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Filosofía y administración pública: Una introducción
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Libro electrónico562 páginas8 horas

Filosofía y administración pública: Una introducción

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Filosofía y administración pública ofrece una introducción sistemática y abarcadora a los fundamentos filosóficos, ontológicos y epistemológicos de la administración pública. A partir de una revisión ágil de pensadores como Platón, Moro, Hobbes, Kant y Maquiavelo (entre otros), así como los teóricos contemporáneos, este volumen aporta un examen no
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 ene 2022
Filosofía y administración pública: Una introducción
Autor

Edoardo Ongaro

Edoardo Ongaro es profesor de gestión pública en la Open University, Reino Unido. Ha sido profesor en la Universidad de Northumbria y profesor visitante del Europen en varias universidades de Europa, América y Asia. Desde 2013 es presidente del European Group for Public Administration (EGPA), donde también ha sido miembro del Comité de Gobierno. Se especializa en temas de gestión y gobierno en instituciones de la Unión Europea, estructuras multinivel de gobierno y estructuras gubernamentales. Sus trabajos mas recientes incluyen The Palgrave Handbook of Public Administration and Management in Europe (2017, coeditado con Sandra van Thiel). Philosophy an Public Administration: An introduction (2017), Multi-Level Governance: The mising Linkages (2015) y Strategie Management in Public Services Organizations (2015, en coautoría con Ewan Ferlie), entre otros. Es Fellow de la Academia de Ciencias Sociales, Londres.

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    Filosofía y administración pública - Edoardo Ongaro

    Estudio introductorio

    David Arellano Gault

    La administración pública en su trampa filosófica

    La administración pública (AP), en particular la que es propia de los regímenes democráticos, ha sido desde siempre una disciplina (y una profesión) que tiene una compleja y hasta, podríamos decir, traumática relación con el poder político, con la autoridad y, por supuesto, con la coerción que está implícita muchas veces en sus decisiones y acciones. En efecto, sería difícil dudar que cuando se habla de administración pública se está hablando de un aparato político estrechamente relacionado con el poder. Un aparato político de esencia administrativa que tiene como papel fundamental sostener en la acción las decisiones políticas, llevarlas a cabo de manera eficaz, de acuerdo con los valores y —sobre todo en sociedades democráticas— de acuerdo también con la ley y a través de las instituciones socialmente legitimadas. Es en estas mismas sociedades democráticas donde se ha puesto un especial énfasis en que este aparato debe estar también al servicio de la sociedad, ampliamente definida, y no sólo de las élites. Ambas lógicas parecen convivir, a veces de manera incómoda. La administración pública entonces abarca, en la actualidad, desde el estudio de estas herramientas y lógicas de servicio hasta instrumentos más bien encaminados a hacer administrable a la sociedad (Scott, 1991): con responsabilidades de control, de regulación, tanto de grupos como de personas, de poblaciones y sociedades a través de la aplicación de ambiciosos programas de intervención social, sin olvidar los constantes esfuerzos de vigilancia de la ley y sus normas.

    De esta forma, la disciplina de la administración pública ha acumulado diversos saberes y afinado distintos dispositivos para construir su caja de herramientas. De esta forma, el aparato administrativo de diversas sociedades se legitima en buena parte como uno que provee servicios, está al tanto del bienestar de la sociedad, proporciona apoyo y alivio en caso de desastres y, en el fondo, está habitado por los mismos ciudadanos, en una posición administrativa llamada de servicio civil; sin dejar de ser un aparato que tiene capacidades de coerción al ser parte sustantiva del poder político. En ambas, sin embargo, se requiere hacer administrable a la sociedad, haciéndola homogénea a través de capacidades y saberes racionales y técnicas de reforma, cambio y mejora de las dinámicas sociales de un país o una región. Por un lado, entonces, un aparato de poder, por otro, un benevolente cúmulo de personas y organizaciones al servicio de la sociedad. En muchos sentidos, ésta es una identificación que resulta sustantivamente y de facto esquizofrénica.

    ¿Cuál de estas lógicas debería predominar entonces? Lo más probable es que la intuición aconseje que ambas, aunque tan razonable decisión implique aprender a vivir con diversas contradicciones, forzosamente. Para comenzar, comprender un aparato administrativo que tiene capacidades de coerción, que es una autoridad, que obedece a jefes políticos (así sean electos en las urnas) pero que se legitima cada vez más por sus capacidades y herramientas técnicas que no sólo se utilizan para la coerción (control de la población, por ejemplo) sino para su bienestar, su educación y su cuidado. ¿De qué lógica y ethos se habla entonces? ¿De un benevolente grupo de técnicos preocupados por el bienestar y al mismo tiempo, cada vez de forma más técnica también, capaces de dirigir y controlar a las poblaciones? ¿O tal vez hablamos entonces de un grupo técnico sumamente especializado que ya tiene una lógica política casi propia, necesaria, pero que por lo tanto es vital (tanto para los titulares del poder político como para los ciudadanos) vigilar y controlar, debido a su poder y su capacidad para implementar las políticas públicas bajo sus lógicas burocráticas y expertas? Esto por mencionar un par de posibles e interesantes contradicciones.

    Está claro entonces que la relación de la administración pública con el poder político, con la coerción y la autoridad, es una relación compleja que incluso se ha intentado, en la historia de la disciplina, opacar y hasta negar. En efecto, es fácil encontrar ejemplos de textos administrativos que más bien resaltan, no la relación con el poder, la coerción y la autoridad, sino su lado amable y, digamos, hasta pretensioso: el estudio de la administración pública (y su acompañante, a veces incómodo, la política pública) como una disciplina racional, del lado de la razón y la técnica al servicio de la resolución de ese cada vez más común eufemismo disciplinar: los problemas públicos. En vez de ver su lado, digamos con algo de exageración, oscuro, se pone énfasis en su lado racionalista, como aparato que lo primero que busca, apoyado en su experticia técnica e instrumental, es atender y estar cerca de los ciudadanos y ser un baluarte de estabilidad (donde existe servicio civil o al menos servicio profesional, claro) ante los vaivenes políticos propios de las elecciones en una sociedad determinada.

    La historia de la disciplina no deja lugar a dudas: la administración pública contemporánea surge y abreva en su origen de los estudios de la policía, muy ligada a las lógicas e instrumentos del control de la población, de la necesidad de dirigir los comportamientos de las masas en una lógica ordenada, administrable, ubicable, identificable (Guerrero, 1996). Directa y sin ambages, entonces, surge como conocimiento cada vez más necesariamente experto relacionada con el servicio del poder político. Tan experta, potente y sólida que incluso, diría Marx, es capaz de sabotear revoluciones (Marx, [1885] 1998). Pero el estudio contemporáneo de la administración pública rara vez recupera esas historias, esas lógicas directamente políticas de donde surgió. Al contrario, el giro argumentativo de la administración pública desde el siglo XX ha estado de manera preponderante del lado racionalista, gerencial y administrativista de la disciplina.

    De alguna manera, este giro, esta transformación es una historia interesante que debería contarse más ampliamente (como lo ha hecho, por ejemplo, Pardo, 2016): ¿cómo el estudio de la administración pública derivó de la comprensión de las facultades de un aparato de control, con autoridad y poder, al estudio más bien de un aparato administrativo preocupado, al menos discursivamente, por la transformación social progresiva a través del uso de la razón cristalizada en una serie de instrumentos técnicos, administrativos, gerenciales? Una disciplina que se legitima por el dominio de una serie de conocimientos e instrumentos que se argumentan como racionales y técnicos, casi neutrales desde el punto de vista político. Es más, una disciplina que en ciertos momentos se defiende y se justifica: si la política no interviniera para desviar la lógica técnica de su recto andar, obtendría mejores resultados. El discurso de esta disciplina pasó de una clara vinculación con el poder y el control, y el uso adecuado de la coerción y la autoridad, a un discurso sobre las herramientas técnicas, de gestión, de diseño de políticas, de creación de instrumentos en pos de la eficiencia, la racionalidad, la implementación ordenada y la evaluación de resultados como guía última, técnica (entiéndase entonces, no sin paradojas, apolítica).

    La administración pública ha sido una disciplina capaz de reinventarse en cuanto a argumentos de una manera realmente espectacular durante el siglo XX y el actual. Una benevolente visión que está en un continuo entre autoridad y caja de herramientas para el cambio social racional, dirigido, planeado; entre su capacidad de usar la coerción para controlar comportamientos de poblaciones enteras y baluarte técnico de información, planificación y diseño de soluciones eficaces y rumbos eficientes. Siempre bajo la sospecha de que es un brazo al servicio del poder político, con una burocracia que puede llegar a ser sumamente poderosa, una pesadilla incluso. Como parte de ese mismo discurso racionalista, que requiere explicar cómo controlar políticamente un aparato racional, instrumental, técnico, se han buscado soluciones de nuevo técnicas. Un ejemplo extremo que se puede discutir es el de la nueva gestión pública (NGP) y el esfuerzo por regresar el control del aparato administrativo a los políticos a través de una tecnificación mayor de un aparato que no dirige, sino que rema (Osborne y Gaebler, 1992). No sólo llama la atención el intento insalvable de revivir esa extraña deformidad de la separación entre política y administración wilsoniana (Wilson, 1887), también la reacción que provocó, invocando las virtudes de la indispensabilidad de la burocracia en una democracia ante la necesidad de tratar a todos por igual y aplicar las reglas sine ira et studio (sin ira ni pasión) (Du Gay, 2000). Poder y administración se han convertido en palabras incómodas, pero siempre asociadas en esta disciplina.

    En este sentido, la administración pública ha vivido y sobrevivido enfrentándose con sus múltiples contradicciones y paradojas creadas por su incómoda pero indispensable relación con el poder. Contradicciones que se recrean, modifican, se transforman a través de esfuerzos más o menos sistemáticos para enfrentarlas, aunque tal vez no para solucionarlas (porque, probablemente, son problemas perversos que no tienen solución última). La historia de la disciplina de la administración pública puede verse tanto en el siglo XX como en lo que va del actual como una de persecución de modas administrativas, todas surgidas con la promesa de, por fin, encontrar la solución al incómodo aspecto que hace de la administración pública, aun en una democracia, un aparato de autoridad, de poder (un aparato de biopoder, diría Foucault, 2007) y de coerción y, al mismo tiempo, un aparato racional, técnico y al servicio de la resolución de problemas públicos. Modas cambiantes que han pasado de la planeación-presupuestación, a la administración por objetivos y resultados, a la nueva gestión pública, al codazo suave (nudge), a la gobernanza, a la evaluación y las evidencias, al big data y la inteligencia artificial, por mencionar sólo algunas. El caso es que, a final de cuentas, la administración pública se reinventa, surge y resurge constantemente, así sea de manera desordenada y aparentemente sin agenda (después de todo ¿qué disciplina no crece de esa manera?).

    Así, lo que se conoce comúnmente como administración pública, como el aparato administrativo o burocrático encargado de sostener la acción y la implementación de las políticas (policies) definidas por el sistema político (politics), se cristaliza, podríamos decir, a través de al menos dos lógicas ineludibles, pero muy perturbadoras. La primera lógica podemos llamarla del aparato político-técnico, la segunda, del monolito racional.

    La lógica del aparato político-técnico implica la construcción argumentativa y discursiva de que, si bien la administración pública es un aparato a las órdenes del poder político, su esencia racional le permite construir y tener la experticia para reformar a la sociedad o al menos enfrentar los problemas públicos a través de técnicas e instrumentos en constante producción. Un discurso que hace predominar el aspecto técnico instrumental y experto del aparato y considera los elementos políticos más bien como secundarios.

    La segunda lógica, menos evidente, pero no por ello menos importante y a veces preocupante, es que dicho aparato aparece y se presenta como un monolito, como un todo organizado y congruente gracias a su conocimiento experto. Un monolito, un actor racional unificado, técnico, conocedor. Ésta es una ilusión, sin duda. Pero parece ser una ilusión, una maniobra argumentativa muy importante pues ha permanecido relativamente intacta durante décadas, pese a la evidencia y el sentido común que establecen que, en la práctica, en realidad el aparato administrativo es de hecho una composición plural y flojamente acoplada de organizaciones (secretarías, ministerios, agencias especializadas, organismos descentralizados, autónomos, etcétera) y grupos (partidistas, de intereses, sindicatos, etcétera). Lo mismo aplica para la burocracia: no es un cuerpo homogéneo, hay diversos tipos de burocracias con diferentes lógicas y experticias (Méndez y Dussauge, 2017).

    Cuando estas dos lógicas se unen, el argumento ordenador y discursivo adquiere un sentido particular: gracias a que es un monolito, es congruente y, por lo tanto, su promesa técnica y hasta apolítica es creíble. Se propone como un aparato, un actor racional unificado, preocupado sobre todo por la solución de los problemas públicos. Tal pareciera que el imaginario colectivo contemporáneo desearía asumir que este poderoso aparato técnico está coordinado claramente, por diseño, por plan, con un mismo sentido y lógica jerárquica que, en efecto, lo hace un aparato único y congruente. Sin embargo, queda cada vez más claro y entendido empíricamente que lo que se llama el aparato administrativo, la administración pública de una sociedad, es en realidad un cuerpo sumamente diverso de personas y organizaciones, coordinados según una lógica que difícilmente se puede diseñar y controlar de manera directa, lineal, congruente. Es tal la diversidad y cantidad de organizaciones gubernamentales, cada una enfrentada a un contexto particular, que esta visión discursiva es cada vez menos útil y creíble. La imagen más realista de un conjunto flojamente acoplado de organizaciones, un caos ordenado o, al menos, un sistema intrincado y sumamente dependiente del contexto y la situación, son imágenes cada vez más útiles, si bien eso implica romper con la ilusión de la congruencia y la tecnicidad de la administración pública real.

    La contradicción de argumentar que la administración pública es un aparato técnico y herramental, sin vincularlo con su íntima relación con el poder político, con los grupos de intereses económicos y sociales, es cada vez más evidente. La distancia entre las visiones normativas de la administración pública y aquellas más bien positivas, se ha ensanchado profundamente. Es muy común en esta disciplina entonces que estas dos visiones se confundan de manera constante: cuando se habla del deber ser, se plantea un deber ser realmente obligatorio, no optativo. Una promesa, el deber ser, que no se puede romper. Es claramente una lógica de locura, más cuando de lo que hablamos es de dirigir sociedades, resolver problemas enormes y perversos (la pobreza, la educación, la protección del medio ambiente), en sociedades plurales donde justamente lo que menos prevalece es la preeminencia de una verdad dogmática o la certeza de una solución única que convence a todos los diferentes actores. Como una misión de Sísifo, el deber ser es inalcanzable, pero irrenunciable, así los fracasos se reproduzcan eternamente. Lo único que parecería razonable sería aceptar lo inevitable: es un aparato de poder, es una diversa y heterogénea amalgama de técnicas, soluciones, organizaciones y esperanzas; es un caldo de cultivo para fuertes errores y fracasos; es una institución humana, muy humana, cuyos componentes son personas, en entornos sociales y políticos situacionales, no estables ni predecibles. Tal parece que aceptar dicha realidad es como obligar a aceptar un fracaso, una capitulación del deber ser y, peor, el des-enmascaramiento de la permanente lógica de poder que la anima como profesión y disciplina. Y, por lo tanto, su deslegitimización.

    De esta forma, es una disciplina que desde la perspectiva filosófica está atrapada en una contradicción que paradójicamente le da vida. Una disciplina en busca permanente del tipo ideal weberiano burocrático (proyecto con el mismo destino que Sísifo), del aparato neutral, técnico, coordinado, formalmente organizado, legítimo y legal. Y cada fracaso es una oportunidad para aprender, para reformarse, para encontrar la nueva moda teórica que prometa, de nuevo, encontrar la solución última.

    Las personas que participamos en esta disciplina perseguidora de modas, recibimos constantes indicios, sin embargo, de que en la realidad, la fotografía real, el efecto neto es (y será siempre) uno muy distinto. El poder, la política, los intereses, la posibilidad perenne de captura, la necesidad estratégica de acordar, negociar, cooptar, están siempre, de forma endógena, para definir también la posibilidad de acción del aparato administrativo.

    Y es que no puede ser de otra forma. Se podría simplemente pensar en su lógica organizacional: agencias, entidades, dependencias, tan distintas y heterogéneas, que van desde oficinas de trámites, hasta grupos de supervisión, investigación forense, policía, impuestos y ordenamiento político o social. Organizaciones y personas con capacidades e instrumentos para otorgar o quitar la libertad a personas. Con posibilidades de imponer cargas impositivas, distribuir costos y beneficios a grupos e intereses. Con facultades para cuidar la salud, afectar el modo de vida y el trabajo, así como educar y adoctrinar a millones de personas. Capaces de hacer la diferencia y otorgar o negar servicios (o la calidad de los mismos); de la salud a la educación, de la seguridad al cuidado y protección de los menos afortunados socialmente.

    Pero es siempre necesario cuando se habla de AP repetir que una cosa es el deber ser, es decir, la legitimidad política, legal y técnica que le dan sentido formal al aparato administrativo, y otra muy distinta la constante interacción e interpenetración del aparato administrativo con los intereses, grupos y poderes sociales y económicos de cualquier sociedad plural. Es un aparato que tiene capacidades coercitivas pero que requieren ser justificadas (al menos para muchos) para ser legítimas, legales, necesarias y hasta dispensables. Y que, además, son dejadas a la mano de un aparato administrativo que tiene la posibilidad, el ethos, de ser racional, técnico, con los instrumentos, el conocimiento y la capacidad para llevar a cabo sus tareas de una manera controlada, disciplinada, justificada. Pero esta visión del deber ser siempre tiene que luchar con la realidad, con lo que sucede efectivamente. Y es aquí donde es fundamental que la segunda característica, la de ser un aparato social y organizacionalmente constituido, se siga construyendo. Es un aparato constituido por personas, personas con intereses, capacidades limitadas y que interpretan y dan sentido a lo que hacen o dejan de hacer. Que se encuentran en un contexto particular, lleno de interacciones grupales y sociales donde las reglas organizacionales, las leyes en la acción, implican la constitución de una importante capacidad de relacionarse constantemente con su contexto. Contexto donde se encuentran otras personas, intereses, grupos, organizaciones, que también tienen intereses, agendas y que se embeben conjuntamente en una red de interacciones y relaciones concretas, difícilmente controlables.

    Esta es una de las tantas dualidades que han permeado la AP, como disciplina y como campo profesional y de acción, a lo largo de su historia. Entenderla y atenderla es una prioridad, en cualquier democracia. Controlar un aparato tan poderoso, tan propenso a ser afectado por las dinámicas e intereses políticos, es entendible que sea una prioridad. No sólo por su legitimidad de coerción y autoridad, sino por su extraña mezcla de ser ese aparato coercitivo, pero también un aparato basado en la razón, en la técnica. Técnica administrativa, de gestión, organizacional.

    ¿Cuál es la principal característica que constituye a la administración pública entonces? ¿La legitimidad legal y política de su existencia o la legitimidad que se le otorga como aparato de conocimiento, de técnica, de capacidades reales de acción? La respuesta fácil es que las dos. Pero una buena parte de la investigación contemporánea enfatiza en realidad la segunda. Es decir, la fuente de la legitimidad de la administración pública se ha concentrado en diferentes sociedades democráticas como una basada en su capacidad de acción, en su conocimiento para llevar a cabo, implementar, hacer realidad los deseos y fines políticamente establecidos. Es curioso, cuando de fuerza y coerción se trata, resurge la primera justificación: es un aparato legítimo de poder. Pero parece sustantivo, cada vez más, que esta segunda característica intrínseca, aparezca sólo en casos extremos.

    Un aparato de poder cuya efectividad requiere esconder o limitar al menos dicha característica de ser a final de cuentas autoridad. Pero esta lógica de ocultamiento, vista como retórica, es sumamente contradictoria. La realidad del día a día dice otra cosa. El aparato administrativo puede ser técnico, estar basado en la ley, en códigos, en planes, en políticas públicas; en la forma, en el discurso y en los documentos oficiales. Pero el día a día es otra cuestión. Ahí hay intereses, interacción, negociación y construcción de relaciones sociales entre diferentes aparatos administrativos del Estado con distintas organizaciones y grupos sociales. La fotografía del mundo real dice muchas cosas diferentes de las que aduce la fotografía formal y legal. Poder, autoridad, legitimidad, se construyen en el día a día, en el diario encuentro de intereses, de personas de carne y hueso, en contextos particulares, con necesidades específicas, envueltos en un contexto de racionalidad limitada, es decir, donde los diferentes agentes, grupos, organizaciones transaccionan constantemente con su contexto, en búsqueda de los propios fines y medios, sin un plan del todo predeterminado ni un mapa de ruta infalible e inamovible. Además, el aparato no es un monolito: es un conjunto de personas donde hay políticos designados, servidores de carrera, tomadores de decisión, operativos, enlaces, burócratas a nivel de calle. No es de sorprender entonces que la distancia entre el deber ser y el es cause tanta confusión en la gente, en los ciudadanos y hasta en los estudiosos de la política. El sueño imposible de eliminar la corrupción es un buen ejemplo. La corrupción es un concepto normativo que parte de un ideal abstracto e irreal: que existe una clara distinción a priori y abstracta entre los intereses privados y los públicos. Que existe algo natural en las personas concretas para saber diferenciar entre el ámbito de lo privado y lo público, y que existe la posibilidad de que las personas mismas, no sólo diferencien estas dos esferas con claridad, sino que además sean capaces de diferenciar cuándo una invade la otra impropiamente (porque no toda relación de lo público y lo privado es impropia, vale la pena enfatizar). En otras palabras, un sueño irreal (Arellano-Gault, 2020) de que las personas tienen la capacidad no sólo racional y argumentativa para hacer estas diferencias, sino que tienen la capacidad de llevarla a cabo en el mundo real, donde las necesidades, las restricciones de tiempo y recursos, las intensidades profundas de las relaciones que tienen con otras personas y sus organizaciones son múltiples, movibles y pueden llegar a ser intensas y en gran medida emocionales.

    La dicotomía profunda que se ha creado entre el deber ser y lo que es, entre lo normativo y lo positivo, es una de las marcas filosóficas más comunes de la AP en el mundo contemporáneo. Sus implicaciones prácticas, racionales, instrumentales, analíticas son profundas y graves, como se puede apreciar. Es una contradicción, sin duda. Una paradoja incluso: un aparato administrativo que nace del poder, se hace en el poder, actúa en el poder, intentando construirse en un aparato, en el deber ser, racional, estable, poseedor del conocimiento y la técnica para resolver problemas públicos. Problemas públicos que no pueden ser, en la acción, en la realidad, sino un collage negociado entre diferentes actores con diferentes valores, fines e intereses. Por lo tanto, es imposible que exista tal cosa como una disciplina de la resolución de problemas, como si la resolución de problemas se pudiera separar realmente de la negociación, discusión, lucha y conflicto por dicha definición de los problemas mismos.

    Podría considerarse entonces que la AP está envuelta en una paradoja que requiere ser resuelta, al menos en algún grado. En un ideal determinado, el aparato administrativo requiere ser controlado, su disciplina requiere ser reforzada, pues de otra manera, se convierte en un peligro para la propia lógica democrática, y dicho control, ¿de dónde deviene? De la misma esperanza de que exista la manera normativa y técnica precisa para crear ese dique entre la realidad política, móvil, diversa, conflictiva y la esfera que se espera sea neutral, autodisciplinada, racional, congruente. La disciplina de la administración pública requiere enfrentar explícitamente esta paradoja. Y cuando lo ha hecho, se pude intuir con claridad que es una paradoja sin solución definitiva.

    La importancia de la filosofía en, para y desde la administración pública

    Podemos tomar este reto de frente y suponer, de partida, que no existe en realidad una manera de salir de la contradicción, de la paradoja central que la administración pública enfrenta. No hay argumento político o administrativo, técnico o desde el poder, que pueda dar una solución final a estas contradicciones entre ser aparato del poder, pero deberse a los ciudadanos también; monolito, pero flojamente acoplado; autoridad coercitiva, pero legalmente limitada, técnico-racional en un mundo conflictivo de fines diversos y valores encontrados, instrumental finalísitico en un mundo de efectos sistémicos, múltiples determinaciones y perenne incertidumbre. Supongamos entonces que no hay solución total o completa a estas paradojas o contradicciones. ¿Es eso malo? La filosofía, bien lo muestra Edoardo Ongaro en este libro, nos puede dar pistas valiosas respecto de este tema y otros relacionados con la administración pública.

    El libro que la lectora o el lector tiene en sus manos es uno que, creo sinceramente, todo estudioso de la AP habría querido escribir alguna vez. Al ser la administración pública una disciplina que ha sufrido crisis de identidad tan seguido y constantemente, no resulta una labor sencilla. Menos si la imagen social que se ha cristalizado predominantemente es la de una disciplina muy técnica, árida y tediosa incluso. Relacionar esta disciplina entonces con discusiones como la metafísica, la epistemología, el existencialismo o la ontología no aparece, en principio, una labor posible o al menos sencilla.

    El profesor Edoardo Ongaro toma el reto en las manos y produce este excelente texto; pero el reto no es sólo académico. Al menos no es el punto de vista que se retoma en este estudio introductortio. El reto también está en eso que en el libro se llama filosofía para la administración pública (p. 231 del libro en inglés). De manera sustantiva a través del espinoso tema de la indeterminación. Es decir, el poder (y la angustia) de la idea de que la administración pública, como cualquier otra ciencia social, sólo podrá resolver estas contradicciones, paradójicamente, al aceptarlas como ineludibles o insolubles. La indeterminación como premisa de la realidad social, la inconmensurabilidad de lo social, la contextualidad y situacionalidad de la realidad misma, imponen un reto filosófico y práctico a esta disciplina.

    En el caso de este breve estudio introductorio he decidido mostrar una de las múltiples vías por las cuales, como Edoardo Ongaro muestra, la filosofía genera luces poderosas para entender la disciplina y para que los estudiosos de ésta hallen caminos y rutas viables y potentes de comprensión. Más allá de modas administrativas y ocurrencias analíticas y retóricas, la filosofía para la administración pública puede dar pistas bastante sólidas. Pistas, por ejemplo, que permitan avanzar en la construcción de una visión más clara, práctica, de la relación entre técnica y poder, entre conocimiento y coerción, entre organización formal e interacción conflictiva en una sociedad plural. En el caso particular en el que se lleva a cabo en este estudio introductorio, se vinculará esta discusión a través de la siguiente pregunta: ¿y qué sucede si la administración pública, como muchas otras disciplinas, descubre y acepta la base postempiricista de comprensión de la realidad? Es decir que, como toda lógica de acción humana y social, la situación es determinante y el contexto inevitable. Por lo tanto, la administración pública como disciplina no puede escapar de estudiar y ser en sí misma una realidad social indeterminada. En otras palabras, los seres humanos en sociedad son seres intersubjetivos y, por ello, profundamente dependientes de su interacción, de su constante capacidad para entender, comunicarse e interpretar lo que otros hacen, piensan, buscan. La realidad social, por lo tanto, está en constante construcción a partir de las interacciones e interpretaciones. Los actores son autorreflexivos, por lo tanto, cambian, ajustan constantemente lo que piensan y observan, haciendo imposible cualquier intento de reducción empírica a un solo factor. A menos que se imponga exógenamente (y autoritariamente podríamos añadir) un factor determinístico (las preferencias y creencias de las personas están dadas y a partir de ahí se puede hablar de racionalidad, por ejemplo), no hay muchas alternativas más allá de aceptar las consecuencias de que la sociedad, los grupos, las organizaciones, las personas actúan y piensan, construyen y luchan, siempre con altos contenidos situacionales y contextuales. No hay reglas universales, no hay lógicas inamovibles. Así, no hay instrumentos de intervención a prueba de todo (es decir, a prueba de situaciones y contextos heterogéneos). No existen cadenas causales fijas, sino correlaciones y cadenas causales que están siempre bajo la interpretación (racional y emocional) de las personas que las viven, pero también, las crean y las intuyen o internalizan.

    Esta agenda postempiricista es una de las múltiples vías para reinterpretar a la administración pública contemporánea. Vale la pena en este estudio introductorio avanzar algunos pasos en esa dirección como una productiva vía desde la filosofía, para comprender mejor esta disciplina.

    Postempiricismo e indeterminación

    La administración pública ha sido una disciplina que ha sufrido constantemente crisis de identidad. Al ser una disciplina, una profesión, un campo de estudios, siempre ligado a la acción gubernamental, a la acción administrativa o gerencial, la posibilidad de separar acción de decisión, valores de hechos, eventos o sucesos de la decisión de personas, una visión positivista o empiricista ha sido siempre un reto; incluso, podríamos decir, una limitación. Estudiar, por ejemplo, los efectos de programas gubernamentales sin incorporar al análisis los intereses políticos, explícitos e implícitos, de diversos agentes que influyen en la decisión o la acción, puede parecer realmente un entendimiento muy limitado de lo que está sucediendo en la acción. Estudiar las decisiones burocráticas de un gobierno, sin incorporar las condiciones contextuales de las reglas políticas como, por ejemplo, las del servicio civil, o la de los intereses de grupos, partidos y empresas, puede parecer, de nuevo, sumamente limitado, tanto para explicar como para actuar. Por último, la intervención gubernamental difícilmente es determinante o la única fuerza que repercute en la definición de los comportamientos sociales y de sus efectos (muchos en realidad producidos por lógicas sistémicas y no por lógicas causa-efecto lineales). Por ejemplo, una política pública contra el crimen difícilmente puede argüir que permite intervenir o modificar todos los aspectos humanos, conductuales, familiares, sociales, que influyen sobe el crimen en una sociedad (Wilson, 2013).

    Los ejemplos se pueden multiplicar. La administración pública, como toda ciencia social, es al final de cuentas el producto de reflexiones, interacciones y dinámicas sociales, y por lo tanto sus argumentos, instrumentos y propuestas caen continuamente en el denominado círculo hermenéutico: interpretar una acción o decisión implica una decisión de defender a la interpretación capaz de afectar la acción o la decisión que se va a interpretar. Impulsar políticas públicas basadas en evidencia, por ejemplo, implica interpretar lo que es una evidencia, por lo que se necesitan evidencias para defender las evidencias como mecanismo racional para tomar decisiones de política pública.

    En estas condiciones, la administración pública se ha construido como una disciplina cuyo estatus de ser técnica y gerencial siempre ha generado profundas dudas, pues en la práctica ha sido un campo profundamente tironeado por la práctica de actores concretos en situaciones y contextos complejos, valorativos y políticos. Que se trate de sostener exclusivamente como una disciplina y un campo de acción y decisión técnica y objetiva ha estado en claro cuestionamiento ante su evidente papel político. En otras palabras, pretender avanzar en esta disciplina exclusivamente a través ya sea de una agenda positivista que pretende objetividad o a través de una agenda empiricista que asuma que las valoraciones y relaciones intersubjetivas de sus participantes no afectan más que los hechos observables, resulta tener fuertes limitaciones.

    La administración pública es un campo de estudio realmente fascinante para realizar estos debates filosóficos. La gran confianza que esta disciplina tuvo durante la posguerra respecto de sus capacidades de reforma y cambio social fue muy alta. Sin embargo, la realidad resultó bastante más compleja de lo que teorías positivistas esperanzadas en tratar la realidad como suma de hechos y cadenas causales factuales esperaron. Las visiones que comenzaron a hablar de las consecuencias no deseadas y hasta desastrosas de las intervenciones de la administración pública para cambiar la realidad no tardaron en aparecer (Pressman y Wildavsky, 1984).

    La esperanza de convertir la administración pública en una disciplina unitaria, poseedora de técnicas globales de intervención y, por lo tanto, homogénea como campo, ha estado siempre en duda, para desesperación de muchos. Como quiera que sea, el escepticismo de que una ciencia como la administración pública pudiera defenderse como objetiva, técnica, manejada y dirigida por expertos que se legitiman precisamente no por su cercanía a la sociedad, su capacidad de transparentar sus valores e intereses, sino por sus métodos y técnicas abstractos, supuestamente neutrales y apolíticos, ha estado siempre presente (Fox y Miller, 1996). A final de cuentas, hablar de administración pública es hablar de control, poder, autoridad y personas de carne y hueso, que interactúan y enfrentan grandes retos con capacidades y racionalidades limitadas (Cabrero, 2000).

    ¿Cómo estudiar entonces una disciplina profundamente enraizada en la política? Una disciplina hermanada con el poder y el control, con el uso del conocimiento para dirigir y modificar comportamientos de grandes masas de personas, grupos y organizaciones. El proyecto de una disciplina homogénea y unitaria ha sido entonces claramente imposible. La heterogeneidad de enfoques, la batalla política y analítica entre paradigmas y perspectivas no se ha hecho esperar (deHaven, 1988). De la misma manera, no sólo en términos ontológicos el debate se ha fortalecido, necesariamente también en términos epistemológicos. Existe un método deductivo-nomológico que todavía defienden grupos y coaliciones, pero no ha sido ni la única ni necesariamente la forma dominante de estudiar la administración pública.

    Los métodos para estudiar la administración pública son múltiples, diversos y heterogéneos. Tanto como las realidades y contextos donde dicha administración pública existe. Las formas y los medios para estudiar esta disciplina han crecido como la hierba salvaje en el campo. Si bien para muchos esto es deseable o al menos inevitable, para otros puede parecer preocupante. Una agenda postempiricista que incorpore la subjetividad de las personas, la intersubjetividad como escancia de la acción-decisión (más que de la cadena lineal de decisión-acción), la inconmensurabilidad devenida de los contextos y las lógicas locales, siempre tendrá el reto de construir formas de verificabilidad, de estándares de comparación y evaluación de las explicaciones y los programas de investigación.

    Una disciplina como la administración pública será siempre una ciencia de la indeterminación en la que sus métodos, datos y propuestas difícilmente podrán llegar a predecir resultados únicos y determinados. Son tantas las variaciones, las subjetividades; son tantas las interacciones y la importancia de la intersubjetividad, que dicha agenda es un sueño. Lo que no necesariamente implica que no haya formas rigurosas de analizar y discutir sobre las evidencias y las teorías. La indeterminación de la agenda postempiricista no significa falta de rigor en las explicaciones (Bohman, 1993: 7).

    La administración pública es una disciplina que se refiere a las personas, su comportamiento y la relación entre estos comportamientos y la interacción entre personas reflexivas. Esto es, entre personas que toman en consideración lo que hacen, dicen y piensan los otros. No sólo eso, lo incorporan en su pensamiento, ya sea a la Goffman (1987), para calcular la presentación que dicha persona desea transmitir a los demás, ya sea estratégicamente, ya sea de manera oportunista, ya sea para negociar y transaccionar. Las indeterminaciones, por todo esto y más, son una constante en una disciplina como ésta. Intentar atrapar esta densa dinámica con métodos deductivo-nomológicos sufrirá siempre una rigidización que se puede convertir en extrema. A tal grado rígida como para dejar escapar cuestiones críticas, empíricas, de las formas plurales, incluso desordenadas (desde cierto parámetro rígido nuevamente) pero reales y existentes, que le dan sentido a la acción de las personas. Las personas en una lógica intersubjetiva buscan sentido, construyen en la práctica interpretaciones, llegan a acuerdos. Y el resultado puede ser lejano o no adecuado a lo que ciertas teorías plantean como racional y adecuado. Una especie de paradoja: irracionales pero necesarias; irracionales pero que los actores en la práctica les dan un sentido. Las tentaciones racionalistas, ante estas indeterminaciones, pueden ser muy fuertes. Tentaciones racionalistas de plantearse justamente que entonces los actores en la realidad deben ser corregidos, reformados, transformados para que aparezca la verdadera racionalidad. Pero, más grave aún, tentaciones analíticas que terminan en prescripciones que puedan ser defendidas por ciertos actores (con autoridad y poder) como la única manera en que las personas y los actores Deberían actuar. En efecto, el gran riesgo de construcciones rígidas de situaciones indeterminadas es la tentación de defender la imposición de ciertas formas de actuar sobre la base de argumentos normativos y no en evidencias o hechos ampliamente debatidos de manera plural. O con base en hechos que se consideran, sin embargo, equivocados o perversos, por lo tanto, candidatos a ser reformados. Reformados, ¿desde dónde, con qué supuestos, por quiénes y con qué intereses? Responder estas preguntas se ha convertido en un criterio clave para la credibilidad de esta disciplina: pretender esconder intereses, axiomas y supuestos detrás de un argumento racionalista de neutralidad técnica es cada vez menos creíble.

    Ésta es una gran ventaja de las perspectivas postempiricistas: desmantelar una visión que suele ser opaca respecto de los procesos de interacción e interpretación de las personas, al esconderse detrás de argumentos aparentemente científicos, pero que filosófica y políticamente, en realidad, son sólo una alternativa, una forma particular de ver el mundo y de proponer cómo construirlo. Una visión postempiricista de la administración pública es probablemente mucho más cercana a un ideal democrático: sin monopolio de la verdad, sin que haya actores que se puedan autoproclamar como dueños de ese monopolio, entonces el poder, el conocimiento, la práctica, la ideología, la política, forman parte endógena, necesaria, indispensable de la acción gubernamental. No tendría por qué ser distinto en su estudio: una administración pública apoyada y sustentada en una visión plural de métodos, valores y formas de explicación.

    Postempiricismo puede considerarse la crítica a una visión ontológica y epistemológica en la que se buscarían leyes generales y relaciones causa-efecto objetivas, a partir de un método o forma de investigación homogénea y única. La explicación entonces no sería la única meta de una disciplina o ciencia. Explicación y comprensión van de la mano, sin menospreciar la interpretación como una forma inferior o limitada de conocimiento científico. La visión naturalista, es decir que todas las ciencias requerirían seguir los mismos parámetros de explicación causal de las ciencias naturales, podría revisarse, de modo que elementos altamente heterogéneos, como las creencias y los deseos de las personas, fueran considerados como sustantivos. Por ejemplo, partir de un supuesto o axioma donde las razones o la racionalidad es la única fuente de explicación causal de las creencias y los deseos y, por lo tanto, de las decisiones y de las acciones, podría ser relativizada como un artilugio analítico, una forma heurística para construir un argumento o un estudio empírico, y no como una verdad revelada o un hecho contundente. En ciencias sociales establecer los límites de la visión racionalista tiene otras implicaciones más bien normativas. Es decir, se convierten rápidamente en prescripciones de cómo deberían pensar, sentir, creer y actuar las personas, si pretenden ser racionales. Esto implica problemas importantes, pues la visión racionalista puede confundir la mejor razón, por ejemplo, como la causa real de la acción. Esto evita u obstaculiza analizar las razones efectivas por las cuales las personas actúan en la práctica, pues todo comportamiento que se escapa de lo normativamente establecido a priori se convierte en un acto irracional, por lo tanto, difícil de explicar según los parámetros de causa-efecto, también preestablecidos. Que los actores no sigan los parámetros normativos establecidos no necesariamente significa que los atores sean irracionales. Probablemente signifique más bien que la teoría racional sobre la que se construyó la cadena causal sea errónea. ¿Cómo entonces comprender y estudiar fenómenos sociales con la carga normativa que suele introducirse a través de argumentos y teorías racionalistas?

    La gran ventaja de las visiones racionalistas está claramente del lado de la homogeneidad y la unicidad: se espera y se busca producir, las dos cosas, una visión ordenada y parsimoniosa de la realidad. Si la realidad es caótica y heterogénea, es porque no se han comprendido sus verdaderas causas y las personas necesitan conocer e introducir en su accionar dichas verdaderas causas. La heterogeneidad es un síntoma de fallas de racionalidad, en otras palabras. Si las fallas de la racionalidad se reducen, si los actores se convierten en lo que se espera de ellos, es decir, que sean racionales, la realidad puede ser estudiada de forma parsimoniosa. La gran desventaja de esta posición racionalista es clara: si bien puede construir argumentos parsimoniosos, es un círculo cerrado y contradictorio. Es cerrado porque el axioma racionalista se convierte en el centro de la explicación: se busca la racionalidad siendo que la racionalidad es una construcción axiomática y normativa. Si dicha racionalidad no se encuentra en la práctica, lo que significa no es que la teoría esté fallando, no: la falla está en las personas que no se comportan racionalmente. Si las personas actuaran racionalmente, entonces la teoría explicaría la realidad. Y ahí está la contradicción: a final de cuentas el modelo prescriptivo se convierte en la realidad: tratando de imponer y dominar en la construcción del argumento de la realidad que debería existir y, muy importante, proponiendo cómo se tiene que construir. La lógica normativa, la del deber ser, es profundamente política y puede llegar a ser íntimamente coercitiva.

    El modelo racional se convierte, paradójicamente, en reflexivo: si los actores fueran racionales, si entendieran que les conviene ser racionales, entonces la realidad sería mejor. Para actuar racionalmente, sin embargo, los actores deben saber qué es actuar racionalmente. Y requieren aprender a serlo, comunicarlo y ponerse de acuerdo para ser racionales. La racionalidad entonces se busca, se interpreta y se construye. Los actores pueden ser racionales si saben que pueden ser racionales, se les enseña a ser racionales y acuerdan ser racionales. Curiosa manera de enfrentar entonces la realidad, con un argumento, el racionalista, que termina siendo sustantivamente reflexivo y sobre todo teleológico —y, por lo tanto, político— (Taylor, 1964).

    La visión postempiricista parte en muchos sentidos de este diagnóstico: el modelo racional es en realidad un modelo reflexivo que niega ser reflexivo. Esta paradoja hace del modelo racional uno bastante confuso, si bien exitoso. Por el

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