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En este nuevo volumen de ensayos, Marilynne Robinson reflexiona con excepcional profundidad sobre de qué manera la política y la sociedad actuales tienden a devaluar lo humano. "Resulta chocante lo desamparados que han estado en años recientes la protección de la naturaleza, de los pobres y hasta de los derechos de los votantes. La gran maquinaria del capitalismo puede acabar con ellos", afirma en la introducción del libro. Contra esta influyente tendencia contemporánea, que pretende reducirlo todo a un simplista análisis coste-beneficio, Robinson reivindica el pensamiento inconformista y combativo y la necesidad de dar voz a los que no se tiene nunca en cuenta. Crítica tanto con la derecha como con la izquierda ("Hemos rendido el pensamiento a la ideología. No es accidental que el marxismo y el darwinismo social surgieran a la vez, como dos narradores de un único cuento") concluye: "La disposición a dejarnos llevar por el pensamiento ideológico -es decir, un pensamiento que por definición no es el propio, que está ciego a la experiencia y a las contradicciones que surgen cuando se consultan esferas más amplias de conocimiento- supone una capitulación que nunca debería asumir nadie. Es una traición a nuestras mentes portentosas y a todos los epléndidos recursos que nuestra cultura ha preparado para que se usen." A lo largo de todo el libro, Marilynne Robinson proclama su fe en la humanidad e insta a sus lectores a defender lo que nos hace humanos: "la creatividad, la sabiduría, el valor, la generosidad, la dignidad personal, el ser profundamente capaces de lealtad".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2020
ISBN9788418218149
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Autor

Marilynne Robinson

Marilynne Robinson is the author of Gilead, winner of the 2005 Pulitzer Prize for Fiction and the National Book Critics Circle Award; Home (2008), winner of the Orange Prize and the Los Angeles Times Book Prize; Lila (2014), winner of the National Book Critics Circle Award; and Jack (2020), a New York Times bestseller. Her first novel, Housekeeping (1980), won the PEN/Hemingway Award. Robinson’s nonfiction books include The Givenness of Things (2015), When I Was a Child I Read Books (2012), Absence of Mind (2010), The Death of Adam (1998), and Mother Country (1989). She is the recipient of a 2012 National Humanities Medal, awarded by President Barack Obama, for “her grace and intelligence in writing.” Robinson lives in California

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    ¿Qué hacemos aquí? - Marilynne Robinson

    © Nancy Crampton

    Marilynne Robinson (Sandpoint, Idaho, 1943) es doctora en Literatura inglesa por la Universidad de Washington. Ha compaginado una extensa trayectoria profesional en el mundo de la docencia con su faceta investigadora y ensayística –⁠ha publicado numerosos artículos en Harper’s, The Paris Review y The New York Times Book Review⁠–⁠, amén de convertirse, con tan sólo tres novelas, en una de las voces más influyentes de la narrativa americana de las últimas décadas. Su ópera prima, Vida hogareña (Housekeeping, 1980), se alzó con el premio PEN/Hemingway y fue finalista del Pulitzer. Tuvieron que transcurrir veinticuatro años hasta que viera la luz la novela que encumbró definitivamente a Robinson: Gilead, el testimonio de un pastor metodista en una pequeña localidad de Iowa, narrada en clave epistolar a su hijo de siete años, que fue galardonada, entre otros, con el premio Pulitzer 2005 y el National Book Critic Circles Award 2004. En 2008 publicó En casa (Home), cuya acción es contemporánea a Gilead y la complementa, y que se alzó con el premio Orange a la mejor novela de ficción y finalizó la trilogía con Lila (2015), la historia de la segunda mujer del pastor protagonista de Gilead. En 2010, Marilynne Robinson fue elegida miembro de la American Academy of Arts and Sciences. Galaxia Gutenberg ha publicado sus cuatro novelas y también el libro de ensayos Cuando era niña me gustaba leer, en 2017.

    En este nuevo volumen de ensayos, Marilynne Robinson reflexiona con excepcional profundidad sobre de qué manera la política y la sociedad actuales tienden a devaluar lo humano. «Resulta chocante lo desamparados que han estado en años recientes la protección de la naturaleza, de los pobres y hasta de los derechos de los votantes. La gran maquinaria del capitalismo puede acabar con ellos», afirma en la introducción del libro.

    Contra esta influyente tendencia contemporánea, que pretende reducirlo todo a un simplista análisis coste-beneficio, Robinson reivindica el pensamiento inconformista y combativo y la necesidad de dar voz a los que no se tiene nunca en cuenta. Crítica tanto con la derecha como con la izquierda («Hemos rendido el pensamiento a la ideología. No es accidental que el marxismo y el darwinismo social surgieran a la vez, como dos narradores de un único cuento») concluye: «La disposición a dejarnos llevar por el pensamiento ideológico –⁠es decir, un pensamiento que por definición no es el propio, que está ciego a la experiencia y a las contradicciones que surgen cuando se consultan esferas más amplias de conocimiento⁠– supone una capitulación que nunca debería asumir nadie. Es una traición a nuestras mentes portentosas y a todos los epléndidos recursos que nuestra cultura ha preparado para que se usen.»

    A lo largo de todo el libro, Marilynne Robinson proclama su fe en la humanidad e insta a sus lectores a defender lo que nos hace humanos: «la creatividad, la sabiduría, el valor, la generosidad, la dignidad personal, el ser profundamente capaces de lealtad».

    Título de la edición original: What Are We Doing Here?

    Traducción del inglés: Vicente Campos González

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: mayo de 2020

    © Marilynne Robinson, 2018

    © de la traducción: Vicente Campos, 2020

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2020

    Imagen de portada:

    Cornelia Parker, Bullet Drawing, 2008.

    Por cortesía de la artista y Frith Street

    Gallery, Londres

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-18218-14-9

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    James y Megan

    Joseph y Katherine

    Beatrice y Theodore

    Los más cercanos y queridos

    Índice

    Prefacio

    ¿Qué es la libertad de conciencia?

    ¿Qué hacemos aquí?

    Teología para este momento

    Lo sagrado, lo humano

    Lo divino

    El erudito americano en la actualidad

    Gracia y belleza

    Una prueba, un test, una instrucción

    Lo bello cambia

    Nuestro debate público: cómo América habla de sí misma

    Mente, conciencia, alma

    Consideraciones sobre las virtudes teológicas

    La integridad y la tradición intelectual moderna

    Viejas almas, Nuevo Mundo

    Difamación

    Agradecimientos

    Prefacio

    Este libro es en su mayor parte una recopilación de conferencias que he impartido en iglesias, seminarios y universidades a lo largo de años recientes. La mayoría recoge preocupaciones fundamentales que, en mi opinión, son apremiantes y surgen de la forma en que pensamos. Sé que es una convención afirmar que nosotros, los estadounidenses, estamos radicalmente divididos, polarizados. Pero eso es tan verdad como lo contrario: en sentidos esenciales compartimos presuposiciones falsas y conclusiones defectuosas que no se examinan nunca a fondo porque todos las asumimos sin cuestionar.

    En buena medida es culpa de la cultura de nuestra cultura intelectual. Me duele decirlo. Se trata de personas con las que me identifico, de las que he aprendido y a las que desearía admirar sinceramente. Sin embargo, lo cierto es que buena parte de lo que he aprendido de ellas me ha llevado a discrepar de un libro o una conferencia y luego a reflexionar sobre las razones de mi insatisfacción con ellos. Eso queda ya patente en mis textos anteriores.

    Voy a dar un ejemplo de la alarmante similitud de pensamiento que ha emergido entre nosotros a lo largo de las últimas décadas. Muchos profesores de humanidades han dado por sentado que este país fue siempre básicamente capitalista, dando a la palabra el sentido aproximado que creían que Karl Marx le daba. En el 99,5 por ciento de los casos, nunca han leído ni una página de Marx, así que no tienen ni idea de qué describía. En su época, el capitalismo era en gran medida el comercio entre las plantaciones de algodón americanas y las fábricas de algodón británicas, que generaba una gran riqueza en ambas partes, a la par que una pobreza inmensa, casi absoluta, entre los obreros ingleses y los esclavos americanos. Es cierto que el trabajo esclavo se utilizó también en los estados del Norte mientras estuvieron bajo dominio británico, lo que demuestra que el uso del mismo también era económicamente viable allí. No obstante, la Revolución¹ en esos estados se encargó de prohibirla.

    En el Sur, se aceleró el capitalismo del algodón, inspirando sueños sobre la conquista de México y Centroamérica. El Sur era, por lo demás, una región notablemente estática. Casi carecía de centros escolares y se editaban escasas publicaciones. Creó una imagen fantasiosa de sí mismo en un orden atemporal, apresuradamente concebida y estructurada, del tipo que disfrutaban los acaudalados en el Viejo Mundo, muchos de los cuales compraron sus castillos y ornamentaron sus capillas con los beneficios producidos por la trata de esclavos. He escuchado, más veces de las que ya puedo contar, que el capitalismo fue una invención americana y la base de nuestro «excepcionalismo». Supuestamente era el Norte el capitalista, capaz de amedrentar al pastoral Sur porque el Norte era codicioso y agresivo, además de estar industrializado. Marx nunca dijo, ni implicó siquiera, nada por el estilo, desde luego no en sus ensayos sobre la Guerra Civil.² Como él bien sabía, la esclavitud del Sur formaba parte de una mano de obra industrial cuyo centro principal se encontraba en Inglaterra. Sus tácticas de explotación eran la codicia y la agresividad sin mesura. La gran idea del Sur fue la propagación de la esclavitud y el algodón hasta California. Cualquiera que se tome la molestia de leer a Jefferson Davis no albergará la menor duda al respecto.

    Este sinsentido es importante antes que nada porque legitima el capitalismo rapaz como primordialmente americano, la fuente de nuestros éxitos, incluidas las libertades que reconocemos. Y describe un carácter nacional formado en torno de los valores asociados con él, una generalización que tiene importantes consecuencias interpretativas: todo lo que ha sucedido en nuestra historia debería entenderse en su esencia como impulsado por el beneficio. Entre los liberales y progresistas que suscriben esta noción, que son todos, dado que tienden a creer que nosotros, como nación, carecemos de humildad, eso da lugar a un cinismo resbaladizo e irreflexivo. Entre aquellos que denominamos conservadores, a lo que da lugar es a un entusiasmo sin complejos por el egoísmo, en tanto el interés que defienda sea el suyo propio. Alienta el tipo de épica brutal celebrado en las páginas de Ayn Rand. A diestra y siniestra, ese tipo de pensamiento convierte en imaginario el desarrollo ilustrado y compasivo de la cultura de América a lo largo de siglos. Resulta chocante lo desamparados que han estado en años recientes la protección de la naturaleza, de los pobres y hasta de los derechos de los votantes. Nadie defiende que rasgos como ésos sean americanos, porque la izquierda, no más que la derecha, ya no los cuenta entre nuestros valores fundamentales. La gran maquinaria del capitalismo puede acabar con ellos, dado que eran, como mucho, subproductos y, en cualquier caso, han sido superfluos por el simple hecho de que son vulnerables y excepcionales. El egoísmo, por otro lado, es universal y constante, y fue presuntamente el motivo subyacente desde el principio para la creación de esas instituciones. Verdad es que puede requerir algunas argumentaciones enrevesadas explicar su utilidad económica original. Pero si una conclusión puede darse por cierta, no hay necesidad de preocuparse por llegar a ella mediante vías que, de otro modo, resultan dudosas.

    La izquierda no entiende el pensamiento de la derecha porque se encuentra demasiado cerca de ella para tener una visión clara de la misma. En sentidos muy importantes, la izquierda lo ha alimentado y racionalizado, descuidando y distorsionando la historia en el proceso y de ese modo eliminando las potenciales correcciones. Es fácil contar a un aula llena de chicos de dieciocho años que, a su debido tiempo, los rendimientos de la mano de obra libre capitalista habrían eliminado la esclavitud. De manera que la Mano Invisible habría sido el verdadero libertador si los idealistas se hubieran limitado a dar un paso atrás y dejarla a ella hacer su trabajo. Supuestamente, éste es el tipo de noción que el presidente Donald J. Trump tenía en la cabeza cuando dijo que la Guerra Civil podía y debía haberse evitado. Podría haberla aprendido de la extrema derecha, pero también podría proceder de fuentes más respetables. Una vez más, nada en el pensamiento o las aspiraciones de Jefferson Davis sugiere que previera nada que no fuera una vasta expansión de la esclavitud por el continente americano. Un Sur desenfrenado habría llevado la catástrofe mucho más allá de nuestras fronteras. ¿Me atreveré a mencionar la guerra con México? Podemos suponer que los abolicionistas eran ingenuos al no dejar la historia en las manos poco amables de las fuerzas económicas, o que tenían intereses mercenarios mayores que el ponerse a la altura de la inmensa riqueza generada por la esclavitud. O podemos asumir que atendieron las voces del Sur y supieron por ellas cuán importante era lo que estaba en juego. Pero ¿para qué molestarse con el contexto? Con todo, incluso después de tantos años, parece todavía un atrevimiento y una provocación arrasar el paisaje histórico y abordar equivalencias morales.

    Hemos rendido el pensamiento a la ideología. Toda pregunta es, en la práctica, la misma pregunta; toda respuesta, la misma respuesta. ¿Por qué alguien ha hecho algo? Por egoísmo. Y eso, que es aplicable a la especie entera, es más rotundamente cierto en el caso de los americanos. ¿Dónde quedan en todo esto la sabiduría, el valor, la generosidad, la dignidad personal? Pensar en esos términos es una ingenuidad. Esas cualidades son siempre aparentes, nunca determinantes. Sostener que nosotros, en tanto comunidad nacional, nos hemos aprovechado de ellas, que hay individuos que de hecho han tenido en cuenta el bienestar general de vez en cuando y lo han procurado, han actuado guiados por él, es deslizarse hacia un desvergonzado nacionalismo. La derecha se siente más cómoda viéndose eximida de esos ideales, unos estándares que se han invocado, históricamente, para mitigar los impulsos más desagradables, en especial, la avaricia. La izquierda no puede dar cuenta de las virtudes cívicas en términos teóricos o ideológicos y se siente incómoda hablando de ellas en términos religiosos. Y eso es todavía más así porque la derecha ha convertido el lenguaje religioso en tóxico al darle usos que ofenden la generosidad y la dignidad. Tal vez, lo peor del pensamiento ideológico es que implica que existe una estructura en y detrás de los acontecimientos, una historia que es reiterativa, con variaciones que no pueden, en última instancia, cambiar el curso de las cosas y son por tanto siempre triviales, sin importar el mucho pensamiento o trabajo que se les haya dedicado para que se produjeran. La noción de una igualdad duradera pese a las diferencias superficiales puede tener consecuencias que resulten hilarantes y espantosas, como cuando en un aula llena de profesores, llegados de todos los rincones del mundo para compartir sus ideas, todos se identifican con absoluta seriedad como esclavos asalariados porque todos dependen de sus sueldos. La otra cara de la noción es el permiso que concede el concepto de guerra de clases a la gente de la derecha que se considera triunfadora y, por tanto, asediada. Pueden oponerse a los argumentos a favor de la justicia económica como si fueran amenazas existenciales, el mar de fondo de los quejidos del resentimiento que, si se ponen en práctica, les privarán de sus trofeos. Mientras tanto, los trabajadores reales americanos no tienen espacio en esa conversación. Si llegan a identificarse en algún sentido con ella, sólo es para negarse a pensar en sí mismos como una clase explotada y en su disposición a identificarse con el éxito y el poder. Algo que es perfectamente comprensible dada la alternativa, y dado el recuerdo –⁠reciente para muchos de ellos⁠– de tiempos en los que podían dar por sentado un trabajo compensado con cierta justicia, con todo lo que eso implica para la liberta personal y la movilidad social.

    No es accidental que el marxismo y el darwinismo social surgieran a la vez, como dos narradores de un único cuento. No es sorprendente que se hayan desacreditado de formas muy similares. Su supervivencia de más de ciento cincuenta años probablemente se deba a la simetría de su supuesta rivalidad. Basándose en único paradigma, se refuerzan mutuamente como formas legítimas de pensamiento. Y lo mismo ocurre con nuestra izquierda y nuestra derecha contemporáneas. Entre ellas damos vueltas en un torbellino de absoluta fatuidad.

    Lo digo porque soy demasiado mayor para medir las palabras. En nuestra supuesta oposición hemos hecho lo imposible para convertir la clase social en real, es decir, para despojar a la gente de sus oportunidades. Históricamente, la educación ha sido la avenida por la que los americanos han accedido a la gama de posibilidades que se ajustaba a sus talentos. Nosotros hemos colocado la educación superior más fuera del alcance de la gente con ingresos bajos al recortar impuestos y provocar la subida de las matrículas. Y atacamos la enseñanza secundaria pública. Hemos convertido en un problema los orígenes familiares para el acceso a la universidad, cuando el hecho es que cualquiera que haya prestado una atención razonable en un instituto de secundaria decente lo hará bien en la universidad. A no ser que el joven o la joven tenga que pluriemplearse para poder pagarla, claro. Llevo muchos años enseñando en un programa muy selectivo que atrae a estudiantes de todos los orígenes. No hay la menor prueba de que aquellos cuya educación sería denominada «de élite» cuenten con la menor ventaja. Nuestros prejuicios están grabándose en nuestras instituciones y por tanto en las vidas de todos nosotros. La disposición a dejarnos llevar por el pensamiento ideológico –⁠es decir, un pensamiento que por definición no es el propio, que está ciego a la experiencia y a las contradicciones que surgen cuando se consultan esferas más amplias del conocimiento⁠– supone una capitulación que nunca debería asumir nadie. Es una traición a nuestras mentes portentosas y a todos los espléndidos recursos que nuestra cultura ha preparado para lo usen.

    1. En general, la traducción sigue la terminología anglosajona para los acontecimientos políticos y bélicos británicos y estadounidenses que se citan para evitar las potenciales ambigüedades. Así la «Revolución americana» abarcaría de 1765 a 1783 o 1787 (ratificación de la Constitución), e incluiría la Guerra de la Independencia. En los casos en que se ha creído necesaria alguna aclaración, se ha añadido nota al pie. Además, se ha optado por el uso, poco recomendable por demás, de «americano» frente a «estadounidense», dado que no hay equívoco posible con el resto del continente.

    2. Es decir, la Guerra de Secesión (1861-1865).

    ¿QUÉ HACEMOS AQUÍ?

    ¿Qué es la libertad de conciencia?

    Conferencia del director en el Collegium Neubauer

    para la Cultura y la Sociedad de la Universidad

    de Chicago, 5 de mayo de 2016

    Doy por supuesto que la conciencia es un rasgo humano lo bastante generalizado para considerarse característico, que no se origina en la cultura aunque inevitablemente sea modificada por ésta. La culpa y la vergüenza, y el temor ante la idea de sufrirlas, están claramente asociadas a la conciencia, que les concede legitimidad y a la que ellas fortalecen. A la inversa, la creencia de que los actos de cada uno están respaldados por la conciencia puede inspirar una disposición a oponerse a las costumbres o consensos en cuestiones que, de otro modo, serían consideradas erróneas o vergonzosas, por ejemplo, a rebelarse contra el orden existente.

    La idea de conciencia tal como la conocemos está recogida en el griego del Nuevo Testamento. Se encuentra en Platón como conciencia de uno mismo, una capacidad de valorarse a uno mismo. En la Biblia Hebrea está omnipresente por implicación, un aspecto de la experiencia humana que debe asumirse reflejado en los textos del apóstol Pablo y otros. En el Génesis, un rey pagano puede recurrir al Señor justificándose en la integridad de su corazón y la inocencia de sus manos y ver que Dios ha honrado su inocencia e integridad impidiéndole pecar involuntariamente. La percepción que tiene el rey de sí mismo, su preocupación por ajustar su conducta al modelo que toma como referencia, un modelo que Dios reconoce, es una especie de epítome del concepto de rectitud –⁠o justicia⁠–⁠, central en la Biblia Hebrea. El que el rey sea pagano, filisteo, indica que la Torá considera la conciencia moral como universal, al menos entre aquellos que la respetan y la cultivan en sí mismos.

    Más allá de la facultad para evaluar los propios actos y motivos según un modelo que parece, al menos, estar aparte del impulso momentáneo o del egoísmo a más largo plazo y cuestionar a uno mismo, la conciencia es notablemente quimérica. Un asesinato honorable en una cultura es un crimen especialmente perverso en otra. Sabemos de casos de condenas a encarcelamiento y trabajos forzosos de madres solteras, o de mujeres jóvenes a las que se consideraba proclives a descarriarse, por leyes que estuvieron vigentes hasta hace pocas décadas en un país occidental, Irlanda, pese a las numerosas violaciones de los derechos humanos que implicaba. Uno esperaría que esos casos hubieran acabado en siglos anteriores si las conciencias se hubieran sentido concernidas. Los americanos acaban de descubrir que hemos encarcelado a una amplia porción de nuestra población con causas leves, estigmatizándola en el mejor de los casos y privándola de la posibilidad de un vida normal y fructífera. La conciencia puede tardar en despertarse, incluso ante abusos que son manifiestamente contrarios a los valores declarados, por ejemplo la libertad y la búsqueda de la felicidad. Y si la conciencia se siente cómoda con cosas así, si la racionalidad las respalda, ¿posee todavía alguna autoridad que justifique su expresión, dado que la aceptación tiene tanto de acto de conciencia como la resistencia? Después de todo, en este país, en el que la libertad significa la existencia de un consenso que permite las acciones y políticas de gobierno –⁠a no ser que se recurra a manifestaciones, retiradas de propuestas, destituciones, acciones legales, o rechazo de los votantes⁠–⁠, por lo general aceptamos cosas que puede que no aprobemos. La conciencia nos obliga –⁠cada vez a menos de nosotros, según parece⁠– a respetar las consecuencias de las elecciones, sin lo cual la democracia ya no sería posible, No siempre es fácil diferenciar una conciencia adormecida de otra que sopesa seriamente las consecuencias.

    Quienes creen que un capitalismo sin restricciones dará lugar al mejor de los mundos posibles pueden lamentar sinceramente las perturbaciones que implica, las pérdidas no compensadas que se sufrirán como consecuencia del capital que se retira de un lugar para invertirlo en otro, únicamente en interés de su propio crecimiento. Pero ¿cómo puede intervenirse en lo inevitable? ¡Los análisis de coste beneficio han eliminado las ciencias humanas! ¡Lo explican todo! Dependiendo, por descontado, de las definiciones muy particulares que se les dé a ambos términos, costo y beneficio. Nunca he visto un cálculo de la riqueza perdida cuando una ciudad se arruina, ni tampoco de lo que se pierde cuando la mano de obra se queda parada, frente a la riqueza creada como consecuencia de esa generación de pobreza. ¿Cuál es el coste para los chinos, a los que nunca se pregunta si los beneficios del trabajo fabril importan más que la pérdida de aire limpio, agua potable y la salud de sus hijos? El hecho de que una pérdida sea incalculable no es ciertamente un argumento para no tenerla en cuenta. El empobrecimiento de poblaciones por el egoísmo financiero convierte en un chiste la libertad personal. Pese a todo, aceptamos la legitimidad de la teoría económica que hace caso omiso de nuestros valores declarados. Es decir, la conciencia pública no se conmueve ante los desahucios y el empobrecimiento a gran escala porque está anestesiada por una teoría más que dudosa, y por el hecho de que el poder real, que no es político ni legal ni propenso a prestar atención a la política ni a las leyes más que como intrusiones ilegítimas en sus ilimitadas prerrogativas, ha escapado al control público a medida que éste cae cada vez más en su dominio.

    La libertad y la soberanía de la conciencia individual son ideas que emergieron juntas y se influyeron mutuamente en sentidos importantes en la cultura americana de los primeros tiempos y en los movimientos precursores en Inglaterra y Europa. El gran conflicto de la Edad Media, dejando a un lado los aventurerismos monárquicos, la agitación de los nobles y demás, se libró entre los movimientos religiosos disidentes y la Iglesia establecida. La cuestión en disputa era si la gente tenía derecho o no a sus propias creencias. En el siglo XIII, se emprendieron dos Cruzadas y una serie de procesos inquisitoriales en la Europa meridional contra el influyente y numeroso movimiento denominado albigense o cátaro, que suele asociarse al Languedoc, pero también fue importante en el norte de Italia. Se les acusa todavía de extrañas doctrinas y de una mentalidad que rechazaba el mundo material, como se ha acusado siempre a los herejes, pero seguramente no es cierto, en su caso al menos, dado que los cátaros estaban vinculados a los trovadores y a los nobles que patrocinaban el amor cortés, y también porque eran unos convencidos partidarios de la no violencia y sus perseguidores podían distinguirlos de los demás mediante una sencilla prueba: si le pedías a una cátaro que matara una gallina, se negaba. Fueron defendidos por no-cátaros de la región en lo que se convirtió en una larga pero efectiva guerra de exterminio. Esos sucesos establecieron una pauta para el trato a los disidentes, también llamados herejes, en Europa durante siglos.

    Perece oportuno preguntarse si incluso una represión terrible no es, con el tiempo, un estímulo que ayuda a la perduración de lo atacado. Si el catarismo pervivió pese a la persecución es una cuestión difícil de dilucidar, dado que el término se utilizó a veces de una forma controvertida, sus textos fueron sistemáticamente eliminados y su reputación tan mancillada que resultaría difícil identificar huellas de su influencia en la historia posterior. Pero la disidencia persistió. John Wycliffe, el profesor de Oxford del siglo XIV cuyos textos teológicos se difundieron por toda Europa y ejercieron influencia en Inglaterra hasta el periodo de la Reforma, fue exhumado de su sepultura y quemado como hereje. Quienes estaban asociados con su magisterio, conocidos como lolardos, fueron llevados a la hoguera, también durante la Reforma. Debió de ser la conciencia lo que les impulsó, a ellos y a tantos otros, a actuar como si fueran libres pese a las drásticas restricciones impuestas a su libertad. La conciencia aparece a lo largo de la historia en individuos y grupos como una compulsión liberadora, aunque el acto libre tenga con mucha frecuencia consecuencias fatales.

    A lo largo de todo el proceso, la libertad de pensamiento se convirtió en una causa poderosa por sí misma. Contaba con la justificación de las Escrituras, que adquirió mayor importancia a medida que las traducciones y la imprenta permitieron un acceso más amplio a la Biblia. En su Epístola a los Romanos, Pablo afirma que cuanto no procede de la fe es pecado. Una nota al margen en la Biblia de Ginebra de 1560, la Biblia de los disidentes, dice que la palabra fe debe ser entendida ahí con el sentido de conciencia. Es decir, según Pablo hay «cuestiones indiferentes». Sus ejemplos son comer carne sacrificada a ídolos, beber, observar las festividades religiosas. Todo eso no es ni bueno ni malo en sí mismo, sino que ofrece ocasiones para pecar a cualquiera que sienta que es pecaminoso el hacerlo o dejar de hacerlo. Hamlet, aquel hombre agobiado por su conciencia, lleva ese sentido demasiado lejos cuando afirma: «No hay nada bueno ni malo, sino que es el pensamiento el que lo hace serlo». La obligación de actuar según la propia conciencia, que Pablo pretende que sirva de base para la tolerancia entre los cristianos, tuvo el efecto de volver intolerable la imposición de la conformidad religiosa. Dio a las controversias sobre la transubstanciación o la confesión auricular la mayor seriedad para disidentes que no podían aceptarlas, como tampoco podían aceptar numerosas doctrinas y prácticas más. Enrique VIII, pese a su suplantación del papa, estaba vehementemente resuelto a mantener el culto y las enseñanzas católicas intactas en la Iglesia de Inglaterra. Le encantaba perseguir tanto a los disidentes protestantes como a los católicos, de manera que las tensiones prosiguieron y adquirieron un carácter más político porque la toma del poder por parte del rey era un acto político.

    El hecho de que centre este ensayo en la historia angloamericana de la libertad de conciencia refleja tanto mis propios intereses como mis limitaciones, y no implica ninguna presuposición de que esas culturas fueran únicas en abordar la cuestión ni que tuviera ningún talento especial para ella. Si surgió con tanta potencia en ellas fue como consecuencia afortunada de accidentes y cataclismos, y del valor y los grandes conocimientos que caracterizaron el periodo en toda Europa. Y como todos los ideales más elevados, nunca se ha cumplido en ningún sitio en una forma pura y definitiva.

    Con Eduardo VI y su Lord Protector, el conde de Somerset, nadie, ni católico ni protestante, fue ejecutado por motivos religiosos. Eduardo (y/o Somerset) intentaron alinear la Iglesia de Inglaterra con la Reforma en el continente, pasando del latín al inglés, poniendo fin al celibato sacerdotal, sustituyendo el altar por la mesa de la comunión, y eliminando y destruyendo los iconos de las iglesias. Llamativamente, también acabaron, más o menos, con la censura y la represión de la prensa. María I, la hermanastra de Eduardo y su sucesora, revirtió el proceso y emprendió la tristemente célebre quema de líderes protestantes. Isabel I, menos notoriamente, ejecutó católicos, pero como traidores, eludiendo la cuestión de la persecución religiosa a la vez que los sometía a muertes mucho más horrendas que la hoguera. El siguiente régimen que puede atribuirse no haber ejecutado a nadie por motivos religiosos fue el Protectorado de Oliver Cromwell a mediados del siglo XVII. Cromwell era un disidente, un puritano, aunque no desempeñó ninguna función en ninguna Iglesia, y su gobierno parece en muchos aspectos una continuación de las reformas emprendidas por Eduardo VI. Dio a Inglaterra su primera Constitución escrita, un documento conciso que esboza la forma de gobierno, con un párrafo que garantiza la libertad religiosa…, para todos menos para los católicos.

    Decir que la libertad de conciencia tuvo y está teniendo un nacimiento difícil sería minimizar la cuestión drásticamente. Pese a toda la turbulencia de la historia religiosa británica, sus controversias estuvieron delimitadas, al menos en teoría, por el hecho de que se trataba de una tempestad entre cristianos, que compartían supuestos básicos, por más apasionadamente que dirimieran sus diferencias. En su Epístola a los Romanos, Pablo pregunta a la nueva congregación, aparentemente dividida por diferencias éticas y culturales entre sus miembros paganos y judíos: «¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Para su propio señor está en pie o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor parara hacerlo estar firme». Es una advertencia dirigida a los miembros de una comunidad de creyentes, personas que aceptan la servidumbre como una descripción de la relación que mantienen ellos y sus condiscípulos con Dios, y que consideran esa relación como algo personal en el sentido de que Dios ama donde ama y compensa los errores de sus siervos con su gracia. Idealmente, han aceptado una obediencia particular, que se remonta a la Ley de Moisés, ejemplificada en la vida y enseñanzas de Cristo. Eso podía ver, o esperaba ver, el apóstol, en la iglesia primitiva. Pero la historia nos dice que no se ha requerido nunca un gran esfuerzo para estrechar el círculo de aquellos que deberían ser vistos como siervos de Dios, cuyos errores serían subsanados por la gracia de Dios y por tanto no deberían ser juzgados. Todos conocemos las barbaridades que la conciencia cristiana ha acabado considerando respetables, con mucha frecuencia campañas de violencia contra otros cristianos. Sectas y confesiones recuerdan las heridas que sufrieron sus antepasados hace muchos siglos, y pueden indignarse al recordarlas. También podrían recordar las heridas que infligieron, si los consuelos de la identidad no se diluyeran un poco con tales excursiones a la honestidad.

    Otro comentario de Pablo en su Epístola a los Romanos, todavía en el contexto de sus reflexiones sobre la tolerancia y la autoridad de la conciencia: «La fe que tú tienes, tenla para contigo mismo delante de Dios». Es decir, no juzgues a tus condiscípulos creyentes y no los ofendas. Sería conveniente preguntarse si este excelente consejo no ha sido atendido durante todos estos años porque la fe ha tendido a ser una convicción mostrada a los hombres, quienes, si hemos de creer a Pablo, son mucho más quisquillosos que Dios.

    Creo en la realidad de la conciencia, habiéndola observado en mí misma y en otros. Me sorprende un poco descubrir que desaparece ante mí mientras escribo. Pensemos en la palabra concienzudo. Nombra una sensibilidad hacia el deber y la obligación que es sentida por muchos, y, con toda probabilidad, la base de la civilización. Percibimos su ausencia porque es excepcional. Todos estamos en deuda con legiones de desconocidos que se presentan a trabajar cada día y hacen lo que hay que hacer. Si no lo hicieran, seguramente se sentirían culpables o avergonzados en alguna medida. Ellos ajustan sus vidas, más o menos, a un estándar interior, y en este sentido son merecedores de mucho respeto. Esta respetabilidad fundamental de la gente es, en conjunto, el gran recurso de la democracia política.

    En la época de las Guerras Civiles inglesas,¹ el formidable ejército de Cromwell, formado por hombres comunes y corrientes, mantenía debates formales para determinar el tipo de gobierno que debía sustituir a la derrotada monarquía. Qué momento más absolutamente extraordinario. La libertad religiosa, la libertad de conciencia, tenían la mayor importancia para ellos, disidentes como eran. Después de la Restauración, sus discusiones, y las costumbres y asunciones que las envolvían, llegaron a América del Norte, en especial a Nueva Inglaterra, donde la población ya simpatizaba profundamente con Cromwell, y donde él había ayudado a patrocinar una colonia, Saybrook, en Connecticut. El pensamiento político americano, que parece tan asombrosamente maduro en sus tempranas expresiones, tenía de hecho una larga historia detrás. La Commonwealth liderada por Cromwell, pese a todos sus problemas, funcionó mejor, e Inglaterra prosperó más, que bajo los gobiernos monárquicos que se impusieron y la siguieron, hasta que Guillermo de Orange intervino para poner fin a la incompetencia dinástica. Desembarcó con un ejército lo bastante numeroso para convertir su llegada en una invasión, si la historia hubiera optado por darle ese nombre. La Commonwealth de Cromwell fracasó a la muerte de éste porque él no contó con un sucesor apropiado. Guillermo de Orange siguió sus pasos al establecer la primacía del Parlamento.

    De ese modo, los miles de refugiados y emigrantes que llegaron a América, después de los años de Cromwell y la Restauración, habían vivido la experiencia de contemplar o participar en la primera revolución

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