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Las penas del guardador de rebaños: Tras la huella de Polifemo
Las penas del guardador de rebaños: Tras la huella de Polifemo
Las penas del guardador de rebaños: Tras la huella de Polifemo
Libro electrónico322 páginas4 horas

Las penas del guardador de rebaños: Tras la huella de Polifemo

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De manera crítica y exhaustivamente documentada, José Javier Villarreal desarrolla el poderoso influjo estilístico que tuvo La fábula de Polifemo y Galatea de Luis de Góngora, en las herederas de su género. Plantea que, así como se ha convenido en considerar a el Quijote como el inicio de la novela moderna, se puede sostener que el Polifemo lo es a su vez para el caso de la poesía; que en él se halla la raíz fundacional de las prácticas y preocupaciones de la lírica que se produce hoy en día, a todo lo largo y ancho del territorio de lengua española.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2013
ISBN9786071616661
Las penas del guardador de rebaños: Tras la huella de Polifemo

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    Las penas del guardador de rebaños - José Javier Villareal

    obras

    Liminares

    Durante mi último año de maestría en la Universidad de Texas, en El Paso —en 1996—, empecé a visualizar un estudio en torno al Polifemo, de Luis de Góngora, con el anhelo escudriñador de José Lezama Lima: Algún día cuando los estudios literarios superen su etapa de catálogo, y se estudien los poemas como cuerpos vivientes, o como dimensiones alcanzadas.¹ En ese trabajo me propondría hacer mi lectura y comprensión del poema a la luz de las diferentes reflexiones que han hecho los poetas y críticos de mi tiempo sobre el quehacer poético en general. Con esto me refiero a un sólido corpus autoral que se ha venido configurando a lo largo del siglo XX, y cuyos antecedentes (Goethe, Coleridge, Poe, Baudelaire, Darío) trazaron un abordaje crítico en el cual se fusionaron, de manera categórica, la sensibilidad, la inteligencia, el conocimiento y la imaginación. Es decir, la pasión crítica. Ver el poema, conscientemente, desde el pensamiento de mi época. Leerlo con los ojos de mi siglo. Contemporaneizarlo. La pauta me la dio el simbolismo, la urgencia surgió de lo que se ha venido a conocer con el nombre de poesía iberoamericana. Me explicaré.

    La revaloración de Góngora coincide con el inicio de las vanguardias, pero también coincide, y mucho más profundamente, con una visión del fenómeno poético postsimbolista (Mallarmé, Valéry). Es como si la poética gongorina, hasta finales del siglo XIX, hubiera sido alcanzada por un aparato crítico que ha venido robusteciéndose y definiéndose a lo largo del siglo XX (Eliot, Benn, Paz, Auden, Haroldo de Campos, Lezama Lima). Leemos a Góngora a través de nuestros poetas.

    Enzensberger, en su libro Detalles, ha escrito que el rasgo distintivo de la poesía moderna es su apropiación dinámica de la poesía precedente; una tradición en marcha o, como apuntara Marina Tsvietáieva, mirar hacia atrás y caminar hacia adelante.² Baste recordar, a manera de ejemplo, el caso de Eliot y su revisitación a la poesía metafísica inglesa del siglo XVII. El de la generación del 27 con respecto a los Siglos de Oro. El efecto estremecedor que las revoluciones poéticas en lengua española, llevadas a cabo en los siglos XVI y XVII, tuvieron en las propuestas líricas hispanoamericanas, tanto en el modernismo como en las llamadas vanguardias de principios del siglo XX. O el caso, más reciente, del poeta sirio Adonis con respecto a la poesía árabe clásica. Joseph Brodsky concluye: Un poema avanza por la fuerza de su acumulación creciente

    Pero no siempre el atrás nos precede. La mayoría de las veces convive dentro de un presente que sueña y prefigura un futuro. En cada época —nos advierte Walter Pater—, los muertos, esa sociedad oscura, actúan sobre los vivos con la fuerza de una mayoría creciente que cada vez con mayor nitidez, y con una aceptación cada vez más cercana a lo universal, impone sus afirmaciones, asiente sus preferencias.⁴ Las obras no sólo construyen puentes; corren a la par, establecen diálogos, se adelantan y se atrasan. Tropiezan. Algunas veces se ocultan; otras, se revelan en la obra que han influido. ¿Cómo leer a don Luis de Góngora después de haber leído a Huidobro, Vallejo, Girondo, Murilo Mendes o Lezama Lima? ¿Será lo mismo? Es obvio que no. Baste pensar sobre el concepto de neobarroco que se ha venido aplicando a buena parte de la poesía iberoamericana que cierra el siglo XX. Autores como Haroldo de Campos, en Brasil; Severo Sarduy, en Francia; Néstor Perlongher y Tamara Kamenszain, en Argentina; Roberto Echevarren y Jacobo Sefamí, en Norteamérica; Eduardo Milán, en México, han reflexionado sobre los tópicos y las direcciones que ostenta la poesía iberoamericana contemporánea. Y no sólo eso; también han profundizado en su raíz estética. Y es ahí donde los Siglos de Oro han aparecido con toda su fuerza germinativa. Pareciera que los siglos XVI y XVII, tanto españoles y americanos como portugueses, se han vuelto neurálgicos para comprender las propuestas estéticas de la actual poesía iberoamericana. Y Góngora como raíz fundacional de la misma.

    Góngora al influir y condicionar un futuro se ve arrastrado, a su vez, por ese futuro. Es un autor del siglo XVII no sólo revisitado sino, gracias a su influjo seminal, contemporáneo. La tradición literaria no fluye diacrónicamente sino que se remansa en una embrionaria sincronía. La tradición gongorina penetró y definió la expresión artística americana del siglo XVIII. Hizo posible la aventura estética iniciada por Martí y Gutiérrez Nájera y abanderada por Rubén Darío en el XIX. Acompañó el airón del modernismo brasileño de 1922 y de las expresiones vanguardistas hispanoamericanas de principios del siglo XX. Su diálogo no cesa. Góngora, con una estricta visión crítica del hacer literario, nos pertenece con la misma inmediatez que la lengua viva e inteligente con la cual escribimos nuestro tiempo.

    Antonio Alatorre, en su libro Los 1 001 años de la lengua española, sostiene que si hablamos de nuestra lengua, con respecto al español, debemos hablar también de nuestra literatura. Y esta pertenencia se extiende tanto en el tiempo como en el espacio. Tan válido es apropiarnos de las Églogas, de Garcilaso, como de los Nocturnos, de Xavier Villaurrutia. El español como lengua y como literatura nos involucra, define y expresa. Y no sería desmesurado pensar que el castellano, con su voluntad hegemónica (no hay que olvidar Granada y la reconquista, y lo que esto trajo), pero sobre todo por su necesidad estética renacentista ya palpable en Mena y Santillana, y que se agudizaría en el siglo XVI —acorde con el impulso humanista— para fructificar en el XVII, condiciona y determina una violenta mutación al español. Esta idea parte de una visión panorámica de las expresiones literarias castellanas de los siglos XIII, XIV y XV. Obviamente, hay sentidas diferencias, pero también hay una lenta evolución lingüística que engloba la expresión literaria de dichos siglos. Las necesidades expresivas de Boscán y Garcilaso, sobre todo de este último —a principios del XVI—, aceleran y demandan una lengua mucho más abarcadora y de un carácter reconciliador capaz de nombrar un registro lingüístico cada vez más amplio y complejo. El impulso vital de la lengua tomó para sus empresas vocablos, expresiones y construcciones provenientes de disímbolos reinos: del latín, del griego, del árabe, del italiano, del francés, etc. Incorporó americanismos y utilizó cuanta aportación pudo. El salto de la expresión lírica del XVI, con respecto al XV, nos lleva a proyectar el paso del castellano al español. El español como una lengua abierta, plural, receptora; esencialmente barroca en su crecimiento. En este sentido, la lengua que llega a América es el español y no el castellano. De hecho, predomina —en sus primeros contactos con América— el español de Sevilla mucho más que el de Toledo o el de Madrid. El barroco nos da expresión. Nuestra cultura se pronuncia por medio del español, es decir, a través de una concepción globalizante y memoriosa del ser contemporáneo.

    La presencia de Góngora en la expresión literaria iberoamericana a lo largo del siglo XX no se encuentra en el panegírico, sino que entronca con el concepto de literatura culta y se desarrolla en la llamada literatura difícil. El término difícil aquí evoca, por un lado, facilidad —en tanto que destaca la forma sobre la fórmula— y, por el otro, libertad creadora para conseguir dicha forma. La literatura difícil, tanto en el siglo XVII como en el actual, es aquella que pondera los poderes de la lengua. El escritor no se sirve del lenguaje; muy al contrario, se sabe a merced de sus misterios. El pensamiento poético se vale de un camino serpenteante entre el enigma y el conocimiento. El primero invoca la curiosidad culta; el segundo responde con el imaginar verdadero que sugiere Dante en su Paraíso cuando habla del falso imaginar. No se trata de un desarreglo de los sentidos, sino de una fusión de éstos para percibir una realidad contemplada desde el alma misma. El extrañamiento al que obliga el pensamiento poético apresa el enigma sin revelarlo. Así, el conocimiento que se desprende del Logos poético descansa en la comprensión, nunca en la explicación. Hablamos de un anima mundi, de una realidad sorprendida por la atención. Góngora, desde esta perspectiva cognoscitiva, nos muestra la escenografía sentimental que rodea al Polifemo y que se desata plenamente, sin justificación argumentativa ajena al acto mismo de cantar, en las Soledades.

    Por otra parte, me parece que aislar al Polifemo de su contexto literario equivale a mutilar mi apreciación del mismo. Aceptar de entrada un canon producto de una serie de prejuicios que tiene más que ver con una historia de la literatura que con una visión crítica de la misma. Valéry en una terrible sentencia declaró que lo moderno se contenta con poco.⁵ Por lo tanto, considero necesario contextualizar la expresión gongorina en el ámbito poético de su tiempo. No pretendo con esto reducirla ni limitarla a un determinado espacio histórico; por el contrario, deseo servirme de ese espacio, en el cual se inscribe la gestación poética gongorina, como una herramienta más para la comprensión de su legado poético. Un legado que rebasa con mucho dicho espacio histórico-cultural.

    Establecí un mapa, no del todo arbitrario, que va de Garcilaso (siglo XVI) hasta el Luis de Góngora del Polifemo (principios del XVII). Entre estos dos polos se da una reacción en cadena dentro de la expresión poética en español. Dicha reacción tiene sus atisbos en el siglo XV con el marqués de Santillana, pero no será hasta el XVI cuando Garcilaso dé inicio a esa revolución estética y ética de la lírica española con el —ahora llamado— nuevo estilo. Cisma lingüístico —como ya apunté— que se vio condicionado por la expresión lírica del siglo XVI con respecto a la del XV. Dicha escisión no fue privativa de la poesía española; la lírica portuguesa también sufrió ese temblor edificante. No se trata aquí de conformarse con el tópico academicista de las formas italianizantes, sino de bucear en lo que estas formas de expresión provocaron con respecto a la concepción del quehacer poético y de la poesía misma. Por una parte, se imponía lo verosímil sobre lo verdadero; por otra, se tensaba la tradición aristotélica y horaciana de la imitatio y del deleitar educando. La línea petrarquista, ya fuerte en Garcilaso, llegaba a su completa madurez con Fernando de Herrera. El deleite formal iba ganando terreno al contenido. La res dejaba de ser la coartada de las verba. Sin embargo, la concepción contenidista seguía explicando las audacias formales. Si Garcilaso había enfrentado lo verosímil a lo verdadero, Herrera hacía lo propio entre ars y natura. Entre los dos la imaginación placentaria de Camões acusando una descomposición de la estética renacentista en concordancia con una extrañeza emocional que daría paso —vía manierista— al barroco.

    Oposiciones y decisiones que fueron conquistando la autonomía de la elocutio en relación con la inventio. De la exigida transparencia de Horacio se pasaba al simbolismo alegórico de san Agustín. "Queda claro —nos dice Begoña López Bueno— que el empleo de imágenes, metáforas, adjetivación profusa, léxico culto y complicación sintáctica no se concibe sólo como un exorno formal, un plus decorativo, sino que en él se fundamenta el concepto mismo del arte de la poesía frente a los que escriben ‘llevados de sola fuerça de ingenio’."⁶ La absoluta conciencia de pertenecer a una tradición poética culta quedaba asentada en el Libro de la erudición poética, de Luis Carrillo y Sotomayor. Con la Epístola moral a Fabio, de Andrés Fernández de Andrada, se imponía la tradición moral clásica latina a la petrarquista. Del amor cognoscitivo, de raíz medieval, pasábamos a un locus amoenus de influjo estoico-senequista. Las soledades poblaron la temática lírica de finales del siglo XVI y principios del XVII. Góngora estaba lejos de la estética renacentista, lejos de la escuela petrarquista, lejos del deleitar educando, radicalmente lejos de la coartada contenidista. El placer estético, en su concepción creativa, se basaba en una sustancia poética del lenguaje. La forma ya era fondo. Punto final de una circunvalación que inauguraba, paradójicamente, a la poesía moderna. Inhalación-exhalación de una propuesta lírica sin precedentes en nuestra tradición literaria.

    Leer la obra del poeta con los ojos de mi tiempo, pero escuchándola con la música del suyo. Sin embargo, la música también es el dictado de la razón. Harold Bloom sostiene que los críticos escriben poesía, sólo que en prosa. Para Mallarmé no existe diferencia entre la prosa y el verso; todo se reduce a una sintaxis de la acentuación. Por consiguiente, ¿cómo ignorar las poéticas que producen escritores de la talla de Enrique de Villena, Juan Alfonso de Baena, el marqués de Santillana, Antonio de Nebrija, Juan del Encina, el Brocense, Herrera, fray Luis de León, Carrillo y Sotomayor, Juan de Jáuregui, Bernardo de Balbuena?

    El objetivo es demostrar que la propuesta estética contenida en el Polifemo es el inicio de una prosecución, en el quehacer lírico, que hemos convenido en llamar poesía moderna. Si hoy día no nos cuesta trabajo aceptar que la novela contemporánea nace con el Quijote, podemos demostrar, con base en nuestro entendimiento crítico postsimbolista de lo que es el fenómeno poético, que con el Polifemo nace la poesía moderna. La atribución de un poder mágico para el ritmo poético, o un potencial privilegiado para el lenguaje metafórico. La poesía, para el poeta moderno, es la última de las historias posibles,⁷ afirma Irlemar Chiampi. Y esto nos entronca poderosamente con la propuesta estética y ética del Polifemo.

    Atendiendo a estas preocupaciones he dividido el cuerpo de mi lectura en una introducción —Liminares— y seis capítulos (Antecedentes y adelantados, El canto de las ínsulas extrañas, Poesía e imaginación, El nuevo arte de escribir poemas, Una generación incómoda y La materia del canto). Cada capítulo deberá explorar una veta hacia la comprensión del poema.

    JOSÉ JAVIER VILLARREAL

    Monterrey-Higueras, abril de 2012

    ¹ José Lezama Lima, La expresión americana, Irlemar Chiampi (ed.), Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 97.

    ² Marina Tsvietáieva, El poeta y el tiempo, Selma Ancira (ed.), Anagrama, Barcelona, 1990, p. 58.

    ³ Joseph Brodsky, Por quienes doblan las campanas rajadas, Aurelio Asiain (trad.), Vuelta, núm. 188, México, p. 18.

    ⁴ Walter Pater citado por Harold Bloom, Los vasos rotos, Federico Patán (trad.), Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 52.

    ⁵ Paul Valéry, Discurso a los cirujanos / Aforismos / Goethe, David de Alcazar (trad.), Xavier Villaurrutia (pról.), Nueva Cultura, México, 1940, p. 67.

    ⁶ Begoña López Bueno, La poética cultista de Herrera a Góngora, Alfar, Sevilla, 1987, p. 19.

    ⁷ Irlemar Chiampi, Fundadores da modernidade, Atica, São Paulo, 1991, p. 16 (la traducción es mía).

    Antecedentes y adelantados

    Se vislumbran pero no se tocan los caminos y senderos.

    Arboledas que devuelven la profusión —húmedo instante—

    en la costumbre continuada del domingo.

    Don Luis, inclinado sobre la mesa, con hábil mano, divide

    el mazo y reparte los naipes.

    Para todos hay en esta aristocrática flor

    donde el asombro, el ingenio y la devoción por el exceso

    rompen las fronteras, las seguras murallas de los límites.

    Mas el intonso no se sacia con violentar la forma

    va a la esencia misma del quehacer poético. Aristóteles,

    en la carrera de la liebre y la tortuga, se ha quedado

    muy atrás.

    Los Felipes asisten crudelísimos al juego de cartas.

    El conde-duque ve desfilar un Homero —por la mano de Lerma

    capellán—

    que los Mena y Santillana intuyeron.

    No están más Boscán ni Garcilaso,

    pero el filo adjetival de este último continuará por siempre

    cortando las picadas espumas

    de la amatoria ebullición.

    Embrionario centro cuyo radio sentimental

    hizo girar las palabras en combinaciones sorprendentes.

    Montes, estrechas hondonadas que el dolor anegó

    por el prolongado seguimiento.

    La verdura fue descubierta más allá del retablo para florecer

    en los desplantes de la amada.

    Helado cauce que va arrasando los sortilegios

    de una erotización que enfrenta y armoniza.

    Los amantes, nunca juntos, divisan, en un fugitivo paisaje,

    los reinos inacabados, fronterizos, de sus cuerpos.

    La espada, al delinear el estigma del deseo, deja escapar

    el rocío de la cortesía,

    humedece el lecho con la rendida retórica de los trovadores

    EL SIGLO XII SUBRAYA EL INICIO DE UNA TRANSGRESIÓN, DE UNA HEREJÍA, QUE SE HA denominado amor. Los cátaros y su Iglesia negaron la encarnación de Cristo y con ésta el ágape del amor feliz, del amor cristiano. Frente a él soñaron la pureza a perpetuidad, el amor-pasión que niega la comunión como un fin y abre las puertas a un estado de deseo que preserva el anhelo de amor hasta alcanzar su más precisa graduación. Esta religión, al ser condenada y arrasada por la Iglesia de Roma, buscó formas de expresión. El romance de Tristán e Iseo fue la simiente de la imaginería del amor cortés. La aventura de dos amantes que luchan por mantenerse alejados el uno del otro, pero en permanente estado de deseo. El matrimonio, como institución, obedecía a un orden económico-social. El amor-pasión se le enfrentaba, ubicándose fuera de él. Se creaba así una retórica espiritual del eros, una erótica del impulso creador.

    Los trovadores contemplaron destinatarias que eran el mismo amor. Éste se convirtió en el único camino de redención. Una redención que se coronaba con la propia renuncia por parte del amante. La comunión era sumamente compleja. Cincuenta años más tarde, en 1293, como deja asentado el propio Dante en su Vida nueva, los poetas italianos del dolce stil nuovo sublimaron a tal grado a sus destinatarias que eran todo (filosofía, teología, retórica) menos mujeres de índole terrenal.

    El dolce stil nuovo, desde la pila bautismal del Purgatorio, impone sus condiciones. Amor es el encargado de desatar las fuerzas que animan los territorios de la pasión. Y Amor reside en la presencia misma de la amada, de la glorificada doncella, que abandona los parámetros terrenales para conducirnos al fuego celeste de la divinidad.

    Cavalcanti, Guinizelli y el joven Dante saben del conocimiento que otorga la visión, la imagen que puede ayudar a que las puertas del paraíso se abran. La visión rebasa con mucho el reducido campo de lo físico, despliega sus fuerzas en las múltiples condiciones de representación mental y sensorial que los sentidos —todos— alcanzan a proponer en sus diversas combinaciones, aunadas a las capacidades transfigurativas e imaginativas de la pasión y/o del otorgamiento, y entonces sólo nos queda el registro de la emoción por la sensación memoriosa del accidente padecido. Este registro se obtiene por medio de certezas que escapan a una decodificación puramente racional que soporta el lenguaje heredado. El poema, en este caso, es la fuerza, la resistencia y la desmesura por expresar, por presentificar lo —hasta ese momento— inexistente.

    LA CARNALIDAD SE HA VELADO EN EL PROCESO DE DIVINIZACIÓN DE LA AMADA POR LA religiosidad alegórica que el fenómeno visionario contiene. El juego no está en la reciprocidad del escarceo amoroso, sino en la sublimación, en el proceso que Amor despierta gracias a la irradiación virginal del objeto de veneración, provocando que nuestro afán de pureza florezca en nosotros —desde nosotros— debido a la visión que sufrimos de la amada.

    Dante escribe:

    Digo que

    la que quiera parecer noble dama, vaya con

    ella, pues cuando pasa por la calle, Amor

    arroja hielo en los corazones villanos, y así

    congela y mata todos sus pensamientos; y

    quien pudiera soportar el mirarla, se

    ennoblecería, o moriría

    [versión de Julio Martínez Mesanza]

    Si partimos del concepto de poiesis para acercarnos al fenómeno poético tendremos el quehacer y la elaboración como rasgos señeros de aproximación a la visión poética. El deseo es el violento acicate que impulsa y dirige la esencia toda del deseante, del apasionado. El poeta está condenado a la edificación de un espacio donde la unidad —fin último del deseo— se logre y manifieste. El poema es dicho espacio.

    La discontinuidad revela la personalidad del sujeto de deseo; la poiesis, la impronta de dicha personalidad. La expresión única, total y globalizante que es el poema, es la continuidad de la imagen, su vértigo presentificador, el erotismo conseguido, el cuerpo que se sueña en otro cuerpo o el mundo que se sueña en el poema. El lenguaje está traspasado por esta urgencia deseante, apasionante, que lo trastoca en canto; pero la imagen: la expresión poética, el hallazgo del poema, nos suspende en un abandono orgásmico que logra la continuidad, la unión de la visión poética, la erotización no sólo del lenguaje, sino de la realidad nombrada y, por ende, revelada en el poema.

    Habría que subrayar la diferencia, dentro del fenómeno poético, entre el tema del poema y el objeto del mismo. El tema puede ser cualquiera: el dolor, el deseo, los celos, la muerte, el abandono, el sueño, la infidelidad, la distancia, etc. El objeto es la realidad presentada en el poema desde el poema mismo; esas

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