Cartas al hijo
Por Juan Sklar
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Cartas al hijo - Juan Sklar
hijos.
La pareja
A mi papá le gustaba decir que «una novia es un amigo con tetas». La frase, aunque graciosa, es por lo menos cuestionable. La pareja nos da y nos pide cosas diferentes que las que nos da y nos pide un amigo o una amiga. Durante muchos años traté a mis novias como a mis amigos y me fue bastante mal.
En un tiempo, a mi viejo también se le dio por decir: «a cálculo conservador, tu madre y yo vamos ya por el polvo 2600. Eso es amor». Otra frase bastante polémica, porque el amor o la pareja parecen pedir y dar cosas diferentes a las que pide o da un amante de muchos años.
Pero lo importante es que estas frases son a todas luces contradictorias. ¿Qué es el amor? ¿ Una especie de amistad sexuada? ¿Una calentura sostenida en el tiempo? Crecí tomando las frases de mi padre como verdades talladas en piedra, así que no es sorprendente que al final me ha ya acabado sintiendo un poco confundido respecto de lo que es el amor.
Voy a tratar de desenredar la maraña de conceptos que heredé de mi papá, a ver si los transformo en otra maraña que mi hijo tendrá que desenredar cuando le toque.
Para empezar, ¿qué significa un «amigo con tetas»? Amigo viene del latin amicus que no significa realmente «amigo» tal como lo entendemos ahora, sino «aliado». Si volvemos al significado antiguo de la palabra, a la etimología, quizás la frase de mi viejo tenga más sentido: una novia es un aliado con tetas. ¿Pero un aliado ante qué? ¿Para qué? La respuesta quizás esté en el siglo XIX.
Uno de los números que siempre me llamaron la atención es la expectativa de vida y el número de hijos que teníamos hace menos de 200 años. En 1869 (año del que datan las estadísticas fiables más antiguas que tenemos en Argentina), los argentinos vivían, en promedio, 33 años y tenían 7 hijos por mujer. Hoy vivimos 75 y tenemos 2,5 hijos por mujer. Esto quiere decir que, en el siglo XIX, desde que alcanzaba la edad fértil hasta su muerte, una mujer (con o sin pareja) tenía un hijo cada dos o tres años. Considerando el embarazo y la lactancia, estaba embarazada o dando la teta todo el tiempo, desde que se volvía fértil hasta que se moría (lo que muchas veces ocurría durante los partos). Un casamiento, entonces, era un vínculo que duraba «hasta que la muerte los separe». Cosa que pasaba en los siguientes 10 o 20 años, como mucho. En el interín, las parejas tenían hijos todo el tiempo (30% de los cuales se moría antes de cumplir los 5 años).(1)
En este contexto se entiende un poco más la idea de «aliado con tetas» (o «aliado con pito»). El casamiento era una sociedad para la reproducción, para enfrentar la enfermedad y la decadencia. Una pareja era una alianza contra la muerte, no un compañero para ir de paseo. No era la unión de dos personas que quieren charlar, ver series y veinte años después seguir cogiendo como si fuera el primer día. La institución matrimonial fue creada para otro tipo de vida y no es extraño que hoy nos produzca tanto desconcierto.
Sin embargo, el casamiento —la pareja— adquiere otro sentido frente al nacimiento de un niño. Yo no tuve casi parejas estables (una novia un par de años) hasta que nació mi hijo. De alguna manera, el bebé nos casó. Inauguró un sentido, un propósito por el cual uno aprende a tolerar defectos del otro y se esfuerza por corregir los propios. La pareja contemporánea está signada por el «si no da, no da». Es decir, que cuando la cosa no fluye, cuando no es absolutamente placentera, te separás y adiós. Pero cuando hay un hijo, el umbral de insatisfacción que hay que cruzar para separarte es mucho mayor. Incluso desde lo logístico. Sin hijos te peleás, le decís al otro que es un pelotudo, das un portazo y aparecés a los tres días, si es que aparecés. Cuando hay un niño, le decís al otro que es un pelotudo, decís que te vas, agarrás el bolso, te fijás si hay pañales, mema, lechita, muda de ropa, che, ¿viste el óleo calcáreo? Creo que está con el algodón. Vas, agarrás el algodón, el bebé se duerme y entonces aprovechás para coger y para cuando el bebé se levantó, te olvidaste de la pelea. El hijo, como desafío externo, conforma o por lo menos refunda la pareja. Pasamos de amantes a aliados.
A la pareja sin hijos la puede destruir la falta de sentido y el agotamiento del deseo (cuando no aparece otro proyecto común, es decir, cuando no son aliados). A la pareja con hijos la puede destruir el cansancio, la falta de sueño, de sexo, de tiempo para uno mismo, es decir, cuando el proyecto común te aplasta. Ninguna de las dos es fácil.
La otra frase de mi viejo (la de la cantidad de polvos) se refiere a la idea de la pareja como deseo sostenido en el tiempo. Respecto a esto, Platón tiene algo interesante para decir. En un pasaje de República, Céfalo y Sófocles, dos hombres grandes para la época, que han pasado los 40, mantienen una charla, casi de café. Céfalo quiere saber si a Sófocles todavía le baila el muñeco.
—¿Qué tal andas, Sófocles, con respecto al amor? ¿Eres capaz de estar todavía con una mujer?
—No me hables, buen hombre, me he liberado del amor con la mejor satisfacción, como quien escapa de un amo furioso y salvaje.(2)
Esta idea del amor como un tirano que nos tiene de acá para allá, cogiendo y sufriendo no tiene nada que ver con la idea de un aliado contra la muerte.
Los griegos usaban dos palabras diferentes para referirse a estas dos clases de amor. Una es Έρως (eros), el deseo; la otra es φιλία (filia), el amor tierno de las parejas viejas, de las amistades o incluso de las familias. El gran problema contemporáneo es que le exigimos a la misma persona que nos provea amor de eros y amor de filia. Pero eso es imposible, o por lo menos muy difícil. El amor erótico, el arrebatador, tiene que ver con el misterio y con el miedo. El deseo se nutre de aquello que podría destruirnos. Solo aquellas personas que tienen el poder de aplastarnos pueden despertar el eros más desgarrador. Al mismo tiempo, el amor de filia es un sosiego contra los miedos. Es previsibilidad, confianza, seguridad. No se puede esperar ambas cosas de la misma persona porque amor y deseo son valores en tensión.
La respuesta a todo esto (o la no respuesta, o la aporía, como decían los griegos) la tiene Elba de Padua Lima, también conocido como Tim, famoso en nuestro país por ser el director técnico de Los Matadores, el equipo de San Lorenzo campeón del Metropolitano del ‘68. Tim, además de ser un gran entrenador y haber dirigido uno de los equipos más vistosos del fútbol argentino, dijo una de las frases más repetidas del periodismo deportivo: «El fútbol es una manta corta. Si te tapás la cabeza, se te destapan los pies». Este concepto es central para entender por qué el fútbol es un deporte tan apasionante. La manta corta implica que ningún equipo puede ser el mejor defendiendo y el mejor atacando al mismo tiempo. No podés jugar al catenaccio y al jogo bonito en el mismo partido. La manta corta es eso: la imposibilidad de cubrir óptimamente todos los espacios de juego. Tirar más de un lado te debilita del otro. El fútbol es casi único en este aspecto. El rugby no tiene manta corta, el básquet y el vóley tampoco. En todos esos deportes un equipo puede ser el mejor tanto atacando como defendiendo.
La manta corta como imagen explica cómo funcionan los valores en tensión. Al igual que atacar y defender, amar y desear son los dos extremos de una manta corta. Porque el deseo tiene que ver con la libertad, con la posibilidad de saciar tu apetito. El amor tiene que ver con el sacrificio, con cuidar la necesidad ajena. No se puede vivir la máxima libertad y el máximo amor.
Todas las producciones culturales humanas son un esfuerzo por resolver la tensión entre dos valores. Llevamos a cuestas una maldición: la posibilidad de desear, a su vez, una cosa y su contrario. Lo mismo les pasa a nuestras sociedades. El lema de la República Francesa (Liberté, Egalité, Fraternité) parece ser un excelente resumen de este problema, o un chiste de mal gusto.
Libertad (la posibilidad de perseguir mis propios deseos) e igualdad (la necesidad de que todos tengan lo mismo) son valores en tensión. No hay modo de llevar a cabo uno sin limitar de algún modo el otro. La única manera de sintetizar ambos es crear un tercer concepto, que intente unirlos: la fraternidad. Es decir, un sentimiento por el cual el interés colectivo (igualdad) me produzca placer o satisfacción a mí (libertad). Si la fraternidad operara efectivamente, mi deseo personal sería que todos en el grupo reciban lo que es justo. Lo cual no suele suceder. La mayoría de las personas dicen desear justicia para el grupo, pero nadie quiere entregar un pedazo de su porción de torta. La fraternidad, es decir, el sentimiento que hace que los 66 millones de franceses experimenten alegría por el bienestar ajeno, es una ficción. Una bastante burda a decir verdad.
La manta corta explica todo. La política es una manta corta: hay una tensión entre igualdad y libertad. La economía es manta corta: hay tensión entre crecimiento e inclusión. El arte es manta corta: la tensión está entre calidad y popularidad. Y la pareja es manta corta: hay una tensión imposible de resolver entre deseo y amor. Mi padre, leído desde Elba de Padua Lima, suena menos loco y más sabio. Sus dos frases son los polos en tensión de una pareja.
Mi padre me sonaba contradictorio, pero la verdad es que todas las personas lo son. Nadie es del todo consecuente con lo que dice. La gente no es una tesis, es un dilema. Mi padre