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Ciudad y arquitectura urbana en Colombia, 1980-2017
Ciudad y arquitectura urbana en Colombia, 1980-2017
Ciudad y arquitectura urbana en Colombia, 1980-2017
Libro electrónico575 páginas7 horas

Ciudad y arquitectura urbana en Colombia, 1980-2017

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Las sorprendentes mutaciones que se presentaron a partir del 2010 tanto en el contexto global como en las dinámicas nacionales determinaron nuevos rumbos para la ciudad y la arquitectura urbana de Colombia, los cuales se concretaron en formas distintas de concebir lo urbano arquitectónico desde lo público. El resultado de ello es que se pusieron a prueba las bondades y certezas de lo construido entre los años 1980 y 2010—lapso cubierto por la primera edición de este libro—, hasta el punto de que algunos de los aparentes éxitos reventaron, víctimas de su propia megalomanía, y debieron ser redireccionados. Se ha impuesto así un nuevo paisaje urbano, y la arquitectura y el diseño urbanos han dejado de ser un asunto circunscrito a los especialistas y ahora son discutidos también por las comunidades y la sociedad en general. 
 Analizar todas estas novedades es el objetivo de la presente edición de esta obra. 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9789587148787
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    Ciudad y arquitectura urbana en Colombia, 1980-2017 - Luis Fernando González Escobar

    Ciudad y arquitectura urbana en Colombia, 1980-2017

    2.a edición

    Luis Fernando González Escobar

    Editorial Universidad de Antioquia®

    © De las imágenes: los respectivos propietarios

    © Editorial Universidad de Antioquia®

    ISBN: 978-958-714-877-0

    ISBNe: 978-958-714-878-7

    Primera edición: junio de 2010

    Segunda edición: marzo de 2019

    Imágenes de cubierta: UVA La Imaginación, Medellín. Fotografías de Sergio Gómez; cortesía de Colectivo 720

    Hecho en Colombia / Made in Colombia

    Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia

    Editorial Universidad de Antioquia®

    (574) 219 50 10

    editorial@udea.edu.co

    http://editorial.udea.edu.co

    Apartado 1226. Medellín, Colombia

    Imprenta Universidad de Antioquia

    (574) 219 53 30

    imprenta@udea.edu.co

    Introducción

    En materia de arquitectura y urbanismo tenemos precisamente lo que nos merecemos, lo cual nos permite identificarnos plenamente con las formas construidas en todo el territorio nacional. Esa arquitectura es un fiel e implacable reflejo de nuestras aspiraciones, de nuestros sueños y de nuestras derrotas y frustraciones.

    Germán Téllez

    Hasta hace unos años, la imagen de Colombia en el exterior era la de un país caótico, entregado a una perpetua orgía de sangre, tomado por bandas criminales, sicarios, narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros. Cualquier información que salía en la prensa sobre el país estaba necesaria e ineludiblemente relacionada con algunos de esos actores. Cuando se daba espacio a las ciudades, se describían como escenarios de confrontación entre las bandas sicariales que ejercían control territorial sobre la mayor parte de ellas. Las imágenes de los paisajes urbanos estaban dominadas por la marginalidad, ya fuera central o periférica. Había un regodeo estético que rayaba en la pornomiseria.

    La ciudad formal no era visualizada; su negación era, en parte, obvia, pues el conflicto urbano, de cierta manera generalizado en el país, acaparaba la atención. Solo en los círculos cerrados de la academia y los gremios profesionales afines, se discutía sobre la importancia de su arquitectura y su urbanismo. Pero tales discusiones poco trascendían, tenían un efecto limitado o apenas permeaban las políticas urbanas; si bien se presentaban proyectos importantes, estos quedaban a medio camino, en los planos de los diseñadores o en las oficinas de los administradores. En algunas ocasiones, la preocupación por la arquitectura que se construía en Colombia trascendía las fronteras, como sucedió en la exposición Architectures Colombiennes, presentada en el Centro Georges Pompidou de París en 1980, que estuvo más centrada en la obra y personalidad de unos pocos arquitectos, especialmente de Rogelio Salmona y su relación con la arquitectura bogotana, que en una mirada amplia e incluyente de la producción nacional.

    Un panorama muy diferente se presenta desde el primer decenio del siglo

    xxi

    , pues se ha volcado la mirada sobre los sucesos positivos que ocurren en algunas ciudades. Un índice notable del cambio en términos urbanos y arquitectónicos, si se quiere un punto de quiebre, se presentó en noviembre del 2006, cuando en la X Muestra de Arquitectura de la Bienal de Venecia (Italia), uno de los eventos de mayor trascendencia a escala mundial, Bogotá ganó el premio El León de Oro en la categoría Ciudades: Arquitectura y Sociedad, superando a otras quince metrópolis del mundo.¹ Los organizadores del evento y los jurados del premio resaltaron la manera en que la clase dirigente de la ciudad capital de Colombia había logrado transformar el espacio urbano con seriedad, inteligencia y creatividad; también resaltaron cómo las innovaciones en el transporte, la creación de mayores espacios públicos y la destinación de más recursos para los ciudadanos, habían generado procesos de inclusión social, cambios positivos en la percepción de los pobladores y un mayor optimismo frente al futuro. Bogotá era presentada como ejemplo y ofrecía una clara señal de esperanza para otras ciudades, por ricas o pobres que fueran

    Pero este no es un hecho aislado en la buena imagen de las ciudades colombianas, pues grandes medios de comunicación de diversos países han destacado lo que ha sucedido en Medellín entre los años 2005 y 2017. El periódico The New York Times, por ejemplo, en julio del 2007, resaltaba la labor realizada por el alcalde de entonces en términos de obras de infraestructura construidas en la ciudad y del mejoramiento de la calidad de vida de sus habitantes. Mientras que en el concurso de ciudades innovadoras del mundo que promueven The Wall Street Journal y Citigroup, le fue otorgado el primer galardón a Medellín en el 2013, compitiendo con Tel Aviv y Nueva York. Una valoración positiva que continuaría en el 2016 con la adjudicación del premio Lee Kuan Yew, que se promueve en Singapur, para exaltar las transformaciones urbanas, en este caso considerando el paso de una ciudad violenta a una incluyente a partir de diversas obras. Aparecía, así, una relación entre la construcción de esas obras con la disminución de los índices de criminalidad y la proyección económica y cultural de la ciudad en el continente americano. De hecho, Medellín es cada vez más visitada por misiones internacionales, grupos de planificadores, administradores locales y políticos que querían y quieren conocer de primera mano su nueva cara; además se ha convertido en escenario de actividades académicas que buscan entender qué ocurrió en aquella ciudad, considerada una de las más violentas del mundo, para que en tan corto tiempo se produjera una transformación tan notable.

    Estos dos centros urbanos, Bogotá y Medellín, no solo se convirtieron en modelos y ejemplos a seguir para otras ciudades del mundo, sino también en referentes obligados para buena parte de las ciudades de Colombia, que comenzaron a plantear, adaptar y adoptar la manera de intervenir en sus propios recintos urbanos. En los casos de ambas ciudades siempre se han destacado los aspectos político, social, cultural y económico, así como la interrelación de todos ellos con las intervenciones urbanísticas y arquitectónicas. Los nuevos espacios públicos y las diversas y significativas arquitecturas son ampliamente resaltados, no como una consecuencia de los cambios socioculturales, sino como un factor desencadenante de estos.

    Pero no todas las ciudades de Colombia han seguido con fidelidad el modelo; se han inspirado en lo realizado en Bogotá y Medellín para asumir sus propuestas desde una perspectiva más propia, acorde con sus realidades geográficas y ambientales, y teniendo en cuenta las necesidades locales, los costos y las características urbanas, así como las particulares búsquedas formales y espaciales de los arquitectos proyectistas de cada ciudad. Pero, en suma, la mayor parte de las capitales departamentales ha avanzado en propuestas de transformación de los entornos urbanos.

    Es relevante que a partir del 2010 ciudades de la costa Caribe colombiana, especialmente Barranquilla y Montería, asumieran un papel más protagónico en términos de sus transformaciones urbanas y el desarrollo de proyectos urbanísticos y arquitectónicos destacados, promovidos por las administraciones públicas, como una manera de cambiar el estado de deterioro o decadencia, o como alternativa de desarrollo económico. Un esfuerzo en tal sentido se puede percibir en estos últimos años en ciudades como Cali, al occidente del país, o Bucaramanga, en el oriente, donde también se hicieron modificaciones.

    A pesar de los cambios logrados en muchas ciudades, la violencia, aunque temporalmente haya disminuido, no se ha ido de allí. La conflictividad urbana sigue latente, pese al nuevo escenario definido por las negociaciones con el grupo guerrillero de las

    farc

    —Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia—, las cuales se adelantaron entre el 12 de octubre de 2012 y el 24 de noviembre de 2016, cuando se firmó el Pacto del Teatro Colón, en la ciudad de Bogotá. Negociaciones adelantadas en medio del escepticismo y la presión en contra de grupos de interés con el apoyo de buena parte de la población que se impuso en un plebiscito refrendatario el 2 de octubre de 2016. A pesar del plebiscito en contra, se firmó el pacto, lo que implicó la desmovilización, concentración y entrega de armas del grupo guerrillero. No obstante, la implementación no se ha cumplido a cabalidad, sigue su curso en medio de vicisitudes e incumplimientos e, incluso, la deserción guerrillera y el fortalecimiento de grupos disidentes, lo que le resta a los logros de disminución de la violencia armada en Colombia, que fue evidente en esos años.

    Pero más allá de la violencia rural y la continuación de conflictos regionales, es evidente que las desigualdades sociales continúan siendo altamente desproporcionadas, a pesar de aparecer atenuadas muchas veces en las estadísticas. Aun así, se respira un aire de optimismo, de renovadas esperanzas, en el que la configuración de lo público, vista no solo como la construcción del espacio público y la renovación de la estética urbana, ha comenzado a jugar un papel fundamental. Independientemente del tipo de acciones emprendidas, se ha impuesto un nuevo paisaje urbano. Así, el diseño y la arquitectura urbana han dejado de ser solo asunto de especialistas, para ser tenidas en cuenta y discutidas también por las comunidades y la sociedad en general, como parte fundamental de las políticas de ciudad.

    En sentido paralelo a las predominantes e irracionales formas de rentabilizar el suelo urbano y a una ya larga tradición de ramplonería arquitectónica mercantil, asistimos en los últimos decenios a un renovado interés de algunos sectores por intervenir la ciudad, recuperar los espacios públicos y redefinir su arquitectura. No quiere esto decir que antes no existiera ni tuviera importancia la arquitectura. Ella apareció cuando nuestras ciudades comenzaron a configurarse, y llegó a desarrollarse plenamente como una actividad profesional altamente reconocida a partir de los años treinta del siglo

    xx,

    con su institucionalización y formalización académica, lo que condujo a que el diseño arquitectónico tuviera gran reconocimiento por su calidad y viviera, incluso, una supuesta edad dorada en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, aunque en esos momentos los arquitectos estaban más preocupados por el edificio aislado y la interioridad que por la relación con el espacio público y con el resto de la ciudad, lo que llevó a decir al arquitecto Sergio Trujillo Jaramillo que Colombia se ha caracterizado por tener el mejor conjunto de arquitectura de Latinoamérica, pero también, e indiscutiblemente, por tener las más feas y caóticas ciudades.

    Y ahí radica la importancia del viraje en la actitud entre finales del siglo

    xx

    y principios del

    xxi

    : el redescubrimiento y la conciencia de lo urbano. La misma arquitectura redescubre lo urbano, pero acompañado de la política y la configuración de lo público, especialmente en términos del espacio. Desde finales de los años setenta ya había una enorme preocupación por la crisis de la ciudad colombiana y sus múltiples problemáticas. Fueron varios los intentos por solucionarlas desde los denominados planes de renovación urbana, pero no parecieron tener efecto, pues la política, el ordenamiento del territorio y la planeación urbana carecían de arquitectura; a su vez, los responsables de la arquitectura no tenían una visión de la política, de la cultura ciudadana, de la importancia del espacio público como constructor de ciudadanía, y de otros aspectos que solo comenzaron a interrelacionarse después de los años noventa. Había un paralelismo entre lo uno y lo otro, que comenzó a dislocarse, a cambiar de rumbos, hasta llegar a puntos de encuentro. Las nuevas propuestas, entonces, sacaron a la arquitectura de su ensimismamiento y la conectaron con la ciudad y lo urbano; y cuando las administraciones asumieron estas propuestas en sus políticas urbanas, se le otorgó carta de ciudadanía a la estética y a la belleza que tanto se le reclamaban a la arquitectura de lo público. Hoy toda esta relación ha configurado un nuevo paisaje urbano en las principales ciudades.

    Obviamente, como lo plantea Trujillo Jaramillo, las ciudades nuestras no han dejado de ser, en buena medida, feas y caóticas, pero sí debe reconocérseles que han comenzado a ser más humanas e incluyentes, y que han entendido que la arquitectura y la estética juegan un papel crucial en la transformación, no solo física, sino también sociocultural. Esto hace necesario precisar a qué tipo de arquitectura nos estamos refiriendo. Cuando se habla de arquitectura urbana, por lógica se puede suponer que allí cabe toda la arquitectura que se produce en la ciudad: desde las arquitecturas informales, populares y anónimas, donde la estética expandida ha encontrado un gran sentido de valoración, hasta las arquitecturas domésticas o privadas, públicas y monumentales, de autores reconocidos o de gran prestigio que siguen los parámetros estéticos formales y académicos. No obstante, en este caso no se considerará la arquitectura espontánea e informal, a pesar de su importancia por lo numeroso de su producción o como expresión de una tradición popular en muchos órdenes —color, decoración, espacialidad, organización o técnicas constructivas—, que a su vez implica múltiples problemas y deficiencias en torno a lo público. En esta arquitectura urbana tampoco interesa la doméstica y privada —la más numerosa y cualificada dentro de la arquitectura de autor—, la cual, si bien aporta a la configuración del paisaje y de la fachada urbana, está pensada más en términos de los intereses del demandante o promotor.

    En este estudio, más bien, interesa todo diseño, proyecto o intervención que sirve para darle sentido y soporte a la cultura urbana, en los que se rescata el espacio de lo público, esto es, donde se puede ejercer la democracia y la ciudadanía; en los que se definen y recrean los espacios para el encuentro, la socialización y el disfrute colectivo, que no están pensados únicamente para el tránsito o el flujo incesante. Se trata, entonces, de una arquitectura urbana que es determinante para la ciudad, en la medida en que no solo es el hecho físico en sí, con su carácter relevante y de gran valor estético, que provoca cambios en su entorno material inmediato, sino que además desencadena acciones de orden cultural, social o político más allá de ese mismo entorno, y en donde interesa el diseño tanto del edificio como del espacio público con cada uno de sus componentes.

    Claro está que en este trabajo no se pretende abarcar toda la arquitectura urbana producida en Colombia en los últimos cuatro decenios, sino que se busca comprender qué ha sucedido en las ciudades colombianas durante estos años, entre 1980 y el 2017, para alcanzar las transformaciones esperanzadoras que en parte hoy se plantean. No se trata de una lectura acabada; es una aproximación a un proceso amplio y complejo, y, como tal, se trata de resaltar ejemplos sobresalientes de una serie de situaciones locales o nacionales, algunas de ellas muy específicas en nuestro medio, y otras que son eco o correspondencia de fenómenos a escala mundial o global.

    Ahora, ¿por qué a partir de 1980 y no de otro año? Todo corte temporal tiene algo de caprichoso. ¿Cómo justificarlo? Es más bien una escogencia que tiene el poder de referencia: la posibilidad de delimitar unos procesos que no cesan abruptamente, sino que mantienen continuidad en el tiempo; que aunque mutan, van cediendo en intensidad, se diluyen o generan expresiones diversas. Las fechas permiten ver esos síntomas de cambio en un proceso que naturalizamos como eterno e invariante. Al respecto, se toma como referente al sociólogo e historiador Renán Silva, quien señala claramente que las fechas, generalmente arbitrarias, son dos límites cronológicos, a los que considera no tanto como un periodo histórico determinado, sino como dos hitos que permiten organizar temporalmente, de una manera razonable, una indagación sobre un problema.³

    Se ha tomado como punto de partida el decenio del ochenta del siglo pasado, en razón a los diferentes acontecimientos a escala nacional y mundial que determinaron grandes cambios, inflexiones o quiebres en la sociedad. Habría que señalar que en los años transcurridos entre la Segunda Guerra Mundial, en la mitad del siglo

    xx

    , y la caída del Muro de Berlín, en 1989, hay una gran transición hacia una sociedad global, de economía de mercado, hedonista, que revaloriza el cuerpo y redefine, de múltiples maneras, el hecho urbano y arquitectónico.

    Este contexto mundial incluye diferentes sucesos que permean desde lo político hasta lo ambiental. La Perestroika y la Glasnost (1985); el desastre nuclear de Chernóbil (1986), con sus efectos radiactivos prolongados y los temores a la energía radiactiva; la caída del Muro de Berlín (1989), con la posterior reunificación de Alemania (1990); y la disolución de la

    urss

    (1991), son algunos de los hechos que marcaron un cambio en el pensamiento mundial, ya sea porque simbolizaron el fin de viejos conflictos o porque radicalizaron el reclamo por una mayor conciencia ambientalista y ecológica en el mundo. Por otra parte, el lanzamiento del computador personal (1981), la combinación de los protocolos de arquitectura del internet (1989) y el primer servidor web (1990) definieron nuevas maneras de comunicación e integración virtual del mundo.

    Tales acontecimientos, y muchos otros, con sus consecuencias servirían de telón de fondo a hechos nacionales que tuvieron gran significado en el fin de siglo

    xx

    colombiano. Entre ellos pueden contarse la parálisis del sector productivo con la subsiguiente crisis económica y de la deuda externa (1985), y el aumento de los niveles de pobreza; las tomas de la embajada de República Dominicana (1980) y del Palacio de Justicia (1985) en Bogotá por parte del grupo guerrillero M-19, que trasladaron el conflicto armado al escenario urbano; los magnicidios de dirigentes políticos afiliados a diferentes tendencias, así como los asesinatos de funcionarios públicos, de ministros y de periodistas, efectuados por grupos de derecha y de narcotraficantes, que además implantaron la zozobra y el caos en la ciudad mediante la intimidación sicarial y los atentados con bombas; y, finalmente, los procesos de reforma política, como la descentralización administrativa (la elección popular de alcaldes en 1988), la Ley de Reforma Urbana (1989) y la convocatoria y elección popular de la Asamblea Nacional Constituyente (1990), que aprobó una nueva Constitución política en 1991, con los efectos que también tuvo en lo concerniente a la planificación, el ordenamiento del territorio y la concepción y definición de nuevas políticas urbanas.

    Se puede decir que los años ochenta son un decenio de profunda crisis, pero también de transiciones, de fenómenos en emergencia, algunos latentes desde tiempo atrás y otros que surgieron como respuesta a ese ambiente caótico y de profunda desesperanza que se respiraba en el país. Son distintas las escalas de incidencia de estos acontecimientos internacionales y nacionales en el hecho urbano y arquitectónico.

    En la primera edición de este libro el límite temporal fue el 2010, teniendo en cuenta consideraciones que demarcaron la producción arquitectónica urbana y pública tanto en el contexto mundial como en el plano nacional. El primer decenio del siglo

    xxi

    se abrió con una expectativa optimista, por aquello del cambio de milenio; pero este ensalmo no fue suficiente para que lentamente el esperanzador inicio se diluyera en dos grandes fenómenos mundiales: la crisis económica y los efectos del cambio climático. El primero se inició en Estados Unidos en el 2008, cuando reventó la denominada burbuja inmobiliaria, y luego se extendió por el mundo, lo que produjo una gran recesión de la que apenas los países comenzaron a salir lentamente a finales del 2009; y el segundo dejó de ser una teoría para convertirse en una real amenaza, corroborada en el incremento de la temperatura del globo y el consecuente deshielo de los polos y nevados, las inusuales sequías e inundaciones, y el aumento de ciclones y huracanes, entre otros eventos catastróficos que mostraron con crudeza la vulnerabilidad de muchas naciones. Pese a que desde finales del siglo

    xx

    se han firmado acuerdos de protección del medio ambiente, que pretendían contrarrestar el cambio climático, hasta hoy no se han producido resultados que detengan los efectos de tal fenómeno.

    La crisis ambiental era, entonces, una reafirmación de las tendencias demarcadas en los años ochenta del siglo pasado, y a ella se suma la virtualización del mundo, en donde el internet no es ya una experiencia inicial, sino el elemento que ha transformado la cotidianidad mundial, derivando en fenómenos como las redes sociales virtuales —Facebook, Blogger o Twitter—, las que a su vez están determinando el presente y el futuro de lo público, tanto inmaterial como material.

    Estos elementos —la crisis, lo ambiental y la virtualidad— delimitaron la manera de concebir e intervenir el espacio urbano. Ciudades y arquitecturas verdes en las que se comenzó a hacer uso de avanzada tecnología para buscar un desarrollo sostenible, como tendencias que se impusieron no como moda pasajera, sino como necesidad para la sobrevivencia de una nueva sociedad urbana, emergida en los albores del siglo

    xxi,

    cuando el mayor porcentaje de la población mundial pasó a vivir en centros urbanos y se convirtió en la causante del setenta por ciento de las emisiones de dióxido de carbono, según la Agencia Internacional de Energía. De ahí que los mismos alcaldes de las grandes ciudades, ante el fracaso de la Cumbre de Copenhague (realizada para proteger el medio ambiente), plantearan emprender acciones tangibles como una manera de enfrentar el cambio climático sin tener que esperar que se acaten los acuerdos entre las naciones, como el Protocolo de Kioto, firmado en 1997 por representantes de los países industrializados.

    En el escenario de la ciudad colombiana, mientras tanto, la ecología no pareciera ser todavía un motivo de preocupación, así en las políticas urbanas de las grandes capitales se introduzcan algunas consideraciones de tipo ambiental y de manera aislada se emprendan proyectos de arquitectura verde; la preocupación está en otro orden, máxime cuando los índices de violencia y criminalidad bajaron desde el 2002 hasta el 2008, pero luego, en el 2009, se incrementaron de manera dramática, especialmente en los tres principales centros urbanos, Bogotá, Medellín y Cali, donde, según la estadísticas oficiales, ocurrieron el 55 % de los asesinatos acaecidos en el país, con un crecimiento del 29, 133 y 38 % respectivamente en la tasa de homicidios, situación atribuida a las luchas entre redes del narcotráfico y al resurgimiento del paramilitarismo.

    A pesar del nuevo giro hacia la violencia, el optimismo persiste en términos de la renovación urbana de las ciudades colombianas, con la puesta en servicio de los sistemas masivos de transporte urbano en el 2009 —Cali, Pereira, Bucaramanga—, la continuidad de las intervenciones en Bogotá y Medellín, la inauguración de nuevas obras de gran impacto en centros como Barranquilla, Santa Marta o Armenia, y la extensión de este tipo de proyectos y programas integrales a otras poblaciones intermedias que, al igual que las grandes capitales, los han asumido como una posibilidad de cambio de la imagen urbana, con generación de empleo y desarrollo económico, a la vez que como una forma de mejorar la calidad de vida de los habitantes, con integración social y cambio cultural.

    Muchas de estas situaciones planteadas para el 2010 continúan vigentes hasta el presente, y se han profundizado e, incluso, se les han sumado nuevos elementos; por ejemplo, el Protocolo de Kioto fue reemplazado por el Acuerdo de París en 2016, en el que se establecieron medidas más concretas para la reducción de la emisión de gases con efecto invernadero, pese al retiro posterior de Estados Unidos, por iniciativa del gobierno de Donald Trump. El tema del cambio climático ha sido considerado cada vez de manera más fuerte en las agendas y los planes de ordenamiento territorial de las ciudades colombianas, aunque su enunciación no tiene correspondencia inmediata ni concreta en las políticas públicas. Y, como ya se ha señalado, la violencia urbana tiene ciclos de incremento, y a futuro dependerá en mucha parte de lo que ocurra con el control territorial de los espacios dejados por la guerrilla desmovilizada de las

    farc

    , las negociaciones con la guerrilla del

    eln

    , el incremento o el control de las bandas disidentes y de los grupos criminales, el aumento o la disminución de la migración rural-urbana, la atención a la población desplazada, y la aprobación, implementación y éxito de las políticas derivadas de los acuerdos de paz, en lo cual el tema de las víctimas es central, con tres principios fundamentales: verdad, reparación y no repetición.

    Las ciudades colombianas, entre el 2010 y el 2017, han jugado un papel fundamental en la economía colombiana. La crisis del petróleo y la caída de los precios de este posibilitaron que el sector de la construcción se convirtiera en un salvavidas por su aporte al Producto Interno Bruto, lo que permitió un leve crecimiento económico; y, en cuanto a la construcción, la vivienda ha sido importante en estos últimos años, que coinciden precisamente con el gobierno de Juan Manuel Santos, posesionado el 7 de agosto del 2010. Mediante políticas de incentivos, se construyeron viviendas sociales y para clases medias en un ritmo nunca antes igualado, no solo en las grandes ciudades, sino en pequeños y medianos centros urbanos. Más allá del aporte económico y de la disminución del déficit habitacional, esta masiva construcción cambió la configuración de muchos paisajes urbanos.

    Pareciera que en pocos años nada puede cambiar. Se pensaría que a partir del 2010, nada más obedeciendo a la inercia, el mundo seguiría como venía desde el primer día del siglo

    xxi

    , pero, en poco más de un quinquenio, hubo virajes y sorprendentes cambios, como para certificar que en tiempos de globalización nada es estático y todo se precipita en la velocidad, la fluidez o los tiempos líquidos de los que hablara el sociólogo Zygmunt Bauman, fallecido a comienzos del 2017. A la volatilidad de los fenómenos globales, Colombia contribuyó con sus dinámicas políticas y sociales, como consecuencia de lo sucedido en el mundo, por relación directa o, simplemente, como producto de condicionantes locales, como se verá en esta actualización del libro. Y esos fenómenos globales y locales determinaron tanto la continuación como nuevos rumbos a la ciudad y a la arquitectura urbana pública en Colombia, que justifican hacer una segunda edición actualizada.


    1 Las otras ciudades escogidas fueron: Barcelona (España), Berlín (Alemania), Caracas (Venezuela), Estambul (Turquía), Johannesburgo (Suráfrica), Londres (Inglaterra), Los Ángeles (Estados Unidos), Ciudad de México (México), Milán y Turín (Italia), Mumbai (India), Nueva York (Estados Unidos), São Paulo (Brasil), Shanghái (China) y Tokio (Japón).

    2 Para mayor información, ver: http://www.bogota-dc.com/eventos/otros/bogota-premio.htm [consultada el 5 de diciembre de 2009].

    3 Silva, Renán, Los ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808. Genealogía de una comunidad de interpretación, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2002, p. 25.

    La ciudad de fin de siglo. Conflicto, desesperanza y motivaciones para el cambio

    La concentración de la población en las ciudades, iniciada en los años veinte del siglo pasado, tendría un paulatino y sostenido proceso que conduciría al predominio de lo urbano en Colombia. Para mediados del decenio del ochenta, en las cuatro principales ciudades —Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla— vivía el 26,8 % del total de la población del país; en veintiséis centros urbanos, con poblaciones mayores a cien mil habitantes, estaba el 44 %, y en las cien cabeceras municipales más grandes estaba el 47 %. Según el censo de 1985, aproximadamente el 67,2 % de la población ya era urbana, cuando poco más de treinta años atrás, en 1951, el 61,2 % era rural y solo el 28,8 %, urbana; esto significa que en tres décadas se invirtió el proceso demográfico en Colombia.

    El crecimiento urbano era imposible de detener y ese proceso se mantendría para los siguientes años, aunque con cambios en ciertas tendencias a comienzos del siglo

    xxi

    . Si bien se preveía un crecimiento más acelerado, el incremento porcentual disminuyó. Incluso se llegó a pensar que Bogotá superaría, en el año 2000, los diez millones de habitantes; situación que no ocurrió, pues para el año 2005, correspondiente al censo más reciente, en la capital habitaban 6.840.116 personas. A pesar del decrecimiento del ritmo, entre 1985 y 2005 el país aumentó su población en más de doce millones de habitantes, casi todos ubicados en las cabeceras, donde, para el último año del rango, ya estaban cerca de las tres cuartas partes del total poblacional. Según los datos censales, el 74,34 % de la población colombiana residía allí, esto corresponde a 31.886.602 de los 42.888.592 habitantes que se contaron en el 2005, aunque ya desde 1993 se establecía ese porcentaje urbano, del cual la mitad vivía en las ciudades capitales. La ciudad, para bien o para mal, se determinaba como escenario de vida para la mayor parte de la población colombiana.

    Era un hecho evidente que la ciudad no solo crecía en términos demográficos, sino que también expandía sus fronteras urbanas, cada vez más allá de los perímetros formales, como respuesta a la tendencia creciente de la informalidad, el caos y la fragmentación; todos ellos fenómenos alentados por múltiples factores, como la expulsión de la población de los sectores rurales —por falta de incentivos, por violencia armada de distintas índoles o por crisis económica, entre otros motivos— y la atracción dinámica de las ciudades con su oferta de bienes y servicios y potencial de empleo, para señalar apenas algunos de ellos. La realidad urbana, en el periodo abarcado, fue contundente para la mayor parte de esta población migrante, que, debido a la crisis de la economía y de la deuda externa, vio disminuir su calidad de vida y elevarse los índices de pobreza.

    Pero la población no fue la única que se urbanizó en aquellos años; lo mismo le sucedió al conflicto armado, a causa de las acciones que emprendieron las guerrillas y de la emergencia del fenómeno del narcotráfico en los principales centros urbanos. La primera guerrilla urbana, el M-19, llevó el conflicto político a las ciudades con dos hechos significativos: la toma de la embajada de República Dominicana en 1980 y la toma del Palacio de Justicia en 1985. A su vez, las guerrillas de las

    farc

    , de marcado origen rural, comenzaron, a partir de 1982, a insertarse en núcleos urbanos, pues, entendiendo la realidad del país, en su Séptima Conferencia de aquel año asumieron que la preponderancia de lo urbano era un proceso inevitable; algo que reiteraría esta guerrilla en la siguiente conferencia, realizada en 1993, donde se planteó la urbanización del conflicto, definiendo la conformación y operación de las Milicias Bolivarianas.

    Mientras tanto, el asesinato del ministro de justicia, Rodrigo Lara, el 30 de abril de 1984, por parte de sicarios al servicio de los denominados carteles del narcotráfico, marcó el inicio de un periodo de magnicidios y genocidios, que tuvo su punto más agitado en los años de 1988 y 1989, con el asesinato de dirigentes de izquierda y de partidos tradicionales como Carlos Pizarro, Jaime Pardo, Bernardo Jaramillo y Luis Carlos Galán, entre otros. La violencia armada, el fenómeno del sicariato, los magnicidios y genocidios, y las bombas y atentados con dinamita establecieron un clima de terror, temor, intimidación e imposibilidad. La palabra de moda era crisis y el pesimismo generalizado conllevaba una escasa voluntad de acción.

    Para el inmolado antropólogo de la Universidad de Antioquia Hernán Henao, los años ochenta son un decenio de quiebre para la ciudad colombiana, desde el punto de vista de la observación y el análisis frente a la diversidad y complejidad de sus problemáticas:

    El cambio de mirada sobre la ciudad colombiana empieza a sentirse en la década de los años ochenta. Los nuevos problemas derivados de la carencia de empleo formal, falta de vivienda adecuada, servicios públicos incompletos y de mala calidad, ofertas insuficientes e ineficientes en salud y educación, escasas dotaciones deportivas, recreativas y culturales, afectación del ambiente urbano, y además el surgimiento del narcotráfico y la delincuencia de gran impacto (el secuestro, por ejemplo), se convierten en detonantes de lo que pudiera llamarse la crisis de la ciudad colombiana.¹

    Si bien la crisis urbana también se presentaba en muchas otras ciudades latinoamericanas que de igual manera se estaban viendo afectadas por la aguda situación económica, la ciudad colombiana manifestaba síntomas particulares, debido a factores como la pérdida de legitimidad del Estado y los sentimientos de desesperanza, frustración colectiva y no futuro que respondían al clima de violencia.

    Un paliativo o un intento de encontrar soluciones a la situación explosiva y aparentemente incontrolable fue la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente en 1990, y su posterior desarrollo hasta promulgar la nueva Constitución Política en 1991. La Constitución fue pensada como un nuevo pacto social que canalizara las divergencias políticas y reconociera la diversidad étnica, generara cohesión social y relanzara al país a un nuevo horizonte de modernidad. La nueva carta magna definió nuevos derechos ciudadanos, fomentó espacios de inclusión étnica y social, amplió y profundizó el proceso de descentralización y autonomía regional y local iniciado en los ochenta, y revalorizó el aparato judicial, entre otros aspectos que despertaron un clima de optimismo entre los ciudadanos.

    Un interregno, en cierto modo complementario en términos de las esperanzas que cifraba, fueron las negociaciones y el proceso de paz adelantado entre la guerrilla de las

    farc

    y el gobierno nacional por iniciativa del presidente Andrés Pastrana (1998-2002). Este proyecto, desarrollado entre enero de 1999 y febrero del 2002, se frustró, lo que desencadenó un incremento en los enfrentamientos armados a partir de la ruptura de las negociaciones y la eliminación de la zona de distensión en El Caguán, un territorio de cuarenta y dos mil kilómetros (el equivalente en extensión a un país como Suiza) desmilitarizado y entregado a la guerrilla con el supuesto de ser el escenario de los diálogos. Mientras se adelantaba el proceso, las guerrillas se rearmaban estratégicamente y tomaban el control de algunas de las principales vías del país, mediante retenes ilegales, quemas de vehículos y las llamadas pescas milagrosas o el secuestro aleatorio de viajeros, lo que generó un ambiente de inseguridad nacional y la sensación de cierto aislamiento urbano. En el imaginario popular mediatizado, las ciudades parecían islas en un mar tenebroso tomado por la guerrilla, lo que se acentuó con el fin de las negociaciones de paz.

    Mientras se desarrollaba, reglamentaba e implementaba lo definido en la Constitución y, ya a fines de la década del noventa, se adelantaban las negociaciones de paz, el conflicto armado no aminoró, sino que entró en otra fase, ahora con un actor renovado y más visible: el paramilitarismo. Iniciado como grupos de autodefensas campesinas en los años setenta en el Magdalena Medio, con claros tintes rurales y principalmente como arma de los hacendados, luego aliado del narcotráfico y fragmentado regionalmente, en los años noventa el paramilitarismo se articuló como un proyecto contrainsurgente de escala nacional. Los enfrentamientos con las guerrillas por el control territorial se trasladaron de Córdoba y Urabá —focos iniciales después del Magdalena Medio— a otras regiones del país en alianza con algunos sectores de las clases dirigentes locales y regionales, hasta llegar, ya en la coyuntura del cambio de siglo, a los barrios de las principales ciudades del país.

    Todos los actores confluyeron entonces en el escenario urbano. Lo que en los ochenta y a principios de los noventa fue un planteamiento estratégico, a finales de los noventa y con el cambio de siglo era una realidad: la urbanización de la guerra. En la ciudad se manifestaban las disputas territoriales entre los distintos grupos armados, situación que tendría un punto de quiebre significativo en la llamada Operación Orión, en octubre del 2002, mediante la cual las fuerzas militares oficiales retomaron el control en la Comuna 13 de Medellín. De igual manera, con la reestructuración y modernización de la policía y el ejército, sumado al denominado Plan Colombia, formulado y adelantado desde el gobierno de Pastrana en 1998, se inició para algunos analistas el declive estratégico de las

    farc

    y su retroceso, por la acción paramilitar y la política de Seguridad Democrática implementada por el gobierno de Álvaro Uribe a partir del 2002.²

    La exacerbación del conflicto, en el periodo aquí estudiado, generó dos grandes fenómenos en Colombia: el desplazamiento forzado interno y la migración internacional. Entre 1985 y el 2002, de acuerdo con las cifras de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento, Codhes, 2.914.853 personas fueron desplazadas del campo a la ciudad, lo que incrementó los cinturones de miseria en las ciudades intermedias —como Montería, Cartagena, Barrancabermeja y Cúcuta— y en las grandes ciudades —Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla—. Paralelamente a esta cifra, se calcula que entre tres y seis millones de personas se vieron forzadas a salir del país, principalmente hacia Estados Unidos, España y Venezuela.

    Las ciudades son convertidas así en el escenario por excelencia del conflicto político, armado y social, de la violencia común y del narcotráfico, y de las exclusiones económicas, geográficas, sociales, culturales o políticas. En ellas se sintetizan y expresan la mayor parte de las problemáticas del país. Obviamente, todo esto se manifiesta en la espacialidad urbana y en la arquitectura, desde lo doméstico hasta lo público.

    En 1989, el arquitecto Alberto Saldarriaga Roa escribe el artículo Arquitectura en un país en crisis, título que toma prestado de la historiadora y crítica argentina Mariana Waisman, quien lo utilizó en un texto a propósito de su país y de la situación latinoamericana. En su artículo, Saldarriaga entronca los problemas locales con los mundiales: la pobreza generalizada, la destrucción de los recursos naturales, la sobrepoblación, la contaminación del aire y las aguas, los desastres naturales, el narcotráfico y, como derivado de lo anterior, un clima de relatividad ética en el ejercicio de la profesión de arquitecto frente a las realidades del medio impuestas por el capital —del narcotráfico y de los organismos internacionales— y las leyes del mercado, el proceso privatizador y los nuevos modelos de desarrollo urbano. En este marco, las políticas oficiales imperantes aludían a la demolición del tejido urbano existente, en beneficio de la construcción comercial y la extensión urbana periférica de baja densidad, ya fuera como operaciones inmobiliarias de carácter financiero o como urbanizaciones ilegales auspiciadas por políticos que recibían prebendas electorales y económicas:

    En este modelo, la dinámica urbana está dada principalmente por el movimiento financiero del sector inmobiliario y de la construcción. Las ciudades, entendidas fundamentalmente como campos de inversión, se convierten en entes anómalos cuyas necesidades más apremiantes no son atendidas por los altos costos que requiere esa atención, en tanto los grandes recursos se diluyen en infinidad de proyectos económicamente lucrativos y urbanísticamente dañinos. Las batallas que hay que librar para defender lo que resta del patrimonio urbano y arquitectónico, para la recuperación del espacio público, para la defensa de la vegetación, para el mejoramiento de la calidad habitacional, para la salvaguardia de la seguridad ciudadana y para muchas otras causas, cuenta como principal opositor a veces al mismo Estado, que se encarga de favorecer más, a través de sus políticas, lo destructivo que lo creativo. Los mercenarios se imponen sobre los comprometidos con las causas de la ciudad, de la cultura y del medio ambiente.³

    Este panorama absolutamente pesimista era una radiografía del proceso privatizador que vivía la ciudad colombiana en el decenio del ochenta, del dominio del poder económico legal e ilegal, del viraje de las políticas oficiales concernientes a la ciudad, de la carencia de propuestas adecuadas, tangibles e inmediatas para su redención, y de la falta de horizonte de la misma arquitectura y el urbanismo a pesar del boom económico que produjeron los dineros del narcotráfico. Las acciones combinadas de todos los agentes involucrados incidieron en la forma de definir la ciudad y cambiaron su paisaje urbano, en algunos casos de manera positiva, pero casi siempre con consecuencias negativas.

    Hasta 1991 el gobierno se involucró directamente en la construcción de vivienda, pero a partir de este año esa tarea quedó en manos del sector privado. Desde 1972, cuando se crearon las corporaciones de ahorro y vivienda, y con ellas el

    upac

    , con el objetivo de promover el ahorro privado y canalizarlo hacia la industria de la construcción, se planteó la dicotomía entre la oferta del sector privado y la del oficial, decisión que tendía a favorecer al primero en detrimento del segundo. Mientras las corporaciones se fueron especializando en la oferta de vivienda para los sectores medios y altos

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