Refundar la república
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Refundar la república - Roberto Santana Ulloa
Reservados
INTRODUCCIÓN
¿Porqué esta publicación? Porque más allá de la adhesión a los candidatos tales o cuales, por adhesión partidaria, por simpatía, por costumbre o por pago de pequeños servicios, los electores necesitan saber y tener argumentos sólidos para juzgar de lo que está jugándose verdaderamente en cada elección, más allá de los intereses privados inmediatos. Esto es particularmente importante en este período de distanciamiento entre la población y el sistema político desprestigiado pero tenaz, de desconfianza en la democracia, de contestación de la centralización del poder en Santiago, de exasperación de las poblaciones viviendo en las áreas de explotación indiscriminada de los recursos naturales y de contaminación ambiental que se generaliza.
En esta idea de contribuir a ilustrar al gran público para una toma de posición honesta y razonada mirando el interés colectivo, lo que será el destino de la democracia, de sus hijos y el futuro del país en los años que van a venir, deberían multiplicarse los esfuerzos de los analistas, estudiosos de las ciencias sociales y otros, interesados honestamente en la política. Por mi parte he decidido publicar esta serie de artículos escritos o publicados en los años recientes para entregar una argumentación desde abajo, desde el terreno, que justifique la importancia de lo que ocurre a nivel territorial y lo necesario que es cambiar la concepción del Estado unitario. Ellos tocan, a mi juicio, no todas, pero sí cuestiones que son centrales y prioritarias para todo intento de hacer renacer entre los habitantes del país un renovado interés por la política para asegurar un desarrollo sustentable y para dar una nueva vitalidad a la democracia.
Dado el estado de la situación política actual caracterizada por la profunda y durable crisis del sistema político, es posible que no haya otro camino para cambiar el orden de cosas que laborar para hacer emerger una nueva fuerza o movimiento político que se proponga un proyecto de refundación de la República que ponga fin al Estado unitario, con un programa verdaderamente transformador destinado a proponer un destino más equilibrado a la sociedad chilena. La identidad política de tal movimiento no debería ser necesariamente de izquierda pues es la sociedad entera la que deberá enfrentarse en los años que vienen a la búsqueda de un bienestar aceptable y si los tiempos se hacen difíciles a su sobrevida misma. Tal vez baste con decir que deberá ser una fuerza política progresista, no en el sentido ciego del progreso (sello del capitalismo salvaje) sino, en una visión mesurada del mismo, evitando los excesos inversionistas en ciertos sectores sensibles para el medio ambiente y frenando en lo posible el consumismo desbocado, precisamente para poder interesarse en el futuro bienestar de todos los miembros de la sociedad. Y será también profundamente democrática en el sentido de su inquietud por el perfeccionamiento permanente de este precioso modus vivendi en sociedad y también por su adaptación regular a las nuevas realidades. Las posibilidades de emergencia y de éxito de tal fuerza política dependerá por cierto de la racionalidad de que harán prueba los hipotéticos nuevos liderazgos pero también del sentido común y de la imaginación, de la pasión y de la voluntad de liderazgo relativamente desinteresado que serán capaces de aplicar en el ejercicio del bien público.
1
UN PAÍS ENFERMO DE INDIGESTIÓN TERRITORIAL
La manera como se concibe y gestiona el conjunto del territorio nacional está hoy en el centro mismo de la mayor parte de la contestación ciudadana al tipo de desarrollo no sustentable impuesto por el sistema político centralizado. En la experiencia de la democracia griega de la antigüedad quedó ya bien demostrado en particular por Clístenes «el ateniense», que el cruce de las nociones de sistema político y territorio estaban en el centro de las posibilidades de estabilidad social, del respeto de la naturaleza y de la buena gestión y honesta utilización del tesoro público. La proximidad territorial de gobierno y habitantes se ha demostrado desde entonces la mejor manera de administrar la sociedad y de vivir en paz al interior de las fronteras.
Desde la mitad del siglo pasado se han ido acentuado en Chile los síntomas de un malestar que responde a la dificultad de seguir viviendo bajo un modelo de gestión del territorio y del poder extremadamente centralizado creado a la medida de los intereses del latifundismo de Chile central, pero que a partir de los años 1960 entró en crisis con la reforma agraria y de allí para adelante no ha hecho más que ganar a la vez en rigidez y en astucia legal para mantenerse vigente. Se puede perfectamente argumentar que el modelo de gestión centralizado del poder estuvo en el centro del desastre político de los años 1970, la masa crítica de población politizada concentrada en Santiago siendo sin duda la causa principal. Recuérdese que en todo el período de la Unidad Popular el clima político estuvo dominado por una tensión cada vez creciente entre los enemigos del gobierno y los partidarios de éste. Las manifestaciones del enfrentamiento fueron diversas y se sucedieron pero el clímax tuvo su epicentro en Santiago bajo la forma de manifestaciones de calle masivas y llenas de agresividad. Durante la mitad del año 1973 se trataba sobre todo, en una suerte de engranaje caricatural, de saber cual de los dos bandos en conflicto era capaz de sacar más gente a la calle: era un poco como si «a tus trescientos mil manifestantes yo te opongo medio millón, a tu medio millón yo te movilizo un millón …» todo esto en un contexto de desgobierno y de caos… Hasta que llegaron los militares. La Unidad Popular no había prestado la más mínima atención al tema de la concentración extrema del poder y en Santiago se iba a decidir la suerte del país.
Los militares jugaron su propio juego una vez en el poder, dejaron de lado el sistema de partidos políticos y comenzaron a operar, más allá de la violencia empleada, sin saber muy bien la estrategia de desarrollo que iban a poner en marcha y sin saber tampoco muy bien quienes iban a ser sus aliados de la clase media para arriba. Pero lo que si sabían, tenía que ver con el manejo del territorio, espacio privilegiado en la estrategia militar y por eso una de sus preocupaciones primeras estuvo en cuestionar el modo de gestión de la economía concentrada en Santiago. Por eso, fuera de poner en marcha el proceso de «regionalización» se estuvo discutiendo en los altos mandos la idea de desplazar la capital del país hacia el sur, más precisamente situarla en Puerto Montt, «puerta de entrada a la Patagonia». Esta idea acompañó los primeros tiempos de la construcción de la carretera austral, proyecto estratégico acariciado particularmente por el profesor de Geopolítica que habia sido el general Pinochet, pero luego fue abandonada en razón de las rigideces institucionales y el peso de los intereses de la élite santiaguina.
El proceso de regionalización puesto en marcha por los militares no era tanto para la descentralización del poder sino para crear el contexto legal e institucional en que sería posible imaginar un desarrollo global del territorio nacional. La política definida hasta los comienzos de la década de 1980 insistía efectivamente en crear las condiciones para el desarrollo económico de las regiones. Las reformas aduaneras imaginadas iban en tal dirección e iban a concretarse en el funcionamiento de las «zonas francas», la primera siendo la de Magallanes, inaugurada en el invierno de 1975, que será seguida de otras en los extremos del país. Otra de las novedades de esos primeros años, antes que los militares cedan a los intereses de grandes grupos en acecho, fue la creación de los Bancos de Fomento Regional (BFR) que deberían ser entidades financieras combinando sus actividades con los programas de desarrollo económico especialmente industriales de modo que aunque su gestión sea de orden privado «en sus iniciativas debían (deben) buscar ser compatibles con las propuestas oficiales del desarrollo global del país», decía un documento oficial de la época.
La Superintendencia de Bancos autorizaría la creación de estos Bancos específicamente para el financiamiento de proyectos considerados beneficiosos para la economía de las regiones. Es cierto que los capitales con que iban a iniciar sus actividades parecían modestos: por ejemplo, el Banco de Desarrollo de la Cuenca del Biobío, entrado en funciones a principios de 1975, nació con una contribución de capital privado nacional de 1.500 millones de Escudos (2,5 millones de dólares) mientras que la contribución extranjera a su capital de base ascendía apenas a 5 millones de dólares. No se hablará más de estos BFR después de la crisis del boom de los años 1982 y 1983 cuando el país se enrielara definitivamente sobre el sendero del neoliberalismo. Lo cierto es que en ese primer período de la dictadura era difícil prever el peso territorial que tendrían las nuevas inversiones productivas a que se hacia alusión. Con la salida de crisis del boom se impusieron los grupos económicos y el neoliberalismo tuvo el terreno libre para prosperar.
Los militares dejaron, sin embargo, abierta una brecha legal para estimular el desarrollo de las regiones no metropolitanas pero los sucesivos gobiernos de la Concertación y de la Nueva Mayoría fueron incapaces de transformar la brecha abierta al monopolio santiaguino en una gran apertura que cuestionara también la exagerada concentración del poder político en Santiago. Asi llegamos a los días de hoy, donde la sola promesa importante del gobierno de la Nueva Mayoría es la elección popular del Intendente regional, todo ello en un contexto de funcionamiento de las regiones sin verdaderas competencias y con pocos recursos descentralizados, contexto legal e