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El viajero de los sueños
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Libro electrónico205 páginas3 horas

El viajero de los sueños

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Información de este libro electrónico

Un niño pierde a su abuelo y decubra una caja con objetos que son el trampolín para que comience a vivir en sueños las aventuras de un pasado remoto, convirtiéndose en un joven conquistador español enamorado de una descendiente de los reyes incas. Pero su presente también está cambiando y este viaje, cuando duerme, tiene su otra cara en la vigilia. Novela de aventuras, llena de peripecias donde no falta el héroe, la heroína, los hallazgos y las pérdidas, las dudas y las certezas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2013
ISBN9789561811645
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    El viajero de los sueños - Sofía Fauré Valdivielso

    El viajero de los sueños

    Sofía Fauré Valdivielso

    Edición y diseño equipo Edebé Chile

    Portada ilustrada por Carlos Dhai

    © Sofía Fauré Valdivielso

    © 2013 Editorial Don Bosco S. A.

    Registro de Propiedad Intelectual Nº 234.269

    ISBN: 978-956-18-1164-5

    Editorial Don Bosco S. A

    General Bulnes 35, Santiago de Chile

    www.edebe.cl

    docentes@edebe.cl

    Primera edición digital, junio 2019

    Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o electrónicos, incluidas las fotocopias, sin permiso escrito del editor.

    Diego abrió la puerta de la casa y entró. Caminó hasta su dormitorio y cerró la puerta. Detrás venía su mamá, caminando lento y con los ojos incendiados. Ella se sentó en una silla del comedor y se apoyó en la mesa. Qué bueno sería que su hijo se sentara un rato con ella, pero al parecer prefería estar solo. Miró la puerta cerrada de la pieza del abuelo y sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez. Buscó en la cartera, ya no le quedaba ningún pañuelo desechable y tuvo que levantarse.

    Mientras tanto Diego se había tirado en la cama, boca abajo. Se acordó cuando era más chico y su mamá lo retaba. Él se tiraba boca abajo y hacía como que lloraba para que ella se sintiera triste y lo perdonara. Esa dinámica curiosa la usaba desde los seis años, cuando por opción, dejó de llorar. Claro, Isabel no lo sabía, o hacía como que no sabía. Tener un hijo que no es capaz de llorar no es fácil para una madre sola.

    Diego, ¿estás bien? ¿Quieres compañía?

    La respuesta nunca llegó. Diego era un niño hombre, como ella siempre le decía. Un hombre grande envuelto en el cuerpo de un niño de 13 años. Un niño hombre serio, silencioso y responsable.

    Isabel no aguantó más y después de dar tres golpes a la puerta, entró para ver cómo estaba su hijo, a quien, claro, encontró tirado en la cama boca abajo.

    Diego, ¿quieres comer algo? Puedo pedir una pizza, del sabor que tú quieras… ¿te gustaría?

    Ya –dijo el niño hombre y se levantó dejando sola a su mamá en la cama.

    Tomó el teléfono y pidió la pizza con tocino que le encantaba. A su mamá no le gustaba mucho, pero en la situación que estaban, seguro no se iba a dar ni cuenta del tocino y el extra queso, y la bebida cola que hacía días se había acabado.

    Comieron en silencio. Isabel se había cambiado el vestido negro que usaba para las fiestas elegantes y para los funerales. Pero Diego no se puso una ropa especial, pese a que su madre se lo pidió tanto. Pensaba que a su abuelo no le importarían la ropa, ni las caras de pena, ni los discursos. Él se iba a ir al cielo de todas maneras, porque había sido un viejo bueno. Un viejo que no se merecía esa enfermedad dolorosa que se lo llevó de a poco, un pedacito cada día del último año. Maldito año. Maldita enfermedad.

    Hijo –dijo Isabel muy seria–, me gustaría que veamos las cosas del abuelo esta semana. Creo que si pasa el tiempo nos va a costar más. El oxígeno lo van a venir a buscar mañana en la mañana. Tienen que darte un recibo. Te dejé la plata del arriendo arriba del refrigerador.

    ¿No vas a quedarte conmigo mañana?

    No, tengo que volver al trabajo. Falté tres días y para mi jefe eso es motivo de despido.

    ¿Y no te perdona la falta ni siquiera si se murió tu papá?

    Un silencio se apoderó de los dos. Se miraron a los ojos e Isabel lloró otra vez. Diego la abrazó con cariño y le limpió los ojos con una servilleta de papel. Todo este tiempo preparándose para la muerte no fue suficiente para resistir el momento de la despedida. El niño hombre la llevó a su pieza, le abrió la cama y la mandó a acostarse.

    Yo lavo los platos. Descansa, ¿ya? Yo me encargo de las cosas del abuelo, entrego la máquina de oxígeno y veo la ropa que quieras regalar. Pero mañana. Ahora será mejor que te duermas y no llores más. El abuelo está mejor ahora, tú misma lo dijiste.

    Sí, pero lo vamos a extrañar.

    Claro que lo iban a extrañar. Alberto se había ido a vivir con ellos cuando el marido de Isabel se fue y los dejó solos. Desde ese momento fue el papabuelo de Diego. Eran los tres para todas partes, en las buenas y en las malas, en las duras y en las maduras, como decía él. Para el día del padre, él iba al colegio a recibir los ceniceros de greda pintada de todos los años. No importa tener otro más, decía, así pongo uno en cada parte de la casa y tu mamá no se da cuenta cuántos cigarrillos me fumé. Porque eso sí, siempre eran muchos más de los que ella creía. Y cuando Diego era chico le ayudaba a esconder las colillas, pero después de grande, y más cuando le descubrieron la enfermedad, era Diego quien escondía las cajetillas de cigarros, que el abuelo siempre encontraba lleno de risas: de algo hay que morirse, decía y encendía otro más.

    Con el mayor silencio recogió las cosas de la mesa y lavó los platos. Tú eres el hombre de la casa, yo solo soy una visita, le decía siempre Alberto para estimularlo a ser responsable y cumplir con sus obligaciones. Pero no quiero ser un hombre todavía, quiero ser un niño, le respondía Diego sonriendo. No se imaginó nunca que a los 13 años tendría que cuidar a su mamá que no dejaba de llorar por el nuevo abandono de su vida.

    La noche fue extraña. Aunque se sentía cansado no podía dormir. Daba vueltas y vueltas en la cama, incluso contó ovejas y nada. Se levantó y caminó por la casa. Abrió la puerta del abuelo y entró. La cama se encontraba deshecha y en el velador estaban los tesoros que siempre guardaba: la foto de la abuela; la lapicera grabada con su nombre, regalo de sus colegas profesores cuando jubiló; el autito metálico de su infancia, y la libreta de anotaciones.

    Cerró las cortinas y se acostó en la cama de su abuelo. Todavía estaba su olor y el colchón tenía marcado su cuerpo grande y fuerte. Después de unos minutos, Diego pudo dormir.

    La noche transcurrió tranquila hasta que Diego despertó con un ruido. Quiso encender la lámpara, pero no la encontró. Entonces recordó que no estaba en su dormitorio. Miró a su alrededor y vio una tenue luz azul que venía del clóset. Se levantó, abrió la puerta y entre objetos que no podía reconocer, distinguió claramente una caja de madera. La luz venía de adentro. La tomó con cuidado, la puso sobre la cama y la abrió.

    La luz azul llenó todo el lugar y por un instante lo encegueció, pestañeó varias veces hasta recuperar la visibilidad. Entonces sintió frío, viento, humedad. Estaba en una playa desconocida, de noche. Las olas mojaron sus pies y lo obligaron a retroceder. Su primer instinto fue buscar la caja para cerrarla y volver a la habitación, pero ya no estaba. En su lugar se abría un espacio sin límites, tan oscuro que no alcanzaba a ver sus manos si las alzaba al frente.

    Sintió un profundo miedo. ¿Qué era esto, un sueño, una puerta desconocida a otra dimensión, como en las películas? Se pellizcó fuerte para despertar y nada. Seguía ahí y las olas mojaban sus pies nuevamente. Trató de correr en la dirección opuesta, pero la oscuridad lo envolvió. No parecía haber más personas, ni rasgos de civilización alguna. Corrió asustado, buscando una dirección que tomar, pero cada vez estaba más perdido. Gritó.

    Nada.

    Miró al cielo, pero las constelaciones no se parecían a ninguna que hubiera visto, de modo que no pudo guiarse como le habían enseñado alguna vez en el colegio. Entonces metió la mano en el bolsillo para ver si tenía su celular, pero solo había un trozo de papel algo arrugado que decía: Quédate adonde estás. Yo voy por ti. El mensaje, más que tranquilizarlo le hizo sentir terror. ¿Qué era todo esto, quién escribía el mensaje, qué playa era esta que no conocía y por qué llegó ahí? De pronto sintió una voz:

    ¡Diego!... ¡Diego!...

    Abrió los ojos y vio a Isabel sentada a su lado, ambos estaban en la habitación del abuelo.

    Dormiste aquí, pobrecito… hijo me tengo que ir a la oficina. Voy a tratar de llegar más temprano, pero no te prometo nada. Hay comida en el refrigerador, y sobró pizza. No estés viendo televisión todo el día, ¿ya?... Uf, me tengo que ir. Te llamo más tarde, beso, chao.

    La mujer se levantó con la cartera al hombro y salió rápido de la habitación. Todo estaba en orden. Ni playa ni noche ni caja de madera. ¿O sí?

    Se levantó y abrió la puerta del clóset. No había una caja como la de su sueño. Solo ropa y objetos que había visto muchas veces antes. Decidió que era un buen momento para ordenar y clasificar las cosas del abuelo Alberto.

    Sacó uno a uno pantalones, chaquetas y camisas, ropa de invierno en bolsas con cierre, sweaters, zapatos y puso todo en bolsas grandes para regalar. Poca ropa le quedaba bien, ya que el abuelo era bastante alto. Ni siquiera los zapatos. Sin embargo, decidió dejarse un chaleco azul con cierre, que Alberto usaba siempre, su regalón, decía. Después de desocupar casi todo el armario , se sintió desilusionado al no encontrar nada extraño que se pareciera a lo visto en su sueño. Solo algunas fotos antiguas, cartas y papeles que después revisaría Isabel.

    Entonces se dio cuenta de que en la parte alta del clóset, había una bolsa plástica con algo dentro. Subió a un piso y la levantó. Estaba pesada, de modo que tuvo que hacer un esfuerzo para no desequilibrarse y caer. La puso sobre la cama, la abrió y para su sorpresa, encontró la caja de madera que buscaba.

    Dudó un momento si sería bueno abrirla. No solo por el reciente sueño que tanto lo asustó, sino porque si el abuelo tenía esa caja tan escondida, sería porque no quería que nadie la abriera. Pero su curiosidad pudo más.

    La caja contenía varios objetos que Diego nunca había visto mientras su abuelo vivió con ellos, además de dos sobres que observó detenidamente. Uno tenía el nombre de Isabel y el otro el suyo. Un escalofrío lo invadió. Volvió a poner los sobres en la caja y la llevó al comedor junto con las cosas que decidió guardar.

    Los objetos de la caja contaban la historia de Alberto. Desde juguetes de infancia, como un equilibrista que hacía malabares increíbles dentro de una rueda metálica, o un Pinocho tallado en una sola pieza de madera; hasta recuerdos extraños que Diego no se animó a tocar, como el cordón umbilical de Isabel y sus primeros dientes. Había también una graciosa lapicera que según su posición vestía o desvestía a una joven bailarina; la marioneta de un despintado payaso estilo Pierrot con restos de la cruz que alguna vez le dio movimiento; un barbado español metálico con casco y armadura, una foto del actor de comedias mudas Buster Keaton, quien, según la reseña, jamás sonreía ni en las películas ni en la vida privada.

    El descubrimiento de los tesoros de Alberto fue magnífico. El niño jugó mucho tiempo con el contenido de la caja, sintiendo que si su abuelo se lo hubiera querido encomendar a alguien, habría sido a él.

    No abrió el sobre que, además de una carta, traía unos objetos pesados dentro. Quería que fuera Isabel quien lo acompañara en ese momento, porque temía que la emoción no le dejara completar la lectura. Afortunadamente la tarde pasó rápido con el orden de las ropas y objetos del abuelo, que le ayudaron a conocerlo más, aunque fuera demasiado tarde.

    Isabel llegó temprano, como había prometido. Dio una mirada panorámica y agradeció con una sonrisa que su hijo hiciera el trabajo tan triste que ella hubiera evitado por semanas, o tal vez meses. Desmantelar la vida de un ser querido que ya no está, es una de las cosas más tristes para los que quedan. Pero para el niño hombre fue sencillo (eso creyó Isabel). Diego le mostró rápidamente lo que se regalaba, lo que se guardaba, el recibo del balón de oxígeno que vinieron a buscar temprano y la caja de madera con los recuerdos y los dos sobres.

    ¿Me lees mi carta?

    ¿No la has leído todavía? –preguntó Isabel mirando a su hijo mientras trataba de adivinar qué sentía el muchacho.

    No. Quiero que tú me la leas. ¿Puedes?

    Isabel tomó sus lentes y con gran cuidado abrió el sobre. Dentro, aparte de la carta, había una llave antigua un tanto oxidada, una lágrima de cristal sujeta con un cordón de cuero y un anillo oxidado con un escudo de armas de alguna casa española de otro siglo. La carta decía lo siguiente:

    "Querido Diego:

    Si estás leyendo esta carta es porque yo ya no estoy en el mundo de los vivos. Y de todo corazón espero estar en el cielo o caminando hacia allá, pero por las dudas, por favor reza por mí para que el Señor me deje entrar en su casa, mira que no me gustaría quedarme

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