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Ausencias y espejismos: Francofonía literaria
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Libro electrónico873 páginas8 horas

Ausencias y espejismos: Francofonía literaria

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La presente antología, a cargo de la investigadora y traductora Laura López Morales, está conformada por cincuenta y un textos en lengua francesa traducidos al español y es complementaria a la serie de tres tomos: "Literatura francófona", publicada por el fce entre 1995 y 1997. Pero a diferencia de la trilogía que la precede, desde el eje del desdibujamiento de las fronteras y, por lo tanto, alejado de los criterios geográficos, este volumen reúne los textos que dan un amplio panorama de las propuestas literarias en francés de los siglos XX y XXI
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2018
ISBN9786071652430
Ausencias y espejismos: Francofonía literaria

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    Ausencias y espejismos - Fondo de Cultura Económica

    2017

    Patrice Desbiens

    (1948)

    En la actualidad, Patrice Desbiens se considera un punto de referencia en el mundo de la literatura francófona canadiense producida fuera de Quebec gracias a su contribución al proceso de legitimación de la literatura francoontariana. Forma parte de la primera generación de escritores francoontarianos, entre los que se encuentran Robert Dickson y André Paiement. Asimismo, es uno de los miembros fundadores de las ediciones Prise de Parole y del Théâtre du Nouvel-Ontario, dos pilares fundamentales para la difusión de la literatura francófona de la zona.

    Para muchos, Desbiens tiene la reputación de ser un autor maldito, tomando en cuenta la influencia de poetas como Baudelaire y Verlaine en sus textos. Su obra retoma múltiples fragmentos de su propia historia, lo cual le ha permitido poner de manifiesto las dificultades vividas por la población francoontariana durante el tercer cuarto del siglo XX, como el desempleo, la discriminación lingüística, el estancamiento socioeconómico y el alcoholismo, entre otras. Del mismo modo, la poesía y la música de Desbiens se caracterizan por girar en torno a lo cotidiano, a lo banal y a lo urbano, y por su rechazo de la rítmica y la métrica como manifestación de ruptura con el esteticismo y con la corrección lingüística. En este sentido, algunos críticos consideran que el poeta retoma del jazz la sintaxis irregular, pero rítmica, al igual que una manifestación contestataria y popular. En su caso, la poesía es un medio de expresión del dolor generado por la muerte de sus padres, el alcoholismo y la inestabilidad que refleja una pérdida individual y colectiva de la identidad.

    Entre los rasgos más notorios en la escritura de Desbiens podemos identificar la lucidez desbordante y la concisión que recorren su obra poética imprimiéndole unidad por el tono de rebeldía y de sarcasmo expresados mediante un lenguaje que no escatima los tintes escatológicos. El mundo que pinta no corresponde a la armonía de una realidad ordenada e inmutable, sino que coloca al lector frente a una realidad cotidiana, mecanizada, agresiva, áspera y cruel. Lejos de borrarse del universo descrito, el poeta manifiesta con franqueza el lugar y la posición que ocupa en él como un ser fragmentado y desgarrado. Asimismo, en la medida en que el lenguaje puede verse socialmente amordazado, Desbiens denuncia su uso consumista y desvirtuado por una sociedad que ha perdido la conciencia de su valor.

    Sus más de veinte publicaciones, que varían entre novelas poéticas (o largos poemas en prosa) y poemarios, le han merecido el Prix du Nouvel Ontario (1985) y el Prix Champlain (1997) por Un Pépin de pomme sur un poêle à bois (1995) [Una semilla de manzana sobre una sartén de madera], y el Prix de Poésie Terrasses Saint-Sulpice-Estuaire por La Fissure de la fiction (1998) [La fisura de la ficción]. Se trata de uno de los pocos autores francoontarianos nominado al prestigioso Prix du Gouverneur Général gracias a su poemario Dans l’après-midi cardiaque (1985) [En la tarde cardiaca]. Entre las obras importantes de Desbiens sobresalen Le Chien (1987) [El perro] y Poèmes anglais (1988) [Poemas ingleses]. En 1999 grabó un disco compacto titulado Ambiance magnétique [Atmósfera magnética].

    La identidad es el eje central de L’Homme invisible / The Invisible Man (1981) [El hombre invisible], una obra cuyo título hace clara alusión a la novela homónima de H. G. Wells y que representa un parteaguas en la literatura del Ontario francófono. Esta novela en prosa narra la vida del hombre invisible, a quien podemos identificar con Desbiens, desde su infancia en Timmins hasta la edad adulta en la provincia de Quebec, siguiéndolo en la travesía que lo llevará a vagabundear por Sudbury, Toronto, la campiña quebequense y la ciudad de Quebec.

    Sin lugar a dudas, la primera particularidad que salta a la vista y sorprende de esta psicodélica novela es su carácter bilingüe: cada fragmento se ha escrito en francés y en inglés. No obstante, no se trata de una publicación en versión bilingüe (original y traducción): la obra no se construye alrededor de una misma historia en dos versiones idénticas, sino que tanto el texto en francés como el inglés dependen mutuamente uno del otro para crear un significado final. La relación entre ambas lenguas parece construir una alegoría del hombre invisible. En la calma, las dos lenguas que lo componen y coexisten en él caminan de la mano. En la confusión y el dolor, ambas lenguas acaban por consumar una ruptura en el relato. Finalmente, cuando el hombre invisible logra salir de su proceso destructivo, ambas lenguas parecen reconciliarse.

    El bilingüismo del L’Homme invisible / The Invisible Man, a la par de las aventuras del personaje principal, parece reproducir el desarrollo del individuo bilingüe que vive en la frontera de lo cuerdo y lo esquizofrénico, llevado por dos vertientes que pueden o no coexistir, odiarse, separarse o reconciliarse, pero que, a final de cuentas, dependen mutuamente de la existencia de la otra para formar un solo ente que, en este caso, es representado por la obra. Se trata de una dualidad o hibridez que aparece también en la forma de un género ambiguo o transgénero entre la novela y la poesía, observable en otras producciones francoontarianas de la época.

    L’Homme invisible / The Invisible Man es un reflejo mordaz y revelador del mundo en que vivimos, con o sin nuestro consentimiento. En su condición de producto híbrido, el texto trasciende las fronteras de la francoontarianeidad y pone de manifiesto la situación de muchas comunidades francófonas a nivel mundial. Se trata de una producción de nuestro tiempo y de nuestra condición en la que Desbiens habla de todos nosotros, compuestos por un mundo que definimos y nos define; por lenguas maternas, vernáculas, vehiculares, extranjeras, amigas y enemigas. Los fragmentos seleccionados respetan la paginación del original, es decir, el francés en la página par y el inglés en la página impar.¹

    EL HOMBRE INVISIBLE

    1 –

    El hombre invisible nació en Timmins, Ontario.

    Es francoontariano.

    4 –

    El niño Jesús nació en un granero no muy lejos de Timmins.

    Jesús va a las mismas escuelas que el hombre invisible.

    Pero Jesús siempre es mejor en todo, sobre todo en los deportes. Tiene ambiciones, sus padres lo alientan.

    6 –

    El hombre invisible juega indios y vaqueros en las calles de Timmins, Ontario.

    Todo el mundo sabe que los vaqueros no hablan francés. Audie Murphy no habla francés. El hombre invisible es Audie Murphy. Él sabe morirse.

    Hey, you sure know how to die!…, le dice uno de sus amigos.

    El hombre invisible, inmediatamente halagado, hace que le disparen y muere a menudo.

    No es más que el comienzo.

    EL HOMBRE INVISIBLE

    1 –

    El hombre invisible nació en Timmins, Ontario.

    Es francocanadiense.

    [pp.. 10-11]

    4 –

    Jesús nació en un granero cerca de Timmins.

    Jesús va a las mismas escuelas que el hombre invisible.

    Pero Jesús es siempre mejor en todo, especialmente en los deportes. Tiene ambición, quiere ser una estrella, sus padres lo animan.

    [pp.. 16-17]

    6 –

    El hombre invisible juega indios y vaqueros en las calles de Timmins, Ontario.

    Todos saben que los vaqueros no hablan francés. Audie Murphy no habla francés. El hombre invisible es Audie Murphy. Él realmente sabe cómo morir.

    Oye, ¡tú sí que sabes morirte!..., dice uno de sus amigos.

    El hombre invisible, inmediatamente halagado, hace que le disparen y muere tantas veces como le es posible.

    Tan sólo es el principio...

    [pp.. 20-21]

    12 –

    La madre del hombre invisible se ha vuelto casi luz pura.

    Los guardias y los doctores del hospital se ven obligados a ponerse lentes de sol casi todo el tiempo.

    En todo caso, a final de cuentas y otras expresiones absolutamente inútiles más tarde, la madre del hombre invisible muere.

    Me-voy-a-ver-al niño Jesús…, son las últimas palabras que suspira en la oreja de su hijo.

    Durante un minuto, el hombre invisible temió que le pidiera que la acompañara, pero no, se muere y ya.

    13 –

    La madre del hombre invisible está muerta.

    Rimbaud y Baudelaire vienen a los funerales para ofrecer sus condolencias.

    El niño Jesús no está ahí, obviamente. Fue a presentar sus exámenes de admisión a la universidad.

    La madre del hombre invisible está muerta. Es otro tipo de invisibilidad.

    No llora. Ni siquiera la muerte de su madre lo vuelve visible.

    La tristeza renta un cuarto sin ventanas en su corazón.

    El día corta su silueta sobre las líneas punteadas.

    12 –

    La madre del hombre invisible se ha vuelto casi luz pura.

    Las enfermeras y los doctores del hospital tienen que usar lentes de sol todo el tiempo.

    Bueno, en resumidas cuentas, la madre del hombre invisible finalmente muere.

    Voy a ver a Jesús…, son las últimas palabras que exhala en la oreja de su hijo.

    Cuando finalmente la cubrieron, en verdad brillaba.

    Era como un destello que no podía apagarse.

    [pp.. 32-33]

    13 –

    La madre del hombre invisible está muerta.

    El día desciende como una cortina rota.

    Rimbaud y Baudelaire, sus dos nuevos amigos, vienen al funeral para presentar sus respetos.

    Jesús no está ahí. Abandonó el pueblo hace algunos días en circunstancias misteriosas.

    Quién lo hubiera pensado…

    Un muchacho tan agradable…

    La tristeza renta un cuarto sin ventanas en el corazón del hombre invisible.

    [pp.. 34-35]

    18 –

    Un buen día de junio, el hombre invisible decide irse.

    Levanta el culo y deja atrás Timmins como lo hubiera hecho Audie Murphy porque ya no queda ningún villano que matar.

    21 –

    Cuando el hombre invisible finalmente sale a la superficie, lo hace cerca de las vías del tren, en alguna parte del campo, en Quebec.

    Mientras se va quitando los terrones negros que se pegan a su ropa, camina hacia las vías del tren.

    Hay una chica amarrada a las vías.

    A juzgar por su tez bronceada, el hombre invisible intuye que hace rato que está ahí.

    ¿Cómo te llamas?, le pregunta.

    Pauline, responde ella.

    ¿Por qué estás atada a estas vías del tren?

    ¿No es así para todos?, pregunta ella.

    Para mí no, responde el hombre invisible.

    Al darse cuenta de su situación, ambos se enamoran locamente.

    18 –

    Un día durante un mes de junio, el hombre invisible escribe un poema sobre su madre y lo llama Abuela Hierbabuena.

    Pone una pluma en su sombrero y lo llama poesía.

    Alarga su pulgar vendado y abandona Timmins como el sheriff que abandona el pueblo porque ya no hay bandidos.

    [pp.. 44-45]

    21 –

    Cuando el hombre invisible finalmente sale a la superficie, lo hace cerca de las vías de tren, en algún lado del campo, en Quebec.

    Camina hacia las vías mientras se sacude la suciedad de la ropa.

    Hay una chica atada a las vías.

    Se da cuenta, por su bronceado, de que lleva ahí un rato.

    ¿Cómo te llamas?, pregunta el hombre invisible.

    Pauline, responde ella.

    ¿Por qué estás atada a estas vías?

    ¿No lo están todos?, le contesta.

    Yo no…, dice el hombre invisible.

    Al darse cuenta de su situación, se enamoran de inmediato.

    [pp.. 50-51]

    23 –

    ¿Cuándo vas a volver a ver a Pauline?, pregunta un amigo.

    ¿Cómo sabes que Pauline...?, pregunta el hombre invisible.

    ¡Vamos! Todo el mundo sabe que Pauline..., responde el amigo.

    Dive! Dive! Dive!, grita el hombre invisible a la tripulación de su submarino.

    23 –

    ¿Cuándo vas a ver a Pauline de nuevo?, pregunta un amigo del hombre invisible.

    ¿Cómo supiste que Pauline...?, responde el hombre invisible.

    Todo el mundo sabe que Pauline..., responde el amigo, sonriendo como un pedazo de queso.

    ¡Sumerjan! ¡Sumerjan! ¡Sumerjan!, le grita el hombre invisible a la tripulación de su submarino.

    [pp.. 54-55]

    28 –

    Y, de repente, vemos al hombre invisible trabajando en una tienda de discos. La tienda de discos está llena de música buena, sellada y congelada como carne molida en un supermercado. Ñam ñam, come mis manzanas, bebé...

    Es el primer job del hombre invisible. Recordemos que, en la Biblia, Job es el nombre del tipo en el que Dios se caga. Dios no es sólo una paloma.

    En todo caso, trabaja, recibe sus cheques, los gasta, y se toma un trago después de las cinco con los chicos.

    Se vuelve casi normal.

    Hasta que, un día.

    *

    Un ángel baja del cielo y va a visitarlo a la tienda. El ángel se llama Katerine. Katerine es tan bella como la primavera en traje de baño y acaba de cortar con su marido. Acaba de pasar dos o tres inviernos en el campo y necesita un buen tronco en su chimenea.

    Va a verlo a la tienda y le dice: Tenemos que hablarnos... Y el ángel le dice a María, o a su marido: ¡Sorpresa!

    Katerine y el hombre invisible van a tomar juntos un café. Hace mucho tiempo que al hombre invisible se le para por Katerine. Dos seres humanos calientes en un restaurante y el café se enfría. El hombre invisible regresa al trabajo, rojo como un tomate que esperó el momento adecuado para ser comido...

    [p. 64]

    31 –

    El amor de Katerine y del hombre invisible arde como una fogata en el viento. Pero, como cualquier buena fogata, necesita viento para sobrevivir. Le hace falta oxígeno.

    Después de un tiempo, se vuelve evidente que Katerine, como lo haría cualquier ángel, sólo está descansando sus alas entre dos nubes.

    Se fue por la gloria.

    Cuando un coro de hombres bastante visibles van a cantar aleluyas bajo la ventana de su cuarto, el hombre invisible siente que se apaga el fuego.

    Y poco a poco, su amor se vuelve un encendedor que se prende cada vez menos.

    Un beso tan efímero como un queso aterriza en los labios del hombre invisible.

    *

    Al hombre invisible le hace tanta falta el calor de Katerine. Ha esperado este momento durante tanto tiempo. Tiene trabajo, gana dinero, bebe con los chicos, está tan cerca de ser visible. Y, con Katerine, está aún más cerca.

    Pero una nueva era glacial desciende sobre él. Se funde en sus manos como un helado de fresas. Se ve obligado a levantar su culo como una maleta y a mudarse. Necesita una mujer. Necesita un país. Ambos se olvidan de él.

    33 –

    La memoria de tampax del hombre invisible absorbe la sangre de los recuerdos y la sangre de las imágenes a una velocidad punzante.

    El hombre invisible ya no osa decir nada, ya no osa hacer nada.

    Se vuelve un barco en una botella.

    Desarrolla poderes camaleónicos. Los utiliza cada vez más.

    Se desliza de una persona a otra, de una mujer a otra, de un país a otro como una lagartija de una piedra a otra.

    Por un momento, piensa en algo, en alguien.

    Pero, al instante siguiente, agita la cabeza y pide otra cerveza sacando su lengua bífida…

    31 –

    Después de un rato, el hombre invisible empieza a darse cuenta de que su amor ya no tiene la chispa que alguna vez tuvo.

    Como un encendedor que ya no funciona.

    Como un encendedor Bic.

    Catherine está ligada a la gloria.

    El hombre invisible está atrapado en la tierra de nadie de su guerra santa.

    Las balas atraviesan su cuerpo por ambos lados.

    Todo sucede tan rápido que no hay tiempo para negociaciones de paz.

    [pp.. 70-71]

    33 –

    El hombre invisible desarrolla poderes camaleónicos.

    Cuando ha bebido de más, le gusta presumir sus poderes camaleónicos.

    Pero no siempre.

    Sólo a veces.

    La mayor parte del tiempo, le gusta mirar fijamente a las chicas del bar, mientras desea tener una para él.

    Pero por ahora, lo único que puede hacer es serpentearle su lengua de lagartija al mesero y pedirle uno de muchos otros tragos.

    La noche se arruga a su alrededor como una bolsa de papel café.

    [pp.. 74-75]

    40 –

    -10 grados Celsius afuera y el hombre invisible espera una solución para todo esto.

    Espera una solución y su cheque del desempleo.

    Su cheque del desempleo llega con un ruido de accidente a su buzón de correos.

    Solución temporal.

    Esta noche, el hombre invisible podrá festejar. Podrá comer y beber. Sobre todo, beber. Podrá escoger entre vagar por las calles y vagar en los bares. Toparse con las Cleopatra y los César. Con los Baudelaire y los Johnny Cash. Evitar a los amigos. Besar al enemigo. Beber hasta mutar. Jactarse de sus poderes de camaleón. Dejar que la jungla de las carnes se vuelva su hábitat natural. Dejar que los balbuceos babilónicos de la bebida quemen su lengua.

    Solución temporal.

    Como una televisión prestada.

    El hombre invisible sale de su agujero como la lagartija moteada que es, buscando saciar su hambre entre la podredumbre…

    Su lengua bífida hurga furtivamente las vitrinas de la calle Saint-Jean…

    40 –

    La lengua del hombre invisible está hecha nudos.

    El diálogo en francés está subtitulado en inglés y el diálogo en inglés está subtitulado en francés.

    Pero sigue siendo una mala película.

    La película acaba cuando todos los actores mueren.

    *

    ¿Qué no habías dicho que iba a ser una comedia?, le dice el hombre invisible al director de la mala película.

    Pues ahora es una comedia-drama, dice el director, sal, sufre, y haz que se vea chistoso...

    [pp.. 88-89]

    [Traducción de Diego Guzmán.]

    [Patrice Desbiens, L’Homme invisible / The invisible man, Prise de Parole / Sudbury, Ontario, 1981, pp. 10-11, 16-17, 20-21, 32-35, 44-45, 50-51, 54-55, 64, 70-71, 74-75, 88-89.]

    Boris Schreiber

    (1924-2008)

    Novelista de origen judío, Schreiber nació en Berlín, donde sus padres se refugiaron tras la revolución rusa. Se instaló junto con su familia en París en 1930, luego de haber residido en Bélgica y Letonia. Desde joven manifestó un claro interés por algunos novelistas judíos emigrados en Francia, especialmente por Irène Némirovsky y Jean Malaquais, con quienes trató de establecer un diálogo literario a través de la redacción de un diario iniciado en 1937. Al año siguiente fue recibido por André Gide, quien leyó con gran entusiasmo sus manuscritos. Durante la ocupación alemana su familia se trasladó a Marsella, desde donde Schreiber realizó varias visitas a Gide en Cabris. Las autoridades de Vichy le otorgaron una carta en la que se le declaró practicante de fe ortodoxa, lo que le permitió escapar a la persecución de judíos emprendida por toda Francia; sin embargo, tuvo que trabajar para la organización alemana Todt hasta 1944, cuando pudo integrarse a las Fuerzas Francesas del Interior en Marsella, donde colaboró en la gaceta Rouge Midi. Se reunió con sus padres en París y estudió letras en la Sorbona. En 1957 publicó su primera novela Le Droit d’asile [El derecho de asilo]. En 1963 recibió el Prix Combat por su novela La Rencontre des absents [El encuentro de los ausentes], y en 1987 el Prix Saint-Beuve por La Traversée du dimanche [La travesía dominical]. Después de su tercer matrimonio se instaló parcialmente en Long Island, Nueva York. La publicación de Un silence d’environ une demi heure [Un silencio de casi media hora] lo hizo merecedor del Prix Renaudot en 1996. Su libro de cuentos Faux titre [Falso título] se publicó unas semanas antes de su muerte, en 2008. En Schreiber, la relación dialéctica vida-obra es fundamental, de ahí que su poética se centre en la problemática del egotismo escritural; es decir, del yo instalado en el centro de todo relato como eje organizador de los acontecimientos. Sus novelas, por ello, tienden a desestabilizar los límites de la autobiografía y la autoficción mediante una prosa que parece desbordarse de los márgenes de la página, a veces en extremo violenta y a veces, por el contrario, de una ternura casi infantil.

    Le tournesol déchiré (1999) [El girasol desgarrado] es una novela en la que Schreiber relata, desde la autoficción, los episodios de su vida que compartió con su madre. Un hecho llama la atención desde las primeras páginas del libro: el narrador no es un yo autoficcional sino un ellos, es decir, un pronombre que, como el título de la novela lo indica, está desgarrado. Al ir en busca de estos fragmentos de sí mismo, Schreiber habrá de reflexionar sobre la relación con su madre, su vida en París en los primeros años de infancia y la manera en la que, de una u otra forma, todas las mujeres de su vida fueron coherentes gracias —o bien, a pesar de— la intervención de su madre. En la selección que presentamos a continuación, la madre (ficcionalizada) de Schreiber comparte con él un cuaderno en el que recuerda la liberación de su padre, Volodia, de la prisión soviética, y el tren que los llevara a Berlín. El problema de la lengua extranjera, la lengua otra, la lengua del otro, se hace patente en estas páginas en las que el autor se esfuerza por reproducir los tropiezos de alguien que se expresa en una lengua que le es ajena: infracciones involuntarias a la gramática, a la fonética, a la semántica, en las que está presente la huella de la lengua materna, el ruso.

    EL GIRASOL DESGARRADO

    Volodia, tú, en el atrás de esa barrote del cárcel. Te miro a pesar del muralla que se agrega a la noche. Yo no tengo aún quince años. Y te amo. Eres mi vida, todo mi vida. Ese masa de mujeres, con sus pañuelos en la cabeza, ese masa no puede amar como yo te amo. Yo, mi Volenka, yo te siento del interior. Hasta la locura. Yo, tener casi ganas de preguntar a todas esas mujeres: ¿Acaso como yo, hasta la locura, aman ustedes? Júrenme, ¿acaso hasta la locura aman ustedes?

    Su madre leía. El acento ruso arañaba sus frases, revolvía las r, aniquilaba las l, y las u se convertían en ou. Luego, por momentos, frases sin errores. Ellos no despreciaban ya como hacía diez años. Pero creían que ella tenía, tal vez, razón: ella, muerta, en una lengua muerta, creando así una extraordinaria resurrección. Frases informes, casi-galimatías. Gracias a lo cual se las ve tensarse por un llamado, para penetrar las capas de indiferencia. Ese galimatías, despreciado por doquier, como la vida de ellos. Y por ello, trágica, y por ello, expresándolo, la vida destrozada, quizá sea su madre quien la extirpa. Y no ellos, sumisos al orden mortal de la lengua, sin sacar de ésta más que una savia empobrecida, amarillenta, pálida. A imagen de sus libros rechazados. En apariencia más llenos de xantofila que de clorofila. A pesar de su fotosíntesis de las profundidades, inadvertida. Su sudor perlaba y ellos escuchaban. Sorprendidos, a veces, de que los giros de su madre fueran tan a menudo los mismos que para ellos, antaño.

    Mi Volenka, el resplandores de desamparo no van a permanecer en tu ojo. Todos, todos verán cuando saldrás. Serás genial, lo sé. Aparecerás y todos caerán de rodillas…

    Esta casi letanía se prolongaba y, mediante un esfuerzo violento, pudieron arrancarse del fango de la depre. Respirar un poco. Su madre les seguía leyendo. Ellos esperaban lo que vendría. Su regreso a la casa negra. ¿Dormían todos? En todo caso, Nadia roncaba. El relato normal de su madre les hacía falta, de pronto. Su voz cambiante según los hechos, ese lento redescubrimiento que sabían que habrían de utilizar algún día. Ellos oyeron:

    —Entonces, Boria, ¿ya no te mofas de mis faltas en francés? Sigo. Yo, haber regresado a la casa y haber visto que todos ellos estaban dormidos. Incluso Nadia. Entonces, desde las cinco de la mañana, entré en la comedor y yo conocía la escondite donde mamá aventaba la llave de los alimentos en reserva.

    Su madre los espiaba, con orgullo. El cuaderno temblaba entre sus dedos. Y ellos sentían la rabia vencerlos poco a poco, como si las palabras aplastadas pidieran ayuda. Su madre, ¿se daba cuenta? Ella se sentía jubilosa:

    —Créeme: faltas o no, tendré éxito. Es inevitable. ¡Pero me negaré a recibir a los periodistas!

    Produjo una especie de graznido triunfal.

    —¡Pobre Boria! Tú sufres por tus libros, ¡quieres probar tantas cosas! ¿Y luego? Incluso te sirven de excusa para actuar como actúas conmigo. ¿Y luego? ¡Nada! Mientras que yo, en pocas líneas…

    Se disponía a retomar la lectura. Ellos se levantaron, lentamente. Les temblaba el mentón. Con el anverso de la mano comenzaron a barrer la mesa. Cayeron en desorden sobre la alfombra, el florero, el cenicero, el cigarro prendido. Se ahogaban, las únicas palabras que pudieron proferir fueron idiota, idiota senil, luego golpearon la mesa e hicieron estrellarse el florero bajo el talón. Su madre los devoraba con la mirada, más, siempre más, hasta escurrirse de su sillón, en el piso, en un síncope horriblemente lívido. ¿Tal vez habían gritado más que proferido aquel senil idiota? La puerta se abrió y Marie se precipitó. Se inclinó sobre su madre, inmóvil aún, con los ojos cerrados. Marie los vio con desprecio:

    —¡Señor Boris, la señora muy enferma! ¡Muy frágil!

    Se inclinó una vez más, y ellos, reprimiendo las ganas de gritar: ¿Y luego? Se echaron a recorrer a grandes pasos, de lado a lado, el salón grande y el pequeño. Seguían jadeando. Marie se afanaba, fue a buscar agua, un pañuelo y enjugó el rostro en síncope. Un gemido ascendió:

    —¡Morir! ¡Vale más morir!

    —¡Señora, se lo suplico!

    Levantaba la cabeza de su madre que se volvió hacia ellos, que seguía tan blanca, hacia su vaivén. Y sus palabras apenas audibles:

    —Boris, ¡me prohíbes tu propia lengua! ¡A mí que te lo he dado todo!

    Ella empezó a sollozar y ellos detuvieron su vaivén, se aferraron al respaldo del sillón. Esos lamentos que ascendían desde el cuerpo recostado de su madre, en su bata roja con ribetes negros. Ese lamento suplicante. Ellos se aferraban con más fuerza al sillón. Su garganta, sus ojos, sus dedos comprimían una marea negra de sollozos. Ese lamento maternal, a pesar del juego que seguía encajado dentro, desnudaba a golpes de piedad, de impotencia, a golpes de humillaciones seculares, sus miserables ganas de llorar.

    [pp. 242-245]

    *

    Escuchan a su madre. Y machacan esas frases que vuelven y vuelven a lo largo de toda una vida. Y por lo tanto de libro en libro, enmascaradas o no. Sus escasas rebeldías también, cuando las histerias maternales se vuelven encarnizadas. Las histerias, durante tanto tiempo, soterradas, imperceptibles para ellos, antes de estallar a la luz. Mejor dicho, a las tinieblas. De ahí, pues, casi cotidianas, sus visitas a la calle Monceau. Por miedo. Por obligación. Incluso hoy. Pero su padre ya no está; ellos, cerca de los sesenta años, no sienten más ni miedo ni obligación. ¿Acaso no están hoy investidos por una cierto poder? Ellos, el único heredero, y no su madre, por un giro inesperado de las leyes. Tienen incluso el derecho de echar a su madre de ese departamento de la calle Monceau, para venderlo, por ejemplo. Todo el derecho. Lo adquirieron de repente. Haciendo a un lado los cada vez más frecuentes y desenfrenados ataques de furor, no se atrevían a aprovecharlos. Salvo una vez: en el límite, amenazaron con vender. Y de pronto el pobre rostro de su madre. Esos lamentables aspectos que ignoran la compasión.

    —Iliuscha me tranquilizaba: Genetchka, no temas por Volodia. Estaba más allá de las palabras. La familia, las comidas, el sueño, qué sé yo. Iba a esperar delante de la prisión, y luego regresaba. Una mañana negra, glacial, llegué y… imagina: la inmensa plaza estaba vacía. La nieve; un soldado por allá, al fondo, que hacía su recorrido delante del portal. Me acerqué, vacilante: "Ca… Camarada, soldado, ¿qué pasa? —¿Que qué pasa? Pasa que no es la hora, es todo. —Pero… Camarada, es la misma hora que cada día y que traigo con un paquete… —¿Dónde diablos vives, hija de burgueses? ¿No sabes del nuevo decreto? La hora se pospuso seis horas. ¿Qué hora crees que es en este momento? —Como… como siempre, camarada soldado, las seis de la mañana. —Estás equivocada. Es medianoche. Nuestros camaradas comisarios del pueblo hacen hasta lo imposible para economizar nuestras reservas. Es medianoche, burgueika!, ¡burguesa! Y a medianoche, jamás ha habido nadie, está prohibido. Entonces, Boria, regresé a casa. En efecto, vagamente, esta medida había sido evocada en nuestra casa. Pero apenas escuchaba el zumbido de las palabras. A mi regreso, mamá me estrechó en sus brazos: Genetchka, creía que había entendido".

    Cuando su madre se interrumpía, pensaban en ellos. En ellos solos, egoístamente. Su padre ya no estaba. Esas piezas suntuosas, esas alfombras eran suyas ahora. De ellos. Habían pasado de dama de compañía a dueños absolutos. Lo podían todo. Esta nueva embriaguez, tardía, esta embriaguez encanecida les daba vértigos, escandidos por ese último relato del pasado de su madre. Que los dejaba helados, pues sentían que sería el último. Su madre les describía las horas que cambiaban brutalmente, hacia delante, hacia atrás. Por causas de racionamiento, de economía, de planificación… Una o dos veces, un decreto había estipulado que el día de hoy no era sino la víspera de ese día. Una o dos veces, también, fue lo contrario: el día de hoy debía ser considerado como el día siguiente.

    —¿Quién lo sabe? ¿Quién lo dijo? No le echo la culpa a la URSS, ya pagó. ¿Pero aquí? Esas gentes que tienen todo, que siempre han tenido todo, esos países egoístas, capitalistas, ¡que dejan morir a todo mundo! Tu padre decía: Amo Francia, gracias a ella tuve éxito. Y yo digo: escupitajos, escupitajos sobre Francia. Tu padre tuvo éxito, ¿pero en qué estado? ¿Viste cómo terminó? ¿Y su vida? ¡En Estados Unidos habría tenido mil veces más éxito! ¡Francia! Cuando pienso en París, cuatro millones de habitantes, ¡y ni una sola puerta que se abriera para mí!

    Una vez más ese estribillo. ¡París y sus cuatro millones de habitantes! Esa mezcla de odio, de teatralidad, de arranques maniacodepresivos, clavaba la mirada de su madre en ellos; de donde también emanaba un vago desafío que significaba: ¡Trata de responderme que tu puerta no me está cerrada! Como de costumbre.

    Y, como de costumbre, ellos callaron. No hicieron siquiera una pregunta tímida: ¿por qué su padre no había partido hacia Estados Unidos? Las crisis de su madre y las de ellos, igual que dos pánicos camuflados. Juntas en una idéntica obsesión: las puertas. Desde esas que no se abren hasta esas que se estampan en tus narices, ambas vidas habrían zigzagueado entre las llamadas, las esperas, los rechazos, sobre un camino infinito, bordeado de puertas. Y, sin embargo, desierto. Se lo callaron a su madre.

    —Boria, aquel día —¿era de mañana?, ¿de noche?, ¿las once o las veintitrés?—, pero aquel día el militar de la ventanilla me dijo: Wladimir Schreiber está libre. Vamos a buscarlo. En ese caso, una suerte de escalofrío recorría la interminable fila que esperaba. Igual ésta se quedaba paralizada, cuando se anunciaba un fusilado, igual que se estremecía al escuchar, repetido de boca en boca: liberado. La puerta baja del portal se abrió, Volodia apareció y, sin decir palabra, se pusieron en marcha. ¿Cómo estaba? ¿Cómo se veía? Caminábamos, fuera de toda fatiga, de todo frío. Sin duda exhaustos, congelados. A dos pasos de la casa, me apretó contra él. Luego, en casa, todo repitió como un eco: ¡Volodia! ¡Volodia! Mamá no paraba, pues ella lo amaba, a Volodia. Incluso añadió un poco de pescado seco a la cena.

    De repente tuvieron ganas de esbozar un gesto: ¡Basta! Ese recordatorio constante: Volodia, Volodia debilitaba sus cimientos, consolidados con grandes esfuerzos. Ese Volodia, festejado con tanto entusiasmo. Y ese agujero en la tierra donde descansa y ese agujero en su tierra, la de ellos, donde él no descansa. ¿Acaso su madre sintió algo? Ella guardó silencio. Con el rostro absorto, los ojos cerrados, la cabeza baja. De pronto vieron errar la mano de su madre, buscar a tientas, sobre los dos niveles de la mesa ovalada, pegada a su sillón. Y la mano se aferró a un objeto que no habían notado: el cuaderno. Visible, sin embargo, con el forro de flores rojas y verdes.

    —Boris, no te molestarás, pero una vez más sentí la necesidad de escribir sobre tu padre, y en francés. Para… para ser leída, si quieres. Júrame: cuando me muera, lo darás a conocer, este texto. Tal cual, sin cambiarle nada. No te pido trabajo alguno: ni traducir mis textos en ruso ni corregir mi texto en francés. Tal cual. Mis cuadernos en ruso, ¿quién los querría? Son una causa perdida. Además, no serías capaz de traducirlos. Mi cuaderno en francés, ésas son mis palabras, mis palabras que quiero ver vivir. Jura.

    Una vez más, juraron. Una vez más, los gastados estribillos regresaban a ellos.

    —Volenka, yo que cada noche estaba pensado y pensará en ti. Cuando dormirme, veo toda tu rostro entera. Allá, en el tren, cuando podemos al fin largarnos de Moscú. ¿Por qué tu rostro en esos momentos? No sé. Quizá porque abandonaremos el infierno de esos momentos de entonces. Y cada noche, cuando me dormimos, yo soñamos con una salida del Infierno. Nuestro vagón para bestias. La paja. Estábamos acostados sobre la paja. ¡Pero qué alegría! ¡Qué alegría! Los soviéticos autorizáronos partir, y dos maletitas, y los otros viajeros también: dos maletitas. Volodia, ¿te acuerdas? Tu prisión estaba lejos, tu enfermedad estaba lejos, nuestra boda estaba lejos. En ese vagón para bestias, éramos los más jóvenes. Vuelvo a ver con claridad a una pareja muy vieja: la mujer todo el tiempo dolor en la espalda, y gemía: Oy, Oy, en yiddish. Y toda la vagón de toda la tren eran vagones para bestias".

    Escuchaban. Esta versión destruida, esta tentativa masacrada de resucitar la alegría. Desde luego, le habían jurado a su madre presentar esas palabras intactas, fuera como fuera, a quien las quisiera. ¿Pero sería más sencillo que en ruso? ¿Por qué su obstinación de escribir en francés? ¿Por una necesidad oscura de sobrepasarlos, a ellos? Pues los giros abatidos de su madre se adherían a los giros abatidos de su vida. Mientras que ellos, buscando, por exceso de búsqueda, querían descubrir más, siempre más. Quizá se adherían a sus vértigos desmembrados, pero su madre se adhería al acontecimiento. Los sobrepasaba. Cuando todo se destroza, el instrumento que graba ese todo debería también destrozarse. Si no, hay trampa. Arte, tal vez, pero trampa. La autoperdición despiadada.

    Escuchaban. El tren de las mercancías que se arrastra. La paja extendida. Hacía buen tiempo. Las puertas permanecían abiertas de par en par. Sí. Desde la salida, desde la primera palabra, el arte es descuartizamiento. Es desmembramiento. Al menos su madre permitía que sus rupturas se proyectaran sin romperse antes de plasmarlas.

    Volodia, ¿te acuerdas? La campo y la campo sucesivamente. Con flores por doquier: girasoles y girasoles. El sol brillaba de la mañana a la tarde. El tiempo hermoso. Por supuesto, muchas personas en la vagón tenían una tristeza por abandonarlo todo, por recomenzar todo. ¿Pero nosotros? Nuestra juventud, nuestra despreocupación. Rodábamos hacia Alemania. Volenka, estábamos rebosantes de la felicidad y pensábamos a los padres que también tenían permiso para partir y que querían no irse más lejos que Riga, en Letonia. ¿Te acuerdas? ¿Nuestras risas locas, te acuerdas?

    Estaban sorprendidos. El francés hablado de su madre tropezaba siempre en las mismas faltas. Mientras que su francés escrito variaba, una palabra era correcta algunas veces, incorrecta enseguida. O las frases, los artículos. Incertidumbres cósmicas de la escritura. Plural, singular, masculino, femenino, ¿qué más da? El acento arrasaba con todo. Y esta alegría de la fuga, al fin, este fragmento de luz que dejaba en la sombra, por un instante, el periodo que siguió a la prisión. Esa necesidad de su madre de una reducción inmediata. De una reducción de evasión.

    Y de repente el tren se detuvo. Teníamos que baño. Teníamos que pipí y otra cosa. Entonces muy a menudo el tren se detuvo. Pero volvió a marchar sin aviso. Volenka, ¿te acuerdas cómo el tren volvió a marchar? Todos los viajeros se paseaban por los campos, hacían sus necesidades, como se dice aquí. Yo no. Tenía demasiado miedo. Demasiado miedo de que el tren se mueva. Y yo, incapaz de correr. Yo, fatigada, sin fuerzas, miedosa. Me reclamabas de yo no hacer ni las pequeñas ni las grandes necesidades. Es verdad, todavía puedo pasar semanas sin ir a los servicios. Semanas. Desde ese tren con los vagones para bestias.

    Escuchándola, tendían a sobresaltarse cuando no había faltas. Líneas enteras sin faltas. Esa mezcla, para ellos, de burlas. Las ganas de reír, de burlarse, de levantar los hombros. Todos esos trenes, tarde o temprano, que llevan hacia el final. Sobre todo los trenes para bestias. Entre su madre y ellos, esta connivencia oscura, incluso a nivel de la lengua. Ellos en un polo, su madre en el otro. Tirando cada uno con todas sus fuerzas para que la lengua reviente por la mitad. Como una amiba que se subdivide. En el naufragio de sus dos ternuras, el amor, incapaz de zozobrar, se aferraba al último refugio de la lengua. Del Verbo. En la fusión imposible de los desgarramientos.

    —Boria, estoy cansada. ¿Me juras salvar eso?

    Agitaba su cuaderno. Ellos juraron de nuevo. A falta de algo mejor, habrían de incorporar esos trozos a los suyos, como Einstein incorporaba las leyes de Euclides y de Coulomb en su Relatividad. Se levantaron.

    —¿Te vas?

    Sus cuatro ojos agachados. En el pasillo, antes de alcanzar la calle, se volvieron hacia el tercer piso, la ventana de la cocina. Su madre, ahí, viéndolos partir, escondida a medias por la cortina, esbozando un gesto, y quizá farfullando los Z’bogom! seculares. Ellos lo sabían. Entre su madre y ellos, incluso la extinción lanzaba una flama. Agitaron el brazo como para avivarla.

    [pp. 274-281]

    [Traducción de Alfredo Lèal.]

    [Boris Schreiber, Le tournesol déchiré, Gallimard, París, 1991, pp. 242-245, 274-281.]

    Marie Seurat

    (1949)

    Autora de expresión francesa, Seurat nació en la ciudad de Alepo, en Siria, donde su familia se dedicaba a la plantación de algodón. En 1965, después de que el partido de Baaz (Partido del Renacimiento Árabe Socialista), se hizo con el poder, su familia se exilió en Líbano.

    En 1975 conoció al investigador y sociólogo Michel Seurat, con quien se casó. La pareja se estableció en Damasco, donde vivieron hasta 1985, cuando Michel Seurat fue secuestrado por una organización terrorista que se cree que estaba relacionada con el Hezbolá; no fue liberado y su muerte se anunció al año siguiente. A raíz de esto, la escritora abandonó ese año Damasco y se estableció en Francia.

    Entre sus libros se encuentran Les Corbeaux d’Alep (1989) [Los cuervos de Alepo], Un si proche orient (1991) [Un oriente tan cercano], entre otros. También se ha desenvuelto como cineasta; en 2012 realizó el documental Damas, au péril du souvenir [Damasco, al riesgo del recuerdo], donde narra su regreso a Damasco después de treinta años. Los temas que imperan en su obra son el exilio, la sensación de no pertenecer a ninguna parte y el conflicto que los exiliados experimentan al intentar adaptarse a su nuevo ambiente, sabiendo que su hogar está en otra parte.

    En el libro Les Corbeaux d’Alep Seurat narró los sucesos ocurridos en Líbano así como la muerte de su esposo, con el fin de dar orden a lo sucedido y superarlo. En su siguiente novela, Un si proche Orient, la autora escribió sobre su propia infancia, su familia y las experiencias de exilio que tuvo desde su juventud.

    A continuación presentamos dos fragmentos de dicha obra. El primero de ellos narra la vida de la protagonista en Siria, donde vive con sus padres. En esta parte se resalta la sensación de desarraigo, ya que la protagonista, salvo por lo que le cuenta su abuela, conoce muy poco de sus antepasados y de su herencia, razón por la que tiene la sensación de estar incompleta y carecer de una parte importante de su identidad.

    En el segundo fragmento, la narradora deja su tierra natal para trasladarse a Líbano, donde se encuentra con una ciudad moderna llena de estímulos que no dejan lugar a la rememoración. De manera que hay un contraste entre la memoria y el olvido, pues los recuerdos son los que dan al exiliado la posibilidad de hacerse de una identidad y de pertenecer a un grupo. Pero al llegar a un nuevo lugar, se enfrenta al problema de decidir si debe hacer lo posible por recordar, o si debe olvidar y formarse a partir de su nuevo entorno.

    UN ORIENTE TAN CERCANO

    Me parece que siempre vi a mi padre en el jardín, con su tarbuch en la cabeza y su narguile en los labios, contemplando su granado, su viña y suspirando: Lo que aquí nos hace falta es el desierto. O mostrando orgulloso a los hombres de la familia, a sus cinco sobrinos, unas pequeñas cicatrices redondas: Estas dos me las hicieron los kurdos, me dispararon como a un conejo. Las otras me las hicieron los ingleses. De los franceses conservaba un recuerdo menos doloroso y se burlaba con gusto de su reinado. Decía que los anuncios del alto comisionado Jouvenel y sus llamados a la paz hacían reír a los transeúntes por su estupidez. Me citaba a uno de ellos: El Líbano y los alauitas son niñitos obedientes que hacen caso a papá y a mamá, por eso les dan dulces. ¿Por qué no ser obedientes como ellos, en lugar de ser enojones y maliciosos? Hoy lo encontré en algunas fotos amarillentas, encaramado sobre un burro, con sus largas piernas colgando, con traje blanco y con casco colonial, con los lentes redondos sobre la nariz, inspeccionando sus campos de algodón. Para la gente de Damasco sólo tenía insultos, pues la consideraba peor que los turcos. En invierno me sentaba en sus piernas y me enseñaba a fumar con el narguile. Escuchaba el ritmo sordo de la pipa de agua con él mientras dejaba que mi mente vagara. Recuerdo una tarde en que le presentaron unos papeles para que los firmara y buscó torpemente su pluma en la bolsa interior de su saco para escribir su nombre con mano temblorosa. Un miedo terrible me invadió. ¿Estaba enfermo o no sabía escribir? Firmó, pero como se firma una petición de indulto. De manera confusa, me parecía culpable por haber venido de afuera, sin equipaje, con la sombra de la deportación y el dolor de los suyos en su rostro. Desde ese día experimento un vago escalofrío al ver mi apellido —Maamarbachi— en los documentos de la fábrica, tarjetas de presentación y mis cuadernos de escuela.

    Mi abuela Mariam me parecía muy vieja y muy pobre. Vestida de negro, con las mejillas agrietadas bajo una delgada cinta de cabellos blancos, vivía sobre una silla de ruedas y no paraba de zurcir los calcetines de uno u otro de sus hijos, a los que dirigía con mano dura en su calidad de jefa de clan. Ella me daba algo de miedo, incluso cuando me bendecía con su rosario de nácar refunfuñando sólo la virtud salva. Hasta el final llevó el duelo sereno y luminoso de sus parientes asesinados. Después de su muerte, nunca se pronunció su nombre sin decir: era una santa. Había huido de Anatolia, donde tanto turcos como kurdos asesinaban en masa a los cristianos; una esponja de sangre borró de golpe su largo y ejemplar pasado de honestidad. Era la única que me hablaba de su difunto marido, hambriento, atado, arrastrado descalzo en el extremo de una cuerda por los campos de espinas. Para ella, la noche en que había tenido que descender, bajo la amenaza de los bastones y los sables, de las alturas de Mardina hacia la planicie que rodeaba al Tigris y al Éufrates, se había vuelto la noche sin igual. La paz francesa había instalado a los refugiados en Siria con los kurdos llegados de Djebel Rour y los asirio-caldeos rechazados de Irak. ¿Qué argamasa se necesita para unir a estos diversos materiales para construir una ciudad próspera? —se preguntaba el comisario en jefe—. Más que el espíritu de solidaridad, fue la sed de venganza por encima de la desgracia.

    Mis padres jamás salían juntos, salvo para asistir a algunas grandes cenas estrictamente obligatorias. No tenían los mismos amigos y papá se burlaba de las viejas muñecas pintarrajeadas que rodeaban a mamá. Él desaparecía los domingos por la mañana. Mucho tiempo después entendí que no quería fingir que practicaba una religión que, en nuestro medio, era la base de la respetabilidad y del estatus social. Sólo amaba a su tierra, su trigo, sus campos, sus almacenes donde los hombres dormían, acostados sobre bultos polvosos, con un costal de yute vacío y enrollado bajo la cabeza a manera de almohada. Otros, más pobres todavía, pasaban la noche frente a la fábrica para ser los primeros en vender algunos manojos de algodón cortados la noche anterior de las ramas de los cipreses donde se habían atorado durante la descarga de los camiones. Se entraba por unas puertas de altos batientes de hierro oxidado, montadas sobre ruedas que rechinaban. Uncidas a mulas esquiladas con collares azul turquesa, las carretas pasaban cargadas de sacos blancos que olían a zarzas. En el gran patio interior, la charola de la balanza siempre estaba llena. El contrapeso, en el extremo del largo brazo, tenía los bordes afilados. Sobre los vidrios, el polvo se volvía una escarcha mágica y se irisaba bruscamente. A veces, papá me llevaba de los hangares hasta la oficina del tío, donde, alrededor de un gran libro de registros con lomo de cuero, destacaban dos grandes tinteros de cristal llenos de clips y de portaplumas de madera. Pasábamos al pie de las máquinas, ante racimos de mujeres en cuclillas, tatuadas con un rombo azul en el mentón. El algodón brotaba desgranado de sus manos como cabellos de ángel. De regreso a la casa, me mostraba periódicos humorísticos de los años veinte. En Hotte bel Khorge (Póngalo en el costal), un burro con una silla para montar y parado sobre sus patas traseras se disponía para comer, como si fueran avena, a tres niños asustados, Jabel Druso, Alepo y Damasco, que una madre siria despeinada protegía con sus brazos. De esta forma, se representaba a la famosa cuestión siria que provocaba debates y disputas en París, en la Cámara de Diputados y en el Senado. Estos señores no alcanzaban a entender la división y organización francesa de Siria.

    Nuestra inmensa y rectangular casa acababa de ser construida y no tenía bodega ni granero. No la recuerdo con alegría. ¿Será por el alcanfor que se deslizaba entre toallas y sábanas, la naftalina, el recuerdo del insoportable brillo del mármol de Carrara? Soñaba con un granero como el de las ilustraciones de los cuentos de los hermanos Grimm, con muros agrietados, telarañas que se balancean al menor suspiro, mucho polvo para trazar mis iniciales y dibujar corazones atravesados por una flecha. Sabía que nuestra familia también había tenido su historia de capa y espada, de puñales y turbantes. ¡Pero me lo ocultaba! ¿Dónde estaban los baúles de cuero, los viejos cofres llenos de encajes, las sombrillas, los uniformes de oficial de marina y las cajas de música? Me preguntaba por qué nuestro pasado no había dejado ningún rastro. Nada de retratos en los estúpidos muros de los pasillos que llevaban a los cuartos. Nada de péndulos para medir el tiempo de los míos. Nada de fotos de antepasados en la pared de la sala, para que los visitantes, alzando los ojos, intentaran descifrar nuestra historia. En la noche, todos estos rostros ausentes flotaban por encima de mí, me hablaban, se burlaban de la heredera privada de su herencia.

    [pp. 426-429]

    *

    Al fin había abandonado el país natal, tierra monocromática, inmóvil y silenciosa, mundo insípido de polvo y de viento y, me despertaba en una ciudad colorida, ruidosa, musical y suave. Estos dos mundos estaban separados por seiscientos kilómetros y una alta cadena de montañas agrietadas cubiertas de fortalezas erigidas por los cruzados. Dos planicies se extendían a ambos lados de este biombo. La primera, del lado del mar, es sensual y tornasolada. La segunda, preludio a las estepas de Asia, es un inmenso cuadrado verdiamarillo que se desgasta en una lucha interminable antes de rendirse en las arenas de Palmira. Entre ambas, el Orontes de nombre mágico, con su franja de laureles, irregular y pérfido, devorador de secretos y sepulturero de rebeliones, lleva su agua verdosa, bebida a lengüetadas por las altas norias. Alepo y Beirut, la asfixia y la libertad, el orden de las decepciones y el desorden de las promesas. Después de la inmensidad, el vacío, los colores extraños de Siria, todo me llamaba la atención. El tiempo y el espacio ya no eran los mismos. Aquí, el dolor mismo dejaba de ser vago e indefinido, para volverse medible, preciso y, tal vez, todavía más temible. Mis sentidos se agudizaban con el espectáculo de la naturaleza libanesa: colinas, ensenadas, repentinos surgimientos de rocas, huertos, selvas frondosas. Era la niña hambrienta y perdida en el bosque del cuento, que ve surgir la casa de los osos, la cabaña de pan de jengibre. Incluso antes de que la guerra lo despedazara me imaginaba ese país liliputiense infinitamente vasto. En el cielo, el sol jugaba a las escondidas con las cabezas triangulares de los campanarios y las medias lunas de los alminares. La ciudad resplandecía, cromo, cristal y metal se fundían en los ríos rojos que corrían de lo alto de las torres. A su sombra se acurrucaban viejos zocos tupidos y umbríos, fuentes y oasis. El aire parecía líquido de tanta suavidad. Soñaba con los tiempos de los fenicios, en la época del siglo III en que los romanos venían a estudiar derecho en la famosa escuela de Beyithbe. En la plaza de la Estrella, ceñida de un negro fierro forjado, contemplaba, algunos metros abajo, columnas de un gris poroso, inclinadas sobre un espejo invisible. Pero me alejaba rápidamente de ese vértigo de la historia. Aquí, todo era presente, todo era contraste, todo se borraba tan rápido que mi alegría se tornaba en tristeza: la luz que golpeaba la acera de enfrente con una sombra incierta imprimía a todo derecho de ciudadanía. Las vibraciones se abrían paso en el suave aire. En invierno, en este reino del exceso, el cielo se desgarraba, descargaba trombas de agua con una furia increíble. En verano, las mansiones exhibían sus inmensas piscinas, ostras bordeadas por tablas de cristal y acero, cubiertas de bañistas vestidas con colores llamativos, voluptuosas en sus escotados trajes de baño, con aberturas del tamaño de monedas. Bebían a sorbos sus gin fizz, mientras dejaban colgar indolentemente una pierna dentro del agua, protegidas del sol por sus sombreros con franjas doradas y plateadas. Un celeste escuadrón de hoteles, el Saint-Simon, el Saint-Élie y el Saint-Michel, liderado por el Saint-Georges, acorazado por petrodólares, que protegían un rosario de playas, las fortunas locales y los ricos refugiados de los países vecinos a los que amenazaba la creciente marea del progresismo árabe. A la hora del desayuno, los Cadillacs brillosos, los Rolls Royce de gala y los Ferraris rojos tomaban por asalto al Saint-Georges, creando enormes embotellamientos alrededor de la plaza. Muchachos en smoking negro hacían malabares en medio de los parasoles con charolas multicolores. Banqueros y políticos, vestidos con trajes de lino blanco, que irían muy pronto a encontrarse con los vendedores de armas, hacían una pausa entre dos estancias, en sus oficinas con aire acondicionado. Para llamar la atención se aseguraban de dejar sobre la mesa una propina muy superior al precio de lo consumido, para que se escuchara al mesero con corbata de moño lanzarles, con la cabeza inclinada, un gracias, Marwam Bey, a sus órdenes jeque Karim, ¡que Dios se lo pague Sidi! En Beirut, Dios lo devuelve multiplicado por cien.

    [pp. 430-432]

    [Traducción de Ángel Linares.]

    [Marie Seurat, Un si proche Orient, Éditions Grasset & Fasquelle, París, 1991, pp. 25-28, 69-71. Tomado de La Littérature francophone du Machrek. Anthologie critique, 2ª ed., Presses de l’Université Saint-Joseph, 2008, pp. 426-429, 430-432.]

    François Paré

    (1949)

    Es originario de Longueuil, Quebec. Se graduó en la Universidad de Montreal, y en Búfalo, Estados Unidos, realizó su doctorado sobre Montaigne y la autobiografía. Sus años de experiencia como francoparlante en un entorno de habla inglesa, tanto en el país vecino como en Canadá, incitaron un creciente interés por la producción literaria y cultural de su provincia de origen y de la comunidad francófona en Ontario. Asumió entonces la defensa de las literaturas minoritarias que son generalmente ignoradas por la crítica y los estudios universitarios. Desde la publicación de Les Littératures de l’exiguïté (1992) [Las literaturas de la exigüidad], ensayo que recibió el Prix du Gouverneur Général du Canada, atrajo la atención de la comunidad literaria. En este trabajo ofrece una reflexión sobre las literaturas pequeñas, es decir, las literaturas minoritarias o marginales de diversas partes del mundo, a las que llama literaturas de la exigüidad. Éstas se encuentran en una situación de marginación y por lo tanto amenazadas de muerte por el silencio; tal es el caso de la literatura catalana en España, la de las antiguas colonias y las diversas literaturas insulares. En el mismo Canadá existen minorías francoparlantes fuera de Quebec. François Paré defiende la autonomía y reclama el reconocimiento de la minoría francófona en Ontario, que se ha visto relegada por la tenaz afirmación de una definida identidad quebequense en las últimas décadas. Luego de la publicación de su primera obra ensayística, Paré continuó desarrollando este tema en Théories de la fragilité (1994) [Teorías de la fragilidad], texto en el que defiende el derecho de la producción literaria francófona de Ontario a ver la luz en el sistema de la institución literaria. Años más tarde, con La Distance habitée (2003) [La distancia habitada] propuso una nueva lectura de los corpus estudiados: las transformaciones a las que son susceptibles las literaturas de la exigüidad frente a la cultura dominante. En Le Fantasme d’Escanaba (2007) [El mito de Escanaba], el autor se detiene en la revisión de las múltiples motivaciones que dan lugar, sobre todo durante el siglo XIX, a un importante movimiento diaspórico de quebequenses hacia los Estados Unidos. François Paré es actualmente profesor titular y director del Departamento de Estudios Franceses en la Universidad de Waterloo, en Ontario, Canadá.

    En el primer ensayo, del que se extraen los siguientes fragmentos, François Paré creó el concepto de literaturas de la exigüidad, a saber, la producción literaria generalmente minoritaria, carente de la fuerza o del poder colectivo que, desde el punto de vista de la institución literaria, poseen las literaturas dominantes. Además, define los problemas a los que se enfrentan y las características que comparten. Aunque, en general, se trata de minorías étnicas, ideológicas, económicas o lingüísticas, el mayor problema que tienen estas literaturas es el que el autor llama minorización; es decir, que no necesariamente son minoritarias sino que ante la desigualdad de poder se consideran ellas mismas menospreciables o insignificantes, víctimas de un complejo de inferioridad a nivel cultural.

    Las literaturas coloniales, las insulares o las pequeñas no pueden asimilarse a alguna literatura mayoritaria, regida por criterios de un nacionalismo en particular, o perteneciente a la corriente dominante. El autor incluye desde los casos de las literaturas de las culturas amerindias, en Canadá, hasta las literaturas de las islas más pequeñas del Océano Índico. En resumen, se trata de todas aquellas literaturas que, en su diversidad, se enfrentan a la fragmentación de la identidad por no ser reconocidas por la institución literaria como una colectividad sólida.

    LAS LITERATURAS DE LA EXIGÜIDAD

    LAS LITERATURAS DE LA EXIGÜIDAD

    Hace mucho tiempo que quería escribir un libro que fuera una reflexión sobre las culturas pequeñas y su espacio literario propio, lo que, llegado el momento, empecé a llamar su exigüidad. Siempre me atrasaba mientras se acumulaban, y siguen acumulándose, los problemas de definición. ¿Qué es una cultura pequeña? ¿Cuán pequeña debe ser para entrar en el campo de mi reflexión? ¿Se tratará de una cultura minoritaria? ¿Se tratará de islas, antiguas colonias, comunidades apátridas? ¿Será necesario ser catalán, franco-ontariano, esloveno, kurdo, palestino, quebequense, ojibwa, togolés? ¿Cómo reconocer entonces la estrecha franja de resistencia, la obra atópica del dios zurdo, el único lugar que me interesa de verdad en el mundo? Y, sobre todo, ¿en qué bibliotecas debo buscar a todos aquellos y aquellas a quienes por lo general el saber excluye, y que a su vez desconfían del saber?

    Aclaremos las cosas. No soy el primero que intenta entender a las culturas de la minorización. Un buen número de quebequenses, principalmente, pero también de francoontarianos, cris, eslovenos, jamaiquinos, sudafricanos, han contribuido de manera fundamental a esta reflexión que, hoy estoy absolutamente convencido, decidirá el destino de la literatura en nuestro mundo actual. Además, debido a este sentimiento de urgencia el libro tardaba tanto en concretarse, porque con la modestia que me era posible, presentía su importancia, al menos para mí. En Quebec, no hay duda de que los textos de Gilles Marcotte, Lise Gauvin y Lucie Robert me han estimulado y animado enormemente.¹ En otras partes fueron Bertil Galland, Fernand Dorais, Claire Lejeune, Félix-M. Castan y Roland Barthes, quien supo contarme su infancia entre el País Vasco y Occitania.² Tengo razón en sospechar que éstos no siempre van a coincidir con las conclusiones del presente trabajo. Lejos de ello, y así es mejor. No obstante, su visión de la institución dominante, del poder y de la alteridad cultural no me abandona jamás.

    También debo decir que mi trabajo en el entorno cultural francoontariano y en especial mis muy numerosas discusiones en la revista Liaison (la revista cultural del Ontario francés) me han inspirado y sobre todo cambiado de una forma radical. Desde hace sólo treinta años, en Canadá existen literaturas minoritarias embrionarias de lengua francesa, muy conscientes de su origen y de su originalidad, muy vivas, muy vitales, a pesar del estancamiento ineluctable de las comunidades culturales y étnicas de las que provienen. Se volvió imposible para mí ver la Literatura —toda la Literatura, ése es el problema— de otra forma que no sea la mirada inquieta de las exiguas franjas de cultura, esas escrituras de la exigüidad que a menudo me parece que constituyen el punto de quiebre de la escritura mundial. Voy a decir una perogrullada; creo, empero, que hay que decirla, para que las cosas queden claras entre nosotros: no es fácil vivir y escribir en la insularidad y la ambigüedad de una cultura minoritaria y ampliamente inferiorizada, pues las culturas inferiorizadas son inferiorizantes en lo más profundo de su ser. La minorización sólo puede vivirse en carne propia. No se trata de miserabilismo o de un drama de mala calidad, más bien es una de las condiciones positivas de la creación. Es un combate clarividente y, sin embargo, cotidianamente agotador. Al mismo tiempo sé —¡y tiemblo de alegría cuando pienso en ello!— que por medio de este combate entiendo mejor mi lugar y el de mis investigaciones respecto al poder, respecto a la alteridad, respecto al logos. Sé que algunas literaturas, a menudo muy pequeñas, se yerguen en contra del poder, en contra de la arrogancia de lo universal que probablemente hemos heredado de la Europa renacentista, y que obsesiona a morir nuestras investigaciones universitarias.

    Si hubiera tenido la capacidad lingüística, hubiera querido que este libro fuera universal en un sentido completamente distinto. Pero el conocimiento de las literaturas sobrepasa las aptitudes del individuo que soy. De todos modos intenté tomar mis ejemplos de los rincones más desconocidos, en la multiplicidad de lenguas y culturas tanto como me lo permitían mis conocimientos personales y las traducciones existentes. Por eso hablo de las literaturas y su pluralidad: vasca, quebequense,

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