La generación like: Guía práctica para madres y padres en la era multipantalla
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Javier López Menacho
Javier López Menacho (Jerez de la Frontera, 1982) es escritor, docente y especialista en comunicación digital. Ha publicado los ensayos La farsa de las startups (2019), Yo, charnego (2020) y La generación Like (2021), además de la novela El profeta (2019), el libro de relatos Hijos del Sur (2016), el libro de divulgación SOS, 25 casos para superar una crisis de reputación digital (2018) y el cuento Juan sin miedo (2016). Ha colaborado en publicaciones como La voz del sur, La Marea, CTXT, Secretolivo, Qué leer y en otros relacionados con las nuevas tecnologías como Marketing4eCommerce, Revista Byte TI o Beers&Politics. Estudió un máster en creación literaria por la Universitat Pompeu Fabra y es profesor colaborador de la Universitat de Barcelona en su Máster DCEI-UAB y del Máster en Reputación e Intangibles Empresariales en la Era Digital de la Universidad Complutense de Madrid. Algunas de sus obras han sido traducidas al griego y el alemán.
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La generación like - Javier López Menacho
Einstein
Prólogo
Debía de tener unos 13 o 14 años. Corría 1995 en una ciudad como Jerez de la Frontera, que no era precisamente el adalid de la alta tecnología. Alguien llegó al club social donde nos reuníamos la pandilla de por aquel entonces y dijo que había llegado internet. La red. Comentó que, a través del ordenador, podríamos conectarnos con todo. Todo significaba todo. Hasta entonces, para nosotros, un ordenador había sido algo así como un contenedor de archivos donde también se podía jugar a videojuegos.
Desde aquel momento tuvimos información casi instantánea sobre la bolsa, astrología, partidos de fútbol, actualidad política, manualidades, pasatiempos por doquier… Podíamos incluso hablar con otras personas conectadas en cualquier rincón del mundo, tener un correo electrónico propio y navegar entre cientos de miles de páginas webs. Las enciclopedias quedaron obsoletas en un abrir y cerrar de ojos.
Pasamos, ipso facto, de pasear por los parques y charlar en lugares de reunión a vernos sumidos en el cubículo de un cibercafé descubriendo ese nuevo mundo. El mundo digital vino, vio y venció. Nadie desde entonces ha podido hacerle sombra y ha conquistado el espacio público cambiando el cuadro para siempre, mutando nuestra realidad, nuestro paisaje, nuestra manera de relacionarnos.
Un día no existía nada de eso y al siguiente, sí. En apenas 30 años, todo ha sucedido a velocidad de vértigo. Nadie nos puso sobre aviso. No recibimos ninguna clase de educación en la red. No nos advirtieron de sus efectos secundarios, de sus ventajas, de sus inconvenientes, de sus adicciones, de sus frustraciones, de sus pros y contras.
Aquellos niños que éramos nos sumergimos en la red a pelo, como lo hizo toda la sociedad. Con un amor ciego, desmedido, loco. Personas adultas y no tan adultas, menores, adolescentes, niños y niñas, todas buscando respuestas a sus preguntas, intentando saciar una curiosidad que no acababa nunca.
El mundo pasó a ser otro. Como si de un tren en marcha se tratara, lo tomamos sin saber muy bien cuál era el destino. Esa decisión nos ha llevado a vivir un trayecto eterno, donde el paisaje cambia de forma incesante, incorporando, cada día, nuevos elementos, y dejando otros atrás. Así es la era digital, la dictadura de las pantallas.
Internet fue el primer paso; luego, la llegada de los smartphones algunos años más tarde —con el iPhone marcando terreno desde 2007 y la aparición de las apps en 2009—, la evolución y especialización, y la conquista final de la realidad social. Podíamos tener acceso a internet en cualquier lugar, a todas horas. Primero transportábamos pesados armatostes que estiraban el pantalón; luego, sofisticados e inteligentes móviles capaces de cuantificar todo cuanto hacemos: por dónde andamos, cuántas calorías quemamos, en qué restaurante comemos, qué nos gusta, qué nos disgusta, cuántos amigos o enemigos circulan a nuestro alrededor.
La generación que conoció las dos caras de la moneda, el mundo sin conexión a la red y el mundo hiperconectado son ahora padres. Sus hijos crecen pegados a una pantalla, pero ellos nunca tuvieron esa experiencia. El espejo de sus descendientes los devuelve el vacío. Su infancia era la de los columpios, las plazoletas, la pelota, el elástico, el trompo, el pillapilla y jugar al escondite. Se socializaba en la calle.
Ese vacío experiencial constituye una muralla entre la generación que fue y las generaciones que vendrán. En cierta medida, es una anomalía, pues invierte el orden lógico de las cosas. La generación previa no tiene la experiencia de una niñez con pantallas y conexión a internet. La venidera sí, y debe ser tutorizada por los que desconocen esa realidad. La precedente está comprendiendo las consecuencias de la tecnologización al tiempo que las nuevas manejan más y mejor las herramientas digitales. En muchas ocasiones, las habilidades y destrezas de las nuevas generaciones se hallan muy por delante de la capacidad de tutorizarlas por parte de sus progenitores. Los padres van a rebufo, con la lengua fuera, intentando ordenar todo ese conocimiento que se les escapa.
Esa sensación de descontrol los vuelve impotentes, pues ven cómo sus hijos acceden a un universo alternativo, pasando horas y horas frente al dispositivo, mientras ellos carecen de recursos, conocimiento y herramientas para protegerlos de las amenazas que ven en los medios de comunicación. La adicción al móvil, la pérdida de privacidad, el creciente y preocupante ciberacoso, la pedofilia, la adicción al juego (representada muy bien en esta nueva era por las apuestas deportivas), el adoctrinamiento ideológico, el sectarismo, la manipulación informativa… La lista, cuando menos, provoca respeto.
Si le sumamos la gran batalla económica al otro lado de la pantalla, con el enorme poder que acumulan las grandes empresas tecnológicas y su dominio del ciberespacio, que las hace capaces de influir en nuestra toma de decisiones, manipulando nuestros datos y presentándonos el mundo en nuestros dispositivos tal y como les interesa, la sensación de inseguridad y desconocimiento se acrecienta de forma considerable.
Padres y madres abren la puerta de la habitación de sus hijos, y ahí los ven, con la noche avanzada, solos, frente a una ventana de infinitas posibilidades. Al otro lado, una legión de ingenieros de software y expertos en marketing trabajando para grupos de poder y generando estrategias con el fin de mantenerlos pegados a la pantalla. Eso cuando no se encuentran con la agresividad imperante en algunos foros y con usuarios con desviaciones de la conducta. Desde la espalda de sus hijos mirando las pantallas hasta la posición de los padres en el marco de la puerta de la habitación hay una brecha que, en numerosas ocasiones, parece insalvable.
Descartada la propia experiencia como elemento para armar un discurso constructivo, cabe preguntarnos: ¿de qué manera se educa en la era de las pantallas y la multiconectividad? ¿Cómo y cuándo es mejor para los jóvenes acercarse a un smartphone y adquirir independencia tecnológica? ¿Qué consejos puede dar un padre o una madre respecto a su uso?
De estos interrogantes han surgido la responsabilidad social compartida entre colegios y padres y tutores (entre centros de formación y las propias casas), y el conocimiento compartido como elemento piramidal para autorregular el uso de internet. Estudios, entidades y personas se preocupan por enarbolar una sociedad mejor y establecer patrones conductuales que nos proporcionen mayor calidad de vida. El conocimiento está puesto a disposición de todos, que era exactamente para lo que pretendía servir internet en sus comienzos.
Este conocimiento es, también, una forma de evitar el uso tendencioso, fraudulento o interesado de la red en favor de lo más oscuro del ser humano. Una manera de evitar los abusos, ya sean de individuos o de grandes corporaciones al servicio de intereses privados. Las generaciones responsables están aprendiendo sobre la marcha, a lomos de una sociedad tan inteligente como a menudo desmadrada en busca del éxito y el dinero. Establecer unos hábitos saludables y un uso responsable de la tecnología móvil es un reto mastodóntico, pero hacemos camino al andar.
Hemos pasado de soslayo sobre el impacto de la COVID-19. No es casual, la ausencia de estudios detallados al respecto y el, esperemos, carácter coyuntural y excepcional de este periodo de nuestras vidas nos invitaban a ser cautos con las conclusiones. Si bien parece obvio que se ha hiperacelerado la presencia de la tecnología en casa, que las fronteras entre el teletrabajo y la conciliación se están difuminando peligrosamente y que nuestra exposición a las pantallas ha aumentado, conviene ser prudentes a la hora de presentar conclusiones.
En este libro trataremos la relación existente entre nuestros hijos y los dispositivos móviles, intentaremos exponer y entender sus inquietudes y dar respuesta a los peligros a los que pueden enfrentarse. Sirva pues este ensayo como una guía con aspiración de perdurabilidad, que invite a la reflexión más allá del análisis estadístico, y esforzada en la tarea de crear hábitos saludables que hagan de nuestros adolescentes seres más informados y libres capaces de escribir su propio destino.
Capítulo 1
Ni demonización ni mitificación
Prueben a realizar este ejercicio durante una conversación con sus amistades. Mientras dialogan en confianza, lancen esta pregunta: ¿Cómo valoráis el impacto de la tecnología móvil entre los adolescentes? ¿Os ha hecho la vida mejor o peor?
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La puesta en común de opiniones acerca de nuestra relación con la tecnología móvil suele generar, habitualmente y en casi cualquier grupo social, dos posturas contrapuestas: los que lamentan la llegada de los smartphones a nuestra sociedad se rasgan las vestiduras, advierten de sus peligros y señalan a nuestros hijos como principales víctimas; y los que mitifican su llegada como si se tratara de un hito a partir del cual nuestra sociedad ha avanzado, no solo en términos tecnológicos, sino de modernidad, de innovación y transparencia. Incluso ha democratizado los medios de comunicación —cualquier persona puede tener un blog o un perfil en las redes sociales donde expresarse— y la participación de la sociedad en iniciativas institucionales. La división entre tecnófilos y tecnófobos es habitual.
Como en tantos dilemas vitales, quizá en el término medio se encuentre la explicación más elocuente. Hay una enorme escala de grises en la relación entre adolescentes y los dispositivos móviles. También, por supuesto, en la que mantenemos los adultos. Aviso de antemano en que esta será una respuesta recurrente en este ensayo: la solución ante dilemas blanquinegros se encuentra en los grises.
Es innegable que nuestras familias han ganado en comunicación, inmediatez y seguridad (¿se acuerdan de cuando los niños se iban a la calle y volvían cuando se pactaba o, simplemente, cuando podían o les apetecía?), pero al mismo tiempo han surgido nuevos peligros, adicciones y amenazas que utilizan el móvil y la conexión a internet como vehículo para acceder a sus víctimas. No podemos pasar por alto las consecuencias que tiene para nuestra salud física y mental, en clave de capacidad de atención, problemas conductuales, trastornos de sueño y enfermedades derivadas de un uso abusivo del terminal.
Riesgos y oportunidades van, inevitablemente, de la mano. Sucede con cualquier innovación que modifique un statu quo ya conocido por otro desconocido. Cuanto más se abren las posibilidades, más riesgos aparecen.
En el ecléctico ensayo Entre selfies y whatsapps¹, sus autores presentan la siguiente incógnita: la alfabetización digital y las habilidades online entre los menores traen consigo mayores riesgos, y he ahí el reto de políticos, organizaciones y familias: ¿qué cantidad de riesgo está dispuesta a asumir una sociedad para apoyar las oportunidades digitales de los menores? Y más importante aún, ¿pueden los gobiernos y la industria tomar medidas para que la experiencia online de los niños mejore su bienestar y el reconocimiento de sus derechos? ¿Se han de legislar nuevos derechos y obligaciones? ¿Cómo hacerlo en un entorno tecnológico proclive a ir por delante de la