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La Lista de la Bruja
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Libro electrónico273 páginas4 horas

La Lista de la Bruja

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Sandy Beech no cree en brujas y en lo supernatural. Sin embargo, ocurren ciertos extraños eventos que ponen a prueba su escepticismo: un libro en llamas, un crucifijo que se cae, una enfermedad misteriosa y un incendio en un convento que mata a las doce monjas. En su lecho de muerte, Bernardette, la última monja sobreviviente, le advierte que controle sus deseos y evite a las mujeres africanas. A Sandy le resulta difícil, ya que se siente atraído por las mujeres exóticas y de piel oscura y, después de un año de intercambio universitario hedonista en París, se casa con Rocky de Costa de Marfil. Cinco años después, sin hijos y con el matrimonio zozobrando, deciden visitar el país de origen de Rocky. Sandy se ve arrastrado a un mundo de creencias y prácticas extrañas: se entera de la Lista de las brujas, una lista de personas destinadas a morir, y es atacado por varios animales, comenzando con un perro feroz en Abiyán. Profundiza más y más en el ámbito de la brujería africana, pero la horrible verdad sigue siendo oscura…

IdiomaEspañol
EditorialAndrew Cairns
Fecha de lanzamiento22 nov 2019
ISBN9781071514207
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    La Lista de la Bruja - Andrew Cairns

    ¿Qué dice la gente sobre La Lista de la Bruja?

    Literalmente, Andrew Cairns ha escrito una novela fascinante, una que le habla a la parte más vulnerable que está latente en todos nosotros. La lista de la bruja tiende un puente entre nuestro mundo de convenciones y el de una fabulosa dimensión desconocida, lo que podría ser realidad – un mundo mágico y una posibilidad final. Recomiendo este libro porque, detrás de la cortina de humo de la simplicidad, yace un lecho de roca enmascarado de extraordinario poder.

    Tahir Shah, autor de The Caliph’s House

    Un relato muy entretenido acerca del viaje de un niño, tanto físico como emocional, desde la juventud hasta la madurez. Seguimos a nuestro protagonista «Sandy» desde los días de escuela, la universidad y el trabajo, mientras se esfuerza en construir una vida por sí mismo. Dejando su hogar en Dundee, se dirige hacia el sur, a Francia y luego a África, y los cambios discordantes que Sandy encuentra, cobran vida automáticamente. Los personajes que conoció en el camino están completamente desarrollados y formé un vínculo con el joven escocés que me mantuvo enganchado, a medida que la historia avanza hacia un final que me dejó boquiabierto.

    Gregor Ewing, autor de Charlie, Meg and Me y Bruce, Meg and Me

    La lista de la bruja es un libro de colores y oscuridad. Te transporta al turbuento mundo de Sandy Beech, un joven que experimenta la adultez con espíritu y curiosidad. Su atracción por las mujeres exóticas lo atrapará en aventuras insospechadas en África. Andrew Cairns ha traído una novela viva y cautivadora, y una experiencia cultural única para el lector.

    Isabelle Richaud, autora de Men in the Mirror

    La lista de la bruja de Andrew Cairns es un verdadero cambio de página. Tan pronto como comiences a seguir al personaje principal, un joven con el nombre de Sandy Beech, querrás saber más sobre él y seguir su camino. Lo lleva de su hogar escocés a una universidad francesa y finalmente a África. Para un hombre que prefiere a las mujeres exóticas y que no cree en la brujería, es un camino peligroso. A pesar de las advertencias dadas por una monja moribunda, Sandy se casa con una hermosa niña negra, Rocky, y, después de unos años de vacilante felicidad, la sigue a su país de origen, Costa de Marfil, con la esperanza de recuperarla. Allí, presenciará eventos extraños y será víctima de una serie de agresiones físicas que lo dejarán profundamente herido, física y mentalmente. ¿Qué le ha pasado realmente? ¿Existe realmente esta magia negra? En esta novela sobre la mayoría de edad, escrita con ingenio y gran precisión emocional, Andrew Cairns crea una extraña mezcla de misterio, humor, horror y pasión. A los ojos de un joven europeo, La lista de la bruja también describe el descubrimiento de un continente extraño con sus reglas y valores diferentes. Una lectura obligada, cautivadora y fascinante.

    Jean-Christophe Manuceau, autor de Cocteau Twins: Des Punks célestes 'y' L'homme sans parapluie.

    Introducción

    «Una vez que apareces en la lista de la bruja, es lo mismo que si estuvieras muerto».

    Esta es la creencia común en Costa de Marfil y en otros lugares de África, donde todavía se practica la brujería.

    PARTE I

    Capítulo 1

    Brujas y hechiceros

    ––––––––

    No solía creer en brujas, no en realidad. Claro que, al crecer en Escocia, siempre escuchaba historias de brujas y magos, fantasmas y demonios, monstruos y zombis y todo lo demás, pero como en la mayoría de los países occidentales «civilizados», dichas historias son consideradas como parte del folclor, al igual que los duendes y elfos. En realidad, no creías en ellos, solo eran cuentos de hadas. ¿Recuerdas las historias?

    Sin embargo, en nuestra biblioteca de la escuela secundaria había un libro más «serio» que trataba sobre brujas. A todos nos asustó un poco. Debe haber sido uno de los textos más consultados, debido a sus imágenes indecentes de brujas que realizaban diversas ceremonias, misas negras y cosas por el estilo, ¡desnudas! En la mayoría de las bibliotecas, hay algunos libros con imágenes borrosas de gente desnuda y que están clasificados como literatura erótica o arte; incluso en la sección infantil, siempre hay un niño grande que tiene en sus manos la enciclopedia y te invita a mostrarte una imagen de una mujer tribal africana que está semidesnuda. Éste, Brujas y hechiceros, era una obra de no ficción, que detallaba muy gráficamente, y muy erótico sexualmente pensábamos todos, una serie de prácticas de brujería y artes negras. De algún modo, había encontrado su camino para llegar a la Escuela Católica Romana San Salvador, a pesar de que el establecimiento era tan firmemente católico en su plan de estudios y en su cultura como le era posible. Estaba en la sección de referencia, en el estante de libros religiosos, y estoy seguro que ninguno de los maestros sabía de su existencia, mucho menos de su descarado contenido. La bibliotecaria era una mujer bastante amodorrada de unos treinta años, con el pelo corto y rubio; siempre tenía la nariz metida en alguna novela. Supongo que fue ella quien pidió una copia; debe haber estado distraída y no miró realmente su contenido profano y pornográfico. O, incluso, podría haber tenido oculto su lado anarquista o rebelde. ¿Quién sabe?

    Mi mejor amigo en esa época, Martín Cardosi, el que siempre me llevaba a hacer travesuras, en algún momento me mostró el libro; debemos haber estado en el segundo año, alrededor de los trece años, cuando las hormonas comienzan a dispararse.

    —Sandy, ven y mira esto. —Y me puso el gran libro en las manos. Lo hojeé, estupefacto, más que nada miraba las impactantes imágenes, pero asimilando parte del vocabulario: misa negra, estrella de cinco puntas, hexágono, aquelarre, secta, orgía...

    —Me gustaría unirme a una de esas sectas diabólicas, solo para participar en las orgías —dijo Martín sonriendo.

    —¡Idiota! Probablemente irías al infierno.

    Después que nos habíamos saciado de ver las imágenes, Martín volvió a poner el libro en el estante y dijo:

    —No olvides tocar la Biblia después, solo para estar seguros.

    Ambos tocamos la Biblia antes de irnos.

    A partir de entonces, consultábamos el libro en secreto, por lo menos una vez a la semana, escondiéndonos detrás de uno de los estantes y comiéndonos con los ojos las fotografías.

    La escuela San Salvador era un instituto integral de secundaria para alumnos de cualquier nivel de aptitud, estaba ubicado justo en medio de algunas de las áreas más duras de Dundee: Fintry, Whitfield, Craigie y Douglas; por lo que tenía una buena cuota de psicópatas, hombres duros y locos en general. Durante el almuerzo, tenían tres pasatiempos principales: jugar un juego de apuestas llamado pitchy, que consistía en tirar monedas contra la pared, donde el ganador era el que lograba tirar su moneda lo más cerca; fumar en la parte de atrás de las calderas y, por supuesto, las peleas y el acoso. Martín y yo veníamos de Ferry, una de las mejores zonas de Dundee. Nos llevaban en autobús a la escuela San Salvador, junto con otros cuarenta o cincuenta niños, ya que era la escuela católica más cercana. Es por eso que nos habían etiquetado como «engreídos», «ricachones» o «maricones» y durante los descansos los abusadores nos consideraban como buenos blancos para el acoso.

    La biblioteca era un buen lugar para escaparse y evitar ser golpeado, pero el mejor lugar era el club de ajedrez, porque allí podíamos almorzar y, supongo, porque también nos gustaba jugar ajedrez; ambos estábamos en el equipo de ajedrez de la escuela. Estaba dirigido por el Sr. Fitzsimmons, un profesor de química muy divertido y carismático, pero con muy poca paciencia. Era muy conocido por sus ataques de furia, a menudo reducía a los muchachos robustos, que eran unos treinta centímetros más altos que él, para dejarlos lloriqueando, destrozados solo gritándoles y gritándoles. A veces parecía que estaba a punto de darle un ataque de nervios; con el tiempo le dio, pero años más tarde, cuando todos habíamos dejado la escuela. Entonces, si bien el club de ajedrez era un gran lugar para pasar el rato, lo más inteligente era actuar de la mejor forma posible, ya que Fitzy, nunca lo llames así, podía aparecer en cualquier momento para ver en qué estabas.

    En el invierno, cuando hacía mucho frío, las salas se enfriaban un poco, incluso cuando los calentadores estaban encendidos al máximo. Así que el Sr. Fitzsimmons solía encender todos los quemadores Bunsen que estaban en los bancos de trabajo, los que estaban situados a lo largo de las tres paredes de la habitación, así como también el que estaba en la parte superior de su escritorio, en la parte de adelante. Los dejaba encendidos con la llama amarilla, que era la más suave, y no con la potente llama azul, que era la más alta; pero esto ya era lo bastante peligroso como para dejar a los adolescentes desatendidos rodeados de llamas ardientes. Esto también creaba una atmósfera bastante misteriosa, como sentarse en un templo pagano. Estoy seguro que, si hubiera venido algún inspector de salud y seguridad, lo habrían golpeado por eso. Esto era Gran Bretaña de los años ochenta, donde los maestros estaban en huelga y suspendían todas las actividades extracurriculares como forma de protestar por los recortes presupuestarios de Thatcher y las negativas de aumentar el sueldo, y su club de ajedrez era el único club que quedaba en la escuela; todos los demás, como deportes, drama, fotografía, etc., habían sido suspendidos después del primer año. Creo que apoyaba las huelgas, o es que simplemente le encantaba el ajedrez. Después de todo, había entrenado al famoso Paul Motwani, un antiguo alumno de la escuela y una gran estrella del ajedrez, quien se convirtió en el primer Gran Maestro de Escocia.

    Así que, un martes a la hora de almuerzo, durante nuestro segundo año, en la mitad del frío invierno escocés, estábamos sentados comiendo nuestros almuerzos y jugando al ajedrez en el laboratorio de química y club de ajedrez, y los quemadores Bunsen estaban encendidos, cuando Martín dijo:

    —¡Miren esto! —Se dirigió al banco de trabajo que estaba al costado de la clase y pasó la mano a través de la llama—. Vean, si pasan rápido la mano por la llama, no quema.

    Todos sentíamos fascinación por el fuego. Debía ser la naturaleza humana, parte de nuestros instintos, un remanente de los tiempos prehistóricos donde el fuego significaba calor, protección, comida caliente, narración de historias, pero quizás también de emoción: ¿sexo junto a la chimenea? Todos hemos encendido fuego por diversión: una vela, un fuego artificial, un fósforo o todos los fósforos de una caja entera a la vez, emocionados por la pequeña explosión, el resplandor repentino.

    —Vamos, ¿son gallinas? —se burló de nosotros Martín.

    No necesitamos mucha persuasión, la mayoría de los niños y algunas de las niñas dejaron sus juegos de ajedrez, y se turnaron para pasar las manos por la llama, sintiendo el leve calor, pero moviéndola lo suficientemente rápido como para no quemarse. Fui al quemador que estaba en el escritorio del maestro y me paré en una silla para poder alcanzarlo. Por supuesto, con la suerte que tengo, cuando estaba pasando la mano por la llama entró Fitzsimmons, vio la escena y se volvió como loco.

    —¡Beech! ¡No lo puedo creer! —gritó, poniéndose rojo.

    La mayoría de los niños ya se había alejado de los quemadores cuando entró, pero a mí me pilló con las manos en la masa, me había visto a través de la pequeña ventana de la puerta antes de entrar.

    —¿No puedo siquiera dejarte unos minutos sin que te hagas algo? —gritó.

    —Lo siento, señor —dije mansamente mientras me miraba los zapatos.

    —Y aquí estaba yo, tratando de ser amable y abrigar un poco el lugar para ti —Miró a su alrededor y vio a Martín sonriendo con satisfacción—. Apuesto a que esto fue idea tuya, ¿verdad, Martín?

    —¿Qué? No, señor —protestó, pero no engañaba a nadie.

    —Bien, ustedes dos, ¡fuera! Están suspendidos por el resto de la semana.

    No iba a haber un diálogo, así que reunimos nuestras cosas y nos dirigimos hacia la puerta. Fitzsimmons recorrió la sala apagando todos los quemadores.

    —Todos los demás regresen a sus juegos y pueden congelarse, ¡para lo que me importa! —Nos fulminó con la mirada mientras nos dirigíamos a la puerta.

    —Perfecto, Martín —le dije acusadoramente a mi amigo, que una vez más me había metido en aguas profundas o, mejor dicho, hielo grueso en este caso. Ese había sido uno de los días más fríos del invierno, la nieve estaba profunda y había láminas de hielo por todas partes.

    Los abusadores estaban haciendo guerras de bolas de nieve y cosas peores: empujaban a la gente al suelo y los tapaban con nieve pateándola sobre ellos. Ron Knight, uno de los principales psicópatas, nos vio, vino, me tiró al suelo y comenzó a tirar nieve sobre mí.

    —Sandy, ¡marica! Ven a jugar una guerra de bolas de nieve en vez de esa mariconada de ajedrez.

    Uno de sus compañeros, Grant Bishop, agarró un poco de arena de un recipiente grande, oficialmente utilizado para derretir el hielo, y arrojó un poco en mi cara. También me metió un puñado de arena por la parte de atrás del cuello.

    —Oigan, Sandy Beech necesita más arena.

    —Te acaban de hacer jaque mate un caballero y un obispo —bromeó Martín.

    A menudo usaba el sentido del humor para estos casos, ya que al mantener divertidos a los delincuentes lograba desviar la atención y bajar los niveles de violencia. Mientras el par de matones soltaba una carcajada, Martín me recogía del suelo.

    —Vamos —me agarró y una vez que estuvimos fuera del alcance del oído de ellos, dijo—: vamos a la biblioteca.

    No quería que los demás supieran que íbamos allá, ya que recién nos habían llamado «maricas» y probablemente nos arrojarían más nieve y arena. Todavía nos quedaban unos cuarenta y cinco minutos para perder antes de que terminara la hora de almuerzo, por lo que parecía una buena idea.

    La biblioteca era muy tranquila, solo unos pocos aficionados a la lectura revisaban los estantes o estaban sentados leyendo en uno de los escritorios. Nos mezclamos con los demás, aunque estaba dejando un pequeño rastro de arena de la que Grant me había tirado dentro de la ropa. Después de mirar algunos libros, nada en particular, en las distintas secciones, nos encontramos en la sección religiosa, frente al estante del infame libro Brujas y hechiceros.

    Martín lo sacó del estante.

    —Echémosle un vistazo —dijo.

    Lo hojeamos entero, página por página; no importaba cuantas veces miraras este extraño libro, siempre te hechizaba, te hacía sentir una extraña mezcla de curiosidad, horror y excitación mientras mirabas las imágenes de dibujos y fotos.

    —¿Crees que esos sean verdaderos adoradores del demonio que están participando en verdaderas misas negras, o que solo sean modelos que están fingiendo? —preguntó Martín.

    —No lo sé. ¿Qué? ¿Es que piensas solicitar un trabajo como modelo para la próxima edición?

    Se rio.

    —De todos modos, ¿quién publicó esto? —Encontró la respuesta en las primeras páginas del libro—. Editorial Seis-seis-seis —leyó en voz alta—. ¡Dios, el mismo Diablo! Rápido, será mejor que toquemos la Biblia antes de irnos.

    La hora de almuerzo había terminado.

    —¿Qué crees que pasaría si lo tocases con la Biblia? —preguntó.

    —No sé, probablemente nada, pruébalo y verás —dije con ligereza.

    —Voy a sostener esto, tú sostén la Biblia —hablaba con tono serio.

    Puse los ojos en blanco.

    —Está bien, y luego salgamos de aquí antes que la bibliotecaria se despierte y nos atrape.

    Nos alejamos un poco del estante; él sosteniendo el libro Brujas y hechiceros y yo, la Biblia, una gran edición encuadernada en cuero. Probablemente había sido consagrada por el obispo, el verdadero obispo, no por Grant Bishop. Toqué la Biblia con el perverso y malvado libro que Martín sostenía y las páginas estallaron en llamas en sus manos.

    —¡Ah! —comenzó a gritar. Ambos entramos en pánico. Dejó caer el libro en llamas al piso y, rápidamente, puse la Biblia, que había quedado intacta, en la parte superior del estante, sin tiempo para volver a ponerla en su lugar. Luego, ambos salimos corriendo por la puerta.

    Con suerte, creo que la bibliotecaria no nos vio en absoluto, absorta, como siempre estaba, en el último éxito de ventas que estaba leyendo. Bajamos corriendo las escaleras y volvimos al patio de recreo, rogando que no nos descubrieran o que supieran que habíamos prendido fuego a la biblioteca. En aquellos días no había alarmas de humo, pero supuse que la bibliotecaria no era tan boba como para no reaccionar en cuanto sintiera el olor del humo y rociara el libro con el extintor más cercano.

    La primera clase de la tarde, Matemáticas, fue como de costumbre, pero a la mitad de la segunda clase, Inglés, se pasó una nota a todos los profesores y todos fuimos convocados al salón para una reunión de emergencia. Cuando llegamos allí, el lugar estaba lleno; estaban presentes todos los profesores y alumnos, al igual que la bibliotecaria, que por primera vez parecía estar emocionada y agitada. Martín y yo nos miramos incómodos. Se llevó el dedo índice a los labios. Por supuesto, no iba a decir nada. Era una regla de oro y universal que aprendimos en la escuela primaria: nunca hables y, especialmente, nunca tengas nada si sabes lo que te conviene.

    La señorita Gruffy, subdirectora, dirigió la reunión. Tenía una tremenda presencia, a pesar de medir solo un metro y cincuenta y ocho centímetros. Tenía el cabello gris oscuro, sus ojos azules eran límpidos como el hielo, tanto que nadie se atrevía a mirarla por más de un instante; de contextura gruesa, pero no gorda; supongo que se podría decir que era como matriarcal. En los años sesenta y setenta había sido una monja misionera en África, sin duda infundiendo miedo en los corazones de cualquier tribu caníbal que se atreviera a desafiarla. Le habían otorgado nada menos que la distinción del Miembro de la Orden del Imperio Británico, antes de dejar el hábito y de asumir una nueva misión: tratar de mantenernos por el buen camino.

    Levantó los restos calcinados del libro Brujas y hechiceros, sosteniéndolo por la esquina con el pulgar y el índice, como si fuera un trapo sucio; supongo que eso es lo que literal y figurativamente veían sus ojos.

    —¿Quién es el responsable de esto? —preguntó y luego miró alrededor del salón de actos, como tratando de detectar cualquier señal de alguien que pudiera saber algo.

    Todos mantuvimos la mirada baja y permanecimos mudos. Nos dejó reflexionar en silencio por un par de minutos, antes de que eventualmente dijera:

    —Bien. Nadie lo va a reconocer. La biblioteca estará cerrada durante las próximas dos semanas.

    De forma dramática dejó caer el libro quemado en la papelera, que obviamente había sido puesta en el escenario a su lado con este único propósito. Nos volvió a mirar y finalmente vociferó:

    —¡No se burla de Dios! —Agarrando la Biblia, estoy seguro que era la que había dejado antes en la biblioteca, nos miró por unos instantes más, luego caminó con furia para salir del escenario.

    Capítulo 2

    El llamado de los bongós

    ––––––––

    Incluso, después de este episodio, todavía no estaba convencido del todo de la veracidad de lo sobrenatural, la brujería, etc. Había visto las páginas en llamas, pero pensé que podría haber sido Martín el que había manipulado todo, encendiéndolas con un fósforo o un encendedor escondido. Lo confronté acerca de esto justo después del incidente, pero lo negó:

    —¿Estás loco? —me dijo—. ¿Crees que haría algo así solo por broma? Además, mira como tengo las manos. —Me las mostró y tenía varias ampollas en los dedos donde el fuego los había quemado.

    —¿Y qué? ¿Estás diciendo que solo se quemó espontáneamente?

    —Sí. Era un libro diabólico.

    Como nos habían prohibido el ingreso al club de ajedrez y la biblioteca estaba cerrada, pensé que el resto de esa semana sería un infierno. Estando expuestos al frío y sin ningún lugar para esconderse de los duros bravucones, pero no fue tan malo en realidad. Aparentemente, se había corrido la voz de que

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