde tiempos prehispánicos para dar con tierras de sembradío. De acuerdo con el último Censo Agropecuario Nacional, del año 2012, las tierras cultivadas suman 3,79 millones de hectáreas de los 128,5 millones de hectáreas del territorio nacional; o sea que menos del 3% del territorio está ocupado por tierras de cultivo. Por otra parte, solo 40% de estas dispone de sistemas o prácticas de riego, mientras que la mayor parte (60%) son regadas solamente por las lluvias. Esto quiere decir que solo el 1,2% del territorio nacional es apto para una agricultura comercial, que requiere de sistemas de riego y no puede descansar solamente en unas lluvias que, en el Perú, salvo en la región amazónica, son también relativamente escasas.

    La abundancia de tierras para una agricultura comercial es fundamental en el proceso económico. Por un lado, porque se vuelven una fuente constante y segura de productos agrícolas que pueden ser exportados a distintos mercados; por el otro, porque hubieran facilitado la llegada de inmigrantes, en un momento en que su arribo se convirtió en un rápido factor de progreso (grosso modo, entre 1850-1930). El Perú, como casi todos los países latinoamericanos, nació a la vida independiente con una población escasa y dispersa: apenas un millón y medio de gentes, en más o menos un millón y medio de kilómetros cuadrados. Observadores europeos que llegaron poco después de la independencia, como Flora Tristán y el cónsul francés Alexander Botmiliau, quedaron impresionados por la magra población. Pocas y débiles ciudades yacían dispersas en un extenso territorio desértico, deshabitado y mal comunicado (Tristán 1946 [1838], Sartiges y Botmiliau 1947 [1848]). Para construir caminos para el transporte rodado y posadas en medio de ellos; para levantar industrias de utensilios domésticos o atuendos de la vestimenta; y para poder gobernar con alguna eficacia faltaban, desde luego, muchos recursos económicos; pero, por encima de todo, faltaba gente. No solo para construir los caminos, fabricar los bienes y formar una burocracia estatal sino, ante todo, para que hubiese una cantidad mínima de usuarios que los justificase.

    La falta de tierras de cultivo hizo que el crecimiento demográfico del Perú fuera más lento en el siglo XIX que lo que fue en las economías sudamericanas más prósperas, como las de Brasil, Argentina, Chile, e incluso Colombia. Los últimos tres países habían comenzado su vida independiente más o menos en las mismas fechas que el Perú, con una población bastante menor (en el caso de Argentina y Chile, con menos de la mitad o poco más de la mitad, respectivamente); pero, al terminar el siglo XIX, Colombia y Argentina superaban al Perú en población, y Chile tenía una población que ya era el 83% de la peruana (Sánchez Albornoz 1973).

    Hasta los inicios del siglo XX, fue frecuente entre los analistas de la realidad nacional resumir en vialidad y población los obstáculos más tenaces para el progreso del Perú. Ensayistas como José M. Rodríguez, Pedro Dávalos y Lissón o Alejandro Garland estuvieron, por ejemplo, entre quienes argumentaron en ese sentido, explicando que lo uno no se conseguiría sin lo otro: para que se expandieran las obras de vialidad, el país debía contener una mayor población; pero, a su vez, esta no aumentaría ni se diseminaría por el territorio sin buenos caminos o ferrocarriles.² Pero la base del crecimiento demográfico, sobre todo en las épocas en que se quería aumentar el ritmo del crecimiento económico, eran las tierras agrícolas sobre las que pudiera expandirse una población inmigrante; y de ellas el país no fue favorecido.

    Cuadro 2

    Población de países sudamericanos (en millones de habitantes)

    entre 1800-1930

    Fuente: Sánchez-Albornoz (1973); salvo para Perú, donde las cifras son tomadas de Seminario (2015). Para 1800, Pérez Brignoli (2010) y Flores Cruz (2009).

    De la economía colonial a la economía nacional

    Cerrado el capítulo de las razones geográficas, es necesario enfocar otras que tienen más bien que ver con lo que las ciencias sociales han llamado la herencia colonial.³ Parece de Perogrullo señalar que, al comenzar la vida independiente, las economías latinoamericanas eran economías coloniales y no nacionales, pero es importante aclarar en qué consistía la diferencia. Sobre todo, para entender lo complicado que fue el reto de transformar aquellas en estas, que fue una de las tareas que la independencia puso por delante. En una buena parte, la diferencia entre las economías coloniales y las nacionales es la que hay entre una economía parcial o que es parte de un conjunto, fuera del cual carece de coherencia, y una economía total o soberana. Una economía parcial no tiene por qué tener una balanza comercial (la diferencia entre las ventas y las compras que se hacen al exterior), de pagos (la diferencia entre todas las salidas y entradas de dinero con el exterior) ni fiscal (la diferencia entre los ingresos que recauda el gobierno y lo que gasta) equilibradas. La economía soberana, autónoma o nacional sí debe tener dichas balanzas en equilibrio, so color de tener que enfrentar crónicamente severas crisis y dolorosos ajustes; pero una economía parcial puede tenerlas desequilibradas, ya que al final la economía imperial o el centro político se encargará de hacer las compensaciones correspondientes.

    En otra parte, las diferencias tienen que ver con características sociales y políticas. Una economía colonial puede convivir con grandes desigualdades entre su población en materia de riqueza y derechos sociales y políticos. De hecho, esta solía ser una característica típica de las colonias, puesto que en ellas convivían colonos enriquecidos con la explotación monopólica o cuasi monopólica (en el sentido de que no tenían que competir con los empresarios de otras metrópolis) de los recursos naturales de la colonia, con trabajadores —de ordinario, esclavos o coaccionados al trabajo— que no recibían remuneración, o esta resultaba devaluada por los mecanismos coactivos o tributarios. Un país autónomo sería políticamente muy inestable con esta estructura social; las reivindicaciones de las clases trabajadoras o de la población que no participa de las ganancias de la explotación de los recursos naturales, pero sí sufre sus consecuencias (como el despojo de sus medios tradicionales de vida: la tierra o el agua, por ejemplo, su contaminación o, simplemente, el trastorno de su hábitat tradicional), lo volverían poco gobernable y susceptible a grandes conmociones. Pero sí podría subsistir como un país o sociedad colonial en el que las clases trabajadoras y la población que no participa de la economía comercial es excluida de la vida política. Al pertenecer, de ordinario, a diferentes culturas, tener distintos orígenes nacionales, o vivir dispersas, a las poblaciones excluidas les sería difícil unirse para plantear reivindicaciones que puedan amenazar el poder de la élite colonizadora.

    Ciertamente que esa diferencia que se está trazando entre una sociedad colonial y una nacional podría tener que ver más con la que hay entre una sociedad de antiguo régimen y una moderna o liberal. Resulta difícil, en este sentido, precisar cuánto había de colonial en estas sociedades y cuánto de antiguo régimen. Pero incluso en un mismo momento: en la época, por ejemplo, del antiguo régimen, las diferencias sociales en las colonias eran mayores que en las metrópolis. Es decir, que eran mayores en Perú, Brasil o Haití, que en España, Portugal o Francia. El reto de los países hispanoamericanos que se independizaron en los albores del siglo XIX fue transformar sus economías y sociedades coloniales en economías y sociedades nacionales, que, como se ha dicho, no se trataba simplemente de una cuestión de nombre.

    La consecución de los equilibrios básicos

    Para revisar el proceso de esta transición en el Perú, se comenzará por las tres balanzas mencionadas antes: la de comercio, la de pagos y la fiscal. En las décadas finales de la época colonial, la balanza del comercio exterior del virreinato peruano tendía a ser superavitaria; al menos con respecto a la metrópolis española (la única metrópolis con la que podía comerciar legalmente). Hasta cierto punto, esta situación es frecuente o típica de las economías coloniales. Estas exportan grandes cantidades de materias primas o derivados de estas —como pueden ser café, tabaco, plata o azúcar— a su metrópolis, y a cambio le compran manufacturas (ropa, muebles, utensilios domésticos e industriales, libros, etc.). Cuando los consumidores de estas, que de ordinario son los colonos o sus descendientes (porque a los esclavos o trabajadores se les suele mantener excluidos del consumo civilizado), son relativamente pocos en las colonias, las importaciones suelen montar un valor por debajo de las exportaciones. Este superávit comercial debería dejar una ganancia monetaria gorda para los empresarios coloniales del sector exportador, pero estos negocios solían pertenecer a empresarios radicados en la metrópolis, o a colonos con fuertes vínculos con la metrópolis, que remitían sus ganancias a ella. De esta forma, la balanza de pagos compensaba el superávit de la balanza comercial.

    Las cuentas del comercio del virreinato peruano con Europa, reconstruidas por Carmen Parrón para el periodo 1784-1820, muestran saldos positivos en todos los años; en algunos, con magnitudes realmente grandes, cuando las exportaciones doblaban a las importaciones. Perú exportaba a la metrópolis, como es sabido, principalmente plata, algo de oro, frutos como el tabaco, cacao, cascarilla y lana de camélidos. En el comercio intercolonial ocurría, sin embargo, una situación diferente: el saldo del virreinato peruano era negativo o deficitario. En este ámbito, el Perú intercambiaba productos con Chile, el Alto Perú (Bolivia), Río de la Plata, Nueva Granada, Centroamérica y México (Parrón 1995). Se exportaba a ellos productos como aguardiente, azúcar, tabaco y algunas menestras, y se adquirían mulas, sebo, manteca, dulce de leche, maderas y caña para la construcción.

    El superávit comercial en el comercio con la metrópolis resultaba, al final, equilibrado con el déficit que se mantenía con los países vecinos. El hecho de que los comerciantes que controlaban el comercio intercolonial hayan sido mayormente peruanos o peninsulares radicados en el Perú disminuía el déficit que debía compensarse, ya que una parte importante de la economía del comercio descansaba en los costos del transporte y la estiba y desestiba del cargamento. Este control sobre el comercio intercolonial se perdió, sin embargo, con la independencia. Los barcos de los comerciantes fueron incautados por los libertadores y pasaron a ser parte de la flota chilena; y los comerciantes, o emigraron a España, intimidados por la campaña antihispana de personajes como Bernardo Monteagudo, ministro de Gobierno del general San Martín, o murieron en el Real Felipe, rehusando sumarse al proyecto de la independencia.

    La independencia provocó, naturalmente, una fuerte contracción del comercio con España, país que no reconoció la independencia del Perú ni reanudó relaciones diplomáticas con el país hasta 1879.⁴ La expectativa de los peruanos era que el comercio con las potencias europeas como Inglaterra y Francia, y las nuevas naciones libres como los Estados Unidos de América, compensaría la caída del comercio con España, al abrir sus puertos y despachar sus capitales al Perú. Inglaterra y Francia lucían en dicha coyuntura como economías más sólidas y potentes que la antigua metrópolis, de manera que este cambio de socios comerciales prometía ser una ganancia.

    No obstante, se constató entonces que, para llegar a dichos mercados, el Perú estaba muy mal ubicado, sobre todo si se debía competir con otros países latinoamericanos que exportaban productos similares a los locales. Por ejemplo, la plata, que era el principal atractivo comercial del país para la economía europea, también era producida por México (que, en los inicios del siglo XIX, aportaba como cuatro veces lo que el Perú), Chile y Bolivia (para consuelo local, este último país estaba tan aislado como el Perú). Otros productos que se podían exportar, como el azúcar, tabaco o café, estaban condenados a ser vendidos solamente en las inmediaciones del Pacífico sudamericano, porque los países del Caribe los producían en grandes cantidades y con enorme ventaja geográfica para llegar al mercado europeo.

    La balanza fiscal fue otro asunto complicado. Aunque los peruanos, como todos los habitantes hispanoamericanos de vísperas de la independencia, se sentían esquilmados por el gobierno colonial (de ahí la letra del himno nacional, describiendo la era virreinal como un tiempo en que el peruano vivía oprimido, arrastrando una ominosa cadena), la verdad era que, en las décadas finales del virreinato, el panorama del balance fiscal era bastante complicado. En el Imperio español regía un sistema de transferencias entre las distintas cajas reales (oficinas fiscales de la tesorería real), de modo que las cajas superavitarias sostenían a las deficitarias. Las regiones de frontera (donde había mucho gasto militar) y las capitales (donde había mucho gasto administrativo) de ordinario eran deficitarias, mientras que las cajas de las regiones mineras o los puertos resultaban superavitarias. Los peruanos debían enviar situados (era el nombre que recibían las transferencias) hacia Panamá, Valdivia y Chiloé, en el sur de Chile, que eran zonas de frontera; pero también recibían transferencias, por ejemplo, desde el Alto Perú.

    Según un estudio de Alejandra Irigoin y Regina Grafe (2012), hasta 1800 el virreinato peruano resultó más beneficiado que perjudicado por estas transferencias. Pero, en las dos primeras décadas del siglo XIX, el panorama fue más confuso. El gobierno español aplicó medidas como la consolidación de vales reales que implicaron una salida neta de excedentes fiscales hacia la metrópolis, en guerra en ese momento contra Inglaterra (Quiroz 1993). Sin embargo, durante los años de quiebra del absolutismo (1808-1814), la carga fiscal tendió a disminuir, aunque los gastos militares fueron en aumento en vista de la campaña del virrey Abascal contra los movimientos insurgentes en el área andina (Quito, La Paz, Santiago), a los que disolvió con tropas armadas y organizadas en el virreinato. Se produjo entonces una situación de déficit, que trató de ser resuelta mediante una reforma fiscal en 1815 que restauró, por ejemplo, el tributo indígena —que había sido abolido por las Cortes de Cádiz— e introdujo las contribuciones de predios rústicos y urbanos —que subsisten hasta la fecha— y la contribución industrial y de patentes (Contreras 2002). No se cuenta, empero, con estudios que esclarezcan los resultados de esta reforma y que aclaren si en los años previos a la independencia el fisco peruano era superavitario o deficitario en materia fiscal.

    Sin embargo, los libertadores parecían tener la idea de que existía un amplio superávit fiscal en el Perú, basados en lo cual procedieron a abolir algunos impuestos impopulares, como el tributo indígena y las alcabalas. Más pronto que tarde se percataron de que dicho superávit era un espejismo en el desierto de unas finanzas ajustadas y hasta famélicas. El tributo indígena debió ser restaurado, aunque con la rebaja de un 15%.⁵ El hecho de que cada nuevo país de los más o menos veinte que surgieron en Hispanoamérica tuvo que sostener su propio gobierno, congreso, representación diplomática en el exterior, corte suprema de justicia y fuerzas armadas, hizo que se perdieran las economías de escala que en estas materias habían existido en los tiempos del imperio.

    Como los situados se habían terminado (el Perú sintió mucho, en este sentido, la separación de Bolivia en 1825), alcanzar el equilibrio fiscal fue una tarea ardua. Las posibilidades para aumentar los ingresos eran escasas con una economía en recesión, sacudida por el impacto político tremendo de la independencia. Se probó aumentar los derechos de importación o exportación en las aduanas, pero esto afectaba la balanza comercial, que debía mantener su propio equilibrio. Más factible fue, al final, disminuir el gasto, cerrando cortes judiciales y empleando a los jefes militares de gobernadores locales (en los puestos de prefectos y subprefectos) como una manera de ahorrar salarios.

    El equilibrio en las balanzas de comercio y fiscal se fue alcanzando con ajustes hacia abajo en los primeros años de la república. Si las exportaciones no conseguían repuntar, antes que procurar su recuperación, se disminuían las importaciones; si los ingresos tributarios eran escasos para sostener los gastos, antes que empeñarse en subir aquellos, se rebajaban estos. De la flaqueza se hizo virtud, extendiéndose la idea de que los impuestos eran propios de gobiernos despóticos y absolutistas, mientras que las repúblicas benévolas y conducidas por gobiernos justos se caracterizaban por lo pequeño de la carga fiscal.⁶ Rebajar el gasto fiscal no era, desde luego, una labor sencilla para los gobiernos. Las guerras civiles que menudearon en los comienzos de la república tuvieron que ver con las acres disputas entre las élites regionales por tratar de que el sacrificio fiscal lo hiciese el vecino y no uno.

    En momentos de urgencia, como cuando se estaba en plena guerra contra los realistas, se contrataron préstamos en Europa, donde unos británicos deseosos de ver a los españoles fuera de América facilitaron los fondos. Pero lo malo de los préstamos era que luego había que pagarlos, por lo que resultaban al final un recurso costoso. Apenas se descubrió que, si no se pagaban las cuotas, no pasaba nada peor que no poder obtener nuevos préstamos, se dejó de pagarlas, y así se vivió con el crédito exterior cerrado por veinticinco años.

    El milagro del guano

    En este panorama de equilibrio de bajo nivel, la aparición de las exportaciones de guano fue como si un mendigo hubiese descubierto una mina de oro. Empero, se trataba de algo aun más milagroso, como si el oro no tuviese que ser depurado mediante procesos de refinación, sino que estuviera ya listo, en lingotes o monedas que no había más que recoger. El guano era un fertilizante agrícola, excelente para aumentar la productividad de la agricultura comercial que no tenía el país. Por ello muchos países del mundo lo reclamaban y nada más que en el Perú existía (esporádicamente, había algo en la costa boliviana y en la isla de Ichaboe, al lado del continente africano, pero nada que amenazase el reinado del guano peruano). De la mano del guano se saborearon, ahora sí, las delicias de la libertad, y conseguir una balanza comercial, de pagos y fiscal en equilibrio pareció una tarea más agradable.

    A partir de los años de 1840, el guano se convirtió en el conector del Perú con la economía europea. Las exportaciones de guano fueron inicialmente al mercado británico; pero, luego, se extendieron por el resto de Europa, abarcando incluso a su antigua metrópolis. A fin de asegurar de que fuera el Estado el principal beneficiario de la exportación, el guano fue convertido en un estanco, es decir, en un monopolio del Estado. Lo que se concesionaba a los privados (los así llamados consignatarios) era el trabajo de extracción, carguío y transporte; también, la búsqueda de mercados, almacenamiento en estos y distribución a los consumidores finales; pero el guano era del Estado hasta el momento de su venta final.

    El estanco del guano sacó a la economía del equilibrio de bajo nivel en el que se había sumergido tras la independencia; sin embargo, a su vez, desvió su evolución de los cauces de una economía republicana. Las importaciones volvieron a fluir, hasta el punto de que ya nada era conveniente de fabricarse aquí (trajes, muebles, obras de arte), porque todo salía más barato traerlo del extranjero. Las antiguas exportaciones (plata, lanas, cascarilla) fueron abandonadas por la élite económica, engreída por el perfumado guano, que dejaba ganancias más ciertas y grandiosas. La balanza de pagos también halló su equilibrio, puesto que los préstamos del tiempo de la independencia pudieron ser pagados, y afluyeron así nuevos créditos, si es que el Estado no estaba dispuesto a esperar las remesas del guano cuando sentía la comezón de alguna nueva inversión o aventura política, como construir ferrocarriles, hacer obras de irrigación, abolir la esclavitud o el tributo indígena.

    La facilidad fiscal que daba el guano permitió al Gobierno olvidarse de tener que cobrar odiosos impuestos y despachar cobradores que serían recibidos con mala cara por las poblaciones, e invitó a las élites a pensar en tareas de largo plazo para la construcción de una economía nacional, como era la integración del territorio. Esa fue la misión de los ferrocarriles, cuyo diseño se vio perturbado por esa obsesión de llegar al Atlántico de la que se ha hablado antes. Al camino de hierro se unió el hilo del telégrafo, que permitiría las comunicaciones rápidas entre las minas y los puertos y obraría como una revolución para las tareas de Estado.

    No obstante, se señala que el suceso del guano desvió a la economía del camino republicano, porque emancipó a las finanzas públicas de la riqueza labrada en el mercado interno. Los gobiernos de la era del guano no dependían de que la economía interna marchase sólida ni de que los productores y consumidores peruanos pudiesen realizar sus actividades con confianza y satisfacción. Ya podía la economía interna estar en ruinas y el gobierno ni se enteraba, porque sus ingresos provenían del extranjero. Debido a ello, es comprensible que, cuando dichos gobiernos tuvieron el sano deseo de invertir en las posibilidades futuras de la economía, previendo el agotamiento del guano, carecieran de toda orientación. Se lanzaron en desorden a hacer irrigaciones, caminos de montaña, ferrocarriles, comprar barcos de vapor para los ríos amazónicos y buques blindados para la armada nacional, traer artistas y científicos del extranjero, como dando palos de ciego. A veces acertaron, como en la idea de abrir una Escuela de Ingenieros y fortalecer la presencia del Estado en la Amazonía. Pero desconsuela ver ahora, desde la atalaya de historiadores del siglo XXI, que no se les ocurriera tender más pronto un ferrocarril hasta Cerro de Pasco (en vez de empeñarse en el de Mollendo a Puno), o invertir en la educación indígena.

    El Estado peruano del guano fue un gigante con pies de barro. Cuando vio que el guano comenzaba a terminarse entró en pánico y, en vez de construir la economía fiscal republicana, basada en los impuestos y el estímulo a los trabajadores y empresarios del país, optó por extender la política del estanco al salitre, otro fertilizante que asomaba como una competencia del guano. En ese camino se topó con otros gobiernos vecinos que andaban en empeño parecido, y se fue a la guerra, de la que salió desplumado, sin guano y sin salitre.

    Después de la guerra del salitre: una economía organizada para las exportaciones

    Después del tratado de Ancón, el país estaba otra vez como al día siguiente de la independencia, desorientado y sin saber cómo acomodar la economía pública y exterior a la nueva situación. Se ensayó la descentralización entre 1886-1896, proyecto que, sin embargo, se abandonó apenas se pudo. Un ensayo más prolongado fue disciplinar al Estado en la idea de que debía organizar sus finanzas sobre bases estables, que no pusiesen en sobresalto a la clase propietaria e industrial cada vez que se le agotase su estanco. Esta fue, probablemente, la lección más importante extraída de la guerra del salitre.

    La economía que surgió después de la paz de Ancón tuvo como importante novedad que los ingresos públicos descansarían en el impuesto antes que en los estancos, rompiendo con el patrón instaurado durante la era del guano. Los impuestos que se aplicaron fueron los que gravaban el consumo, tanto en las aduanas (cuando se trataba de productos importados) cuanto en los lugares de producción o de expendio (cuando se trataba de los productos de consumo masivo seleccionados para servir de asidero fiscal: alcoholes, tabaco, opio, sal, azúcar, entre otros).⁷ Con el esquema de impuestos sobre el consumo logró alcanzarse un equilibrio de bajo nivel en la balanza fiscal: bajos impuestos que, sobre todo, libraban a la clase propietaria de tener que pagarlos, a cambio de poca presencia del Estado en materia de servicios públicos y construcción de infraestructura.

    Los derechos de aduana fueron actualizados desde una perspectiva fiscalista, que colocaba el impuesto en el punto de máxima recaudación.⁸ La característica del mercado peruano era que este nivel, que en otros países del mundo coincide con un impuesto bajo, de alrededor del 10%, fue colocado en uno de 40 a 45%; bastante elevado, sin duda, para los estándares de hoy. La explicación de ello residiría en que la falta de industria en el Perú hacía que entre el bien importado y el bien nacional alternativo o sustituto del importado hubiera una distancia tan grande como entre el champán francés y la chicha de maíz, o entre el calzado italiano y las ojotas de llama. Esta brecha creó una lealtad resistente hacia el consumo del bien importado, que le permitió soportar cargas fiscales onerosas como las que se aplicaron.

    Los aranceles sobre las importaciones en el Perú habían sido tradicionalmente elevados, salvo en el Reglamento de Comercio de San Martín, en los primeros años de la república, y en el lapso de 1852-1872, en que fueron moderados (con tasas de entre 20 y 30%). En 1872, con la reforma fiscal de Manuel Pardo, empeñado en ese momento en encontrar sustitutos a los ingresos del guano, subieron a niveles de 30 a 35%, llegando en 1886 al nivel de 40 a 45% ya señalado. Sin pretenderlo, estos aranceles, junto con lo escaso de las divisas ante el derrumbe de las exportaciones, obraron como un estímulo para la industria, por lo que florecieron a finales del siglo XIX talleres de herrería, fábricas de textiles, industria alimenticia (galletas, bebidas, caramelos, chocolates), de bebidas y muebles (Thorp y Bertram 2013).

    En 1890 fue suscrito un acuerdo entre el gobierno cacerista y las élites exportadoras para que, durante un lapso de veinticinco años, las exportaciones no pudieran ser expropiadas (como había ocurrido con el guano y el salitre) ni gravadas con impuestos, que la élite entendía como una forma indirecta de expropiación (Dancuart y Rodríguez 1902-1926). Este acuerdo (inicialmente suscrito solo para la minería, pero cuya práctica se extendió a la agricultura) fue un factor importante para la recuperación de las exportaciones a partir de la década de 1890, una vez que la larga depresión de la economía mundial, iniciada en 1873, fue llegando a su fin. Otros factores decisivos fueron los nuevos códigos de minería de 1900 y de aguas de 1902, que estuvieron orientados a mejorar los derechos de propiedad de los empresarios privados para la concesión de los yacimientos mineros y el derecho al agua de riego, así como retiraron las barreras para la expansión de la gran empresa y el arribo de capitales extranjeros para rubros como la minería.

    Para la recuperación de su balanza comercial y el paso a una balanza fiscal con un equilibrio situado en un nivel más alto, en la entrada del siglo XX el Perú apostó por la internacionalización de su economía. Se abrió a la inversión extranjera y a una inmigración selectiva (una ley de 1893 dio generosas concesiones a los inmigrantes de raza blanca), aunque el comercio de importación permaneció con elevados impuestos, en virtud de las necesidades fiscales. Un paso importante en la política de internacionalización fue la adopción del patrón oro para el sistema monetario, en 1897, en sintonía con la campaña británica para facilitar el comercio mundial. Ello implicó el cambio de la unidad monetaria: el sol dio paso a la libra peruana (Lp). Esta se materializó en un disco de oro de ocho gramos de peso y 917 milésimos de fino que, en el momento de su aparición, se cotizaba a la par que la libra esterlina inglesa. Como se trataba de una moneda físicamente de oro, no había forma de que se devaluase, a menos que el preciado metal se devaluase. De esta forma, se dotó a la economía peruana de una moneda sólida, en la que las personas podían ahorrar y suscribir contratos de largo plazo con confianza. Sin embargo, la moneda metálica también implicaba renunciar a poder manipular el valor de la moneda de acuerdo con la evolución de la balanza comercial. El país quedaba condenado a una política monetaria rígida y con el peligro de que, si el oro se apreciaba en el mercado mundial, los comerciantes y especuladores se llevarían las monedas, dejando al país sin circulante, tal como había acontecido con la plata en algunas coyunturas del siglo XIX.

    El plan de crecimiento económico, de la mano de una apertura a la economía mundial, tuvo éxito. Entre 1890 y 1915, las exportaciones aumentaron de 1,8 millones a 11,5 millones de Lp; o sea, que se multiplicaron más de seis veces en ese lapso de veinticinco años. Los ingresos del Estado, por su parte, aumentaron en el mismo lapso de 0,64 a 3,0 millones de Lp: un crecimiento de cinco veces.⁹ Saltos de esa magnitud en las finanzas nacionales no se veían desde la época del guano. Pero ahora no solamente el tirón parecía mayor, sino que ocurría sobre bases más sólidas. No se exportaba un solo producto, o dos, como en su día fueron el guano y el salitre, sino una media docena: productos del agro como el azúcar y el algodón; de la ganadería, como las lanas y cueros; de la minería, como el cobre, la plata y el petróleo; y de la silvicultura, como el caucho. Las exportaciones estaban diversificadas sectorial y regionalmente. Y el Estado vivía de impuestos y no de rentas patrimoniales dejadas por los recursos naturales. En 1916, terminado el periodo de exención fiscal de las exportaciones y en medio de la Primera Guerra Mundial, que había disparado por las nubes los precios de las materias primas que el Perú vendía al exterior, se gravó con impuestos las exportaciones, lo que permitió elevar con mayor vigor los ingresos fiscales.

    Cuando se cumplió el primer centenario de la independencia, la tarea que había dejado la gesta de

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