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Ética y ciudadanía 2. Deliberando sobre valores
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Ética y ciudadanía 2. Deliberando sobre valores
Libro electrónico392 páginas6 horas

Ética y ciudadanía 2. Deliberando sobre valores

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Ética y ciudadanía es un manual de educación ética que tiene por objetivo ofrecer a los alumnos y profesores de Educación secundaria y Bachillerato un nuevo modo de enfocar la enseñanza de la Ética y de las asignaturas colindantes con ella. Trata de ayudar a que el alumno "descubra" en sí mismo la "experiencia moral", y que a partir de ella pueda ir analizando sus diferentes elementos y cobrando conciencia del modo como los seres humanos realizamos juicios morales y tomamos decisiones. El presente manual quiere ser asimismo una guía para el profesor que pretenda orientar su enseñanza de la ética en esta dirección. La función del profesor de Ética no es imponer, ni tampoco meramente informar; es deliberar con los alumnos. Esto requiere un aprendizaje. De ahí que este manual esté proyectado para ir acompañado de cursillos de formación de profesores en el uso y manejo de estas destrezas. El segundo volumen, Deliberando sobre valores, aborda la aplicación de los criterios generales desarrollados en el primer volumen a espacios y temas concretos, de modo que vayamos poco a poco dotando de contenido al "proyecto moral" que necesariamente ha de construir todo ser humano consciente de su condición de tal.
IdiomaEspañol
EditorialPPC Editorial
Fecha de lanzamiento11 nov 2016
ISBN9788428830195
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    Ética y ciudadanía 2. Deliberando sobre valores - Diego Gracia

    ÉTICA

    Y CIUDADANÍA

    2. DELIBERANDO SOBRE VALORES

    Diego Gracia (coordinador)

    Lydia Feito

    Tomás Domingo Moratalla

    Miguel Ángel Sánchez González

    José Antonio Martínez

    Nota sobre los autores

    El presente texto es el resultado del trabajo colectivo de cinco profesores, Diego Gracia (Catedrático Emérito de Historia de la Medicina y Profesor de Bioética en la Universidad Complutense de Madrid, que ha actuado como Director del proyecto), Lydia Feito (Profesora Contratada Doctora de Bioética en la Universidad Complutense de Madrid), Tomás Domingo Moratalla (Profesor Contratado Doctor de Filosofía moral en la Universidad Complutense de Madrid), Miguel Ángel Sánchez González (Profesor Titular de Historia de la Medicina y Bioética en la Universidad Complutense de Madrid) y José Antonio Martínez (Catedrático de Filosofía en Bachillerato y de Ética en Educación Secundaria Obligatoria).

    Cada capítulo va firmado por su autor o sus autores, que son responsables de sus respectivos contenidos. La estructura del libro no es en ningún caso el resultado de la mera aposición de capítulos, sino que obedece a un plan orgánico, resultado de la labor investigadora y docente del director del proyecto, Diego Gracia.

    El contacto con los autores puede hacerse a través de las siguientes direcciones de correo electrónico:

    Diego Gracia: dgracia@fcs.es

    Lydia Feito: lydia.feito@med.ucm.es

    Tomás Domingo Moratalla: tdmoratalla@gmail.com

    Miguel Ángel Sánchez González: migsan@ucm.es

    José Antonio Martínez: josantoniomm@gmail.com

    Dotando de contenido al proyecto moral

    Los bloques del primer volumen de este libro de Ética y ciudadanía constituyen la parte que cabe considerar básica o fundamental en un curso de ética. Partiendo de la experiencia moral de todo ser humano, lo que denominamos experiencia de la obligación y del deber, se ha intentado describir en ellos el modo como los seres morales vamos determinando los contenidos morales de nuestros actos.

    La idea subyacente a todo el proceso descrito hasta aquí es que, en tanto que disciplina práctica, la enseñanza de la ética no puede consistir en el aprendizaje de unas teorías o contenidos morales, sean ellos los que fueren, y que por tanto no tiene nada que ver con la erudición. Se trata de ir haciendo posible que cada uno analice dentro de sí mismo el hecho de la experiencia moral, a fin de que desde esa base vaya reconstruyendo de forma reflexiva y autónoma los contenidos de la ética.

    Esto, obviamente, no podrá hacerlo desde cero, porque nadie es Adán, sino que habrá de contar con los materiales que le oferta la cultura de su medio. Por eso en el tercer bloque hemos analizado los valores más importantes que se hallan presentes en la cultura occidental, ya que es alrededor de ellos como se han construido las principales éticas con vigencia en nuestro medio.

    Hemos visto cómo unas han girado en torno al o a los valores religiosos, razón por la cual las hemos llamado éticas teocéntricas, otras alrededor del valor de la naturaleza y su orden, de donde el nombre de éticas cosmocéntricas, y unas terceras han fijado la atención en el ser humano, las llamadas éticas antropocéntricas, más propias de la modernidad.

    Finalmente, hemos visto las peculiaridades propias de la ética del siglo XX. Como no podía ser de otro modo, también esta gira en torno a un valor, pero que tiene la peculiaridad de no ser extramoral, como sucede con los valores religiosos, cosmológicos o antropológicos, sino estrictamente moral, el valor de nuestros actos en tanto que morales. Eso es lo que hemos denominado ética de la responsabilidad, la más propia de nuestra situación.

    Por otra parte, hemos ido viendo cómo las éticas, giren en torno a un valor o a otro, pueden siempre gestionarse de dos modos distintos: autónoma y heterónomamente. El valor religioso puede vivirse autónoma y heterónomamente, y lo mismo cabe decir del valor de la naturaleza y su orden, del valor del ser humano, etc. Y la conclusión a la que llegábamos, siguiendo en esto a Kant, es que solo cabe llamar éticas a las actuaciones que son autónomas. La heteronomía es el mayor enemigo de la ética, y viene a identificarse con la inmadurez moral. Una inmadurez que es lógica y comprensible en una persona menor de edad, pero que cuando se da en personas mayores, debe considerarse siempre, como también afirmó Kant, culposa, y por tanto moralmente incorrecta.

    Tras esto, nos toca ahora ir aplicando esos criterios generales a espacios y temas concretos, de modo que vayamos poco a poco dotando de contenido al proyecto moral que necesariamente ha de construir todo ser humano consciente de su condición de tal. Este es el objeto de esta segunda parte o segundo volumen de la obra. El hecho de que se publique de forma independiente no quiere decir que goce de autonomía completa respecto de la primera parte. No es así. Las dos forman un cuerpo unitario, si bien es claro que la primera está más dedicada a las cuestiones de fundamentación y la segunda a las de aplicación.

    En el bloque cuarto nos ocupamos de los valores más propios de la cultura de la modernidad, y por tanto también de aquellos que hemos de tener más en cuenta en la construcción de nuestro proyecto moral. De ahí su título: Los valores en construcción en el mundo moderno. Analizaremos la responsabilidad, la dignidad y el respeto, la hospitalidad, la igualdad y la diferencia, la justicia y la compasión y, finalmente, la solidaridad. La lista podría ampliarse sin mayor dificultad.

    El último tema se dedica a los derechos humanos, no solo porque ellos son la construcción moderna más novedosa en orden a la plasmación social de los valores, sino también porque resulta necesario aclarar las diferencias entre los derechos y los deberes, habida cuenta de que son términos que generalmente se confunden, hasta el punto de creer, como hoy es usual, que los derechos son el rostro de la ética secular moderna, y que por tanto la asignatura de ética puede reducirse hoy a la explicación de los derechos humanos. Eso no solo no es cierto sino que constituye una de las grandes tragedias de nuestra cultura. Hay derechos porque hay deberes, no al revés. Las sociedades elevan a la categoría de derechos humanos los valores que les vinculan moralmente y que por tanto generan en ellos deberes. Por lo demás, de poco servirán los derechos humanos en una sociedad carente de conciencia del deber.

    El último bloque lleva por título La ética en la vida de los ciudadanos. Tras lo dicho, resulta fácil justificar su pertinencia, así como su contenido. Se trata de analizar las peculiaridades de los distintos sectores de actividad propios de la vida humana: la gestión de la cosa pública y los espacios propios de la ética política, la económica y la jurídica; la gestión del espacio privado del cuerpo, la sexualidad, la vida y la muerte, y la ética ecológica y la bioética; y finalmente la gestión de la información y la ética de los medios de comunicación. El último capítulo, como no podía ser de otro modo, está dedicado a la ética de la educación como modo de promoción y construcción de la ciudadanía.

    Este libro se ha escrito pensando en la Educación secundaria, ya que es convicción profunda de sus autores que ese es el periodo en que resulta imprescindible la educación en valores de las nuevas generaciones. Antes es quizá prematuro, y después, demasiado tarde. El libro se ha compuesto pensando, pues, en los estudiantes, en los alumnos. Pero no va dirigido directamente a ellos, sino a los profesores. No puede enseñarse bien aquello que no se conoce bien. Nadie puede enseñar a otro algo que él no tenga antes perfectamente asimilado y asumido. De ahí que vaya sobre todo dirigido a los profesores de enseñanza media y que esté escrito pensando en ellos. Ser profesor de asignaturas tales como la Filosofía, la Ética o la Educación en valores es una grave responsabilidad. De que el profesor sepa hacer bien o mal su cometido, depende el futuro de muchos seres humanos, quizá incluso el futuro del país. Por eso creemos que el esfuerzo de todos, el nuestro al escribir el libro y el de los profesores al utilizarlo, es insustituible.

    Ser profesor es asumir la enorme responsabilidad de formar las mentes y las personalidades de las jóvenes generaciones, de lo que van a ser esas personas en su vida, y por tanto también de lo que va a ser nuestro país. Este altísimo cometido, en el que la sociedad se juega buena parte de su futuro, no está debidamente reconocido ni recompensado. Ser profesor es casi heroico. No solo por el bajo salario y la alta dedicación que el asunto exige, sino también, y quizá principalmente, por la falta de estima social.

    En países como el nuestro, el verdadero Ministerio de Economía tendría que ser el Ministerio de Educación. El motivo es muy simple: al proceso económico nosotros no podemos aportar capital financiero, ni tradición industrial, ni tampoco capacidad inventiva o investigadora. Lo único que podemos aportar es mano de obra, capital humano. Y nuestra gran aspiración tiene que ser, por ello, que esa mano de obra sea cualificada, que se halle perfectamente formada. Este país no tiene casi otro capital que su capital humano. Y ese está en manos de los docentes. Los seres humanos y los países se construyen y se destruyen en las aulas. Y por eso los profesores tenemos una enorme responsabilidad.

    Hoy no es fácil ser profesor de enseñanza media, y menos de asignaturas como la Filosofía o la Ética, sin una vocación a toda prueba. La vocación no es un propósito, ni un proyecto. Es algo previo a todo eso. Es algo que se nos impone desde dentro de nosotros mismos con fuerza irresistible, de modo que si no lo seguimos frustramos nuestra vida.

    Ortega dedicó a este tema páginas muy bellas. Distingue entre lo que uno es, lo que debe ser y lo que tiene que ser. La vocación es esto último. Ortega lo identifica también con el término alemán Bestimmung, que significa destino. Pero no el destino externo e impuesto por la propia naturaleza, que a eso lo llama el alemán Schicksal, sino el destino íntimo, eso que tenemos que llegar a ser si es que de veras queremos ser sinceros con nosotros mismos. En Pidiendo un Goethe desde dentro, escribe:

    "La cosa es terrible, pero es innegable; el hombre que tenía que ser ladrón y, por virtuoso esfuerzo de su voluntad, ha conseguido no serlo, falsifica su vida. No se confunda, pues, el deber ser de la moral, que habita en la región intelectual del hombre, con el imperativo vital; con el tener que ser de la vocación personal, situado en la región más profunda y primaria de nuestro ser".

    Hay otro texto de Ortega que de algún modo puede considerarse complementario del anterior. Se titula Misión del bibliotecario y es el contenido de la conferencia que dio ante el Congreso Internacional de Bibliotecarios que tuvo lugar en Madrid el año 1935. A Ortega le pidieron la conferencia inaugural y le dieron el título. Él confiesa al comienzo que el término misión le asusta un poco. Y lo aclara:

    "Misión significa, por lo pronto, lo que un hombre tiene que hacer en su vida. Por lo visto, la misión es algo exclusivo del hombre. Sin hombre no hay misión. Pero esa necesidad a que la expresión tener que hacer alude, es una condición muy extraña y no se parece nada a la forzosidad con que la piedra gravita hacia el centro de la tierra [esto sería Schicksal]. La piedra no puede dejar de gravitar, mas el hombre puede muy bien no hacer eso que tiene que hacer [esto es Bestimmung]. ¿No es esto curioso? Aquí la necesidad es lo más opuesto a una forzosidad, es una invitación. ¿Cabe nada más galante? El hombre se siente invitado a prestar su anuencia a lo necesario. Una piedra que fuese medio inteligente, al observar esto, acaso se dijera: ¡Qué suerte ser hombre! Yo no tengo más remedio que cumplir inexorablemente mi ley: tengo que caer, caer siempre… En cambio, lo que el hombre tiene que hacer, lo que el hombre tiene que ser, no le es impuesto, sino que le es propuesto.

    Pero esa piedra imaginaria pensaría así porque es solo medio inteligente. Si lo fuera del todo, advertiría que ese privilegio del hombre es tremebundo. Pues implica que en cada instante de su vida el hombre se encuentra ante diversas posibilidades de hacer, de ser, y que es él mismo quien bajo su exclusiva responsabilidad tiene que resolverse por una de ellas. Y que para resolverse a hacer esto y no aquello tiene, quiera o no, que justificar ante sus propios ojos la elección, es decir, tiene que descubrir cuál de sus acciones posibles en aquel instante es la que da más realidad a su vida, la que posee más sentido, la más suya. Si no elige esa, sabe que se ha engañado a sí mismo, que ha falsificado su propia realidad, que ha aniquilado un instante de su tiempo vital, el cual, como antes dije, tiene contados sus instantes".

    La cosa, dice Ortega, es estupefaciente. Y añade este párrafo:

    Esta llamada que hacia un tipo de vida sentimos, esta voz o grito imperativo que asciende de nuestro más radical fondo, es la vocación. En ella le es al hombre, no impuesto, pero sí propuesto, lo que tiene que hacer. Y la vida adquiere, por ello, el carácter de la realización de un imperativo. En nuestra mano está querer realizarlo o no, ser fieles o ser infieles a nuestra vocación. Pero esta, es decir, lo que verdaderamente tenemos que hacer, no está en nuestra mano. Nos viene inexorablemente propuesto. He aquí por qué toda vida humana tiene misión. Misión es esto: la conciencia que cada hombre tiene de su más auténtico ser que está llamado a realizar. La idea de misión es, pues, un ingrediente constitutivo de la condición humana, y como antes decía, sin hombre no hay misión, podemos ahora añadir: sin misión no hay hombre.

    El ejemplo paradigmático de esto lo constituye don Quijote. Alonso Quijano tuvo un ser y un deber ser. Era un hidalgo manchego, y, según cuentan las crónicas, una buena persona, éticamente intachable. Sus paisanos le llamaban Alonso Quijano el bueno. Sin embargo, al rondar los cincuenta años, siente la imperiosa necesidad de salir por los campos de Montiel a reformar el mundo. Quiere transformar la edad de hierro en que vive en una nueva edad de oro. No es que quiera hacerlo, es que tiene que hacerlo. Por eso hace locuras. Todo el que sigue un ideal hace locuras. Pero hacer locuras es cualquier cosa menos estar loco. Para hacer locuras hay que estar muy cuerdo. Y don Quijote se nos convierte así en el paradigma del hombre con vocación, del ser humano que se cree con una misión que cumplir.

    No hay duda de que para ser profesor se requiere hoy una alta dosis de vocación. Todo maestro o profesor tiene algo de Quijote. Pero solo algo, al menos hoy. Y es que el maestro tradicional ha utilizado muchas veces para imponer sus propias reglas e ideas la fuerza, unas veces física, como don Quijote, y otras psicológica o social. La enseñanza ha sido durante la mayor parte de nuestra historia adoctrinamiento o indoctrinación. Los dos términos proceden del sustantivo abstracto latino doctrina, derivado del verbo doceo, que suele traducirse por enseñar. Doceo, a su vez, traduce el griego dokéo, creer, parecer, de donde procede el sustantivo dóxa, opinión, creencia. Esas opiniones constituían los llamados tòpoi o loci communes, aquellos que el maestro debía transmitir a sus discípulos. Por supuesto, no se trataba de razonar, ni de discutir; se trataba de indoctrinar o adoctrinar, de hacer que las nuevas generaciones conocieran el depósito de tópicos o lugares comunes, la doctrina. Quien la conocía pasaba a ser doctus, instruido, a diferencia del indoctus, ignorante. Y quien se dejaba adoctrinar era el docilis. Del alumno no se esperaba otra virtud que la docilidad.

    Recordando todo esto, alguno exclamará con Cicerón: Oh tempora, oh mores! Y es que las cosas han cambiado mucho en los últimos tiempos. La antítesis de ese modelo dogmático e impositivo lo constituye el modelo liberal moderno, en el que la libertad ha pasado a ser el valor máximo, que además actúa como protector de todos los demás (ese es el sentido de la libertad de conciencia como derecho humano, que, como es bien sabido, empezó a cobrar carta de naturaleza ya bien entrado el mundo moderno, en el siglo XVII). De esta forma, el docente se ve incapaz de educar, es decir, de conducir al joven. Nuestra cultura ha aceptado como principio que lo único que interesan en el proceso formativo son los hechos, que los valores son subjetivos y dependen de cada uno, y que sobre ellos no cabe discusión posible. Más aún, hablar sobre ellos se considera, las más de las veces, de mala educación. En el mundo de los valores es preciso conservar la más estricta neutralidad. Frente al indoctrinamiento, la neutralidad. Es bien sabido que hace décadas hubo todo un movimiento internacional de enorme éxito entre los profesores de enseñanza media, llamado Values clarification. La función del profesor es informar, nada más. En lo demás, el profesor debe ser neutral.

    Estos dos modelos funcionan como tesis y antítesis. Y a nadie se le oculta que es necesaria una síntesis. Y esa síntesis no puede venir más que de un modelo que no busque el indoctrinamiento ni la mera información, sino la formación. Ese modelo no puede ser más que socrático. Se trata de sacar del interior de cada uno lo mejor que lleve dentro. Se trata de dar a luz eso que cada uno tiene que ser, por seguir con los términos propuestos por Ortega, y que constituye lo mejor de nosotros mismos. Esto no se puede hacer imponiendo, ni tampoco simplemente informando de hechos. Esto no puede hacerse más que razonando, dialogando, deliberando. A estas alturas del libro es probable que el lector tenga ya claro lo que esto puede significar. Y también habrá caído en la cuenta de que este método exige que el profesor haga carne de su carne eso que quiere enseñar, y que el alumno actúe por mímesis, imitando lo que hace el profesor, es decir, rehaciendo en su interior la propia experiencia que el profesor le transmite. No hay otro modo de enseñar, enseñar de veras, que este. Lo demás es pura erudición.

    Esto es lo que hizo Sócrates. Pero por no ir tan atrás, esto es lo que en la filosofía contemporánea nos enseñaron a hacer los fenomenólogos. No se aprende filosofía, se aprende a filosofar. Esto, que hoy es un tópico, significa algo tan importante como que la filosofía tiene que rehacerla cada uno desde cero, desde el origen, en el interior de sí mismo. Lo demás, decía Zubiri, es pura erudición. Y añadía:

    "Se pueden escribir toneladas de papel y consumir una larga vida en una cátedra de filosofía, y no haber rozado, ni tan siquiera de lejos, el más leve vestigio de vida filosófica. Recíprocamente, se puede carecer en absoluto de originalidad y poseer, en lo más recóndito de sí mismo, el interno y callado movimiento del filosofar".

    Esta sí es una gran misión, un destino que merece la pena. Esto sí es una vocación capaz de imponérsenos de modo imperativo. Esto ilusiona, enamora, suscita en nosotros lo que se ha llamado el eros pedagógico. Platón, en el Banquete, habla así por boca de Diótima:

    [El maestro] debe tener por más valiosa la belleza de las almas que la de los cuerpos, de tal modo que si alguien es discreto de alma, aunque tenga poca lozanía, baste ello para amarle, mostrarse solícito, engendrar y buscar palabras tales que puedan hacer mejores a los jóvenes.

    Es el famoso eros pedagógico, básico en la vida de un profesor, es decir, de quien ha hecho de la educación de los jóvenes la profesión de su vida. El eros pedagógico es la otra cara de la vocación. Solo quien hace las cosas con verdadera vocación tendrá profundo amor a eso que hace. Solo él irá al trabajo henchido de las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y el amor. La docencia no puede hacerse sin amor, sin dar amor y sin recibir amor. Cada clase tiene que ser una obra de arte, más aún, una obra de amor, de seducción.

    Permitidme que termine citando de nuevo a Ortega. Situémonos en 1914. Año trágico en Europa, comienzo de una gran guerra, la primera. Ortega escribe el prólogo a las Meditaciones del Quijote. Y dice:

    "Hay dentro de toda cosa la indicación de una posible plenitud. Un alma abierta y noble sentirá la ambición de perfeccionarla, de auxiliarla, para que logre esa su plenitud. Esto es amor –el amor a la perfección de lo amado […] Cada cosa es un hada que reviste de miseria y vulgaridad sus tesoros interiores, y es una virgen que ha de ser enamorada para hacerse fecunda […] Yo sospecho que, merced a causas desconocidas, la morada íntima de los españoles fue tomada tiempo hace por el odio, que permanece allí artillado, moviendo guerra al mundo.

    Ahora bien; el odio es un afecto que conduce a la aniquilación de los valores. Cuando odiamos algo, ponemos entre ello y nuestra intimidad un fiero resorte de acero que impide la fusión, siquiera transitoria, de la cosa con nuestro espíritu. Solo existe para nosotros aquel punto de ella donde nuestro resorte de odio se fija; todo lo demás, o nos es desconocido, o lo vamos olvidando, haciéndolo ajeno a nosotros. Cada instante va siendo el objeto menos, va consumiéndose, perdiendo valor. De esta suerte se ha convertido para el español el universo en una cosa rígida, seca, sórdida y desierta. Y cruzan nuestras almas por la vida, haciéndole una agria mueca, suspicaces y fugitivas como largos canes hambrientos […]

    Por el contrario, el amor nos liga a las cosas, aun cuando sea pasajeramente. Pregúntese el lector, ¿qué carácter nuevo sobreviene a una cosa cuando se vierte sobre ella la calidad de amada? ¿Qué es lo que sentimos cuando amamos una mujer, cuando amamos la ciencia, cuando amamos la patria? Y antes que otra nota hallaremos esta: aquello que decimos amar se nos presenta como algo imprescindible. Lo amado es, por lo pronto, lo que nos parece imprescindible. ¡Imprescindible! Es decir, que no podemos vivir sin ello, que no podemos admitir una vida donde nosotros existiéramos y lo amado no –que lo consideramos como una parte de nosotros mismos.

    Hay, por consiguiente, en el amor una ampliación de la individualidad que absorbe otras cosas dentro de esta, que las funde con nosotros. Tal ligamen y compenetración nos hace internarnos profundamente en las propiedades de lo amado. Lo vemos entero, se nos revela en todo su valor. Entonces advertimos que lo amado es, a su vez, parte de otra cosa, que necesita de ella, que está ligado a ella. Imprescindible para lo amado, se hace también imprescindible para nosotros. De este modo, va ligando el amor cosa a cosa y todo a nosotros, en firme estructura esencial. Amor es un divino arquitecto que bajó al mundo –según Platón, óste tò pân autò autô syndedésthai, a fin de que todo en el universo viva en conexión".

    Diego Gracia

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