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Libertad cualitativa: Autodeterminación con responsabilidad mundial
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Libro electrónico832 páginas12 horas

Libertad cualitativa: Autodeterminación con responsabilidad mundial

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El anhelo de libertad, incuestionado desde hace mucho tiempo, se enfrenta hoy con la apremiante pregunta de ¿qué libertad, y la de quiénes, hay que fomentar cuando la de unos entra en colisión con la de otros? Para encarar los nuevos retos sociales y ecológicos y combatir los fundamentalismo políticos y religiosos hace falta una reorientación del liberalismo en el que se priorice la calidad -y no la cantidad- de nuestras libertades.
La presente obra construye una teoría de la libertad a partir de una nueva terminología que deja atrás la clásica dicotomía de la filosofía política, la libertad "negativa" frente a la libertad "positiva", porque resulta incapaz de responder ante las nuevas cuestiones de vinculación moral, de sostenibilidad ecológica, de cogestión social y de respeto cultural.
Claus Dierksmeier concibe una idea de la libertad que distingue entre cuantitativa y cualitativa, y defiende a esta última por ser capaz de tratar tanto las libertades individuales como las sociales. De esta manera, su discurso traza una nueva arquitectura en el pensamiento liberal que posibilita la integración de las distintas variaciones que existen en la concepción de la libertad en la tradición filosófica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 sept 2019
ISBN9788425438639
Libertad cualitativa: Autodeterminación con responsabilidad mundial

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    Libertad cualitativa - Claus Dierksmeier

    Claus Dierksmeier

    Libertad cualitativa

    Autodeterminación

    con responsabilidad mundial

    Traducción de

    BERNARDO MORENO CARRILLO

    Herder

    Título original: Qualitative Freiheit. Selbstbestimmung in weltbürgerlicher Verantwortung

    Traducción: Bernardo Moreno Carrillo

    Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

    Edición digital: José Toribio Barba

    © 2016, Transcript Verlag, Bielefeld

    © 2019, Herder Editorial, S.L., Barcelona

    ISBN digital: 978-84-254-3860-8

    1.ª edición digital, 2019

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

    Herder

    www.herdereditorial.com

    Índice

    INTRODUCCIÓN

    1. ¿Por qué y para qué pensar en la libertad?

    1.a. Libertad y globalidad

    1.b. La libertad y el entorno cotidiano

    1.c. La libertad y la filosofía académica

    2. ¿Por qué no seguimos el patrón libertad negativa frente a libertad positiva?

    2.a. Historia de esta distinción

    2.b. La terminología actual

    2.c. Los desarrollos pendientes

    3. ¿Cómo hablar acerca de la libertad?

    3.a. Las teorías metafísicas de la libertad

    3.b. Las teorías de la libertad cuantitativa

    3.c. Las teorías de la libertad cualitativa

    1. METAFÍSICA DE LA LIBERTAD

    1.1. La libertad reflexiva (Immanuel Kant)

    1.1.1. ¿Cuánta metafísica necesita la libertad?

    1.1.2. La libertad exterior: el bien y el derecho

    1.1.3. ¿Derechos sociales?

    1.1.4. La autorregulación social

    1.2. La libertad directiva (Johan Gottlieb Fichte)

    1.2.1. Epistemología y metafísica del derecho

    1.2.2. La filosofía social

    1.2.3. La filosofía económica

    1.2.4. Socialismo frente a socialdemocracia

    1.3. La libertad participativa (Karl Christian Friedrich Krause)

    1.3.1. Recepción, contexto y método

    1.3.2. La libertad de la naturaleza y del ser humano

    1.3.3. Los intereses privados y los públicos

    1.3.4. Política procedimental con responsabilidad mundial

    1.4. Resultados e implicaciones

    2. LA LIBERTAD CUANTITATIVA

    2.1. La asignación liberal (Friedrich August von Hayek)

    2.1.1. La génesis del concepto neoliberal de libertad

    2.1.2. La validez del concepto neoliberal de libertad

    2.1.3. Filosofía del Estado y filosofía política

    2.1.4. La filosofía económica y la filosofía social

    2.2. La distribución liberal (John Rawls)

    2.2.1. El planteamiento y el método

    2.2.2. ¿Libertad trascendental o transaccional?

    2.2.3. Liberalismo relativista frente a liberalismo dogmático

    2.2.4. ¿La libertad de quién?

    2.3. Resultados e implicaciones

    3. LA LIBERTAD CUALITATIVA

    3.1. La libertad equitativa (John Kenneth Galbraith)

    3.1.1. Una ciencia económica democratizada

    3.1.2. Una economía democrática

    3.1.3. Crítica de la ciencia económica neoclásica

    3.1.4. Crítica de la política económica neoliberal

    3.2. La libertad responsable (Amartya Sen)

    3.2.1. Crítica del paradigma neoclásico

    3.2.2. Crítica de conceptos reduccionistas de la libertad

    3.2.3. Libertad mediante capacidades

    3.2.4. La libertad cosmopolita

    3.3. Resultados e implicaciones

    CONCLUSIONES

    1. Retrospectiva

    2. Introspección

    3. Perspectivas

    AGRADECIMIENTOS

    BIBLIOGRAFÍA

    para Laura

    Introducción

    La libertad es indivisible,

    y si un solo hombre está esclavizado,

    todos carecen de libertad.

    JOHN F. KENNEDY

    Un auténtico liberal subrayará como crucial

    la correlación completa entre los medios utilizados

    y las consecuencias que de ellos se derivan.

    JOHN DEWEY

    1. ¿POR QUÉ Y PARA QUÉ PENSAR EN LA LIBERTAD?

    La libertad es una idea fascinante. Permite y alienta a todas las personas a llevar una vida digna. Cada vez son más los individuos e instituciones que invocan la idea de libertad para romper con modos de vida coercitivos. Un oprimido no necesita que nadie le explique el valor de la libertad. Donde falta libertad a nivel práctico, raras veces falta su aprecio a nivel teórico. La mayoría de las veces la conciencia de la libertad institucionalizada —el liberalismo político— aumenta en proporción con los obstáculos que se oponen a la libertad.

    Pero nombrar y luchar contra la falta de libertad es más fácil que configurar debidamente unos espacios de libertad ya adquiridos. Donde se ha eliminado el perfil claro de la falta de libertad, se desintegra la luz blanca de la libertad en los prismas de las distintas nociones de liberalidad. El blanco y negro de los liberadores cede ante las matizadas paletas ideológicas de las sociedades más abiertas. La actual abundancia de proyectos de vida y de políticas liberales constituye para el liberalismo a la vez una oportunidad y una crisis. El hasta ahora incuestionado anhelo de libertad se enfrenta, dentro de una sociedad liberal, con la apremiante pregunta de ¿qué libertad, y la de quiénes, hay que fomentar cuando la de unos entra en colisión con la de otros?

    La libertad es algo que se invoca constantemente, unas veces para valorar determinadas convenciones y otras para desvalorizarlas, así como para defender —o condenar— comportamientos individuales, corporativos y colectivos, y legitimar o criticar sistemas políticos. A menudo la idea de libertad se la arrogan tanto los depositarios del respectivo statu quo como sus críticos, con lo que en cierto modo se encuentra en contradicción consigo misma. Y cabe preguntarse entonces: qué libertad tiene ahora prioridad, ¿la de los defensores del medio ambiente o la de la economía a toda costa?; ¿la de quienes luchan por la democracia directa o la de los amigos de los Parlamentos representativos?; ¿la de los creyentes o la de los no creyentes?; ¿la de quienes existimos hoy o la de quienes existirán en el futuro? ¿Cómo abordar los costes ecológicos y los efectos sociales secundarios que la libertad económica trae consigo? ¿Cómo se interrelacionan la libertad económica y la política?; ¿se necesitan y refuerzan mutuamente, o la una socava a la otra? ¿Existe un exceso de determinadas libertades?

    Estas preguntas invitan a otras reflexiones, igualmente básicas: la idea de libertad, si se la identifica con menos limitaciones y más liberalidad, ¿se capta suficientemente bien o encierra ella misma unos límites inmanentes? Y en relación con nosotros mismos, ¿tenemos que considerar la norma de la equidad y el mandamiento de la responsabilidad como «menos» libertad, o no se articula más bien aquí una exigencia de libertad en y respecto a formas de vida sostenibles? ¿Se pueden considerar los compromisos voluntariamente elegidos como negaciones voluntarias o como manifestaciones de libertad?

    Pues ocurre que cuando la libertad no se enfrenta a la coacción y la compulsión, el liberalismo empieza a luchar contra sí mismo. Ha probado el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal y ha descubierto la amarga verdad de que la libertad de unos puede arruinar los presupuestos de la libertad de otros, por no decir incluso de todos. Lo cual resta inocencia al pensamiento liberal. A falta de reflexión social, moral y ecológica, el liberalismo actual ve asustado su pecado original y se siente expulsado del paraíso de la univocidad moral. La precipitada búsqueda de unas hojas de higuera éticas demuestra cuán dolorosa les resulta a muchos liberales esta desnudez ética. En lo sucesivo, los enemigos de la libertad tienen que construir su bastión en un mundo que también se ve en peligro precisamente por causa de la libertad. Por lo cual, en adelante el liberalismo debe ganarse el pan con el sudor de la frente y trabajar por una reforma de su propia idea orientadora: la idea de la libertad. El objetivo del presente trabajo es participar en la consecución de esta reforma.

    La lectura de este volumen resultará tanto más fácil cuanto más clara resulte también la dirección del presente viaje intelectual. Al respecto, me gustaría aclarar cuanto antes que este libro se dirige a grupos bien diferenciados y que, por lo tanto, los argumentos se mueven en planos igualmente distintos. En función de esto cambiarán las metas y el tono de la exposición. Por un lado, me gustaría reorientar el discurso académico sobre la filosofía de la libertad, a lo que se dedicará la parte principal del libro —hasta el capítulo 3 inclusive—. Por el otro, quisiera promover un liberalismo moral, social y ecológicamente sostenible; a esto se dedicará sobre todo el último capítulo. Ambos aspectos se interrelacionan en cuanto al contenido. La parte orientada a la práctica se legitima con una fundamentación académica y, viceversa, la teoría necesita de la aplicación práctica para poder demostrar su importancia.

    Pero como los humanos que trabajan mucho por el liberalismo filosófico —en el plano teórico— no son siempre los mismos que se preocupan en la práctica por las venturas y desventuras del liberalismo, he redactado este estudio de manera que no todo el mundo tenga que leerlo con verdadera acribia académica de principio a fin. En todos los capítulos se encuentra un apartado que resalta los respectivos resultados e implicaciones. Quienes consideren prioritario conocer las consecuencias prácticas de mi planteamiento, con la lectura de tales apartados quedarán suficientemente preparados para su tratamiento en las conclusiones.

    Es fácil fijar la orientación académica de un libro, pero no lo es tanto ponerla en práctica: a tal fin, me gustaría esclarecer conceptualmente el debate sobre la idea de libertad cambiando la diferenciación al uso de libertad negativa/positiva por la pareja dialéctica compuesta por la libertad cuantitativa y la libertad cualitativa (trataré este tema con más detalle en el apartado 2 de esta introducción). Considero dialéctico este par de conceptos porque, en primer lugar, un estudio más próximo de ambas categorías muestra que las teorías de la libertad hasta ahora vigentes se pueden remitir de manera consistente a estas determinaciones teóricas, de lo que, en segundo lugar, resulta un orden jerárquico y una priorización de los aspectos cuantitativos y cualitativos, de modo que, en tercer lugar, queda claro que la idea de una libertad única y uniforme se puede plasmar legítimamente en distintas formas de libertad de una época a otra y de un lugar a otro.

    La perspectiva «cantidad frente a cualidad» aquí elegida no es del todo nueva.¹ El planteamiento cuantitativo lo encontramos representado sobre todo en teorías de origen «liberal-negativo», libertario o neoliberal.² Y viceversa, la noción de una libertad cualitativa presenta algunos puntos en común con la «libertad positiva» (cf. el apartado 2.c de esta introducción), aunque se diferencia de ella claramente a causa de su importante dimensión procedimental, pues no determina ex cathedra qué libertades deben valer para determinadas personas y grupos sino que empodera a los afectados para que salgan al encuentro de dichas determinaciones, y ello con unas formas que puedan justificarse en nombre —y en el interés— de la libertad de todas las personas. Este aspecto —la insoslayable globalidad de la idea de libertad— lo trataré más a fondo en el siguiente apartado.

    Los objetivos sociológicos, económicos y políticos de este estudio corren parejos con la conveniencia de reorientar el liberalismo; es decir, de conseguir que una teoría que a menudo solo refleja insuficientemente su responsabilidad moral, social y ecológica pase a ser una concepción que ponga en el centro de su marco argumentativo la obligatoriedad cosmopolita inmanente a la idea de libertad. Sobre esta motivación hablaré de manera pormenorizada en los siguientes apartados.

    1.a. Libertad y globalidad

    El pequeño planeta azul llamado Tierra es la patria de todos los humanos, algo que se percibe también tanto en el plano teórico como en el práctico. Lo que ayer todavía era Umwelt —mundo ambiente— hoy se ve cada vez más como Mitwelt —mundo compartido—, lo que repercute a su vez en todas las actividades de cualquier lugar. Nuestro actuar aquí y ahora influye en las condiciones de vida de otros seres humanos alejados ya en el espacio ya en el tiempo (las generaciones futuras). Junto a jefes tribales y gobernantes, a culturas-nicho y Estados-nación, a comunas y clanes, a emiratos y alcurnias, a terroristas y tiranos, a fanáticos y fundamentalistas, sobre el escenario no dejan de aparecer nuevos actores de la más variada índole. Así, vemos cómo colosos de la economía y corifeos de la ciencia, medios de comunicación y milicias, donantes y patrocinadores, refugiados y estrellas de cine, hackers y whistleblowers, redes sociales y movimientos civiles compiten entre sí y negocian a nivel global. En vez de operar en un solo lugar actuando en todas partes, los hilos de estos nuevos actores se entrelazan en una trama y entramado cada vez más difícil de desenmarañar. La siempre cambiable estática de poderes otrora estables se ve arrastrada a una irreversible dinámica de fuerzas fluctuantes, un tráfico global de bienes, informaciones y personas que está cambiando a una velocidad vertiginosa la entera faz de la Tierra.

    En la actualidad, la humanidad (se) comunica, viaja y actúa con más libertad que nunca, y cada vez se accede con mayor facilidad a las noticias, las mercancías, los contactos… Informaciones, encuentros y proyectos a nivel planetario que en el siglo XIX solo les estaban reservados a unos pocos estudiosos, como Alexander Humboldt, hoy se han convertido en estándar para cada vez más ciudadanos. Propulsadas por un intercambio de información exponencialmente creciente, no dejan de asentarse nuevas convenciones. Desde los rincones más apartados del planeta o del espacio virtual de internet se introducen sin parar en la conciencia global nuevos estilos de vida y nuevos ídolos. Esta ampliación de las ideas y las opiniones, así como el potenciado intercambio de imágenes del cosmos y del yo, han animado y capacitado a muchos a liberarse de modos de vida coercitivos, así como a probar nuevos caminos y a iniciar nuevos proyectos, tanto dentro de la propia colectividad como a espaldas de ella. Salta a la vista que la libertad de muchos seres humanos, que no de todos, se ha intensificado de manera considerable.

    Pero esta intensificación conlleva un elevado precio a pagar. Por ejemplo, que los nuevos medios de comunicación reduzcan y anulen las distancias físicas es una bendición para muchos, pero también una maldición para otros tantos: cada vez queda menos esfera privada, casi nada es ya solo local; y allí —y cuando— los ciudadanos de este mundo no pueden determinar sus informaciones por sí mismos, su autonomía informacional deviene en un bien constantemente amenazado. De modo parecido, la irrefrenada libertad económica ofrece enormes posibilidades, pero en el marco de una economía mundial no dominada por ningún gobierno mundial, encierra también varios riesgos: expuestos sin protección al viento helado de esta búsqueda de beneficios globalizada se extinguen sistemas biológicos e idiomas, desaparecen viejas usanzas y se resquebrajan órdenes políticos.

    Si bien es verdad que siempre ha habido un constante intercambio de bienes e informaciones entre las diferentes culturas, no es menos cierto que nuestro tiempo se diferencia drásticamente de las épocas precedentes. Nosotros no solo vivimos en el mundo de la globalización sino también en el de la globalidad, en un mundo que ya es cosmopolita en múltiples aspectos puesto que las actividades privadas, las economías locales y la política nacional se idean y proyectan en función de su recepción a nivel mundial. Sin que nadie nos lo pregunte, se empareja nuestros intereses con los de otras personas y Estados. Los asuntos internos de los países más alejados se convierten en el tema candente de nuestra seguridad nacional. Y las crisis del global commons (el esquilmamiento de la fauna marina, el calentamiento global, la utilización abusiva de las energías fósiles, etc.) transmutan hoy la política exterior de ayer en la política interna del mundo.³ En una palabra, la historia nos ha convertido a todos en unos seres cosmopolitas.

    Ya sea a la luz de las epidemias globales o de las «epilepsias» bursátiles (también a nivel mundial), es incuestionable que nuestras acciones tienen unos efectos a larga distancia tan imprevisibles como inintencionados. Sin duda, hay algunos aisladosprocesos de globalización que se pueden desacelerar, retrasar e incluso anular, pero esto no vale en relación con la tendencia general. La amplitud y profundidad de la globalización, manifestada con tanta claridad, nos impele a pensar en categorías de globalidad: a hacer cálculos con baremos planetarios, a sopesar las consecuencias «de larga cadena», a anticipar desarrollos a nivel mundial. Por lo tanto, ya alarguemos ya retrasemos futuros impulsos globalizados, quedará asentado este cambio de paradigma fundamental: que vamos, de cualquier contabilidad económica o política localmente delimitada, hacia unas perspectivas de globalidad.

    Allí donde la importancia posterior de nuestras actividades sobrepasa nuestras intenciones anteriores, preciso: el testamento que dejemos al planeta, aunque no se descifre por completo hasta muy tarde, conlleva una responsabilidad de nuestro mensaje a las generaciones venideras ya en la presente. Esta situación —la globalidad e inter-temporalidad de las consecuencias de nuestras acciones— cambia decididamente la manera de vivir, sentir y pensar la libertad. Como imperativo de la sostenibilidad, la conciencia presente tiene una gran responsabilidad tanto en el plano espacial-planetario como en el temporal-futuro. Como la libertad actúa más allá de las consabidas fronteras culturales del espacio y del tiempo, debe evaluarse también más allá de ellas. Quien actúa a nivel mundial tiene una responsabilidad global.

    Las crisis y los problemas globales empujan a la humanidad a buscar soluciones en común. Pero la implementación de esas soluciones exige a menudo instituciones globales, las cuales, por su parte, solo suelen funcionar con eficiencia si cuentan con una base de valores compartidos. Pero cuanto más aumenta la búsqueda de medidas globales, con más intensidad desconfían muchas personas de dichos valores. Algunas tienen miedo del universalismo, convencidas como están de que este traerá consigo un orden mundial que con un proceder uniforme violente cualquier asomo de preciada diversidad. ¿No parece aconsejable, por motivos de sensibilidad cultural y empatía moral, preferir lo regional frente a lo universal? ¿No deberíamos, por lo tanto, ponernos del lado del relativismo cultural de los valores y las normas?

    Sin duda, una «monocultura» mundial forzosa que, con su discurrir uniforme, produjera violencia a toda diversidad no sería ninguna ganancia. Pero en la era de la globalidad sirve de poco una cosmovisión relativista según la cual para cada uno solo valga lo suyo. Dondequiera que haya personas interactuando acecharán conflictos que a su vez necesiten de un mediador. Solo podemos vivir nuestra libertad de una manera no coordinada a cambio de poner en gran peligro el entorno físico y social. Solo al precio y a cambio de una desconfianza profunda y generalizada la libertad puede desprenderse de toda atadura y renegar de dichos ordenamientos transversales. Allí donde cada cual actúa en todo momento como juez de su propio peculio acecha un sinfín de discordias; toda posibilidad de conflicto exige la existencia de una intermediación.

    Por eso, poco a poco y de manera simultánea el derecho debe constituirse a los efectos de las actuaciones tanto privadas y colectivas como políticas y económicas, traspasando las fronteras de los distintos ordenamientos jurídicos nacionales. Y como cada poder judicial necesita de un poder legislativo, y este a su vez de un poder ejecutivo, la globalización económica conlleva también la exigencia de una globalización política-jurídica.⁴ Esto por un lado. Pero, por el otro, la problemática en cuestión no se puede solucionar solo con leyes y autos de procesamiento. Como a menudo el derecho se queda demasiado corto y se impone la realidad de una manera en extremo cruda, la pulsión moral debe apoyar a la compulsión jurídica. Las acciones reflejan las actitudes, y por eso hasta ahora ningún sistema jurídico que no haya estado también legitimado, completado y diferenciado en el plano moral ha podido durar. Solo si van de la mano, el derecho y la moral pueden prosperar.

    Asimismo, conviene tener en cuenta lo que media y se interpone entre el individuo y la colectividad, entre las familias y el Estado, y entre la moral y el derecho. Debe estudiarse en sus propias formas éticas el papel intermediario de la sociedad civil, unas formas que son diferentes según los contextos. También, y precisamente, a la libertad conseguida mediante asociaciones, organizada en compañías y empresas, canalizada a través de redes, sobrealimentada por movimientos y manifestada en modas, ritos y costumbres, le corresponde una gran responsabilidad social, una dimensión ética específica que se corresponda con la moral y el derecho pero que no se termine en ellos. Solo si se incluye este plano se podrán construir unas estructuras justas y sostenibles para el tejido económico y la acción política humana, y especificarlas según la cultura y el contexto respectivos.

    La libertad debe equilibrarse y diferenciarse mediante la responsabilidad de tres maneras distintas, a saber: en el microplano de la moral individual, en el mesoplano de los usos y normas sociales, y en el macroplano del derecho universal. Estos tres planos —el de los individuos, el de las asociaciones y el de la estatalidad— remiten a su vez al marco cosmopolita en el que actúan. Lo que afecta a todos debe ser afrontado también por todos, y en el interés de todos. Por lo tanto, para las cuestiones cosmopolitas nuestro pensamiento necesita hoy, más que nunca, de una especie de compás o regla que alinee de manera armónica los planos de la moral, de la ética y del derecho, teniendo siempre en cuenta las obligadas diferencias funcionales. Nuestro mundo común está necesitado de un ethos comunal.

    Mientras que la mayoría de los idealistas morales proclamaban hasta ahora la necesidad de practicar nuestra libertad según máximas estrictas y universalizadoras —como si debiéramos rendir cuentas «a todo el mundo»—, cada vez hay más autodeclarados realistas que reconocen como signo de los tiempos la máxima de que nuestro interés ilustrado coincide cada vez más con los preceptos de un cosmopolitismo moral. El empírico empedernido observa con extrañeza que la ética idealista se revele cada vez más como una metódica realista. En política y economía, así como en el terreno de la ecología y la cultura, se percibe una y otra vez que la libertad solo se puede mantener al precio de un uso cosmopolitamente responsable; en la misma línea, la ética se entiende cada vez más como una estrategia de sostenibilidad.

    Pero el Dios de unos es el ídolo de otros; la verdad de aquí es la herejía de allá. Cuanto más fuerte es el intercambio cultural y más rápido el cambio social, con mayor fuerza se plantea el problema de que las usanzas regionales, las religiones heredadas y las convenciones del pasado ya no se respetan por doquier de manera incuestionada. Cada envión globalizador reduce el alcance de las éticas tradicionales. Así, con el aumento de la pluralidad a menudo se pierde también el orden acostumbrado de nuestro espacio vital, con lo que de la creciente diferencia de normas individuales no resulta una creciente indiferencia respecto a todos los valores; por eso es urgente aclarar en nombre de qué valores debemos seguir actuando.

    Los filósofos que argumentan con perspectiva universalista siempre han intentado diseñar dichas metas y principios con validez para todos los hombres. Pero sus intentos a menudo han ido acompañados de dos problemas: en primer lugar, de unas objeciones de principio contra la validez teórica y, en segundo lugar, de unas dudas pragmáticas acerca de su eficacia práctica. En el plano de los principios, se formula la pregunta: ¿por qué unas reglas proyectadas en determinado lugar deberían valer también en otro? Y se puede seguir objetando en el plano pragmático: ¿por qué los valores registrados de la plenitud y de la variedad de la vida humana, en todas sus facetas, se deben justificar aplicadamente en la mesa de dibujo del pensamiento puro?

    A estas dos objeciones debe responder quien quiera hacer frente al hecho económico-mundial con un pacto ético-global. ¿Podemos encontrar unos principios que desarrollen una capacidad resolutiva no solo para con los problemas habituales sino también para con los de una índole completamente nueva? Para motivar, y legitimar, nuestra actuación global se necesita una ética que abra el pasado al presente en vez de cerrarse al futuro teniendo la vista puesta en mantener el statu quo. La divergencia fáctica de las normas vigentes en el amplio mapamundi es algo que ni se puede aniquilar ni se debe ocultar. Necesitamos una ética que esté en sintonía con las tradiciones de las diferentes culturas del planeta. Hace ya mucho tiempo que pasó la era de las naciones solitarias —también en el ámbito de la filosofía moral—. El mundo necesita universalismo y diferencia, he ahí el mandato cosmopolita con el que tienen que avenirse las teorías actuales de la ética de la globalidad.5

    En la era de la posmodernidad, semejante ética —como argumentaré después en este libro— hay que buscarla ante todo partiendo de una idea de libertad cualitativamente orientada. Lo cual podría sorprender a primera vista. En efecto, ¿no tiene cada ser humano una idea propia y distinta de la libertad? ¿No es la libertad un pensamiento que divide más que une? ¿Existe realmente (solo) una idea de libertad que sea al mismo tiempo igual de global y diferenciada que los problemas que pretende abordar? Y hay aún más preguntas sobre las que reflexionar: ¿por qué convertir la libertad en algo tan importante? ¿Por qué cargar el pesado temario de la globalización sobre los hombros (¿demasiado estrechos?) del liberalismo filosófico? ¿No se está tomando aquí como la medida de todas las cosas el general sentir occidental, no se está tomando una determinada preferencia política como norte y guía de la totalidad, y no están empobreciendo unos valores occidentales monocordes la rica polifonía de la orquesta cosmopolita? Yo creo que no.

    En la rueda de todos los valores globalmente representados, a la libertad le corresponde un papel especial. Sin duda, hay culturas que, según su autocomprensión explícita, no se apoyan en una idea concreta de libertad; pero según su autodeterminación reclaman implícitamente para sí toda la idea de libertad, incluso —y precisamente— cuando rechazan la liberalidad en su manera de vivir. También muchos individuos y grupos que se autorrecetan unos modelos de vida totalmente iliberales hacen especial hincapié en que lo hacen de manera autónoma. Cualquier clase de apego a unos valores, y no menos importante la clase fundamentalista, resulta siempre absurda en caso de ser forzada. De facto, los fundamentalistas reclaman también libertad: en tanto en cuanto la autodeterminación y para ella. En consecuencia, no tienen ninguna razón coherente para negar teóricamente a los demás la autonomía que ellos mismos reclaman para sí en la práctica. Como la libertad no se puede coartar de manera consistente a nivel individual, hay que reconocérsela a los demás de manera consecuente. En esto coinciden todos los pensadores liberales citados en este libro; pues reconocer y hacer valer lo que uno mismo reclama —y en contra de lo cual no existen buenas razones— es algo que exige la lógica más básica. En esta lógica —en esta estructura que se autofundamente de manera indirecta— la idea de libertad es única en su género y se recomienda para la elaboración de cuestiones de valor que traspasan las diferentes culturas.

    En este sentido, no cabe duda de que la idea de libertad es muy invocada a nivel mundial; sin embargo, por ella se entienden cosas muy diferenciadas según el lugar. Su uso global no se corresponde con ninguna pauta configuradora universal. No todo el mundo entiende lo mismo cuando habla de libertad; más bien al contrario. Además, la validez y la génesis de la idea de libertad va cada una por su parte; donde rige la libertad en el reino de los pensamientos, no ocurre necesariamente lo mismo en la vida real. A causa de la multiplicidad de las ideas de libertad proclamadas y vividas, y para hacer frente a los nuevos retos y cuestionamientos originados por la globalización del entorno vital humano, se necesita con urgencia una reevaluación de la idea de libertad.

    Por consiguiente, el discurso acerca de la esencia y del valor de la libertad ocupa también un lugar importante a nivel global.6 Unos defienden una concepción «oriental» de la libertad (una libertad interior, espiritual, respecto de las adicciones y los apetitos materiales) frente a un liberalismo «occidental» tenido por material y hedonista.⁷ Otros ponen la cesura decisiva —en el pensamiento de la libertad— no tanto entre Oriente y Occidente como entre un norte-conservador y un sur-progresista.⁸ En los escritos impregnados por la filosofía de la liberación, por ejemplo, es corriente encontrar las ideas emancipadoras del Sur Global frente a las concepciones del norte supuestamente conservadoras.⁹ ¿Hemos de ver, por lo tanto, el planeta como dos hemisferios de libertad separados, donde Occidente interpreta el papel de un egoísta insensible? Difícilmente. La pugna por la idea de libertad ya no ocurre solo entre Estados y regiones, sino también en el seno de tales espacios culturales.¹⁰

    También en la zona noroccidental del planeta, tachada de «malvada» según tales clasificaciones geográficas, se encuentran grandes diferencias de opinión al respecto (precisamente uno de los rasgos constitutivos de la libertad propiamente tal). Autores estadounidenses de best sellers como Jeremy Rifkin y George Lakoff son un buen ejemplo de esto. Rifkin habla de una creciente tensión entre las ideas de libertad europeas (léase: atractivas, sostenibles) y las estadounidenses (léase: no atractivas y desconsideradas);¹¹ pero esta diferenciación entre una teoría de la libertad compasiva-relacional y otra ruda-absoluta se da también dentro de Estados Unidos. Por su parte, Lakoff achaca dicha dualidad a la diferente concepción de la libertad por parte de los partidos Demócrata y Republicano.¹²

    Semejantes encasillamientos tienen un valor epistemológico sumamente limitado, como enmascaran demasiado la interna multiplicidad de opiniones del respectivo campo descrito para hacer justicia al plano fenoménico. También sería errónea la creencia de que uno se acerca más a la verdad afinando cada vez más estas bastas subdivisiones, por ejemplo diferenciando dentro de Estados Unidos entre los republicanos de los estados costeros y los del interior, y a estos a su vez entre los que viven en el centro de las ciudades y en la periferia, o distinguiéndolos según su adscripción religiosa¹³ o desde el punto de vista histórico (por ejemplo, según el bando en que combatieron en la guerra civil).¹⁴ Todo esto parece tan elaborado como ocioso.

    En cada cultura hay representantes de los distintos conceptos de libertad;¹⁵ ninguna región del planeta es lo suficientemente homogénea para que se agrupen en ella los respectivos puntos de vista liberales acerca de una sola concepción de la libertad.¹⁶ Pero el hecho de que, a pesar de su evidente falta de validez, menudeen tan burdos ordenamientos revela ante todo una cosa: la insatisfecha necesidad de orientación en materia de libertad. Así como los horóscopos —lamentablemente tan insuficientes— reaccionan a una búsqueda de significado por parte del corazón humano, las mencionadas derivaciones geográficas corresponden a una parecida necesidad de claridad respecto a la idea de libertad. El presente libro responde a esa necesidad de orden y orientación.

    1.b. La libertad y el entorno cotidiano

    Nuestro entorno vital se halla intelectualmente polarizado desde el punto de vista de la libertad. Las concepciones de la libertad al uso no solo divergen en la teoría, también conducen a unas diferencias prácticas muy claras. La indiferencia intelectual en materia de libertad se traduce, por lo tanto, se quiera o no, en una potenciación de los tipos de libertad predominantes. Quien no vota, ya está votando; es decir, está votando lo que ya hay. Así, quien se abstiene del debate sobre la libertad con pretensiones de neutralidad no atestigua en modo alguno una ecuánime imparcialidad sino que ya está tomando «partido», a saber, por el statu quo. La abstención o suspensión del juicio apoya las respectivas ideas de libertad dominantes; y esto es precisamente tan digno de crítica y necesitado de justificación como los puntos de vista que refuerza.

    Cuando, por ejemplo, la libertad se reduce (en el campo político) a una elección entre distintos partidos o (en el económico) a una elección entre distintas opciones de consumo, debe entrar en escena la filosofía liberal. Esta tiene que investigar justo las estructuras que permiten dichas posibilidades, y no otras. ¿Por qué reducir la libertad a las opciones ofrecidas por el mercado y el poder? ¿Por qué referir la libertad solo a unas elecciones dentro del sistema y no también a la elección del sistema mismo? ¿Por qué limitar la libertad solo a unos actos de elección y selección y no pensar también en la creación y permuta de posibles opciones, y además en la elaboración creativa de distintas posibilidades de vida? ¿Qué es, por lo tanto, la libertad a la que aquí nos referimos? ¿Se puede decir que la libertad económica coarta actualmente la libertad al disfrute de una naturaleza no contaminada o la libertad a la autorrealización cultural y a una formación personal no convencional? Y ¿dónde quedarían entonces nuestras prioridades? Es decir, ¿qué libertad, y la de quién, debe tener precedencia? Aquí no basta con un reconocimiento fácil de la idea abstracta de libertad; se requiere más bien un arduo trabajo sobre su concreción conceptual. Por eso el debate sobre la libertad tiene una importancia que trasciende la meramente académica; es decir, que no puede limitarse a los ámbitos protegidos de los debates académicos. En el tema de la libertad, la discusión de las ideas se entrecruza con la guerra entre los sistemas, y la crítica de los poderes revela así también el poder de la crítica.

    Que «las ideas cambian los mundos» demuestra con claridad la idea de libertad. Raras veces el efecto práctico de la filosofía resulta tan evidente como en las diferencias plásticas existentes en la conformación de la cultura, la política y la economía, que parten de divergentes concepciones de la libertad (como en Norteamérica y Sudamérica) o que son propugnadas en determinados países por distintos partidos liberales (por ejemplo, en los Países Bajos por el liberal conservador VVD y el progresista liberal D66).¹⁷ Por lo tanto, la reflexión sobre las libertades con las que convivimos no puede dejarse solo en manos de los pensadores de profesión. Es también un deber cívico. La filosofía profesionalizada puede enriquecer, estimular y ampliar tales reflexiones, pero no sustituir el pensamiento personal.

    Por eso, en lo que sigue tampoco propongo una visión ya preparada, sino que la iré elaborando paso a paso mediante la reinterpretación de importantes teorías de la libertad, primero las de Kant, Fichte y Krause —como variaciones del liberalismo de los siglos XVIII y XIX—, Después las de Rawls y Hayek, y finalmente las de Galbraith y Sen —como representantes de los debates sobre la libertad en el siglo XX y principios del XXI—. El punto de vista empleado en este libro no es algo que se imponga desde arriba a los lectores; antes bien, debe aparecer ante sus ojos como el resultado de un porfiado peregrinar por los caminos más importantes de la moderna filosofía de la libertad.

    La idea de libertad resultante de este proceder focaliza bien, creo yo, la actual conciencia del problema de un gran número de ciudadanos de talante liberal. Sin duda, hoy muchas personas se sienten más a gusto en el campo conservador porque les gustaría ver la libertad expresada más a través de la responsabilidad que de la liberalidad. Hay también muchos amigos de la libertad que emigran a la izquierda porque creen que la libertad necesita de unos presupuestos que el mercado no crea. Otros, en fin, dudan por motivos ecológicos del liberalismo político, pues a este parece importarle muy poco las exigencias de la naturaleza. La cuestión de la libertad se deja cada vez más en manos de quienes buscan la libertad no para la responsabilidad y el compromiso moral, sino para liberarse de ellos. Pero de este modo, al liberalismo político lo amenazará la muerte por enfriamiento moral. Quien solo defienda la libertad por mor de sus intereses personales o de bienes materiales (sobre todo por dinero), traicionará la bandera liberal cuando pueda realizar más fácilmente dichos intereses. Si el liberalismo solo tiene tales amigos, ya no necesita de enemigos.

    Voces críticas dentro de nuestras sociedades abiertas y voces más extremadas fuera de ellas sostienen que, sin unos objetivos normativos ambiciosos, el pozo de ácido de las culturas capitalistas descompone y sustituye el ideal liberal por una multiplicidad de ídolos hedonistas; es decir, que la libertad se evapora y se convierte en una libertad de consumo.¹⁸ ¿Por qué —se preguntarán quienes no se cuentan ya entre los seguidores del campo liberal— deberían sacrificarse en el altar de semejante ídolo valores y costumbres tradicionales? Por qué recortar la solidaridad, ¿para dar pábulo al egoísmo a toda costa? Por qué arrinconar unas formas de vida buena y justa ¿para que pueda desarrollarse una concepción que solo entiende por libertad la maximización de los beneficios o una caza soez de placeres?¹⁹ ¿Por qué hablar solo de la libertad para la economía y no también de una libertad respecto de la economía?²⁰ ¿Por qué equiparar liberalismo con capitalismo?²¹

    Pero ¿por qué existe esta tendencia a un vaciamiento moral del liberalismo? ¿De dónde procede este pavor ante los valores y este peculiar encogimiento materialista-económico tan dominantes en el pensamiento liberal? En el transcurso de los últimos doscientos cincuenta años muchos pensadores liberales han tomado un camino fatalmente equivocado. Sus teorías se han alejado y enajenado en relación con unos fundamentos que —deletreado de manera consecuente— habrían podido vincular el pensamiento liberal con esas dimensiones de sensibilidad y sostenibilidad ecológica, social y cultural cuya falta hoy se suele achacar por doquier precisamente al liberalismo.²²

    Por consiguiente, algo de verdad debe de haber en la afilada crítica a los liberales. Sin embargo, esto no tiene por qué inducir necesariamente al pesimismo. Hasta ahora todas las crisis del liberalismo se han revelado como oportunidades para la revitalización de la idea de libertad.²³ Lo que perjudica al liberalismo no es la crítica, sino la autocomplacencia. Cuando el liberalismo no se somete a las exigencias críticas del presente, el confortable entorno de los partidos liberales amenaza con ahogarse en medio de un irrespirable partidismo liberal. En el autoabrazo narcisista, el liberalismo se condena a la esterilidad autoerótica y con ello, y en última instancia, a la extinción. Pues la verdadera fertilidad es fruto del saber enfrentarse a lo opuesto. Solo quien busca lo otro, y se asoma a ello, puede encontrar lo suyo propio. Solo quien puede sentirse en casa en el entorno del otro puede encontrar una buena acogida en su propio entorno. Esto vale también —y particularmente— para el eros intelectual de la libertad. La idea de libertad debe mostrar más interés por sus retadores que por sus aduladores.

    A partir de estas perspectivas teóricas y prácticas toma forma la idea-guía que se desarrolla a lo largo de este el libro, a saber: la necesidad de elaborar una teoría de la libertad que haga justicia a la globalidad y a la interculturalidad de nuestra vida. En un mundo en el que la corriente de los acontecimientos arrastra normas otrora vinculantes, unos principios filosóficos orientados más allá tanto del tiempo como de las distintas culturas se demuestran particularmente apropiados para constituirse en los nuevos hitos del camino.²⁴ Desde siempre la filosofía ha convertido en su principal virtud la necesidad de un pensamiento que se abra paso sin autoridades ni certezas irrebatibles.²⁵ Allí donde (ya) no se puede contar con la validez implícita de los usos y las costumbres, resulta rentable la capacidad de, por una parte, forjar explícitamente unos presupuestos de validez inherentes al hablar y actuar sociales y de, por otra, criticarlos de una manera competente. Ahí es donde la praxis necesita particularmente de la filosofía.

    Las teorías no pueden por sí solas arreglar el mundo —como es natural—, pero al mostrar nuevas posibilidades también dejan ver el camino hacia otra realidad.²⁶ Vistos los acuciantes problemas globales de una política que reacciona a ellos de una manera poco imaginativa que llega hasta la exasperación, no parece nada ocioso preocuparse por una renovación espiritual del pensamiento de la libertad y buscar un liberalismo más viable. En esto la globalidad, que se convirtió en un desafío para la libertad, se vuelve también en un modelo para ella. En todas las épocas la libertad humana ha buscado un marco de referencia que le dé sentido; es decir, significación y dirección. Esto vale también, y precisamente, para nuestra época. Pero las pautas éticas de la cultura y la religión a menudo están marcadas y condicionadas por los contextos a los que deben su surgimiento. Por lo tanto, en nuestro mundo globalizado se plantea cada vez más la pregunta por unas pautas generales no condicionadas que trasciendan los contextos concretos. La libertad necesita de una referencia de valor que, más allá de toda frontera y de cualquier tipo de pluralidad, pueda mostrar una fuerza vinculante. La idea de libertad nos lleva al proyecto de un ethos mundial.

    1.c. La libertad y la filosofía académica

    En la histórica «lista de éxitos» de la filosofía, la idea de la libertad ha sido siempre un evergreen, y sobre todo a causa de la agitada historia del siglo anterior, en los últimos decenios se han producido debates muy vivos sobre las libertades políticas y económicas. En la mayoría de los países la filosofía analítica ha marcado durante ese tiempo la agenda académica. Dado el dominio de esta clase de filosofía, persistente sobre todo en el espacio angloamericano, podría extrañar que la presente investigación empiece con un capítulo dedicado a la metafísica de la libertad. La mayoría de los filósofos analíticos se muestra escéptica respecto a la metafísica. Y como algunos sienten una gran enemistad hacia ella y tachan especialmente las teorías del idealismo alemán, cuyo papel de «filosóficamente muerto»²⁷ será fundamental en nuestra investigación, conviene explicar brevemente el enfoque aquí elegido.

    La filosofía analítica la caracterizaron primero, a principios del siglo XX, pensadores de orientación positivista, después escuelas de orientación lingüística a mediado del siglo, y por último otras escuelas de orientación naturalista a finales del siglo. De acuerdo con esto, sus respectivos representantes redujeron varias cuestiones filosóficas de viejo cuño (por ejemplo la de la esencia de la libertad) primero a problemas lógicos, después a problemas lingüísticos y por último a los propios de las ciencias naturales.²⁸

    Pues bien, aunque no debe ser aceptada por completo, sí debe tomarse en serio la pretensión, tan extendida en el campo analítico, de que no se empezó a filosofar con seriedad científica hasta Gottlob Frege (1848-1926) —por lo que las obras de los pensadores anteriores solo habrían servido de «cantera» para las actuales interpretaciones del espíritu—. Dicha pretensión sigue marcando la precomprensión y preconcepción de muchos filósofos profesionales, que a menudo expulsan en bloque todos los sistemas de pensamiento metafísico a la mítica «escuela preparatoria» de la filosofía (léase de una filosofía satisfactoria tanto a nivel formal-lógico como lingüístico-analítico). La razón de los metafísicos, fantaseosa a sus ojos, debía recortarse según la medida de una comprensión sobria y objetiva. El filosofar científico tenía o bien que atenerse solo a lo empíricamente observado y lógicamente concluyente²⁹ o bien someterse dócil al uso dominante de las ideas en la lengua cotidiana.³⁰ Pero estas exigencias contienen algunas celadas.

    Lo que en ellos parece tan austero y tan pragmático-científico, encierra en realidad serias implicaciones para la crítica de la sociedad. Quien destila ideas políticas como la libertad solo de situaciones fácticas medibles o del uso lingüístico corriente, en realidad está frenando la dinámica de su desarrollo social. ¿Por qué? Porque una investigación orientada únicamente a un inventario ya objetivo ya lingüístico desplaza a lo privado la crítica de lo existente. Solo en una filosofía que se reconozca partidaria de la tensión normativa de sus conceptos respecto a la realidad puede la verdad objetiva de la crítica convertirse en tema.³¹ Pero el positivismo —tanto epistémico como lingüístico— solo conoce opiniones subjetivas. Estas o se imponen en la sociedad y en el uso lingüístico o no. Si no, son prácticamente irreales desde el punto de vista positivista y, por ende, tan irrelevantes como una lengua privada. Por consiguiente, a la crítica filosófica de las ideas y de la sociedad se le asignaría el mismo estatus que, por ejemplo, a las lamentaciones por el mal tiempo que hace.

    Pero en la medida en que la sociedad se orienta también a las ciencias en general, este exilio teórico de la crítica hacia lo privado fomenta también su proscripción de la praxis pública. Las teorías esterilizadas no pueden fecundar a la sociedad. El mundo de las ciencias mutaría entonces en un eunuco que sobreprotege lo establecido.³²

    La afirmación —que se encuentra con frecuencia por ejemplo en el «círculo de Viena»— de que la disputa filosófica sobre las ideas y los principios es en última instancia evitable y se puede curar mediante unas investigaciones terminológicas más exhaustivas, ha perdido credibilidad en nuestros días.³³ Hoy ya no se cree —tampoco en el ámbito angloamericano, donde los planteamientos analíticos han dominado hasta el presente la escena académica— que el «futuro para la filosofía» se encuentre en esfuerzos puramente conceptuales.³⁴ Así, la afirmación de que la disputa sobre la idea de libertad puede resolverse mediante un estricto control lingüístico encuentra hoy poco seguimiento.³⁵ Sin duda, la investigación filosófica de la lengua sigue siendo un medio de reconocimiento sumamente importante de la filosofía, pero ya no se ve como el fin del trabajo filosófico; los argumentos objetivos presionan con fuerza para estar de nuevo en el centro del pensamiento filosófico.³⁶ He ahí, a este respecto, lo que se dice por ejemplo en una antología sobre la filosofía de la libertad pensada para el mercado angloamericano:

    Entre treinta y cuarenta años atrás, algunos filósofos creían que las controversias entre los teóricos de la libertad negativa y los de la libertad positiva podían aclararse a través de una búsqueda de errores lingüísticos. Muy pocos filósofos contemporáneos creen lo mismo. […] Prácticamente todo el mundo reconoce actualmente que las consideraciones relevantes para la propia elección entre las doctrinas de la libertad negativa y las de la libertad positiva son valores morales y políticos y valores teórico-explicativos (como la claridad, la precisión, la parsimonia).³⁷

    Este nuevo espíritu ayuda considerablemente para salvar la distancia, durante mucho tiempo considerada insalvable, entre la filosofía analítica y las demás. Con el cejar de la pretensión de las escuelas analíticas de ser los únicos representantes, la filosofía académica se abre en la actualidad a otros métodos, como los planteamientos defendidos por la filosofía europea-continental, latinoamericana, asiática y africana, en pro de un pensamiento dialéctico, hermenéutico, fenomenológico y deconstructivo. En estos ha sido desde siempre determinante el proceder prestigiado ahora también entre los filósofos analíticos, a saber, adaptar el método a los hechos, y no a la inversa.³⁸ Por eso son raras las veces que en esta disciplina ha habido tan buenas oportunidades para un metódico crossover: hoy en día, los filósofos de todas las escuelas se esfuerzan activamente por lograr una colaboración recíproca en aras de un servicio conjunto a una causa común.³⁹

    De esta situación saca buen provecho la teoría de la libertad. Con esta distensión metodológica en el discurso académico puede iniciarse también cierta relajación en cuanto al contenido de algunas posiciones bien consolidadas. Para ello, habría que eliminar numerosos prejuicios inexactos; por ejemplo, que las ideas sobre la «libertad positiva» se cultivan preferentemente en el ámbito filosófico continental mientras que las concepciones acerca de la «libertad negativa» se arraigan constantemente en el campo analítico (cf. apartado 2 de esta introducción), o que las concepciones normativas sobre la libertad se dan por lo general entre la izquierda política, mientras que las descriptivas tenderían a la derecha; y otros muchos prejuicios por el estilo.

    Mi propuesta para un empleo de los conceptos de libertad cuantitativa y cualitativa pretende contribuir también a una flexibilización del debate, para lo que se aventuran dos nuevos comienzos:

    En primer lugar, clarificar el debate sobre la libertad. Una temática que se describía de manera imprecisa y se redactaba de manera desmañada con las etiquetas vigentes —libertad negativa frente a positiva; formal frente a material; procedimental frente a sustancial; idealista frente a materialista; libertaria frente a comunitaria; etc.— se puede tratar de una manera más precisa, y más práctica, mediante la disyunción cantidad/calidad. Me gustaría mostrar cómo esta diferenciación «según la cosa» ha existido desde siempre y cómo se gana mucho también introduciéndola «según el nombre». Solo quien comunica con conceptos bien clarificados puede saber si piensa también con categorías bien clarificadas.

    En segundo lugar, habría que pasar de una concepción polarizada a una concepción dialéctica (cf. apartado 3.c de esta introducción); es decir, que en vez de operar mediante atributos que se mueven en direcciones completamente opuestas y cuyas fuerzas lógicas se neutralizan recíprocamente, para la idea de libertad habría que encontrar unas caracterizaciones más apropiadas, que se interrelacionen de una manera productiva y puedan unir sus fuerzas. Mediante los conceptos de libertad cuantitativa y cualitativa, todavía libres de lastre político, se puede llegar, espero, a una idea de la libertad más integradora que las defendidas hasta ahora; es decir, a una idea capaz de rebajar de manera constructiva las tensiones existentes entre libertad y responsabilidad, o bien entre libertad y sostenibilidad.

    2. ¿POR QUÉ NO SEGUIMOS EL PATRÓN LIBERTAD NEGATIVA FRENTE A LIBERTAD POSITIVA?

    En los escritos de teoría política y económica, así como en muchos de carácter filosófico-popular y en casi todos los inspirados por políticas partidistas, sigue siendo muy corriente hablar de libertad negativa y positiva.⁴⁰ Esta manera de hablar caracteriza los conceptos de libertad según si se definen solo negativamente —sobre la ausencia de coacción— o si dicen algo positivamente sobre la libertad, por ejemplo, respecto a sus presupuestos y objetivos. En la filosofía académica esta terminología no se valora particularmente (cf. al respecto el apartado 2.c de esta introducción) —por unas razones bien ponderadas—. Pero hasta los últimos años no han encontrado hueco estas apreciaciones en publicaciones de carácter científico-popular.⁴¹ Antes de pasar a la elaboración de las alternativas aquí defendidas, es decir, antes de pasar a la diferenciación entre libertad cuantitativa y cualitativa, conviene explicar brevemente por qué no hay que seguir el arraigado binomio lingüístico de libertad negativa frente a positiva.

    2.A. Historia de esta distinción

    Echando mano de su historia u origen, se puede ver ya en qué medida los conceptos de libertad negativa y libertad positiva distan mucho de conseguir lo que se proponen. Como padre espiritual de dicha diferenciación, se suele citar sobre todo a Isaiah Berlin (1909-1997).⁴² En realidad, no hizo sino popularizar unas expresiones que ya se encontraban en los idealistas británicos Thomas Hill Green (1836-1882) y Francis Herbert Bradley (1846-1924). Expresiones que se encontraban a su vez en las obras de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) quien, en su disputa con la filosofía de Johann Gottlieb Fichte (1962-1814), había desarrollado la distinción entre, por un lado, libertad negativa y formal y, por el otro, libertad concreta y sustancial. La distinción en cuestión, que parece tan simple, tiene ya a sus espaldas un legado ideográfico bastante pesado; y no sería nada vano suponer que dicho fardo heredado obstaculiza y dificulta sobremanera el pensamiento acerca de la libertad.

    ¿De qué se trataba realmente cuando se introdujeron por primera vez dichos conceptos? Hegel le reprochaba a Fichte pensar la existencia humana muy poco a partir de las circunstancias objetivas de la vida y demasiado a partir de la subjetividad e intelectualidad. Se quejaba de que Fichte concibiera la esencia del ser humano (el «yo») marginando toda clase de contextos (que Fichte resumía sin excepción de manera poco halagadora en la frase «el no-yo»). Pero quien busque la libertad principalmente en la negación de su entorno físico y social, descubrirá que esa misma libertad se convierte en una especie de «furia destructiva».⁴³ A falta de vinculaciones positivas, la libertad negativa gira solo alrededor de sí misma; en el plano de la teoría, aboca a un vacío formalista; en el plano de la práctica, a unos modos de vida absurdos —a un «fanatismo desintegrador»— de los órdenes heredados.⁴⁴ Más adelante intentaremos ver si esta crítica da o no en el clavo tanto en relación con la filosofía social de Fichte en particular (cf. apartado 1.2.1) como al concepto de libertad en general (cf. capítulo 2).

    Fue determinante de la actual comprensión de los conceptos de libertad negativa y positiva —y pionera de gran parte del popular debate— una discusión producida después en Inglaterra. En ese país la distinción en cuestión acabó adoptando tintes políticos. Bajo la dirección de Jeremy Bentham (1748-1832), James Mill (1773-1836) y David Ricardo (1772-1823), la filosofía social inglesa había priorizado el principio de utilidad (utility) respecto a la libertad. Los utilitaristas británicos no atribuían a la libertad un valor absoluto, sino meramente funcional. Se valoraba en ella la magnanimidad o liberalidad para actuar como a cada cual le resultara más útil. Pues la utilidad es, en definitiva, lo que —según ellos— produce alegría (pleasure) o evita dolor (pain). En vez de cavilar sobre la verdadera cualidad de la libertad, los utilitaristas preferían cuantificar su utilidad. La utilidad poseía el aroma de lo material y parecía más medible que la libertad (freedom, o liberty), que juzgaban sospechosa de fomentar tendencias idealistas.⁴⁵ El liberalismo olía a filosofía vaga, mientras que el utilitarismo sabía a ciencia estricta.

    La medición utilitarista de la libertad se hacía, pues, de este modo: como la liberalidad total llevaba al caos y por consiguiente a pérdidas de utilidad colectivas, había que maximizar la cantidad media de liberalidad individual dependiendo de y con vistas a la protección de la utilidad social general. Según tal visión, es de gran ayuda el aparato legislativo, que calcula sumariamente los intereses separados de los humanos y los prioriza según su contribución a la utilidad agregativa. Sin duda, había cierta preocupación de que se pudiera llegar a una tiranía enemiga de la libertad por parte de la opinión «media» o de las masas. Pero James Mill, el padre de John Stuart Mill y uno de los fundadores del utilitarismo británico, eliminó tal reparo en un santiamén mediante esta artimaña definitoria:

    La comunidad no puede tener un interés opuesto a su propio interés. Afirmar tal cosa sería una contradicción en los mismos términos. La comunidad no puede tener dentro de sí misma ningún interés siniestro con respecto a sí misma.⁴⁶

    Tenemos aquí una nueva edición de la antigua máxima: es más feliz el que cree.

    Herbert Spencer (1820-1908) observó que con esto la libertad se iba rápidamente a la deriva, y en consecuencia buscó un equilibrio entre los principios de utilidad y libertad mediante la formación de un «utilitarismo liberal».⁴⁷ Al valorar las libertades, genera ponderaciones de la utilidad de carácter directo a favor de la persecución indirecta de la utilidad en costumbres liberales. Según Spencer, la utilidad común se multiplica de manera sumamente rápida allí donde los individuos pueden desplegar libremente sus deseos y talentos e introducirlos en el todo social. La utilidad y la libertad podían por lo tanto reconciliarse, ya que la alta utilidad de la libertad —por ejemplo, para la formación de innovaciones productivas— se considera suficiente y por ese motivo se protegen por ley unos espacios de libertad personales.⁴⁸ Así, la utilidad sigue siendo el último criterio para calcular y valorar la libertad,⁴⁹ aunque el legislador ya no persiga la utilidad social de manera inmediata sino a través de procesos liberales.

    Un intento parecido de reconciliación entre libertad y utilidad lo tenemos en John Stuart Mill (1806-1873).⁵⁰ En sus Principles of Political Economics encontramos emparejadas también la libertad y la utilidad. Lo que resulta problemático es, primero, que mida el valor de las acciones ante todo por su utilidad; segundo, que evalúe esta última después por su contribución a la felicidad humana y, por último, que se muestre indeciso a la hora de decidir en qué consiste realmente esta última. El concepto de felicidad de Mill encierra declamaciones por los derechos humanos en general y, en particular, por los derechos de la mujer y otros ámbitos, por ejemplo la burguesía culta,⁵¹ hasta el punto de que algunos de sus contemporáneos no reconocieron en esto su propia concepción de la felicidad: cuanto más burda y chovinista es la gente, menos consideración encuentran en Mill los cálculos utilitaristas de la felicidad. John Stuart Mill nunca habría escrito la frase de Bentham según la cual, para favorecer la felicidad, el juego infantil crucillo (push-pin) es tan bueno como la poesía (poetry),⁵² antes bien aseveró:

    Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos solo conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce ambas caras.⁵³

    Una opinión nada irrelevante en vista de la tendencia de algunos economistas modernos a equiparar sin más la libertad con el cumplimiento de las preferencias.

    Tras reducir todos los criterios éticos a una única cosa (utilidad), John Stuart Mill pone todo su empeño en salvar los principios de la libertad y de la justicia respecto de su propia radicalidad, es decir, respecto del cuestionamiento utilitarista. Pero así se plantea necesariamente la pregunta de quién tiene realmente prioridad en caso de conflicto, si el valor primario (utilidad) o los valores secundarios (libertad, justicia).⁵⁴ La posibilidad de una reorientación de la argumentación, entrañando una autofundamentación radical de la libertad parece estar aquí en el aire, pero no se aprovecha. El último fundamento de todas las vinculaciones normativas —incluso esto para la protección de la libertad— constituye solo la utilidad que para los ciudadanos surge de la seguridad jurídica. Por lo tanto, la defensa que hace Mill de la libertad queda orientada extrínsecamente a la ineficiencia de su limitación excesiva o contingente, o viceversa, a la utilidad de su otorgamiento moderado y legítimo. Aunque, ciertamente, su valor intrínseco aparece en algunos pasajes de su obra, no llega a ser el fundamento de su legitimación. Resumiendo: el hecho de que para Mill la libertad se pueda pensar como principio autofundador constituye su grandeza y que dicho principio ya no fuera pensado por él de este modo, marca sus límites.⁵⁵

    Así lo vio al menos Thomas Hill Green (1836-1882). Según él, la fundamentación utilitarista de la libertad permitía favorecer una libertad «que puede ser disfrutada por un ser humano o un conjunto de seres humanos a costa de la libertad de otros».⁵⁶ Frente a esto, Green declara que la autonomía que permite la libertad se legitima, pero también así se limita. Este pensamiento, formulado asimismo desde un punto de vista social-estatal, a saber, que todo el mundo tiene derecho a ciertas precondiciones de libertad, Green intenta expresarlo mediante el concepto de libertad positiva. Pero no solo este pensamiento.⁵⁷ Según él, el concepto de libertad positiva tiene un lado interno además del externo. He aquí lo que argumenta al respecto:

    No nos referimos a la mera libertad de hacer lo que nos guste con independencia de qué sea lo que nos gusta. […] Y cuando hablamos de libertad como algo que hay que tener en alta estima nos referimos a un poder positivo de la capacidad de hacer algo o disfrutar de algo que merezca ser hecho y desfrutado.⁵⁸

    El éxito de esta fórmula acabó siendo fatídico. La gran acogida que Green encontró con esta matización —también moral-filosófico— entre muchos pensadores del idealismo especulativo que se impuso tardíamente en Inglaterra, convirtió el concepto de libertad positiva en el blanco favorito de sus enemigos, quienes afirmaron: quien distingue entre un uso de la libertad bueno y otro malo está separando también en el ser humano un yo verdadero de otro yo falso y exigiendo que el yo verdadero y elevado someta al falso y bajo, y en caso necesario con la ayuda de colectivos.⁵⁹

    Desde semejante metafísica se llega volando al totalitarismo; no hay más que afirmar que el derecho solo está obligado a la verdadera libertad, no a cualquier clase de liberalidad. Y de ella se podría deducir también que el Estado tiene que encargarse, incluso con medios coercitivos, de velar por la vida virtuosa de los ciudadanos. Esta teoría legitima, como se puede ver, la supresión de la libertad fáctica en nombre de la libertad ética. Las libertades cívicas amenazan con ser ahogadas en el agua bendita de la moral. Aunque con respecto a la mayoría de los idealistas británicos esta interpretación fue completamente exagerada, e incluso ridícula, no caía del cielo. La teoría del derecho y de la economía de Fichte, por ejemplo, ya sigue este patrón (cf. apartado 1.2.1), y tanto los estalinistas como los nazis sabrán servirse con gran habilidad de tales argumentos para calificar sus distintas formas de colectivización forzosa como sendas expresiones de una «libertad más elevada».⁶⁰

    Ludwig von Mises (1881-1973), Friedrich August von

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