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La ruta del Aqueronte
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Libro electrónico225 páginas3 horas

La ruta del Aqueronte

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Zamora, España, 1282. Un viejo juglar cumple finalmente una antigua promesa: escribir la historia que escuchó de labios del escudero Aira de Silos. Se trata del relato embrujante de una misión encomendada por el rey Alfonso a sus mejores caballeros: la custodia de una reliquia de san Pedro por el camino de Santiago. Pero ése es tan sólo el punto de partida: conforme avanza su trama, la primera novela de Eduardo Rojas Rebolledo nos descubre un mundo medieval reconstruido con sabiduría literaria poco común y logra adentrarnos en una historia de amor roto y en un viaje por los oscuros terrenos del miedo, del dolor y del mal.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2010
ISBN9786071605092
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    La ruta del Aqueronte - Eduardo Rojas Rebolledo

    Rex.

    Folio primero

    Aquí se habla de mi viaje a Burgos, de los sufrimientos del clima invernal y de cómo en la señorial ciudad supe de la historia que estoy presto a contar.

    Salí de Logroño sabiendo del mal clima, conociendo de antemano los peligros y sufrimientos que me esperarían en los cinco días de camino a Burgos. Cuando el invierno pinta de blanco los senderos y roderas, y esculpe en hielo el cauce de las aguas, el trayecto se convierte en algo más que un juego de azar. No sólo perjudica lo corto de los días que obliga a viajar en penumbras, también entorpecen las fuertes ráfagas de viento que arrancan de tajo los arbustos y desprenden las rocas de los cantiles, que sin reparar en el viajero, aparecen mortales por el camino.

    En aquellos tiempos la aventura era parte medular de mi oficio. Buscando canciones e historias había recorrido la zona cantábrica; sabía cada detalle del camino de Santander a Llanes; conocía la ruta de Oviedo a Lugo, de Astorga a Santiago —pasando por Ponferrada y Portomarín—; había mojado mis labios en el río Tormes, en el Ebro y en el Minho; había sentido el polvo de las murallas de Zamora, Palencia y León; y por las intrincadas calles de Burgos me había paseado más de siete veces. Sí, señores míos, la ciudad de Burgos era para mí el fin y principio de mis andanzas; pues así como el más intrépido de los seductores tiene un olor entre miles que le enajena y le hace repetir en fragancias, todo andariego regresa a saciar el hambre a la mesa que sabe guardarle ausencia.

    La arquitectura de Burgos no peca de monumental, empero, su sobriedad en las fachadas la hace tan elegante y natural como el vuelo del águila en cielo abierto. Lo que más llama la atención es cómo los arquitectos, albañiles, escultores y carpinteros, que durante años han trabajado en la construcción de la ciudad, hayan poseído el tino de conservar el paisaje para que lo verde que embellece la comarca parezca abrazar los edificios como lo hace nuestra María madre con el niño Jesús en el trono. Cuando se llega a la ciudad por el norte, sea el caso de provenir de Aguilar del Campo o de León, se cruza la puerta de San Martín, que tiene un arco hecho a la costumbre de los moros; si se llega por el sur, lo primero que se ve son las aguas del Arlanzón. Su caudal no es muy grande pero su transparencia es asombrosa, además de que en temporada de lluvia sus orillas rebosan de caracoles, que como se sabe, son manjar de reyes y príncipes si se les cocina con las adecuadas yerbas de olor.

    DURANTE AQUEL VIAJE topé, como era de esperarse, con fuertes vientos e intensas nevadas. Vientos tan fríos que me adormecían el pecho hasta el dolor. En esos momentos, la necesidad de comida, de vino, de abrigo y fuego se vuelve la principal prioridad. En el camino resulta difícil encontrar refinamientos culinarios, la comida de los aldeanos no es suculenta, la miseria les sigue paso a paso. Generalmente brindan un potaje de cebollas, ajos, tocino, habas, col y berros; un pan duro, que no es de trigo, sino que lo mezclan con centeno o salvado; vino tan malo que deja sentir el amargo gusto de las cascarillas de la uva.

    Eran las leguas finales, señores míos, y una tormenta se dibujaba en el horizonte. Hube de apresurar el paso para llegar a una pequeña aldea que se levantaba al pie de un talud; mi ansiado Burgos aún se me ocultaba a la vista. Debo deciros que no traía ni medio maravedí; las pocas monedas con las que salí de Logroño las fui dejando en anteriores paradas y refugios. La falta de pecunia nunca me preocupó; cargaba siempre conmigo el antiguo laúd —obsequio de mi padre— para cantar historias a cambio de comida y hospedaje. Mi padre me lo obsequió cuando le fue imposible sacarle nota alguna. Un día sus dedos comenzaron a torcerse como ramas de olivo hasta que perdieron toda su movilidad:

    Hijo, Dios ha dispuesto que no pueda continuar con mi oficio. ¿Veis mis manos?, son como pezuñas de caballo, y se conoce que los caballos no son artistas ni ejercen oficio alguno. Tomad, porque os lo ordena vuestro progenitor, este laúd y sacadle todas las notas que se pueda, todas aquellas que disponga vuestra alma. Recordad siempre que este oficio no genera riquezas, pero sí gratos y bellos momentos. En las penurias encontraréis el gozo y en las lágrimas sonrisas. Ahora partid a los caminos, a todos, y que vuestras historias llenen de amor. Hablad siempre con la verdad de vuestra alma.

    No fueron esas las últimas palabras que escuché de mi padre. Porque aunque muerto haya estado a los ojos de muchos, su fantasma ha sido una luz ambarina y cálida que me ha seguido hasta esta habitación zamorana en donde —pese al miedo y dolor que me causa— escribo torpe estas líneas. ¡Padre, es menester que encontréis ya descanso en los jardines del cielo!

    DENTRO DE LA ALDEA, me dirigí a una pequeña casa cuyas paredes se levantaban robustas de granito y en cuyo techo, de dos aguas, se asomaba la chimenea del hogar. Tenía una puerta con dirección al poniente, tan austera como el hábito de los franciscanos.

    —Pero por Dios, ¿qué os trae por aquí con tal frío? ¿Se os habrá perdido el camino al Paraíso?

    Un hombre grande y velludo hasta las mismas orejas, sin duda el jefe de familia, me abrió la puerta risueño de vino.

    —Señor, soy un juglar que vive de sus historias tan honrosamente como aquel que sesga los campos, o como aquel que trabaja a duros golpes el hierro. Os ruego me brindéis asilo, yo os lo pagaré con gracia. Me dirigía a Burgos pero esta tormenta me cogió tan improvisadamente como al ciervo lo sorprende en la espesura del bosque su flecha mortal. Lo que podáis ofrecerme os lo agradeceré toda la vida, y mis generaciones venideras sabrán por mi boca de vuestra importante ayuda.

    —Os abriré las puertas de mi casa, pero tendréis que trabajar duro. Cuanto más agradable sea la canción o la historia, más agradables serán los manjares y el vino que degustaréis. Vamos, pasad. Quitaos esa caperuza mojada y calentaos un poco; y no demoréis en comenzar a tocar.

    —Dios bendiga esta casa y a sus moradores. Os juro, señor mío, que os faltarán viandas que ofrecerme de lo buenas que os parecerán mis canciones.

    —El reto está dicho. Pero, pasad de una vez, que el frío se cuela.

    Con ademanes de hidalgo empobrecido, me presentó a su familia con tal orgullo que parecía la bienvenida a una sala de concejo. Besé la mano de la mujer, imitando sin duda el protocolo regio, e hice una mueca infantil a los tres niños que me miraban desconfiados. El hogar estaba henchido de leña y cocía una buena olla de verduras y los trozos más indecentes de algún corzo. Allí calenté mis manos hasta que los dedos estuvieron ágiles. Después saqué el laúd de la bolsa y pacientemente tensé las cuerdas hasta que lograran el sonido correcto, puro y simple.

    Puse el laúd en mis piernas, guardé silenció y di unas oraciones a Gabriel arcángel.

    —¡Vamos, a tocar! Que si no empezáis, no probaréis bocado.

    —Todo está listo. Os aseguro que esta canción os llenará de gozo, pero la tristeza se apoderará de vuestras almas. Escuchad atentos:

    Di las primeras notas y comencé:

    Oh, sucedió por Amor, / Oh, iriole la flecha. / Caballero fermoso presa buena es, / et tocole, por culpa de Amor, / conocer a doncella pura, / tan pura et bella que Virginia, / su padre llamó. / Viéronse en riachuelo, él i ella, / e sus coraçones sangre ficieron. / Cambiáronse prendas, / jurando amistad eterna.

    Oh, Amor preparoles fatal final: / Día i día sus caricias, / día i día palabras gentiles, / et un día decir adiós. / El caballero a batallar partía, / et separarse de Virginia debía. / Virginia, regresaré triunfante, / pero os ruego, doncella mía, / esperadme todo día en este río, / que si yo llegase i non os viese, / os juro por Sant Yagüe, / que mi daga mi coraçón partirá, / e tanta sangre se verá que / de bermejo el río pintarse ha. / Abraçolo Virginia con tal pasión, / que la cruz que colgábale del pecho, / marca fizo en el caballero. / En congoja se alejaron.

    Pasáronse las estaciones, / las guerras de hombres son largas, / Virginia nada de su amor sabía. / Un día, en el río sentada, / una voz al oído le dijo: / tu caballero muerto es. / Del Demonio la voz era. / Maledicencias a Dios fizo, / tal era el suio dolor / que el llanto durole siete días / e creció en su caudal el río, / empero de pena Virginia murió.

    Presentose el caballero / et al río el muy hondrado se aprestó. / Encontrose tan solo que, / como juramento fizo, su daga sacó. / Acomodósela en la marca, / que de cruz en el pecho tenía, / i empujó fuerte el braço. / Precipitose, entonces, su sangre al río. / Pero quiso Amor que con las lágrimas, / en el agua se juntase, / i que el río no fuese bermejo, / sinon que de muchos colores, / tantos como los del arco iris.

    La última cuerda dejó de sonar; la nota fue desapareciendo como si la pequeña llama de la vela, que alumbraba la mesa, se hubiese valido de ella para no consumirse. Un enorme silencio dejaba escuchar el crujir de los leños y el hervir del potaje, acompañados ambos sonidos por los melódicos sollozos de la mujer. Sentí en el pecho un lleno total, comparable sólo con el lleno glorioso de la eucaristía. Los niños, azorados al ver a su progenitora con los ojos a reventar, emitieron una risa nerviosa que rompió con el oscuro silencio e hizo que su madre inclinara la cabeza. El hombre, viéndome fijamente a los ojos, dijo:

    —Conocéis grandemente el oficio… —interrumpió su discurso al ver el rostro lagrimoso de su mujer y, atraído por sus ojos hinchados y rojizos, la tomó de la mano y le susurró al oído—: calmaos, es sólo una canción. Id mejor por un poco de vino y pan, que este hombre se lo ha ganado con gran arte.

    Los hijos también se levantaron y se fueron a recostar cerca del hogar. Como es lógico, la historia no hizo mella en sus pequeños corazones, porque cuando se es de corta edad se desconoce aún el fuerte sentimiento que entre un macho y una hembra puede surgir; por ello viven más felices y tranquilos. ¡Ay, cuán despreocupada es la vida del niño!

    Yo experimenté un grato momento. La escena que se presentaba ante mis ojos era hermosa: un hombre contento por compartir una tarde conmigo y que gustoso me brindaba hospedaje, confiado en que le haría olvidar sus diarias penurias; tres caras de terciopelo, que recostadas en una misma cama junto al fuego, centelleaban de vez en vez como vitrales; una mujer que servía vino sin poder dejar de llorar, conmovida por los estragos de Amor, identificada con el dolor de Virginia, envidiando no llegar a tener una muerte así, triste porque en el fondo sabía que la historia no era toda verdad.

    La mujer llegó a la mesa y nos distribuyó sendas garrafas de vino y un platón de pan. Las lágrimas ya se le habían secado y dejaban ver la frescura de unos ojos que eran de ámbar viejo.

    —Bueno, ya que os habéis refrescado la garganta, quisiera saber por qué os dirigís a Burgos con tan mal clima; además viajáis solo y los caminos están llenos de malvivientes que son capaces de arrebataros la vida con tal de conseguir vuestras calzas; sin duda os ha de esperar un asunto de gran premura.

    —Os lo diré de buen agrado, pues poca gente abre sus puertas como vos lo habéis hecho. Si me pidierais que os contara toda mi vida, también lo haría…

    —Bueno, no es para tanto.

    —¡Es para más! Comenzaré pues, y os juro que las cosas sucedieron como vos las escucharéis: Llegué en el verano a Logroño, que es ciudad bella. Allí conocí a una mujer viuda que tenía, por mal, incapacidad para tener descendencia. Os podréis imaginar entonces que no había lazo ni cuerda algunos que le detuviesen su apetito carnal. Y yo, señor mío, peco de lujuria y…

    —Y de gula, amigo, no os despegáis de la garrafa de vino, bebéis como si fuera la última vez… No me hagáis caso, podéis beber todo lo que vuestro paladar disponga… continuad, continuad, que estoy presto a escuchar más.

    —Nos hicimos amigos y abandoné por meses mi laúd a cambio de dedicarme día y noche a los juegos de la carne. No recuerdo cuántas veces, antes de anochecer, la viuda me había tocado suave y brusca, tanto con boca y lengua como con sus dulces manos, aquel gorrión que nos nace por hombres. Yo tampoco desfallecía; habíamos caído en un arrebato de pecado que me nubló la mente y los ojos. Sólo pensaba, señor mío, en montarme sobre su blanca y resplandeciente panza. Del verano siguió el otoño y del otoño el invierno y, cuando caían las primeras nevadas, tuve una visión: la noche había penetrado en nuestra buhardilla, sorprendiéndonos jadeantes en la cama; al poco tiempo los jadeos dieron paso a las respiraciones normales y, adormilado, comencé a escuchar bellas notas de laúd, tan armónicas que parecían ejecutadas por ángeles. Abrí los ojos y vi una luz blanca entrando por la ventana y la voz de mi padre invadió mis oídos: Hijo, es tiempo de que partáis de esta ciudad. Cuando os heredé el oficio os dije con claras palabras que debíais vivir caminando, porque sólo así, de sitio en sitio, se aprenden aventuras e historias. Así que, hijo mío, partid con el alba y dirigiros lo más pronto a Burgos, en aquella ciudad os aguarda un importante eslabón de vuestro destino. Sin más, la voz y la música desaparecieron. Esperé despierto las primeras campanadas del día, y cuando llegaron, cargué mi laúd, besé apenas a la viuda para no despertarla y emprendí mi camino a Burgos. Ésta es la razón por la que voy a la señorial ciudad; es la única razón.

    Silencio.

    —Interesante historia. ¿Tenéis idea de lo que aquella visión pueda significar?

    —No, el destino lo dirá.

    Pensativo, mi anfitrión volteó hacia su mujer y ordenó:

    —Traed más vino, dos platos del potaje que tan buen olor desprende y… y el botecillo aquel de encurtido —la mujer se detuvo, abrió grandes los ojos e hizo una mueca.

    —Mujer, es un momento especial. Andad, traed lo que os he pedido —volteó hacia mí y habló quedo.

    —Es un encurtido de lo más suculento, digno de condes. Es del mejor cuero de cerdo, blando y carnoso; está adobado con grandes ajos, cebollines tiernos, trozos de manzana; y el vinagre, ¡ay Dios! El vinagre es del mejor que hay en Nájera.

    —Me avergüenza, señor, tal atención. Sugiero os guardéis semejante manjar para un momento que más lo valga.

    —De ninguna manera —alzó el tono de su voz—, ¿qué creéis? ¿Creéis que siempre llega a esta casa gente como vos, con tal sabiduría y con tal conocimiento de historias?; vuestra propia vida, lo acabo de escuchar, es una gran historia de aventuras y milagrerías. Es mi casa, así que yo dispongo lo que os ofrezco y lo que os niego.

    —Os lo agradezco y me llena el corazón de alegría saber que mis humildes historias os dan felicidad. Así que, señor mío, ¡paladeemos aquel manjar!, que de sólo oír la receta no puedo menos que sentir deseos de conocerlo.

    —¡Salud y larga vida!

    CREO, SEÑORES, que me he extendido contando mi estancia en aquella aldea; debo continuar, para que no os aburráis, con lo que incumbe a este folio.

    Con la primera luz abandoné la casa. El hombre me acompañó hasta la puerta, nos besamos la mejilla y nos deseamos suerte mutua. El camino estaba cubierto de nieve, pero los fuertes y helados vientos habían amainado. Los rayos de sol, que se filtraban apenas entre las nubes, calentaban un poco y daban color a las siluetas de las hierbas y guijarros. ¡Ay!, cuánta alegría y cuánto miedo sentía mi alma en aquel camino. Dos sentimientos encontrados, dispares. Dos temperaturas corporales: tibieza y frío. Dos elementos: fuego y agua. La alegría, el calor, era la felicidad de estar próximo a terminar el viaje, la aventura: terminarla con bien. El miedo, mi miedo, era de incertidumbre. Muchos pensamientos giraban en torno a una pregunta: ¿qué eslabón de mi destino me aguardaba en Burgos? Pensé en algunas respuestas: riqueza, amor, trabajo. Cuando parecía encunarse en mí la tranquilidad, una temeraria idea me cruzaba por la mente: el Demonio.

    Se sabe, señores míos, que el mal está a toda hora en el mundo. Aunque seamos devotos y encomendemos nuestra vida y acciones a la Verdad, el Demonio

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