La mordedura de la risa: Un estudio sobre la obra gráfica de Francisco Toledo
Por Verónica Volkow
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La mordedura de la risa - Verónica Volkow
1995).
La casa
SÓLO hay una cama de latón y una mesa de madera en esta casa inmensa, una estufa mínima para el té y no sé si tres platos en el estante. La cocina me recuerda las que Toledo dibuja, en la desnudez de lo blanco parecen quedar flotando las líneas escuetas de unas maderas, la oquedad de un traste.
La casa es antigua y casi deshabitada, monástica en sus grandes espacios y ausencias. En plena ciudad parece casa de pueblo, de esas en las que todo cabe con holgura. Una silla se hunde en la vastedad, son grandes las distancias entre los objetos. Toledo me dice que ya tiene ganas de dejarla y marcharse a otro sitio. Camina sin hacer ruido, casi sin tocar el piso, no habita el espacio, siempre demasiado grande alrededor de él, siempre demasiado espacio. En realidad vive como a la intemperie, transita por los lugares, no se apodera de ellos, ni se deja atrapar. Como un gran mago escurridizo, parece no pertenecer a nada.
Una habitación con una mesa es el estudio. Del muro una serpiente formada por conchas de tortuga se descuelga. ¡Hay tanta fidelidad a la estructura viva, a su orden trabado, a su plegadizo ingenio, en este objeto!
Las pocas cosas que hay en la casa, parecen extrañas anacoretas. Se dirían ensimismadas y abandonadas en la mitad del mundo. Sólo saben de sí mismas; y su forma perfecta, como un caparazón solitario y laborioso, las encierra.
En este desierto de pisos y muros que es el estudio, hay papeles tirados sobre el piso con ranas y cangrejos, esculturas de pistaches, vacas embarradas de tierra. Sus obras parecieran ser los únicos lugares donde, de hecho, Toledo habita, en los que está realmente. Fuera de estos engranes industriosos de vida, es como si el espacio de alrededor se perdiera.
La casa todavía no está lista, la está reconstruyendo, y junto a este aspecto de habitación en ruinas, en medio del polvo de cemento y los muros despostillados, contrasta el cuidado y la perfección de los seres vivos que brotan en su obra, la geometría exacta de sus codos, hocicos y tobillos. En algún rincón, sobre un papel, en un pedazo de cera, en un tejido de amate, nace el río articulado de la vida, geometría entrañada en su andamiaje de precisiones. La vida es como un dibujo creciendo de sus manos, todo está naciendo, y el artista no se guarda nada para sí, vive para ese instante de creación, entregado al poder de un viejo misterio.
Tierra de origen
MADEJA de calles es Juchitán que se disolverán en páramos, el sol brillando hasta en el polvo; vidrios, charcos, piedritas multiplicando al astro en todas partes. Y al levantar la vista, una ausencia de montañas y arboledas para detener los horizontes; el cielo sale corriendo a los confines: resaca azul de lo inasible.
En medio de este desierto de cielo, sol y polvo, mujeres que caminan como reinas con sus faldas de olas vivientes, espuma de encajes sobre la tierra, desafío de fuego y lodo en su mirada, gestos soberanos que presumen de una femenina plenitud irrenunciable. De algo me privan, no sé, las burlas esquivas de sus ojos.
El cosmopolita desenfado de los homosexuales sorprende, su holgura para consagrarse, por qué no, al colorido y volátil oficio de las flores. Juchitán me da siempre la impresión de sostenerse en una audacia, una audacia que es no sé si una voluntad o una libertad, una sabiduría o un capricho.
El paisaje me remite siempre a un contraste, junto a la tierra que enturbia al viento, los colores de los huipiles arden como ascuas, son como visiones llameantes de una irrenunciable certeza. En la mordaza del polvo, los colores encienden sus privadas luces y son, por su vehemencia, una forma de sostenerse en una afirmación, un estandarte de algo propio.
Banderas de gladiolas airosas y rosas desparramadas, de nardos con sus pequeños dientes y jazmines hondos: las mujeres parecen paraísos ambulantes. Jardines de faldas corolas, pistilos piernas: hay chisporroteo trizado de agapandos, granadas que estallan en risas. Colores que podrían tragarnos: magentas ávidos, colmillos del blanco, hociquillos del rosa. Son arquetipos que de pronto parecen encarnar, volverse carne, abrir los capullos de sus fauces.
Pero quizá son la carne, la piel, los ojos, los labios, los que han adquirido aquí por fin su heráldica: anaranjados gestos de azucenas, felinos suaves en el iris, sed en la esmeralda, violetas hondos cual nostalgia de horizontes. Rompecabezas trabados como los laberintos de Francisco Toledo, sólo que aquí son flor con flor, cuerpo vegetal con cuerpo, concentración de amapolas exacerbadas.
Hay una presencia ubicua del deseo en Juchitán, una inacallable dignidad del placer que le otorga realeza a cada movimiento, una forma de asirse y actuar a partir de una grandeza de las sensaciones. El cuerpo es centro de gravedad: lugar de las certezas. Testimonios de verdad en rojos y amarillos, enigmas acechando tras los antifaces de orquídeas.
Los cazahuates vibran como peces en el viento. Es la hora de la tarde en que «con los remolinos de pájaros las mujeres pierden la cabeza», como me dijo en alguna ocasión Toledo; parvadas vertiginosas hacen precipitarse al cielo de picada; hay un cielo en el abismo y vuelo en la caída. Aves velocísimas podrían voltear la tierra de cabeza,