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Un montón de espejos rotos
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Libro electrónico257 páginas3 horas

Un montón de espejos rotos

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En este volumen se exponen disímiles problemáticas, narradas desde diferentes tiempos y formas: temas universales contados sin recato ni edulcorantes. La autora se incluye como otro personaje para emprender juntos este viaje de recuerdos y desencuentros, aciertos y desaciertos, desde un total desenfado al abordar el erotismo, abundante en la mayoría de los cuentos, pues este tópico es fuente inagotable, como una marca identitaria en la geografía humana de la Isla (Cuba). En el volumen no triunfan el bien ni la verdad, porque no suelen estar presentes en la realidad. Como piezas de un ajedrez sobre el tablero de la vida estos personajes se mueven casi sin disfraz en medio de desconfianza, miseria, añoranza, ausencia: todo un mundo decadente en el centro de pugnas y crisis internas y externas. Estas historias combinan muerte, violación, deslealtades, temas raciales, emigración, lucha por el progreso y la supervivencia, diversidad sexual, porque, aunque se intenten esconder, subyacen en la vida cotidiana.
Somos, al decir de Borges, ese museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos, donde, tú, lector, serás cómplice de estas aventuras tan reales. Tal es la genuina literatura, escritas con el aliento, la síntesis y la búsqueda constante de la verdad en este amplio retrato donde las criaturas se desnudan. Cuando concluyas la lectura, lector, serás cómplice de estas mujeres y hombres tan convincentes como la propia vida.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento6 nov 2017
ISBN9781524304966
Un montón de espejos rotos
Autor

Maritza Vega Ortiz

Maritza Vega (Cuba, 1968) es narradora y poetisa. Incursionó como guionista de la radio. Sus trabajos periodísticos han sido publicados en las revistas Bohemia, Palabra Nueva y Habáname, en el periódico El habanero y en otros sitios digitales como Librínsula de la Biblioteca Nacional de Cuba "José Martí". En 2007 cursó una diplomatura de Periodismo Digital en el Instituto Internacional "José Martí". Es colaboradora de la revista literaria argentina Poemas en Añil. Su obra ha sido recogida en el decimario La Dama de la Campiña, con selección y prólogo de Mayra Hernández Menéndez, y en disímiles antologías de cuentos para adultos, como NI + Ni - Gordas, (Extramuros 2011). También está presente en otras selecciones con cuento y décimas, aún en proceso editorial: El silencio de los cristales, (Editorial Unión); Antología erótica de cuentos y ensayos cubanos Té sin limón, Montecallado; Cuentos eróticos antología canadiense y La glosa del Parnaso entre otras.

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    Un montón de espejos rotos - Maritza Vega Ortiz

    cubano.

    Asuntos inhóspitos

    A los visitantes les resulta ajeno nuestro escepticismo tras estas paredes, nada saben de las pisadas hueras sobre los mosaicos ni del gimoteo impregnado en la atmósfera fatal y fría que nos envuelve.

    De nada vale recibir visitas cuando no habrá retroceso si has comprobado que un canal baldío y lúgubre es tu única ruta emboscada por las risas burlonas de las criaturas misteriosas, que han de hacerte pagar las culpas. Si me preguntaran mi mayor deseo, no sabría definirlo. Durante la adolescencia, forjé la utopía de tener una relación al estilo de las historietas románticas donde los amantes que se arriesgan a luchar por su amor terminan recompensados por la incondicionalidad de un amor verdadero. Para entonces, mi mundo parecía girar dentro de un cuento de hadas y con ese pensamiento llegué a la primera juventud; sin embargo, hoy no tengo deseo ni último ni antepenúltimo. No creo siquiera en la realidad de los seres humanos: nacer, crecer y, en mi caso, terminar el ciclo bajo una condena que me ha transformado en un ente taciturno, para en las noches de insomnio buscar en el subrepticio a la otrora dueña de una sonrisa que parecía capaz de iluminarle los caminos hacia la legendaria leyenda de la Fuente de la Eterna Juventud.

    En aquel tiempo, durante las noches estrelladas, Ámel y yo pedíamos a las constelaciones todo lo que nos permitiera vivir felices y sanos, por eso el hecho de no reencontrarme resulta imposible de digerir. Siento que lo único veraz es mi nombre y la coincidencia de haber lanzado mi llanto debutante un veintitrés de noviembre cuando quizás el sabio-viejo Chavarría celebraba un nuevo aniversario en San José de Mayo o en cualquier otro punto de la geografía, pero se me antoja Benedetti con ese Sur que también existe. Soy una criatura ártica o tal vez una extensa banquisa encallada en este verano convertido en invierno perpetuo. Exploro mi cuerpo escuálido debajo de la regadera consciente que el jabón no es capaz de quitar las suciedades internas.

    Se acerca una avalancha de recuerdos y por eludirlos fricciono mi piel con la esponja. Solo me detengo en el riachuelo espumoso que se desliza por mi piel hasta morir en el remolino formado frente a mis pies y me lanzo a recorrer de nuevo la ruta trazada por Ámel. En medio de tanto recuerdo hago un paréntesis, una incidental, donde poder distinguir los recuerdos, aquellos en medio de relaciones fugaces y complejas, asumidas de un modo tan natural como eslabones en una cadena y por ello vivo esta irreversible realidad.

    De ese tiempo vernal solo quiero evocar apretones, mordiscos, complicidades; entonces, de nuevo él devorando mi nuca con su aliento, escurriéndose sigiloso y bajando por el canal de mis pechos hasta las areolas florecidas en un trayecto interminable en que su sombra gentil invadía el mismo epicentro de mi vientre. No puedo evitar recordar su boca, húmeda y golosa, queriendo llevarse mi vida con su aliento.

    ¿Cómo sería ahora sobre este cuerpo sentenciado buscando entre carcajadas la virginidad que escapa a una vagina indemne? Y vuelvo a preguntarme: ¿Recordará el rubor de mis pómulos ante la proximidad de sus labios, cuando mis clavículas estaban ocultas, mis pezones puntiagudos, las nalgas firmes y el pelo brillante y soñaba con ser astróloga e intentábamos redescubrir la Osa Mayor? ¿Podrá imaginar que no olvido su signo y que prefería las frutas exóticas y que gustaba de regalarme rosas robadas? Llega el recuerdo muy preciso de cuando la florista pasó por nuestro lado con su cesta repleta y él quiso que eligiera una, no lo hice por timidez y la mujer, demasiado sagaz, le dijo: «Escógela tú mismo, muchacho, lee las cintas». Temiendo romper la fragilidad de alguna Ámel buscó con delicadeza y extrajo una rosa anaranjada envuelta en celofán que aún conservo y dice: Para que no me olvides.

    Mientras cepillo una por una las hebras de mi pelo, me abstraigo y las reminiscencias me orientan y gritan las causas por las cuales malvivo en este lugar inhóspito, sin pena, balaustres ni celador.

    Ámel ambicionó demasiado la vida disoluta, no se hartó en largo tiempo de la carne barata y de las noches de parranda. Olvidó los goces que entrega la vida a cambio de amar de veras, olvidó aquella pasión tan suya por recorrer mi cuerpo mientras hacíamos el amor siempre como la primera vez o… la última. Se olvidó de regalarme flores robadas de algún jardín indefenso cuando menos lo esperaba y de la promesa de juntos fundar una familia y…, con tanto olvido, me obligó a trazar mi propia línea. A su regreso, cansado y de vuelta de todo, me encontró atrapada en esta eterna pesadilla.

    Tales recuerdos desgarran mi voluntad de recibir al visitante. No apetezco platicar ni con él ni con nadie por más de tres minutos, pero no hay alternativa: insiste en verme. Estoy convencida de que debo recibir alguna visita de vez en vez, aunque sé que al final quedaré más sola que siempre.

    A veces quisiera protagonizar una nueva versión de los Hermanos Grimm: Había una vez en un país lejano una muchacha que había recibido una maldición llegada a través de una pandemia y un príncipe encantado con su beso la despierta y la libera…, sin embrago, tengo que despertar sola de esta pesadilla, sin los prodigios de hadas, duendes, elfos y príncipes. Mejor no dormiré, continúo escupiendo el antiviral por el bien de los dos. Tengo los pies varados en mi propia isla donde, por lo que menos creería en la promesa de Sigfrido a Brunilda a la espera del ansiado casamiento.

    Finalmente, salgo al patio cubierto de árboles frutales confundiendo mi vista con la del resto de los condenados, pero ahora lo hago como quien se interna en los misterios de la mar embravecida sin importarle la fuerza del viento ni la costa cada vez más lejana. Muy despacio, me adentro, reto al oleaje y me sumerjo para no mostrarme ante Ámel sin belleza ni luz ni vida.

    El solar

    El tiempo es olvido y es memoria.

    JORGE LUIS BORGES

    El día en que Noelia se trasladó desde Pensilvania a La Florida para festejar con unos amigos recién llegados de Cuba, se acrecentaron su nostalgia y su pospuesto deseo de emborracharse en las calles que la vieron crecer entre pregones, música alta a toda hora, rones baratos, tendederas pulcras y juegos de dominó. A veces, durante las frías madrugadas de Harrisburg, la asaltaba el mismo sueño: inmensas cortinas de aguas azules y rumorosas iban cayendo ante sus pies hasta que un tibio manto de espumas la arropaba. No había conseguido interpretarlo, solamente retenía la imagen, pero de algo era conocedora: estaba relacionado con su amada Isla a más de noventa millas.

    Después de ser conducida por un largo tramo de calles angostas, casi intransitables por disímiles obstáculos como el flujo de bicitaxis y los contenedores de basura llenos en las esquinas, el chofer tomó la derecha que le permitió dirigirse al deseado destino. Algunos jóvenes copaban el portal de la bodega mientras una botella sin etiqueta pasaba de mano en mano aderezando la discusión sobre fútbol que se tornaba caliente y demasiado bullanguera. «Es verdad lo que me dijeron: ya en Cuba los jóvenes no discuten sobre el béisbol», terminó convenciéndose de algo que se había resistido a creer por mucho tiempo. Máxime porque uno de los primeros noviecitos fue pelotero y presenció muchas discusiones que terminaron en riñas, incluso, tumultuarias. Al frente, un puesto de viandas bien surtido y la carretilla de la florista cubierta por una sombrilla multicolor. ¡Compro cualquier pedacito de oro!, resonaba un pregón y casi al instante, como un eco, resonaba otro: ¡Se arreglan colchones!

    Con las gafas de sol en la punta de la nariz y un mohín en los labios, Noelia continuó el paneo a una velocidad que le permitía apreciar las pulsaciones de aquella parte precisa de su Habana, mientras rememoraba el ambiente libertino de cuando regresaba con el alba a cuestas, del brazo de sus amigos, con los zapatos en la mano y tarareando los temas del momento. «¿Quién lo diría…? Gertrudis exhibe un cartel de rent room, al igual que Andrés. Y cuánto chivatearon informando en el CDR cuando salíamos o nos visitaba algún extranjero o cualquiera que tuviera pinta… No sé si todavía Andrés vivirá ahí, el cartel de Gertrudis dice su nombre y en la casa de al lado hacen fotos de bodas y quince. ¡Sí que la gente tiene deseos de prosperar…!»

    Después de un breve regateo, le pagó al taxista y se bajó, antes de la puerta del solar, intentando pasar inadvertida para sorprender a quienes, imaginaba, todavía vivían en el barrio. Los que pasaban por su lado, por fuerza tenían que mirarla pues todos los días no caminaba por la zona una mujer con chaqueta de cuero, jeans ceñido al cuerpo, botas altas, extensiones hasta la cintura, unas bolsas de papel y una maleta de ruedas, muy diferente a los turistas que cargan casi siempre mochilas y visten ropas sencillas, adecuadas al perpetuo verano de la Isla. La elegancia algo cursi de Noelia hacía que los nacionales se percataran sin esfuerzo de que se trataba de una cubanoamericana y quizás por eso un jovencito, llamándola la tía, se ofreció para llevarle el equipaje.

    De frente a la entrada del anciano pasillo, su mirada tropezó con el no menos anciano Eusebio, quien al fondo del lugar, desde su silla de ruedas, intentaba pescar en tierra firme los tímidos rayos de sol que se filtraban por una grieta abierta en el soberano techo. En ese instante, por la mente de Noelia cruzaron los recuerdos de las tantas veces en que el anciano le curó empachos de almendras y maní con susurrantes rezos, mientras tensaba una toalla sobre el vientre y, en la medida en que duraba la acción, veía asombrada cómo se acortaba la distancia. Después, le hacía beber un cocimiento y enseguida al inodoro a soltarlo todo. Por su parte, María, la esposa de Eusebio, curaba la linfangitis con unas hojas siempre verdes y otros rezos en los labios; también el viejo santiguaba los viernes y muchos pasaron por aquel cuarto del solar gracias a que los poderes del matrimonio eran muy apreciados en el barrio.

    El viejo aún no la había visto con sus ojos asolados por la feroz catarata, mas pareció estimulado por la vaharada de perfume dulzón que invadía el espacio sobreponiéndose a la mezcla de olores jabonosos que también trajeron recuerdos a Noelia, quien estaba atrapada por el temor de no ser reconocida. Al fin, se movió ligera hasta alcanzarlo, inclinarse y depositar un beso en la frente marchita y brillante del anciano para sacarlo de su letargo. Percibirlo viviendo en aquella ociosidad la consternó.

    ―¡Viejo, mi viejito, soy yo, Noelia, Noelia!

    ―¡Mi niña! ¡Mi niña…! ¿Eres tú mi niña?

    Soltó la maleta y también las bolsas. En tanto Eusebio tomó las manos de Noelia entre las suyas para comenzar a recorrerlas mientras permanecieron extendidas para orientarlo. El viejo continua acariciándolas con sus dedos en un caluroso viaje, se separa del espaldar de la silla para observarla poniéndose, esta vez, la mano sobre la frente evitando la fuerza que ejercía el tenue resplandor en sus ojos. El abrazo al manojo de huesos dejó incrustada en Noelia una verdadera angustia. El viejo volvió a tomar entre sus largos dedos las manos que parecían de seda y las miró con la misma ternura que le embargaba cuando la niña, sufría alguna caída y se raspaba las rodillas. Tras unos instantes de meditación, aún un tanto sorprendida porque nadie fue a su encuentro, en la recién llegada surgieron de golpe las interrogantes: «¿Dónde están todos? ¿Y María? ¿Qué ha sucedido con Eusebio?».

    Puso las dos bolsas sobre las piernas del viejo y cruzaron el largo y desierto pasillo rumbo al cuarto. Ella conduciendo su maleta de ruedas, él su sillón. Frente al cuarto, Noelia fue testigo del ímpetu con que el viejo arremetió contra la puerta de madera víctima del comején, las bisagras se quejaron y entonces un efluvio malsano no tuvo que hacer esfuerzos para casi asfixiarla y llevarla a entender que el olor a olvido era tan fuerte como la alegría del viejo.

    Eusebio entró primero y ella miró en derredor sintiendo la garganta anudarse y sabiendo se anudaría la voz por el sentimiento y la impresión provocadas ante la visión enfrente, pero las palabras temblorosas del anciano consiguieron aplacarle un poco la angustia.

    ―¿Café, mi niña….?

    ―Sí, viejo, cuélame un cafecito como el de aquellas tardes, cuando regresaba de la escuela.

    ―¡Qué sorpresa me has dado, coño, mira que esperé este momento! Creo que esta es la antesala de mi otra vida. ¿Es eso? El pecho me va a reventar de tanta alegría. Pero bueno…, mejor no me pongo sentimental y cuelo el cafecito.

    ―¿Me dejas ayudarte? ―ella se aproximó al esqueleto del que fuera un hombre corpulento y posó sus manos sobre los hombros vencidos.

    ―No te preocupes, ¿acaso piensas que tengo a alguien para que me mime? Para eso estoy yo aquí, para mimarte como siempre. Tú siéntate, ve. ―señalando hacia una silla de cabillas con el cojín raído.

    En vano los ojos de Noelia buscaron asideros convincentes, en tanto esta vez solo hallaron evidencias de la crueldad ejercida por el paso del tiempo en alianza con la rotunda pobreza que lo mancillaba todo. La humedad y el abandono amenazaban con inhabilitar el cuarto. La ropa del anciano también, raída y sucia, abría una grieta en las ilusiones. Reparó compungida en los pocos muebles que aún se conservaban y estos se le antojaron la viva estampa de las sangrantes heridas.

    ―Te preguntarás dónde están todos ―la voz ronca del viejo, inmerso en los trajines de la colada, la sacó de sus pensamientos.

    ―Sí… ¿y Javier y su tía, los del primer cuarto…?

    ―Ese se juntó con una muchacha de provincia después de que la tía pasara a mejor vida. Cuando modificaron la Ley de la Vivienda, vendió el cuarto. Por esos días se le vio bastante por aquí y desde que logró legalizar los papeles y vender, no se le ha visto más.

    ―¿Y María…? ―el tono de voz de Noelia fue muy bajo, casi un susurro, pues no sabía cómo hacer la pregunta y temía escuchar la respuesta que no tardó en estremecerla.

    ―Mi vieja murió hace tres años, problemas del corazón, de la conciencia, de la vida que no es vida si no hay qué decir, algo que ocultar, mucho de qué arrepentirse…

    Noelia lo miró queriendo compartir su añoranza y, más que eso, darle al tiempo atrás. El viejo infló los pulmones y apareció en él una oleada de vitalidad. Entonces Noelia lo evocó animoso y gallardo, entrando al solar y agachándose para arrojarle caramelos sobre la batica descolorida, pero planchada a la perfección, ofreciéndole en silencio el amparo cuando más lo necesitaba. Lo ve ayudándola a hacer las tareas y colmándola de consejos de sabio bueno.

    ―¿Entonces vives solo…? ―la mano huesuda del viejo comenzó a recorrer la habitación de manera abstracta.

    ―Si esto fuera un palacio como los de los cuentos que te leía cuando en tu cuarto comenzaba el zafarrancho tras la llegada de tu padrastro borracho, entonces sí cualquiera me estuviera cuidando. Pero la única realidad de este viejo son unos versos… con tantos palos que me dio la vida…, pero los versos ahora se pierden en un laberinto y ya no soy capaz de repetir y no me canso de decir te quiero. Otra realidad, esta vez material, es la estática milagrosa de este solar donde son pocos los cuartos de buen ver.

    ―¿Estática qué?

    ―Milagrosa, mi niña, así le llaman ahora al peligro de derrumbe. Mira, la gente ya no puede con su propia realidad. Todos andan como locos detrás del billete y los placeres que cuestan caro, pocos piensan en el prójimo, es muy raro que ayuden a cruzar la calle o que se dignen a ceder el asiento en las guaguas repletas. La gente anda con mucha prisa. La prisa nos va a devorar.

    ―La vida es dura, viejo ―ella arrastró la silla hasta quedar muy próxima y tomó la mano surcada por olvidadas cicatrices y manchas oscura―

    ―Dura y terrible, sí.

    ―¿Cocinas para ti solito?

    ―No, de un comedor me traen almuerzo y comida. Ahora resulta que soy un caso social.

    ―¿Has pensado en alguna opción para estar acompañado y mejor atendido?

    ―¿No te referirás a un asilo de ancianos, donde solo sea un objeto que por feo nadie querrá mirar?

    ―Solo busco alternativas para que estés mejor. Pensé en un asilo donde tengas compañía todo el tiempo, donde te atiendan y puedas conversar. Aquí estás muy solito ―Noelia antepuso la sonrisa para alejar el dolor provocado por sus palabras.

    ―No digas que eres feo, podrás estar viejo no lo niego, pero feo no.

    ―Quieres hacerme reír y lo conseguirás. A cada rato me visitan para que vaya para un albergue, también insisten en llevarme para un asilo. Si alguien conoce bien a este viejo, esa eres tú. ¿No crees que si salgo de estas ruinas donde guardo todos mis recuerdos moriría de una tristeza mayor? A mi edad solo necesito tranquilidad, no es muy saludable que digamos andar lleno de culpas y resentimientos, pero son todo lo que tengo y tendré hasta que me llegue la hora.

    Noelia lo acarició con dolor, pues supuso encontrar a un Eusebio lógicamente más viejo, pero fuerte aún junto a María, en el cuarto adornado con cortinas estampadas, oliendo a flores frescas y a la colonia de violetas que compraba la difunta, buscó con la vista la botella que contenía una diminuta bailarina exhibiendo un tutú rosado, la que le tranquilizaba en sus peores momentos mientras le daba cuerda para verla girar. Sintió nostalgia por unos cuadros muy antiguos que le hacían soñar con otros planetas y se preguntó adónde habría ido a parar el juego de comedor que trasladó de cuarto horas antes de la salida. ¿Quién sabe cuántas necesidades socorrieron el juego de comedor de cedro, los cuadros, la botella… y todo lo demás?

    ―Basta de hablar de mí. A ver, cuéntame de tus hijos.

    ―El varón se llama Jason. Es un buen chico. Juega fútbol en una liga juvenil y tiene futuro en ese deporte. Natalia es alegre y trabajadora, es una de las redactoras en una emisora radial. Ah, muy importante, no tienen sangre para los piojos ―el viejo soltó una carcajada y Noelia se sintió casi feliz al verlo reír.

    ―Viejo, ya coló… voy a servir el cafecito, ¿sí?

    Por respuesta, llegó la sonrisa que bien recordaba Noelia y desenvuelta, como si no se hubiera ausentado, introdujo un cucharón de acero inoxidable de asa larga en un cubo para extraer el agua y enjuagar los dos jarritos de latón sobrevivientes a tantas batallas.

    ―¿Con que no heredaron tu sangre de piojosa…? ―acentuó el anciano.

    ―Por suerte, viejo. ¿Sigues fumando, verdad?

    Antes de tomar el jarrito en sus manos temblorosas, el viejo se tocó el pecho, abrió los brazos, mostró la dentadura gastada y apareció el acordeón que hacía años ejecutaba una triste melodía dentro de su pecho. Noelia sacó dos cigarros con filtro y les dio fuego con una fosforera vistosa. Tendió uno al anciano y, entre lentas fumaradas, degustaron el café como solían hacerlo a media tarde. Envueltos en el humo y el tibió aroma del néctar, evocaron la complicidad establecida de cuando Eusebio y María la refugiaban del cinto amenazante del padrastro borracho y rieron e insistieron en recordar la sangre que tenía Noelia para los fastidiosos insectos y, de alguna manera, homenajearon la bondad infinita de María quien, antes de meterla de cabeza en el lavadero colectivo en el fondo del solar, con toda la paciencia del mundo, abría cada mechón de pelo para extraer las liendres y aplastar los piojos que el

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