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Las tumbas de piedra
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Libro electrónico193 páginas5 horas

Las tumbas de piedra

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A Max Callejas, policía retirado y actual analista de inteligencia, el gobierno chileno le ha encomendado una peligrosa misión: esclarecer las circunstancias y descubrir al autor del mediático asesinato de Humberto Rodríguez, excéntrico líder de la Comunidad Las Taguas, una secta de fanáticos religiosos, compuesta por jóvenes estudiantes universitarios que luchan contra el Ego en una finca instalada en los idílicos parajes del sur de Chile, lugar donde también se esconde el secreto de impactantes formas de convivencia y manipulación ideológica que recuerdan a Colonia Dignidad.
La investigación, más tarde, dará paso a la reconstrucción de una historia de la que ningún lector de esta novela podrá abstraerse. Línea a línea, se involucrará con el caso, acompañando a Max en el develamiento de cada pista que logre desenmascarar a personajes
como Aureliano Rodríguez, Angélica Noir, José de Dios, Robinson Kramm o Pitatelli, cuya confesión en Italia dará luces de un final inesperado.
Las tumbas de piedra consigue, mediante un estilo narrativo preciso, captar y sostener la tensión de una trama que se precipita velozmente como la técnica discursiva del elevator pitch, que consiste en una breve descripción de los elementos de un negocio, dicho con la misma duración que el de un viaje en ascensor, sin detención, que baja desde la planta alta de un edificio hasta el subterráneo.
Editorial Forja.
"Es una novela necesaria. Nadie sabe si la comunidad de Las Taguas, objeto de este relato, ha desaparecido en verdad. Si su hipotética sublimación será permanente, si el desmembramiento de sus integrantes será definitivo, si no volverán a apandillarse como lo hacen las gotas de mercurio de un termómetro destrozado, si no surgirá un nuevo jefe, sanador, higienizador de espíritus y voluntades, disolvente de la sociedad".
Prólogo, Francisco Rivas Larraín, escritor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 oct 2019
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    Las tumbas de piedra - Hugo Kruger Droguett

    Las tumbas de piedra

    HUGO KRUGER DROGUETT

    Editorial Forja

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, Santiago de Chile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Primera Edición: agosto, 2012.

    Derechos reservados.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: Nº 214.899

    ISBN: 978-956-338-085-9

    Dedicado a la valentía de:

    Verónica Miranda,

    James Hamilton,

    Juan Carlos Cruz,

    José Andrés Murillo y

    Fernando Batle.

    La presente historia es una novela de ficción,

    cualquier parecido con la realidad,

    personajes o lugares reales,

    es mera coincidencia.

    Prólogo

    Escribir una novela cuya temática es una secta es tarea difícil y riesgosa, tanto desde el punto literario como político.

    Literario, pues como diría el historiador guatemalteco Adrián Leonardo, en una ficción con frecuencia hay más realidad que en la historia oficial. Y en la literatura chilena tenemos muchos ejemplos de ello. Desde malogradas novelas vinculadas a la época de la inminente recuperación de la democracia, hasta ejemplos notables como el tema del exilio en la novela de José Donoso El jardín de al lado. Y la realidad documentada, aunque sea como ficción, puede ser peligrosa.

    Político, pues esas sectas aún existen y se reproducen, con frecuencia de manera subterránea como los vástagos de algunas hierbas rastreras, manteniendo comunicación y apoyo entre ellas y siendo potencialmente peligrosas si se involucran en acciones en su contra. No obstante sean literarias.

    Por otro lado, no está exenta de dificultades la tarea de hacer verosímil un relato sobre cuestiones sectarias, pues lo que en ellas ocurre y la forma en la que estas comunidades evolucionan, desafían la imaginación más desprendida de la voluntad de poder y sus personajes o actores desarrollan características tan anómalas que es casi imposible creer que existan o hayan existido.

    Enfrentado a estas dificultades, Hugo Kruger las emprende con la comunidad Las Taguas —ubicada en el sur de Chile, en un paisaje casi celestial— organización-secta cuyo origen tiene evidentes motivaciones y, aunque deducibles, nefandos objetivos y peores consecuencias.

    La novela tiene como protagonista a un investigador que, a diferencia de la novela policial clásica o típica —según se la quiera clasificar—, no es un detective privado, sino un funcionario público vinculado a los servicios de seguridad del Estado. Siendo él un hombre progresista, está al servicio del gobierno de turno, un régimen de derecha y empresarial. Es un hombre casi resignado a su suerte de agente secreto de tercera categoría, medianamente alcohólico, cuyo vínculo con Lila, su pareja, parece ser lo único que le ofrece un motivo verdadero para seguir viviendo. Lo demás, incluso su trabajo como investigador, es pura rutina. Hasta que se le encomienda indagar un asesinato ritual, un degollamiento y evisceración de un individuo ocurrido en el aeropuerto El Tepual en la ciudad de Puerto Montt, en el sur de Chile. Intuye Max, el investigador, que este crimen está asociado a una sociedad secreta o a una secta.

    Este asesinato sin duda conmueve a la sociedad chilena que es sacudida permanentemente con este tipo de noticias. El periodismo de este país es especialista en ello. Se nutre de asesinatos, violaciones, accidentes, secuestros, niños agónicos, ancianos abandonados, disputas entre personajes accesorios de la farándula local y cualquier evento que provoque el interés mórbido de una sociedad adormecida por la mediocridad de la política, la profunda extensión de la vacuidad televisiva, la supremacía del cabildeo artístico por encima de los verdaderos valores de nuestra cultura y, por sobre todo, sometida al poder de quienes manejan las deudas y los miedos individuales de chilenas y chilenos.

    Max, el investigador, logra de cierta manera escapar de la burocracia paralizante de un país en el que tiene más valor un papel sellado que una verdad incuestionable e inicia su trabajo traspasando los límites de la prudencia detectivesca. Es auxiliado por la autoridad política vigente, vivamente interesada en evitar que sucesos como ese enloden sus esfuerzos en mejorar la seguridad ciudadana.

    El líder de la secta asesinado, Humberto Rodríguez, ha sido un hombre que sistemáticamente ha capturado vidas y voluntades juveniles en el paradisíaco enclave sectario, manipulándolas a su antojo, utilizando rebuscadas técnicas de acoso sicológico, parábolas ridículas pero convincentes para espíritus cándidos y que junto a su pareja, Angélica Noir, una mujer paranoica y delirante que parece extraída de los laberintos de Dachau o Berzec, se habían adjudicado, mutuamente, el poder de administrar, sin restricciones morales ni legales, la vida de los jóvenes capturados, disponer de sus bienes, de unir y separar parejas, disponer encuentros sexuales y planificar la maternidad de las jóvenes.

    ¿Quién asesinó a Rodríguez? ¿Alguien vinculado a la secta, resentido y malogrado desertor de ella?, ¿o un sicario enviado para eliminar a quien pudiese llegar a ser un instrumento del fanatismo religioso o del terrorismo?

    Allí, en Las Taguas, no hay disenso posible. Nadie puede desobedecer, los varones deben arrancarse el ego para limpiar la mente, para desatarse del pasado familiar, escolar o social, el ego que los ata a la sociedad privilegiada de la que provienen como quien lo hace con un tumor maligno para entregarse sin condiciones a la verdadera libertad, libertad, desde luego, subordinada a los deseos del jefe Rodríguez. Las mujeres, excepto la esquizofrénica Angélica Noir no están en condiciones ni tienen la integridad moral para lograrlo. Vivirán siempre subyugadas por ese ego maligno y su única instancia de salvación y redención es la ciega obediencia a quienes han logrado el alucinado encuentro personal, físico, con Dios y la Virgen María. Los varones cercanos a los jefes sectarios obtienen la gracia al desprenderse de su ego, el que entierran simbólicamente envueltos en papel metálico y con leyendas alusivas a su logro en tumbas, en terrenos de la comunidad, que cubren con una lápida de piedra. Las tumbas de piedra.

    Es el escenario de la trama y los lugares que debe inspeccionar Max para dar con el asesino de Rodríguez. Pero hay engaños, ambiciones, traiciones detrás de las lealtades que parecían más inconmovibles entre los miembros más encumbrados de la secta, incluyendo a su jefe y a su hijo, lo que le da al relato una movilidad de alta aventura. Max encuentra colaboración para penetrar los recónditos enigmas y las sórdidas derivaciones de los actos sectarios, sus vínculos con colonias de colonos nazis avecindadas en Chile después de la derrota del tercer Reich y sus conexiones con los más altos personeros de la dictadura de Pinochet. Y con esa colaboración, su experiencia y la entrañable relación con Lila, su pareja, va paulatinamente descubriendo lo que ha ocurrido e intuye lo que va a ocurrir en el seno de la comunidad y descubrirá la identidad del asesino y las razones de la macabra muerte del infausto gurú.

    Para ello debe entrevistar a los más diversos e interesantes personajes, como Pitatelli, un auto exiliado desertor de la secta quien lo cita en Venecia para entregarle información relevante e indispensable; con Aureliano Rodríguez, el mafioso hermano del jefe y con el doctor Díaz, personaje genial, de extraordinaria versatilidad e indiscutible profundidad sicológica.

    Otros actores de este drama literario exhiben diferentes personalidades, algunas retorcidas como la del sacerdote Von Hauser, malignas, como José de Dios el hijo de Rodríguez, o correctas y decentes como las del vecino Bremen.

    El final sorprende por lo inesperado y al mismo tiempo por las connotaciones políticas internacionales que pone de manifiesto.

    Es una novela necesaria. Nadie sabe si la comunidad de Las Taguas, objeto de este relato, ha desaparecido en verdad. Si su hipotética sublimación será permanente, si el desmembramiento de sus integrantes será definitivo, si no volverán a apandillarse como lo hacen las gotas de mercurio de un termómetro destrozado, si no surgirá un nuevo jefe, sanador, higienizador de espíritus y voluntades, disolvente de la sociedad.

    Las sectas son una realidad indesmentible que corroe la sociedad y que solo es objeto de atención por los carroñeros del periodismo nacional cuando llaman a escándalo, cuando se intuye que harán aumentar la audiencia televisiva y con ella los dineros de las empresas que pagan para que sus productos o servicios tengan el privilegio de estar otros minutos adicionales en la pantalla. En ocasiones solo excepcionales, también, cuando incomoda al poder establecido.

    Esta novela, pues, que se difunda ampliamente en subsidio de lo anterior.

    FRANCISCO RIVAS LARRAÍN

    Capítulo I

    El Crimen

    10 de agosto de 2010, 13:30 hrs., Aeropuerto de Santiago.

    Encorvado, caminando con dificultad, apoyado en su bastón y arrastrando una pequeña maleta con ruedas, llegó como primer pasajero del vuelo al counter del aeropuerto de Santiago. Fue atendido con desgano por una funcionaria, que suponía que tendría un respiro entre un vuelo y otro y que no contaba con el pasajero previsor que no estaba dispuesto a que ningún imprevisto le impidiera tomar ese avión.

    —Aquí está su tarjeta de embarque, señor. El embarque se hará por la puerta 14 en... tres horas más.

    —Haré declaración, señorita –dijo el anciano, con un extraño acento europeo.

    —¿Perdón?

    —Haré declaración de mi equipaje.

    —No es necesario, señor. Como este vuelo no tiene escalas hasta Puerto Montt, las maletas irán directo a su destino.

    —Lo sé, pero haré declaración.

    —Muy bien, le traeré un formulario.

    Efectivamente copió una lista, que había preparado al hacer su equipaje, con algunos de los objetos que había empacado.

    Entregó la maleta y la siguió con la vista en su recorrido por la cinta transportadora.

    Inmediatamente después se fue a la oficina en la que regalaban un ejemplar del diario a los primeros pasajeros del día y recogió uno para la espera. Se dirigió a la sala de embarque y esperó pacientemente mientras leía el diario. El viaje fue bastante plácido.

    Esperó a que bajara la mayor parte de los pasajeros y revisó meticulosamente bajo su asiento. Llegó a la correa trasportadora cuando ya algunos habían tomado su equipaje y se preocupó por no haber llegado antes. Alguien podría haberse llevado su maleta por error o, lo que es peor, no por error, como comentó en voz alta mientras esperaba pacientemente. Pasajero a pasajero fueron recogiendo su equipaje, sin que el suyo apareciera.

    —Esta debe haber sido la venganza de la funcionaria —gritó—. Seguro se molestó porque hice declaración, pero menos mal que la hice —siguió vociferando—, porque ahora estaría totalmente desprotegido… —exclamaba furioso, mientras el personal de la aerolínea intentaba calmarlo—. Lo importante es que la aerolínea responda por esto, joven —dijo él.

    —Por supuesto, señor, no se preocupe —lo calmaba el amable funcionario, que fácilmente encontró la maleta supuestamente extraviada.

    —Usted ha sido muy amable, joven. Seguro es la excepción en esta aerolínea…

    El viejecito subió al café del aeropuerto El Tepual de Puerto Montt y se ubicó en una esquina desde donde tenía una muy buena vista de todas las mesas. Junto al bar, había una pareja que ya había almorzado y estaba en amena conversación. Más allá, una familia con dos niños pequeños, las demás mesas, desocupadas. Pidió un café y comenzó a hacer cálculos de sus ahorros en voz alta, lo que discretamente comenzó a comentar la pareja que estaba junto al bar.

    Pasaron 15 minutos y, tal como lo tenía previsto, la mesa de al lado se ocupó. El recién llegado tendría 60 años, carraspeaba con insistencia y frecuentemente tomaba su barba canosa con la mano derecha apretando su mentón. A cada intertanto, miraba hacia todos lados, probablemente buscando posibles perseguidores, aunque su huida había sido perfecta.

    Cuando el hombre tuvo su café servido, el viejecito avanzó entre las mesas con su maleta con ruedas y, ayudado aparatosamente por su bastón, pasó a llevar con extremada torpeza la mesa de aquel hombre, quien recibió el café caliente en sus pantalones y chaqueta. Luego de unas frases de cortesía que no alcanzó a escuchar, deseó mentalmente lo peor para el anciano y se dirigió al baño para limpiarse las manchas que le había provocado el incidente.

    El viejo, con una habilidad y destreza muy poco habituales en personas de esa edad, dejó un billete sobre la mesa y lo siguió rápidamente, entrando al baño tras él. El hombre se giró extrañado al ver al anciano, ahora erguido y juvenil tras él, pero no alcanzó a decir nada, ya que sintió un cosquilleo molesto y helado en su garganta al abrirse espacio en su cuello el delgado filo del estilete que ocultaba el bastón del viejo.

    El hombre recordó la sensación física del agua escurriéndose por su ropa durante largas cabalgatas bajo la lluvia. Pero esta vez no era agua, era su propia sangre que, sintiéndose liberada de su prisión, manaba libremente desde la herida, empapando su ropa y recorriendo cada surco de su piel. Es mentira que la vida pasa entera en este momento, meditó. Solo podía pensar en el rostro de cada uno de los jóvenes que hoy formaban su Comunidad y, en particular, la de este que tenía al frente, que ahora reconocía bajo su disfraz de anciano y a quien miraba sin comprender. Un joven que había logrado ganarse su confianza hasta ser el favorito y que ahora se convertía en su asesino.

    El ahora joven, con ojos encendidos, pero con la tranquilidad que otorga la convicción de actuar en nombre de la Justicia, retiró el sable del cuello del hombre y un grueso chorro de sangre oscura le bañó el rostro. La tibieza de la sangre y el olor de la muerte le recordaron otras situaciones que ahora le parecían muy lejanas. Volvió a enterrar el arma, esta vez en el pecho del moribundo.

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