Lo que mueve mi vida: Testimonios de grandes personas
Por Plataforma
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Emitido por la National Public Radio (NPR), el programa This I Believe fue un éxito. Después de cuatro años de gran audiencia, una oyente reprochó a los creadores que no fueran invitadas personas normales y corrientes. Le hicieron caso y la emisión tuvo aún más repercusión. Al año siguiente, Edward Murrow editó un libro con una selección de los testimonios, que enseguida se convirtió en un best seller. La NPR continuó durante varios años con This I Believe, pero el programa dejó de emitirse hasta que, en 2005, se emitió de nuevo. Fueron tantos los testimonios que Jay Allison
y Dan Gediman recopilaron los más relevantes, junto con otros de la emisión original.
Personalidades como Albert Einstein, Bill Gates, Martha Graham, Colin Powell, Eleanor Roosevelt, Thomas Mann, Hellen Keller, John Updike, Rick Moody, Gloria Steinem, Isabel Allende… son algunos testimonios de Lo que mueve mi vida, una obra que supera las brechas culturales y sociales, un viaje conmovedor y provocativo que nos revelará la profundidad y la sencillez de personas con insuperable grandeza.
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ALLISON
Mantén la calma con el repartidor de pizza
SARAH ADAMS
Sarah Adams ha tenido muchos empleos en su vida, entre ellos el de vendedora por teléfono, obrera industrial, recepcionista de hotel y cajera de una floristería, pero nunca repartió pizzas. Criada en Wisconsin, Adams es actualmente profesora de inglés en el Olimpic College, en Washington.
Tengo una filosofía operativa de la vida: «Mantén la calma con el repartidor de pizza; trae buena suerte». Cuatro principios rigen la filosofía del chico de la pizza.
Principio 1: Mantener la calma con el repartidor de pizza es una práctica de humildad y perdón. Le permito adelantarme en el tráfico, le permito alcanzar con seguridad la rampa de salida desde el carril izquierdo, le permito olvidar el intermitente sin hacerle gestos ofensivos desde la ventanilla ni tocar la bocina porque tiene que haber un momento en mi complicada existencia en que deje pasar un coche que me adelante o me cierre el paso. A veces, cuando me siento muy segura de mis derechos de propiedad sobre mi carril y desafío a cualquiera a que me lo discuta, el chico de la pizza, en su maltrecho Chevette, pasa a toda velocidad a mi lado. La pizza de atrezzo que brilla sobre su coche como un faro me recuerda la necesidad de hacer examen mientras me desplazo por el mundo. Después de todo, el muchacho lleva pizza a jóvenes y viejos, familias y solitarios, gays y heteros, negros, blancos y mulatos, ricos y pobres, así como también a vegetarianos y a amantes de la carne. Cuando él viaja, yo le proporciono paso seguro, ejerzo la moderación, muestro cortesía y contengo la ira.
Principio 2: La calma ante el repartidor de pizza es una práctica de empatía. Veámoslo: todos tuvimos trabajos menores antes de tener un trabajo estable, porque un poco de dinero es mejor que nada. Yo he tenido varios de esos empleos y estoy agradecida por la paga, que significó que no tuviera que compartir mi Cheerios con mis gatos. En la gran rueda de la vida, que tiene forma de pizza, a veces nos toca ser el queso burbujeante, y a veces, la costra quemada. Es bueno tener presente lo inconstante que es el material de esa rueda.
Principio 3: La calma ante el repartidor de pizza es una práctica honorable y me recuerda el deber de honrar el trabajo honesto. Permíteme decirte algo sobre esos muchachos: nunca se han hecho cargo de una empresa ni, como gerentes ejecutivos, han inflado artificialmente el valor de las existencias y han retirado su parte en efectivo, llevando a la compañía al borde de la quiebra y a veinte mil personas al desempleo (mientras el gerente ejecutivo se hacía construir una casa del tamaño de un hotel de lujo). Al contrario, esos muchachos duermen el sueño de los justos.
Principio 4: La calma ante el repartidor de pizza es una práctica igualitaria. Mi medida como ser humano, mi valor, es el orgullo con que hago mi trabajo —cualquier trabajo— y el respeto con que trato a los demás. Soy igual al resto del mundo, pero no por el coche que conduzco, ni por el tamaño del televisor que poseo, ni por el peso que soy capaz de levantar, ni por las ecuaciones que soy capaz de resolver. Soy igual a todo aquel con quien me cruzo por la bondad de mi corazón. Y eso comienza aquí, con el repartidor de pizza.
Dadle una buena propina, amigos y hermanos, porque lo que otorgáis libre y voluntariamente os traerá toda la buena suerte que un universo agradecido sabe cómo devolver.
Deja los problemas de identidad a los demás
PHYLLIS ALLEN
Phyllis Allen ha vendido publicidad para las Páginas Amarillas durante quince años. Pasa aproximadamente la mitad de sus horas de trabajo en el coche, recorriendo el territorio que rodea Dallas y Fort Worth, en Texas. Escribió su ensayo en su automóvil y ensayó su lectura en voz alta en el almacén de la compañía telefónica. Cuando se retire, espera continuar con su primera pasión, la escritura.
De pie bajo la lluvia, esperando para subir los escalones que nos llevarían a la galería del Gran Teatro, apretaba la mano de Mamá y observaba a los hermosos niños rubios que entraban al vestíbulo, en la planta principal. Corrían los años cincuenta, yo era «de color» y esto es lo que creía: mi sitio estaba en la galería del teatro céntrico, en la parte de atrás del autobús y en la entrada trasera del White Dove Barbecue Emporium (Barbacoa Paloma Blanca). Cuando le pregunté a Mamá por qué eso era así, me dijo: «Niña, la gente hace lo que hace. Lo que tú tienes que hacer es ser lo mejor que puedas».
Tuvimos nuestro primer televisor en los años sesenta, y este introdujo en mi sala de estar a los pastores alemanes que le pisaban los talones a una jovencita. También mostraba a niños como yo, que iban a la escuela en medio de una muchedumbre aullante, iracunda, que coreaba palabras que a mí no me estaba permitido decir. Ya no podía seguir siendo «de color». Ahora éramos negros que nos manifestábamos en las calles para reclamar nuestra libertad; al menos, eso era lo que decía el predicador. Yo lo creía, aunque estaba asustada. Tenía que ser valiente y defender mis derechos.
En los setenta: jeans gastados, el pelo como un halo de rizos y el puño cerrado levantado, estuve en la calle del centro gritando. Jóvenes negros iracundos, con lustrosas chaquetas de piel negra y boinas, habían convocado desde las distantes orillas de Oakland, California. Basta de no violencia, basta de aguantar tranquilamente en las primeras líneas mientras nos apaleaban. Se acabaron las simples cortesías como «por favor» o «muchas gracias». Era oficial; así lo decían Huey, H. Rap y Eldridge. Yo creía en ser negra y estar furiosa.1
En los ochenta, los dioses de la fertilidad cubrieron las paredes y atiborraron las vitrinas de las casas de todos mis amigos. Gente que lo más cerca de África que había estado era en el pase de una película de Tarzán, rompía de pronto a hablar swahili. Los ochenta nos otorgaron el guion entre orígenes: «afro-americano». Envuelta en vestidos de tejido elaborado y diseño suelto, con mucho oro, fui una seudoafricana que jamás había visto África. «Es tu herencia», decía todo el mundo. En aquel tiempo, creía en la elusiva promesa de la tierra materna.
En los noventa, fui una mujer —cuya piel, casualmente, era castaña— que corría tras el sueño americano. Todo el mundo decía que la culminación de ese sueño estaba en lo material. Creía en el mérito de pasar días enteros de compras. ¿Deudas? No me preocupaba ninguna apestosa deuda. Eran los noventa. Mi plan 401(k) estaba en las cifras de mediados de los sesenta y yo creía en American Express.2
Entonces llegó el crash, y American Express no creyó en mí ni una mínima parte de lo que yo había creído en ella.
Ahora estamos en un milenio completamente nuevo y la ostentosa generación del vídeo nada tiene que ver conmigo. Todo cambió cuando cumplí los cincuenta. Con las arrugas, la pérdida del tono muscular y la vista cansada, llegó la confianza que me permite mantenerme apegada a una muy breve lista de creencias. Dejaré a los demás la cuestión de la identidad. Creo que soy libre de ser lo que quiera ser. Creo en ser buena amiga, buena amante y buena madre, así puedo tener buenos amigos, buenos amantes y buenos niños. Creo en ser mujer, la mejor que pueda, como decía mi