Sola en la nieve
Por Holly Webb
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Información de este libro electrónico
Un día una dulce niña llamada Eli llega a la granja donde vive Pelusa. De inmediato, se hacen inseparables, tanto que la niña insiste en adoptarla. Pero su madre lo ha dejado muy claro, no quieren un animal en casa. Pelusa y Eli se sienten tan tristes... La gatita, más sola que nunca, se pregunta: ¿que les sucede a los gatos que nadie quiere?
Holly Webb
Holly Webb started writing fiction almost by accident, when she was working as an editor. She wrote her first book on trains, and had to leave it on someone's desk with a note as she was too scared to say she'd written it. Since then, she's written many, many more and usually works on the sofa, which is much more comfortable than a train. She lives near Reading with her family and a cat.
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Sola en la nieve - Holly Webb
Rosie.
Uno
En otoño, Rosebridge Farm estaba precioso. Las hojas del gran roble en el rincón del patio parecían de oro y, de vez en cuando, algunas asustaban a las gallinas en su revoloteo hacia el suelo. Los Moffat eran lecheros desde hacía más de un siglo y su hogar resultaba encantador: tenían establos, un enorme granero y una preciosa casa antigua que parecía muy acogedora bajo el sol otoñal.
Sin embargo, nadie allí apreciaba en ese momento la encantadora estampa. La Señora Moffat y su hijo Ben se hallaban en el despacho repasando las cuentas con cara de preocupación. El año estaba siendo difícil y el dinero escaseaba. Afuera, Sara, la hija de trece años, intentaba adecentar el corral de las gallinas.
—¡Au! —gritó cuando se dio en los dedos con el martillo por cuarta vez—. Perdonadme —dijo a las gallinas que picoteaban alrededor de sus pies—, tendréis que esperar a que venga Ben para ayudarme.
Dejó el martillo y se fue hacia la casa, pero de repente se detuvo delante de los establos. ¿Qué era aquel extraño gemido? Sara miró por encima de la puerta de la caballeriza y vio a Gus, el viejo poni. Este le devolvió la mirada y resopló, meneando todo su cuerpo. Luego pareció señalar con el hocico el montón de paja que tenía a sus pies. Su cara parecía decir que de ninguna manera se estaba él quejando de nada. Pero, de verdad, ¿de todos los sitios…?
—¡Oh, Rosie! ¡Ya has tenido los gatitos! —exclamó la niña con ilusión, y se encaramó tanto a la puerta, que casi cayó dentro del establo. Rosie, la gata de la granja, la observaba.
—¡Perdona, perdona! Prometo que no voy a molestarte. Solo quiero echar un vistazo muy rápido.
Los gatitos se habían acurrucado contra Rosie en la cama de paja de Gus. Se pisaban unos a otros, buscando a su madre, todavía ciegos e indefensos.
—¡Ah, Rosie, son preciosos! ¿Cuántos hay? Dos negros, uno pelirrojo… ¡Oh, no, dos! Me gustaría que os estuvierais quietos, gatitos, estoy contando. Más uno atigrado; ¡oh, qué monos! —Bajó el tono de voz. El gatito atigrado era tan pequeño… mucho, mucho más pequeño que sus hermanos y hermanas. A duras penas se movía.
—Vaya, espero que estés bien —añadió Sara con preocupación cuando otro gatito trepó sobre aquel diminuto…. Tuvo la horrible sensación de que era demasiado menudo para sobrevivir.
Aunque siempre había vivido en la granja y sabía que aquello podía pasar, los ojos de Sara se llenaron de lágrimas. El gatito pequeño era tan bonito… Tenía el pelaje muy largo, como si todo él fuera una bolita de pelusa. Mientras lo observaba, los demás lo volvían a pisar y él abría la boca como si soltara un silencioso maullido, en señal de protesta. Sara se secó los ojos con la manga de su jersey y después de echar un último vistazo al resto de gatitos —que parecían fuertes y sanos—, salió corriendo para dar la noticia a su madre y a Ben.
—¡Rosie ha dado a luz a sus gatitos! —gritó la niña a la vez que abría la puerta de la cocina.