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Teorías de la lírica
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Libro electrónico309 páginas5 horas

Teorías de la lírica

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El escritor venezolano Gustavo Guerrero reúne tres ensayos que constituyen un amplio recorrido a través de la historia de la poesía lírica y traza la trayectoria del género lírico a través del tiempo, ofreciendo al lector la evolución del concepto de poesía lírica, desde sus orígenes griegos hasta la poética prerromántica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2014
ISBN9786071624260
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    Teorías de la lírica - Gustavo Guerrero

    empezar.

    I. DE UNA ANTIGUA HERENCIA

    Negat Cicero, si duplicetur sibi aetas, habiturum se tempus, quo legat lyricos.

    SÉNECA, Cartas a Lucilius

    NUESTRA historia comienza entre los siglos VII y VI antes de Cristo, cuando llegan a la Grecia continental, desde Lesbos y las colonias del Asia Menor, nuevas voces y nuevos cantos que vivifican los usos ancestrales de la cultura helénica. Aedos viajeros que, con frecuencia, son a la vez compositores y ejecutantes recorren las ciudades y van dando cuerpo a formas poéticas inéditas que se integran rápidamente en la tradición por medio de los festivales y las fiestas religiosas, las ceremonias públicas y la celebración privada. Admirado por todos, su arte se difunde entre los poetas locales, engendrando una síntesis compleja de palabra, música y danza que, en la monodia y el canto coral o mixto, hace de cada composición una obra única. De muchas sólo conocemos hoy el título o una simple referencia; de otras conservamos un texto a menudo reducido por el tiempo a un rosario de fragmentos que, sin duda, reflejan mal el esplendor de una creación destinada a marcar todo un periodo de la literatura antigua: la Edad Lírica de Grecia.

    Desgraciadamente, lo que nos queda de ella es un vasto edificio en ruinas cuya lectura, siempre parcial, resulta frustrante aun en el caso del corpus pindárico, la colección más extensa y mejor preservada. Pero la frustración es todavía mayor cuando se trata de analizar la teoría genérica que debía de ir infusa en las diversas composiciones. Es verdad que los fragmentos nos hablan del orgullo de los poetas, guardianes de un saber inveterado y prestos a reivindicar la naturaleza divina de su arte; no es menos cierto que expresan una visión del mundo por medio de temas esenciales como el amor, la vejez y la muerte, el destino de los hombres y los designios de los dioses. Sin embargo, ante la pregunta por su condición genérica original, permanecen mudos y, en este terreno, donde se suele agruparlos calificándolos de poemas líricos, sólo la investigación histórica y el estudio de testimonios tardíos permiten sugerir en la actualidad algunas hipótesis. Así, Francisco Rodríguez Adrados, uno de los filólogos que ha llevado más lejos el ensayo de reconstrucción, distingue varios criterios que pudieron haber regido la caracterización genérica, como, por ejemplo, el tipo de fiesta, la finalidad del discurso, la configuración del coro, los metros, los tipos de danza, el dialecto y la música.¹ Pero esto no nos lo dicen expresamente los poetas, que obran dentro de una tradición por todos conocida y no necesitan comentar el estatuto de sus composiciones.² En realidad, hay que esperar prácticamente hasta fines del siglo V antes de nuestra era, cuando ha pasado ya su periodo de mayor desarrollo, para encontrar la primera descripción global de la poesía de la Edad Lírica en la obra de Platón.

    ACERCAMIENTO A LOS MELÈ

    En efecto, a lo largo de los Diálogos, el comentario platónico esboza una primera semblanza de esta disciplina en la que se funden y se confunden la danza, la música y la palabra. Como reformador de la cultura griega, el maestro de la Academia no podía menos que tener en cuenta una práctica artística ya tradicional en el seno de la paideia y que gozaba aún de cierto favor entre sus contemporáneos. En una página del Gorgias (449 d), la define sumariamente como composición de cantos (melon poièsis) bajo la rúbrica de mousikè, y en la República (X, 607 a) y las Leyes (III, 700 a), menciona los nombres genéricos de las formas principales —nomos, himnos, peanes, trenos, ditirambos— que parecieran recibir allí un tratamiento privilegiado en claro contraste con las críticas acerbas a los géneros dramáticos y a la epopeya homérica. Platón nos ofrece, además, una serie de referencias a algunos de los poetas más destacados que luego pasarán a formar parte del canon alejandrino. Así, la bella Safo y el sabio Anacreonte son objeto de un breve homenaje a propósito del discurso amoroso (Fedro, 235 c), Estesícoro da pie a una digresión decisiva en torno al problema de las relaciones entre inspiración y verdad (Fedro, 243 a), y Simónides se hace acreedor a distintos elogios (República I, 331 d) y censuras (Protágoras, 339 a). Por lo que respecta a Píndaro, sabemos que la admiración del filósofo le reserva un lugar aparte dentro del grupo, ya que ocupa, junto a Homero y Hesíodo, el sitial que corresponde a los autores más citados en los Diálogos. Y es que Platón no duda en tomarle prestadas muchas expresiones para ornar su discurso y, repetidamente, comenta pasajes de las odas y algunos fragmentos que han llegado hasta nosotros (Gorgias, 484 c; República I, 331 a; Leyes III, 90 b). Pero, sobre todo, el filósofo recurre a los versos del poeta cuando necesita una imagen singular que ilustre con brillo su pensamiento, como en la célebre descripción del vuelo celeste del alma (Teteo, 173 e) y en la exposición de la teoría de la metempsicosis y la reminiscencia (Menón, 81 b). Huelga señalar que la importancia de ambas citas realza aún más la preeminencia de Píndaro en el texto platónico y hace que no parezca del todo descabellada la idea de que su influencia debió haber sido significativa en la actitud indulgente de Platón ante los himnos y los encomios en la República y las Leyes.³

    Ahora bien, cuando se trata de dar una interpretación global a este conjunto de citas, alusiones y referencias, el esfuerzo por establecer una perspectiva más o menos coherente, que cifre la visión del filósofo, tropieza de inmediato con el obstáculo primero de toda exégesis de los diálogos: la esencial discontinuidad de un discurso reacio a la sistematización. Como es sabido, este problema se hace más agudo en el terreno literario a causa de los presupuestos mismos en que se funda el comentario platónico y que llevan necesariamente a su diseminación en numerosos pasajes, pues el filósofo no le reconoce a la poesía un estatuto propio ni como forma ni como objeto de conocimiento. Lo que algunos llaman la crítica literaria de Platón representa, de hecho, un vasto rompecabezas, un mosaico disperso y fragmentado que, movido a menudo por un afán polémico, cambia con la diversidad de sus contextos. Afortunadamente, para hablar del arte de Píndaro, Safo y Anacreonte es posible encontrar un hilo conductor bastante seguro, ya que los Diálogos constituyen un testimonio capital en la historia de la literatura a la hora de evocar la existencia de dos términos empleados durante el periodo clásico para designar justamente el tipo de poema y de poeta que, más tarde, los filólogos alejandrinos calificarán de líricos: melos y melopoios. Ambos surgen como denominaciones prístinas que apuntan a la prehistoria de la categoría genérica hasta tal punto que, en su etimología, se ha querido ver la descripción de un rasgo compositivo primordial.

    En verdad, aunque es claro que melos significa miembro o parte en los Himnos homéricos, nada se sabe a ciencia cierta de la evolución que condujo al sentido más amplio de canto con que hoy se le traduce ni tampoco al compuesto melopoios. Las hipótesis que postulan la existencia de un vínculo con la escansión métrica del verso lírico en estrofas o con la estructura de la frase musical no pasan de ser simples suposiciones, pues la música de la Edad Lírica no ha sido recuperada y, en lo que respecta a la división estrófica, otros versos, como los elegiacos y los yámbicos, no parecen menos articulados en miembros o partes.⁵ Las etimologías antiguas poco aportan a la solución de este enigma. Algunas aluden vagamente a la invención mítica de los instrumentos de cuerda por Melia; otras se limitan a relacionar el nombre con la idea de medida (metron) o con esa dulzura de la miel (meli) que la teoría de los estilos convertirá en una metáfora recurrente.⁶

    Sea cual fuere el camino de la derivación, melos y melopoios cobran ya un sentido genérico para el siglo V antes de Cristo, tal y como lo demuestra Aristófanes al referirse al canto monódico y coral en las Tesmoforiantes (42) y las Ranas (1250, 1324). Pero es sobre todo en la obra de Platón donde se concentra el mayor número de testimonios. El filósofo utiliza los dos términos en un abanico de diálogos que va del Protágoras a las Leyes, pasando por el Gorgias, el Ion y la República y, en todos ellos, los asocia con frecuencia a la noción de mousikè, el arte de las Musas al que correspondía, en la Grecia Clásica, el manejo de instrumentos musicales, el canto y el ritmo de los pasos (Alcibiades I, 108 c). Factor decisivo en la descripción platónica, esta correlación orienta el acercamiento a la poesía de la Edad Lírica, poniendo de relieve constantemente el nexo entre tres realidades que, en la actualidad, tienen una existencia autónoma, pero que es necesario concebir como un todo orgánicamente integrado. Así, en una página del libro III de la República (398 c), que se sitúa a continuación de la famosa clasificación de la poesía según los modos enunciativos, el Sócrates de Platón afirma que melos es un compuesto formado de palabra (logos), armonía (àrmonia) y ritmo (ruthmos). Seguidamente, el filósofo pareciera destacar la importancia de los dos últimos elementos al tratar en detalle el problema de la naturaleza imitativa de las principales armonías y, luego, la cuestión rítmica (398 c - 403 c). Pero la verdadera distinción genérica hay que buscarla más bien en la manera como Sócrates describe el componente verbal cuando, al comienzo del pasaje (398 c), establece una clara diferencia entre un discurso destinado al canto y otro no cantado (mè adomenos logos). Sólo las palabras de un melos entran en la primera categoría de esta división que, basada en un criterio de concordancia entre texto y música, traza una frontera genérica entre lo que se dice y lo que se canta, y quizá, con más precisión, entre el recitativo escandido o salmodiado de la epopeya, la elegía y los yambos, y el canto melódico propiamente dicho.⁷ Los testimonios de la Antigüedad y, sobre todo, la irregularidad métrica de las composiciones corales subsistentes confirman la existencia de esta nota distintiva, el íntimo comercio entre palabra y música del que Sócrates aquí nos habla.⁸

    El concepto de melos que se desprende de la descripción platónica no se confunde, sin embargo, con la noción actual de canción o de música vocal. Toda analogía que evoque el predominio de la música sobre el texto o incluso una relación de paridad entre ambos falsea la perspectiva y parece ajena a la condición del arte de la Edad Lírica, pues, dentro del mismo pasaje de la República ya citado, Sócrates insiste tres veces en que es indispensable que la armonía y el ritmo se sometan al dictado de las palabras y constituyan, para ellas, un simple acompañamiento (398 d; 400 a y d). Hacer tal hincapié responde quizás al afán de oponerse a la evolución que entonces se esbozaba en el horizonte artístico y cultural griego, y que conduciría a corto plazo a la independencia de música y verso. No está de más recordar que el ateniense de las Leyes la denuncia con vehemencia como una forma de corrupción (II, 669 d, e). Pero, de un modo más inmediato, lo que la insistencia del filósofo pone de manifiesto es el papel central que debía desempeñar el texto en la composición, tal y como era de esperar de un sistema métrico cuantitativo en el cual la alternancia de sílabas largas y breves creaba un ritmo y, de seguro, lo transmitía a la melodía. Los melè debían de representar así no tanto una especie de poesía musical sino una poesía acompañada con música. Para Platón, esta última sólo existía en función del verso y es muy probable que, como señala W. R. Johnson, "melodía, ritmo, voz, danza, lira y aulos, todo conspirara para reforzar y subrayar la separación de las sílabas, y aumentar la claridad de las palabras cantadas".⁹ Digamos que lo esencial era preservar la inteligibilidad del texto y sin duda garantizar de este modo su conservación y transmisión. ¿Aquello que los personajes de los Diálogos recuerdan de Estesícoro, Píndaro y Simónides, como de cualquier otro poeta, no es acaso el discurso, las palabras (Protágoras, 339 b), aunque sólo las hayan oído entre los cantos de algún banquete (Gorgias, 451 e)?

    Hablar de la inteligibilidad del texto, hablar de la música y el canto supone establecer, además, una diferencia sustancial, una verdadera frontera, entre lo que Platón entendía por melos y el poema y la poesía lírica de los alejandrinos y romanos. De un concepto al otro se alza, en efecto, el lindero que separa a la oralidad y la escritura, a una literatura de la voz y otra de la letra, pues sabemos que, como toda la poesía griega de aquella época, los melè se hallan aún en el marco de una tradición básicamente oral donde la ejecución no sólo representa un medio de difusión de la obra, sino que es su modo de existencia primordial. Y es que el poema no se realizaba a plenitud sino en la conjunción del texto, el ritmo, la música, la danza y el espectáculo visual, tal y como es posible imaginarlo en los festivales y concursos de mousikê a los que alude el Ion (530 a) y que reaparecen como un motivo de discusión constante en las Leyes.¹⁰ Un buen número de testimonios antiguos destacan esta estrecha imbricación de los diversos elementos al describir la correspondencia entre el esquema de composición ternario del texto —proemio, centro y epílogo— y las figuras coreográficas que los participantes ejecutaban al son de la música y las voces.¹¹ Platón hace otro tanto cuando, siguiendo el mismo principio enunciado al tratar de las armonías, insiste en la necesaria subordinación de la coreografía al texto aunque las danzas variaran según los distintos tipos de poemas.¹² Pero, así fuesen versos de Anacreonte, epitalamios de Safo u odas pindáricas, lo importante es que las composiciones monódicas y corales estaban destinadas, desde un comienzo, a la ejecución pública o privada, y constituían por definición una poesía de y para la voz.¹³ Este hecho es fundamental para entender las dificultades insoslayables con que tropieza cualquier intento de reconstrucción histórica, pues, aunque es posible suponer la presencia de un texto escrito y quizá de alguna forma de notación coreográfica y musical utilizada originalmente por el chorodidaskalos, no habría que olvidar, como bien señala Mullen, que en esencia, una oda no existe sino mientras está siendo ejecutada.¹⁴ De ahí que la poesía de la Edad Lírica aparezca dominada por ese rasgo mayor de la literatura oral que es el carácter circunstancial del discurso, rasgo que refleja la relación directa del texto con un lugar y un momento precisos, un espacio y un tiempo ritualizados, coordenadas que encarnan en el evento en que se canta o que son el evento mismo; de ahí los índices textuales de un discurso situacional que se expresan a través del empleo de ciertas figuras pronominales y de las marcas del presente, signos que traducen la interacción general entre el sujeto de la enunciación y sus destinatarios.¹⁵ Éstos formaban sin duda un público de oyentes y espectadores que, como horizonte de recepción, probablemente poco o nada tenía que ver con los lectores de las odas de Horacio.

    Motivados culturalmente en el seno de un sistema de comunicación oral, los melè cristalizaban, pues, en una práctica artística performativa. De ello conservarán aún el recuerdo los intentos de clasificación tardíos de la poesía de la Edad Lírica al referirse a las circunstancias de la ejecución de los poemas o a los diversos destinatarios de sus discursos. Platón, en la enumeración del libro III de las Leyes (700 b), pone también el acento en este aspecto, ya que himnos, peanes, trenos, ditirambos y nomos son mencionados como formas (eidè) y modos musicales y coreográficos (skèmata) de la mousikè.¹⁶ El filósofo los presenta, además, a manera de ejemplos loables de los géneros puros y estrictamente regulados que correspondían a la época en que la sociedad ateniense era virtuosa, lo que constituye un reconocimiento notable si se tiene en cuenta la opinión más corriente de Platón sobre la poesía y, en particular, su actitud severa para con la tragedia en el mismo diálogo (VII, 817 a-d). Cabría decir, incluso, que este tratamiento privilegiado que reciben los melè parece una constante en las Leyes, pues, dentro del proyecto educativo de la ciudad ideal, sólo ellos, libres de censura, entran finalmente en el programa de la nueva paideia a través de la enseñanza obligatoria de la lira.¹⁷ Sin embargo, hay que reconocer que tanta estima se compagina mal con la escueta descripción de las formas erigidas en modelos de pureza y rectitud. Y es que las distinciones se reducen, en verdad, a poca cosa: se nos dice que las plegarias a los dioses constituían un tipo de canto llamado himno, diferente de los trenos, que contenían lamentaciones; los peanes, por su parte, no suscitan comentario alguno, y de los ditirambos apenas se señala que su nombre alude al nacimiento de Dionisos; por último, se menciona a los nomos, calificados globalmente de citarédicos (Leyes III, 700 b).

    ¿Qué se puede inferir de un cuadro tan abocetado? Sin duda, la existencia temprana de una serie de formas distintas y, en principio, independientes, caracterizadas por rasgos disímiles (temáticos, discursivos, de representación, etc.) y vinculadas a un pasado casi legendario, a una tradición ancestral, hasta tal punto que resulta difícil saber si Platón las valora realmente por sus cualidades poéticas o, conservador al fin, por sus lejanos orígenes. Muchas de ellas parecen relacionadas, además, con el culto religioso, y todas forman parte del arte de las Musas, la mousikè, lo que no sólo realza su dimensión performativa, como ya se ha dicho, sino que las asocia también a las diosas de las que provenía tradicionalmente el don de la inspiración. No en vano le corresponde al melopoios la tarea de ilustrar, en el Ion, las características de ese fenómeno psicológico y religioso con que el pensamiento platónico da una respuesta al problema de las fuentes del quehacer poético: el furor divino de la poesía.

    En efecto, la descripción del estado de posesión y éxtasis fecundo en que entra el poeta inspirado se apoya fundamentalmente en el ejemplo del melopoios a lo largo de este diálogo. Es verdad que, en el Ion, encontramos uno de los pocos pasajes del comentario platónico que reúne y distingue a los compositores de melè y a los poetas épicos (epòn poiètai), y los sitúa en un plano de igualdad (533 e); pero éstos sólo están presentes por medio del rapsoda, intérprete de intérpretes (535 a), mientras que los melopoioi ocupan un lugar central en la descripción del fenómeno. Así, después de comparar el poder de las Musas con el magnetismo de la piedra imán que comunica su fuerza a un anillo de hierro al ponerse en contacto con él, Sócrates escoge al melopoios para ilustrar los efectos del don divino a través de un retrato escorzado donde se superponen las danzas furiosas de los coribantes, el trance de las sacerdotisas de Dionisos y las imágenes de un viaje al jardín de las diosas (Ion 533 d - 534 b). Y cuando llega el momento de ofrecer la prueba decisiva de que los poetas no componen siguiendo las reglas de un arte, sino gracias a una intervención divina, arbitraria y discontinua, semejante a la que suscita las profecías de la Sibila o la Pitia, Sócrates cita el caso de un melopoios, Tínicos de Calcis, que pone fin a la argumentación con el ejemplo de su peán, el más hermoso de los melè, según el filósofo, una verdadera trouvaille de las Musas (534 d-e).

    Si hemos de creer en la descripción del Ion, el melopoios representa así al poeta inspirado por excelencia y, consecuentemente, los melè constituyen, ante todo, una poesía de la inspiración. Tal privilegio no es ajeno sin duda al estrecho nexo del arte de la Edad Lírica con las ceremonias religiosas y a su ubicación entre las disciplinas performativas, ya que, por ambas vías, el poeta y sus poemas se funden en una relación esencial con las armonías y los ritmos, los elementos básicos utilizados para provocar el estado de posesión y alcanzar el paroxismo catártico en cultos como la adoración de la Cibeles o de Dionisos.¹⁸ Por lo demás, el propio Platón reconoce expresamente en varias ocasiones que ritmos y armonías tienen el poder de engendrar el delirio y desencadenar las fuerzas irracionales.¹⁹ Sin embargo, hay que decir que su descripción del fenómeno de la inspiración poética como posesión (enthousiasmos) ha suscitado serias dudas, pues, aunque el ateniense de las Leyes la califique de vieja historia o viejo mito (IV, 719 c), los testimonios más antiguos no reflejan esa imagen convulsa de un melopoios que canta en pleno rapto extático, habitado por un dios y dispuesto a la profecía. Como lo ha señalado Dodds, este concepto de la inspiración, que se atribuye originalmente a Demócrito y a cierta influencia del culto dionisiaco en el siglo V antes de Cristo, no se corresponde con el proverbial orgullo de los poetas que sólo apelan a las Musas para garantizar la verdad de sus dichos o para ser sus intérpretes entre los hombres, sin que ello suponga el abandono de sus facultades conscientes ni menos aún la renuncia al dominio de un arte y un saber inveterados.²⁰ No parecen ser otras, empero, las consecuencias de las tesis de Ion, pues la semblanza del melopoios como un poeta que está fuera de sí arrastra fatalmente a la poesía hacia el mundo de lo insondable, hacia el campo de lo irracional y lo asistemático, donde es imposible defender su condición de auténtico saber (sophia) o de arte (technè). Indudablemente, en su querella con los poetas, nada podía satisfacer más a Platón que este sutil modo de invalidar cualquier proyecto de una poética a la manera aristotélica o toda crítica metódica de orientación lingüística, como la que entonces se abría paso con los sofistas.

    Más allá de una intención polémica que quizá desvirtúa aquí el contenido original del don de la inspiración, lo cierto es que el vínculo privilegiado de la poesía de la Edad Lírica con la doctrina del furor poético se mantiene a lo largo de la Antigüedad y, en la tradición más inmediata, reaparece en la figura del lyricus vates horaciano, que expresa la tendencia latina a asociar la poesía lírica con un vocabulario que se sitúa de preferencia en la esfera del ingenium y la natura.²¹ Por el contrario, en ningún momento se asoma en los diálogos la idea de que la inspiración pueda abrirle las puertas de una suerte de conocimiento superior al melopoios o a cualquier otro poeta. Platón tan sólo le reconoce al artista inspirado una opinión verdadera (eudaxia) que es muy distinta del verdadero conocimiento (epistèmè), según se lee en el Menón (99 cd). Para que la poesía lírica logre alcanzarlo tendrá que pasar primero por las tesis de Longinus, por el comentario de Proclus a la República y por todo el neoplatonismo de los teóricos renacentistas, antes de llegar a la gran eclosión romántica.²²

    Sería difícil llevar más lejos la descripción de los melè en los Diálogos sin caer en la tentación de endosarle al filósofo un concepto de la clase genérica mucho más preciso del que, en realidad, posee. Como término englobante, melos permite designar sin lugar a duda una serie de formas poéticas caracterizadas por varios rasgos comunes y bien integradas a una tradición cultural; pero su capacidad para definir y estructurar de manera inequívoca a este conjunto en una categoría genérica parece aún limitada e incipiente. Además, su situación entre los géneros que entonces componen el campo literario griego resulta, en más de un sentido, incierta. Sabemos así que Platón, en el libro X de la República, atribuye un carácter imitativo a los melè y, al hacerlo, los incorpora a una definición de la poesía como mimèsis, que incluye también la epopeya, la tragedia y la comedia. Efectivamente, aunque al final de la discusión sobre el destino del arte poético sólo se admiten en la ciudad ideal los himnos a los dioses y los encomios a los hombres de bien (X, 607 a), es evidente que no se trata sino de dos excepciones a una regla general que expulsa a los melopoioi y a los demás poetas por su condición perniciosa de imitadores de imágenes (mimètes eidolon) que los aleja del camino de la verdad.²³ Un pasaje de las Leyes que se

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