Ellas tienen la palabra: Las mujeres y la escritura
Por Noni Benegas
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Ellas tienen la palabra - Noni Benegas
Burgos
Estudio preliminar
Los doce años transcurridos desde la aparición en esta misma colección de Las diosas blancas,* selección que, a sugerencia de la editora Maite Merodio, realizó Ramón Buenaventura, han convertido lo que entonces se calificaba de fenómeno en una sólida realidad. Si aquella antología recogió la fuerza de unas tendencias que surgen a partir de la Transición democrática y cuajan a comienzos de los ochenta, esta muestra la consolidación y el desarrollo de esas corrientes tanto en aquella como en la última década. Han surgido voces nuevas, otras han abierto un paréntesis en su producción literaria, algunas más jóvenes están en pleno crecimiento. Es imposible dar cuenta en estas páginas de todas ellas. La selección, con ser amplia y doblar el número de la anterior, no es, aun así, exhaustiva. Autoras de interés han quedado fuera sin que ello signifique un menoscabo hacia su trabajo; otras han preferido no participar. Pero aunque no estén todas las que son, sí son, sin duda, las que están.
Esta nueva selección se propone, pues, a los lectores para colmar la expectativa creada desde la irrupción de aquella antología y mostrar la expansión y el afianzamiento de la poesía escrita por mujeres. A partir del advenimiento de la democracia y de la recuperación de las libertades emergen unas poetas que sorprenden, tanto por la franqueza con que relatan sus experiencias y las de su generación como por la renovación estilística que aportan. Estas jóvenes autoras disponen de un mayor acceso a la edición que anteriores generaciones, por razones que se verán más adelante, y lo cierto es que los finales de los setenta y comienzos de los ochenta son años de intensa actividad literaria femenina que serán recogidos por aquella antología.
Se reunían en ella voces ya reconocidas como las de Ana Rossetti y Blanca Andreu, junto a otras menos divulgadas, pero afianzadas, como las de Amparo Amorós y Carmen Pallarés, y algunas que no tardarían en serlo. Lo decisivo fue presentarlas como el conjunto rico y variado que eran y que, como tal, atrajo la atención del gran público. Ello contribuyó a que su trabajo y el de muchas otras, fuera de ese panorama, no pasara inadvertido, como sí les ocurrió a sus antecesoras.
Porque si los poetas vieron reconocido su magisterio tras ser unificados bajo los rótulos de generación del 50, de novísimos, o de poetas del 70, las poetas de aquellos años fueron borradas del retrato de familia oficial que privilegió una genealogía exclusivamente masculina de la poesía española. No se midieron las consecuencias de tal exclusión, pues, como observa Bourdieu, poco favor se le hace a un determinado colectivo cuando se escamotea la presencia de otros a su alrededor. Toda la singularidad o la grandeza mismas de los elegidos se pierden o caen bajo sospecha si se ignora el mundo de sus contemporáneos con los que, o contra los que, han alzado su obra.¹ Sin embargo, la repercusión pública que obtuvieron las jóvenes poetas sirvió para paliar algo ese olvido, pues atrajo, por reflejo, la atención hacia todo un filón lírico de décadas anteriores hasta entonces oculto.
Se crearon colecciones y premios específicos para mujeres, estas fueron invitadas a leer sus versos en centros culturales de todo el país y las editoriales especializadas quisieron tenerlas en sus catálogos. Aumentó el número de galardonadas y, para bien o para mal, el interés de los críticos. Pues, si bien la mayoría saludó la renovación que suponía la entrada de temas y acentos nuevos en la lírica, hubo otros, por lo general poetas-críticos, que recelaron y les dirigieron sus ataques. El argumento más esgrimido fue que bastaba ser mujer para que se tomara en consideración cualquier trabajo, sin tener en cuenta su calidad. Al margen de las críticas negativas y para satisfacer el interés de la audiencia, aumentó la presencia de autoras en el mundo de la edición. Al rescate de las poetas del 27 se sumó el de las de posguerra; las primeras poetisas de la lengua castellana y las de los siglos XVI y XVII fueron recuperadas en sendas antologías, al igual que las hispanoárabes, las románticas o las vascas; Torremozas, sello específicamente creado para ellas, ofreció un panorama de los siglos XV al XX e instituyó el premio de poesía Carmen Conde, y el Instituto de la Mujer auspició la colección Biblioteca de Escritoras, en Castalia. Por su parte, varias hispanistas analizaron en profundidad la obra de clásicas y contemporáneas. También se multiplicaron las traducciones de autoras extranjeras, y aparecieron antologías de griegas clásicas y de norteamericanas actuales, entre otras.
A su vez, la labor crítica emprendida por las mismas poetas ha facilitado la recepción y comprensión de las contemporáneas. En el campo del ensayo, Chantal Maillard y Amalia Iglesias recuperan aspectos de María Zambrano; Olvido García Valdés, de españolas y norteamericanas; Julia Otxoa, de las vascas; Amparo Amorós, de las llamadas poéticas del silencio, entre otras. Muchas son el alma de colecciones, revistas de poesía y encuentros de escritoras, donde se da cabida, también, a las voces más nuevas.
Este panorama se inscribe en un campo mucho mayor y estable de carácter internacional. Tanto en las universidades españolas como en las extranjeras, mujeres y hombres de variadas disciplinas trabajan desde los años setenta para recuperar e interpretar el aporte de las poetas. La transmisión de sus instrumentos críticos a las nuevas generaciones podría ayudar a que sus obras obtengan el reconocimiento que les es debido y que, de momento, la escena lírica local es remisa a otorgarles.
En efecto, si se revisan las antologías de los últimos años se comprueba la casi nula presencia de autoras y, al tiempo, la falta de coincidencia entre los antólogos al realizar la criba, pues cuando incluyen mujeres nunca aparecen los mismos nombres.² Cuando se duda, entonces, de la calidad de esos trabajos para postergar su reconocimiento, lo que aflora es la ausencia de criterios para valorarlos.
Tampoco los hubo para juzgar a sus antecesoras. Parece más bien que en muchos casos se las anexiona según el grado de afinidad que mantengan con la corriente que el antólogo busca imponer. Su presencia, así como la de otras figuras secundarias masculinas, contribuye a engrosar la tendencia en cuestión y a apuntalar la posición de los líderes del grupo. Estas maniobras revelan que el campo literario, como cualquier otro, está atravesado por oposiciones y antagonismos entre sus componentes y que la irrupción de recién llegados modifica las relaciones de fuerza entre todos.
Y es que no solo el número de las poetas asusta. También la novedad de asuntos y estilos que traen esas obras, ya refrendadas por el mercado, obliga a revisar los criterios de valor para todo el campo. Se olvida que a menudo las elecciones formales —metros clásicos contra versos libres, por ejemplo— responden, más que a estrategias estéticas, a tomas de posición políticas de sus defensores dentro del feudo poético. De ahí la andanada de invectivas que se han dirigido, tanto en contra de sus contenidos —si claros, inmorales; si a media luz, incomprensibles—, como en contra de su éxito, atribuido a la moda y, por tanto, pasajero. Ladran, luego cabalgamos. Pues el hecho mismo de producir efectos, aunque sean reacciones de resistencia o exclusión, ya es existir en un campo.
Y no parece que ellas estén dispuestas a abandonarlo, ni su público a dejarlas ir para volver al statu quo anterior.
Como corolario de esas artimañas disuasorias son expulsadas de las antologías elaboradas por aquellos que, de momento, controlan el bastión de la lírica y se resisten a compartir los privilegios derivados de su posición dominante. «Poetisas mías, atiendan vuestras mercedes a sus maridos y a sus hijos, mantengan la casa en orden y déjense de versos malos y cochambrosos, que ya hay demasiados poetas que se dedican a ello con terca dedicación» (el subrayado es mío). Esta admonición no es del siglo XIX, como podría imaginarse, sino de un poeta y crítico español en 1992.³ De este modo demoran el reparto equitativo de los beneficios reales del mecenazgo de estado —grandes premios, jurados, altos cargos de la política cultural, sillón vitalicio en la Real Academia— o del poder mediático, que retrasan indefinidamente la obtención de esos otros beneficios simbólicos derivados de ellos, como son el ingreso de las autoras en la historia literaria y, al tiempo, en el canon. Vale la pena recordar que tanto las recompensas materiales como las espirituales estimulan la creación y allanan los problemas prácticos también de las poetas.
La elaboración de esta selección obedece, pues, a la necesidad de paliar su ausencia en los panoramas habituales. Pero de nada valdría continuar editando antologías sin preguntarse por qué, a pesar del éxito de Las diosas blancas y de las dos décadas pasadas desde que estas poetas irrumpen con fuerza y méritos propios en la escena literaria, siguen sin figurar en ellas. A explicar este otro fenómeno, más allá del tema tan discutido de su calidad, es a lo que va dirigido este estudio.
Para ello hay que remontarse al momento en que surge el problema en la época moderna, es decir, cuando la sociedad empieza a democratizarse con el ascenso de nuevas clases sociales al poder. Es entonces cuando las leyes comienzan a beneficiar a las mujeres en lo que hace a su educación y el acceso a la escritura deja de ser el privilegio de pocas. No es que antes las mujeres pudieran escribir más libremente, no; es a partir del momento en que nace el campo literario como tal, cuando las poetas ven vedado su acceso, y se generaliza y asienta el desprecio por la poesía femenina. Es más, el femenino de poeta cobra ese matiz despectivo que no ha perdido hasta hoy, pues ninguna, o casi ninguna, de las escritoras actuales aceptaría ser llamada «poetisa». Es este desprecio heredado lo que hace hoy revolverse contra esa tradición que las encasilla en una imagen vaporosa y emotiva, asociada a lo femenil.
Decía Paul Valéry que el objeto de un crítico verdadero debería consistir en descubrir cuál es el problema que el autor se ha planteado (sabiéndolo o sin saberlo) y en averiguar si lo ha resuelto o no. A lo largo del análisis de la poesía escrita por mujeres desde las románticas hasta nuestros días, el problema de base que subsiste es cómo dar voz a un sujeto que siempre fue objeto de esa poesía —musa, madre, amada, naturaleza—. O mejor, cómo las poetas logran decirse en una lengua lírica heredada e inscribirse en una tradición en la cual la mujer aparece representada según el punto de vista del otro, el varón que escribe. Conocer, por tanto, de qué modo algunas precursoras escaparon a esas definiciones y alzaron, en su lugar, un sujeto lírico diferente con un lenguaje propio e inconfundible, es esencial para las poetas de hoy. Pues las dificultades que aquellas encontraron para imponer su perspectiva se repiten, con otros matices, para sus descendientes. Y, a la luz de esa problemática común, se trata de valorar e incorporar, teniendo en cuenta el contexto en el cual escribían, sus logros y realizaciones.
Así pues, he preferido rastrear la crisis del sujeto tradicional femenino y la emergencia de nuevas subjetividades a través de las estrategias de representación que han inventado y desarrollado